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Selección de textos y documentos:

Doralicia Carmona Dávila

© Derechos Reservados
ISBN 970-95193

Este Sitio es un proyecto personal y no recibe ni ha recibido financiamiento público o privado.

 

 
 
 
 


1890 El interés de Estados Unidos de América en el poderío marítimo. Presente y futuro. Alfred T. Mahan.

1890

 

Presentación
Para el lector desprevenido puede resultar muy extraño que los investigadores pertenecientes al Instituto de Estudios Caribeños, (IEC), y al Centro de Estudios Sociales, (CES), de la Universidad Nacional de Colombia, se dediquen al análisis y a la publicación en español, de un viejo libro escrito por un almirante norteamericano del siglo XIX y cuya temática versa sobre la importancia que debía tener para los Estados Unidos de América el poderío marítimo.

Sin embargo, esa extrañeza desaparece cuando se penetra en la lectura de los ocho capítulos del libro que tiene en sus manos y que fueron artículos publicados inicialmente en las revistas y periódicos más prestigiosos durante esos años en Norteamérica, como Atlantic Monthly, Forum, North American Review, Harper’s New Montly Magazine, New York Journal y New York World. Con estos artículos el almirante Mahan lanzó una cruzada para convertir a los Estados Unidos en una gran potencia militar con el fin de participar en las luchas imperialistas promovidas por Europa Occidental con el fin de repartirse colonialmente al mundo.

La cruzada de Mahan tuvo un eco enorme en su país, especialmente en las altas esferas de la política, la industria y la banca que recogieron los dividendos del frenesí expansionista desatado con la política del “gran garrote” (big stick) y la “diplomacia del dólar”, promovidos por el gran discípulo y amigo de Mahan, el dos veces presidente Theodore Roosevelt.

En el período que transcurre entre 1898 (Guerra HispanoAmericana) y 1918 (terminación del Canal de Panamá) todo el Caribe se convirtió en un Mare Nostrum norteamericano, en donde impusieron sus reglas apoyados en el poderío marítimo. Por eso, Mahan ha sido denominado por algunos geógrafos como el “profeta del imperialismo”; sin embargo, él fue simplemente un buen intérprete de su tiempo y alguien muy vinculado a las altas esferas del poder. Dijo por escrito aquello que se opinaba en los círculos privilegiados.

La “Era Mahan” dejó heridas que aún sangran en el Caribe. Son quistes purulentos que deben abrirse para que puedan ser curados, en lugar de cubrirlos para esconder la vergüenza. Este libro debe ser uno de los bisturíes que nos ayuden en esa labor tan dolorosa.

Con este libro, el Instituto de Estudios Caribeños reinicia su labor editorial con el fin de dar a conocer las obras fundamentales que pueden servirle al investigador y al público en general para conocer la realidad del Caribe. Y es particularmente importante este conocimiento, especialmente para la Maestría de Estudios del Caribe que adelanta el Instituto de Estudios Caribeños en San Andrés, pues no debemos olvidar que la región Caribe no solo es la más bella, sino tal vez la más sufrida del planeta

 

Prólogo
El pensamiento geopolítico de Alfred Mahan y la expansión imperial norteamericana
Uno de los períodos más agresivos en la historia de la humanidad es el lapso comprendido entre 1875 y 1914, el cual ha sido denominado muy acertadamente como la era de los imperios [1]. Al final del siglo XIX, Inglaterra era la dueña del mundo. Después de un siglo glorioso cosechando los frutos de la primera revolución industrial, había sabido utilizar los enormes recursos de capital acumulados por la unión monopolista de la industria y la banca [2], lo cual la impulsó inexorablemente hacia una nueva expansión colonial en busca de mercados y de oportunidades para colocar sus excedentes de capital. Con una visión estratégica global se apoderó de los territorios más ricos del planeta y los unió por medio de rutas oceánicas y hacia el interior por medio de ferrocarriles. Además, se apropió de todas las islas y puntos que pudiesen servir como puertos carboneros o de protección para las líneas comerciales y su marina de guerra.

Sin embargo, la revolución industrial transformó igualmente la mayor parte de Europa lo mismo que a Estados Unidos y a Japón. En la segunda mitad del siglo XIX, la llegada de estos países al gran cambio tecnológico se caracterizó por ser más acelerada y radical en sus transformaciones, debido a que no tuvieron el peso muerto de fábricas obsoletas como sí lo tuvo Inglaterra. Por eso, los grandes beneficiarios de la segunda revolución industrial —que se produjo alrededor de la química, la electricidad y el motor de explosión interna— fueron Alemania, Japón y, especialmente, Estados Unidos.

