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Selección de textos y documentos:

Doralicia Carmona Dávila

© Derechos Reservados
ISBN 970-95193

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1892 Manifiesto de la Primera Convención Nacional Liberal en apoyo a la reelección del presidente Díaz.

Abril 23 de 1892

 

PROYECTO DE MANIFIESTO QUE LA COMISION QUE SUSCRIBE tiene la honra de someter A LA APROBACIÓN DE LA PRIMERA CONVENCION NACIONAL LIBERAL.

 

CONCIUDADANOS:

El movimiento inusitado y general con que la República respondió al llamamiento de "La Unión Liberal", la regularidad con que la gran mayoría de las entidades federativas organizaron sus Comités y representaciones en relación con el Centro, son prueba irrefragable de que el partido liberal está ya en aptitud de imponerse una disciplina racional que le permita ser completamente explícito en la expresión de su voluntad dentro de la fórmula constitucional y tomar una participación más y más activa en la dirección de los negocios públicos, marcando los derroteros que conducen a su ideal supremo de la libertad, en la permanente conjugación del progreso y el orden.

Mientras fue la paz un hecho accidental y precario, y la guerra civil nuestro estado normal, y el partido cuya voz llevamos por delegación expresa, sólo cuidó de conservar incólumes los artículos fundamentales de su credo político, inscritos, gracias al sacrificio de una generación entera, en los Códigos de 57 y de la Reforma. Logrado esto plenamente, comprendió que, para mantener su carácter de partido nacional, precio de su sangre, que en la lucha contra la intervención extranjera lo identificó para siempre con la Patria, necesitaba tornarse en partido de gobierno, ceder en beneficio del orden su tendencia al movimiento político incesante y agruparse en torno de sus jefes, encargados del poder, para permitirles realizar la aspiración suprema del país a la paz, al trabajo y al progreso. Sólo así, la democracia mexicana, momentáneamente concentrada en las grandes crisis de nuestra historia, pero ordinariamente sin cohesión y difusa y en estado de materia orgánica, más bien que de organismo completo, podía, por el desenvolvimiento de las fuerzas económicas y sociales de la Nación, llegar al grado de evolución que revela, para los que saben y quieren ver, el hecho sólo de la reunión de esta Asamblea.

Creemos llegado el momento de iniciar una nueva era en la vida histórica de nuestro partido; creemos que la trasformación de sus grupos directivos en órganos de gobierno está consumada ya; creemos que, así como la paz y el progreso material han realizado este fin, toca a su vez a la actividad política consolidar el orden, tócale demostrar que de hoy en adelante, la revuelta y la guerra civil serán el accidente; y la paz, basada en el interés y la voluntad de un pueblo, son lo normal: para ello es preciso ponerla en la piedra de toque de la libertad.

Pero la actividad política, cuyas vibraciones primeras se sienten ya, tendría un objeto efímero si sólo se circunscribiese a un propósito electoral; necesita el partido liberal, al abrirse el nuevo período, dar la voz a las aspiraciones del país en el momento actual; aspiraciones que, derivando de las fuentes excelsas de los principios, penetran más en las necesidades de lo presente y preparan el camino de lo porvenir.

Esperamos ser intérpretes fieles de esos votos resumiéndolos en estas cláusulas generales:

La Nación desea seguir con creciente energía por los rumbos emprendidos; hacer de la paz una fuerza cada vez más viva, multiplicándola por todas las energías en acción ó latentes en el seno del partido liberal.

La Nación espera encontrar en el Jefe del Ejecutivo, su primer colaborador.

Aplaude la probidad y la buena suerte con que el Jefe del Gobierno, que lo es también de nuestro partido —¿cuál de nuestros conciudadanos tiene mejores títulos para ello?— ha intervenido en el establecimiento de nuestro crédito; pero sabe cuán costosa resultaría la obra y qué reacción violenta haría naufragar este ensayo capital en nuestra vida económica, si el programa de integridad administrativa retrocediese una línea en su aplicación severa.

La Nación desearía que su Gobierno se encontrase en aptitud de demostrar que considera la paz actual como un hecho definitivo, reorganizando económicamente algunos ramos de la administración, como el de guerra, que absorbe buena parte de nuestros recursos fiscales.

Desearía que no hubiese tregua en el empeño de sacar nuestro régimen tributario del período puramente empírico, proporcionándolo en el catastro y la estadística sus bases científicas.

Desearía que la libertad del comercio nacional, por la supresión de las aduanas interiores, llegase a ser un hecho consumado y no una aspiración periódicamente renovada con fórmulas sonoras e impotentes; y ya que la reducción de los aranceles a un simple recurso fiscal, aún no uniforma en su favor la opinión de nuestro partido, que la política de tratados de comercio siguiera poniéndonos en intimo contacto de intereses con los centros que han de ministrarnos, en forma de capital y emigración, los elementos de movilización de nuestras riquezas aún yacentes.

Sólo así la paz habrá preparado a las futuras generaciones mexicanas, cuyos recursos se han gravado para crear nuestro crédito y nuestros progresos, el modo de soportarlas y aun de permitirles el ahorro de un capital trasmutable en mayor bienestar y vigor. En estas condiciones la paz nunca parecería cara.

El fenómeno descollante en los últimos tres lustros de nuestra vida social, es el inesperado desarrollo de nuestras comunicaciones, que poniéndonos en contacto con nosotros mismos y con el mundo, ha centuplicado nuestra cohesión nacional, nos ha permitido alcanzar a nuestro siglo que nos llevaba una delantera enorme y nos ha dado la importancia de un factor en la civilización humana: la Nación sabe a qué circunstancias debe tamaño bien y qué hombres, y a cuál de ellos, en primer término, debe la resolución salvadora de aprovechar esas circunstancias; pero anhela por el advenimiento de un período, ya que los grandes senderos del progreso material están abiertos, en que suba al mismo nivel el progreso intelectual y moral, por la difusión, ya valientemente iniciada, de la educación popular; por la apropiación continua de nuestros sistemas educativos a nuestras necesidades; por la demostración con hechos cada día más notorios, de que se conoce el valor de esa fuerza mental que se trasforma en inmensurable fuerza física y que se llama “la Ciencia.”

Si así no fuese, se deprimiría el alma de la democracia mexicana hasta un bajo utilitarismo carente de ideales, capaz de atrofiar las virtudes cívicas, sin las que las Repúblicas se disuelven en grupos de presa, refractarios a la justicia y al derecho.

Puesto que la meta que queremos alcanzar es la trasmisión de la paz civil, es preciso asegurar en su base la paz social, para que sus raíces penetren tan hondamente que el árbol sea inconmovible. La garantía de la paz social está en la justicia, y la democracia mexicana habría comprobado su aptitud política si, como la de los Estados Unidos, supiese prescindir del derecho de cambiar periódicamente sus funcionarios judiciales, conquistando para ellos, con la "inamovilidad", la independencia, la competencia y la responsabilidad, que es la sustancia misma de las instituciones libres.

Es verdad que sería preciso reformar el pacto fundamental para mejorar la organización de los poderes públicos, lo que no debe retraer a nuestro partido si la mejora es positiva. Lo es sin duda la que proponemos en el orden judicial; en la organización del Ejecutivo también creemos que debería estudiarse y en un plazo no lejano, porque la cuestión atañe a la paz inmediata, a la paz de mañana, la manera de modificar las vigentes disposiciones constitucionales respecto de la sustitución del Presidente de la República, porque ellas pueden colocar a una personalidad sin mandato nacional y sin significación alguna en el primer puesto del Estado, lo que expondría al sustituto y a la ley a todas las contingencias del azar y del desprestigio.

Nuestros votos, por tanto, pueden concretarse en este pensamiento: la paz efectiva se ha conquistado por medio de la vigorización de la autoridad; la paz definitiva se conquistará por medio de su asimilación con la libertad. Hablamos de la libertad política, salvaguardia de las otras, cuya garantía está en el respeto a la opinión. Ésta debe buscarse, sobre todo, en la resultante de las múltiples manifestaciones de la prensa. El partido liberal no volverá nunca sobre la reforma del art. 7° de la Constitución, que suprimió un privilegio insostenible en derecho y que en el hecho se había convertido en peligro no político, sino social. Mas no vacilaría, para mayor resguardo de la más preciosa de las libertades democráticas, en modificar las legislaciones penales, sometiendo los delitos de imprenta al jurado común.

Realizar estos votos no es obra de un hombre ni de un gobierno, lo es del partido liberal entero, por medio de sus grupos locales, de sus representantes en los poderes de la federación, de sus órganos ante la conciencia del país. Pero ella, en conjunto, exige garantías de éxito, de esas que todo un pueblo conoce y en que toda una generación confía. A este profundo movimiento del ánimo y la esperanza públicos, a esta confianza íntima del país, a este mandato imperativo de la opinión, ha obedecido con un acto unánime la Convención Nacional Liberal eligiendo por candidato en el próximo cuatrienio presidencial al C. Porfirio Díaz.

Así lo esperaba y lo exigía, interesada y reflexivamente, la República. Ella tiene conciencia de ser la causa eficiente de sus progresos y de su tranquilidad, pero sabe también y también confiesa, que un hombre ha coadyuvado, en primer término, a dar forma práctica a las tendencias generales, y este ciudadano es el que la Convención ha escogido, expresando, antes del inapelable fallo del sufragio, la que, sin disidencias autorizadas por la experiencia ó la razón, es opinión del pueblo mexicano.

Seguros, a pesar de pueriles o sistemáticas denegaciones, de representar el gran deseo de la mayoría de nuestros conterráneos, los delegados a la Convención no tenemos embarazo en afirmar la magnitud del sacrificio que se impone nuestra democracia, naciente aún, pero consciente ya, con una reelección reiterada. Bien sabemos que no es de buen consejo para un país que se organiza, la renovación frecuente de sus funcionarios; bien sabemos que lo que en un pueblo democrático importa mantener incólume, es el derecho de renovar y no el ejercicio constante de la renovación; pero tampoco es discutible que por tratarse del puesto en que se poseen mayores recursos para suplantar o bastardear el sufragio, la reelección presidencial sólo es excepcionalmente recomendable.

Este caso excepcional ha llegado, lo decimos con profunda convicción. No por ser nuestro candidato el hombre indispensable; cuenta la Patria con excelentes servidores, dignos de la primera magistratura; pero se trata de conducir al fin de su período más delicado, una obra por extremo compleja en que se compenetran profundamente la cuestión de nuestro crédito, factor de nuestra prosperidad, la de nuestra organización fiscal, garantía de ese crédito: la de nuestro progreso material, fuente de la fortuna pública y de nuestra potencia financiera, y sobre todo, la de la trasmisión de la paz, base de toda solución de estos problemas que, en realidad, son uno solo.

Cree el país que, dada esta situación, cuya gravedad es inútil ponderar, sería un crimen descuidar uno de los elementos primordiales de éxito para sobreponerse a ella y sacar airosa a la República de la crisis. Este elemento encarna en el C. Porfirio Díaz; su nombre en nuestros votos significa la decisión invencible de eliminar al ciego azar de una solución que trascenderá a todo nuestro destino.

Mas para que así sea, para que no resulte frustráneo y estéril el sacrificio, es preciso, es indispensable que se palpe la voluntad nacional traducida en actos; es necesario que sólo el despecho o los intereses resueltamente divorciados del interés general, puedan negar la evidencia soberana del hecho. En esto resultado puede ser parte muy principal el gobierno, y sobre todo, la firme resolución de nuestro candidato. El gobierno no puede crear hábitos electorales; no puede improvisar una democracia política, precisamente cuando tratamos de organizar sus centros de creación; el gobierno no posee el filtro mágico que puede precipitar y anular en el tiempo los períodos normales de la evolución de un pueblo que, nacido ayer, no es demócrata en su mayoría, hija de la mezcla de dos razas, sino por instinto igualitario y que hoy apenas despierta a la conciencia racional de su derecho.

Pero sí puede despejar y abrir caminos a la expresión de la voluntad nacional; sí puede y es todo lo que puede, pero también todo lo que debe, llegar a este resultado extremando el respeto a las libertades coadyuvantes de la libertad electoral, a la libertad de la prensa y a la de reunión, que por tal modo condicionan la idealidad del sufragio que, donde faltan, éste podrá ser siempre tachado de una impía y audaz suplantación del verbo y del pensamiento del pueblo, y, por consiguiente, de la verdad superior, de donde toda Verdad legal emana.

Por eso en las bases constitutivas de la inmensa liga nacional, generadora de la Asamblea que hoy se dirige al país entero, se nos impone el deber de exigir el respeto a estas prerrogativas legales, y por honra de nuestros comitentes, y en el nombre sagrado de la Patria; así lo hacemos hoy como delegados del pueblo electoral, y así lo haremos mañana en uso de nuestros imprescriptibles derechos de ciudadanos; para ello quedamos solemnemente conjurados.

El hecho innegable e innegado de que el nombre que la Nación escribirá en su cédula electoral es el de Porfirio Díaz, debe ser para nuestro candidato motivo de legítimo orgullo, pero de gravísima preocupación.

Porque no es un premio: la República ha dado al General Díaz cuanta recompensa puede un pueblo libre conceder a un hombre: es una responsabilidad tanto mayor cuanto el honor es más crecido, y es el más crecido de todos. En los países nacidos a la libertad por su origen y por su historia, y nutridos en la libertad, como el de Washington, una reelección reiterada sería casi imposible; pero puede ser, pero es necesaria, por un motivo extraordinario, en las naciones de la condición política de la nuestra. Sólo que este mandato, tres veces renovado, es de un desempeño más difícil que nunca en el período próximo, porque a él toca la justificación definitiva de los otros. La democracia mexicana no abdica, pues, sino que obliga; no dudamos que el elegido comprenderá la inmensa trascendencia del deber que se lo impone y se mostrará digno de él.

Hijos de la generación que formuló el derecho en la Constitución y emancipó los espíritus en la Reforma, los ciudadanos que hoy representamos la mayoría del partido liberal, nos levantamos ante la Nación invitándola, no a la lucha en los comicios, porque la opinión pública es unánime, sino a la demostración de su voluntad y su potencia.

La primera Convención Nacional se disuelve, pues, llamando al pueblo al derecho, es decir, al sufragio, y llamando al Gobierno al deber, es decir, a la libertad,

Y en la plenitud absoluta de su conciencia y de su mandato, presenta como candidato del partido liberal para la presidencia de la República en el próximo cuatrienio, al C. General Porfirio Díaz, por lo que ha hecho; por lo que hará.

México. Salón de sesiones de la Convención Nacional, a 23 de Abril de 1892.
—Manuel M. de Zamacona. —Sóstenes Rocha. — Justo Sierra. — Rosendo Pineda. —Carlos Rivas. —Pedro Díez Gutiérrez. —Pablo Macedo. —José I. Limantour. —Francisco Bulnes. — Vidal de Castañeda y Nájera. — Emilio Álvarez.

 

Nota de la redacción del Monitor Republicano:

El anterior manifiesto fue aprobado el lunes a las 11 1/2 de la mañana por unanimidad de votos en la Convención Nacional y suscrito por todas las delegaciones. En su lugar damos nuestro juicio sobre dicho documento, y ofrecemos aquí seguir ocupándonos de él.

 

 

El Monitor Republicano. Miércoles 27 de abril de 1892, pp. 1-2