Norteamérica no sólo recibió el conocimiento proveniente de Europa sino también capital y mano de obra calificada a través de la impresionante corriente migratoria que le llegaba del Viejo Continente. Los artesanos que se vieron obligados a migrar al ser desplazados por las fábricas inglesas fueron especialmente valiosos para impulsar el gran salto delante de Estados Unidos. Ellos tuvieron una nueva oportunidad de aplicar sus conocimientos dentro de una economía mucho más libre y se convirtieron en empresarios de avanzada, caracterizándose por su gran energía y agresividad, dentro de una filosofía del self made man.

La economía norteamericana creció a un ritmo jamás visto hasta esa época desde que, en 1862, el Norte industrial y moderno, al ganar la Guerra de Secesión, se impuso sobre el Sur, de gran riqueza y poder, pero basado en el capital mercantil y relaciones esclavistas. El motor que impulsaba esa enorme máquina de hacer dinero fue la construcción de los ferrocarriles transcontinentales, entre la costa del Atlántico y la del Pacífico, costeados por el capital financiero, especialmente por la Casa Morgan. La nueva federación pasó de tener 56.000 Km de vías férreas en 1865 a 321.000 Km en 1900, tendiendo rieles a un promedio de 7.571 Km por año [3]. A su vez, los ferrocarriles sirvieron de catalizadores para impulsar la industria del hierro y el acero y la agricultura en las inmensas planicies del centro y oeste del país que habían sido abiertas a la colonización luego de su expropiación armada contra México en la década de los cuarenta del siglo XIX.

El poblamiento de esa “frontera” tuvo su apogeo entre 1870 y 1890, en medio de un clímax de heroicidad y tenacidad mezclados con la mayor brutalidad y sadismo contra la población autóctona de las llanuras y montañas. Para 1890 se consumó el cierre de la frontera y la migración que seguía llegando tuvo que concentrarse en las ciudades como obreros para alimentar la nueva fase del capitalismo industrial que había llegado a su madurez en Estados Unidos [4].

Durante la segunda mitad del siglo XIX, la industria norteamericana creció al mismo ritmo que la expansión de la frontera. El mercado interno, fuertemente protegido por numerosas barreras aduaneras y legales, impulsó la industria hasta convertirla en la primera del mundo a principios del siglo XX. Entre 1860 y 1900, la industria del país creció ocho veces, pasando de US$1.895 millones a US$11.500 millones. Ese crecimiento tuvo que ver fundamentalmente con el desarrollo de la agricultura mecanizada, cuya demanda de maquinaria hizo crecer ese ramo a un ritmo que duplicó al de todas las otras ramas industriales [5].

Con el objetivo de preservar su mercado interno y, al mismo tiempo, de mantenerse al margen de los continuos conflictos europeos, la Unión Americana mantuvo hasta esa época una posición que ha sido denominada como aislacionista. Desde los comienzos de la Unión, sus gobiernos tuvieron una política muy pragmática en cuanto su participación en alianzas internacionales o bloques de países, lo mismo que en sus formas de participación en el mercado internacional. La bandera siempre ha sido la propia conveniencia política o económica, aislándose cuando hay debilidad o inconveniencia y participando internacionalmente cuando le es conveniente. Desde el gobierno de George Washington, esta política les sirvió para fortalecerse en el mercado interno, buscando la autosuficiencia por medio de aranceles aduaneros altísimos y evitando inmiscuirse en las alianzas europeas que buscaban el equilibrio de poder en el Viejo Mundo. De acuerdo con el pensamiento de Washington, “las naciones no tienen amigos, sólo intereses”

Sin embargo, a finales del siglo XIX, el oficial de la marina Alfred T. Mahan, interpretó con gran claridad que los tiempos habían cambiado para las relaciones internas y externas de Estados Unidos, previendo una gran oportunidad para que la Unión saliera de su aislamiento y participara en la expansión imperialista que se estaba dando en el mundo, liderada por Europa.

Los dos presupuestos fundamentales de Mahan fueron: primero, había que poner fin al aislacionismo, y segundo, el futuro dependía de la fortaleza que adquiriera Estados Unidos para lograr nuevos mercados, lo cual sólo podría lograrse por medio del poder marítimo. Estos dos presupuestos realmente podían fundirse en uno solo: Estados Unidos debía participar activamente en el reparto colonial del mundo.

Para Mahan, era necesario volver los ojos al exterior en busca del bienestar del país. Aunque reconocía que, pese al aislacionismo y al proteccionismo económico, Estados Unidos había logrado altas tasas de exportaciones, los mercados activos y los factibles de ser alcanzados se verían afectados por la expansión acelerada de las potencias coloniales europeas y de Japón. Por ello, deberían reivindicarse los “derechos” norteamericanos sobre las “áreas de interés estratégico”, en donde estaban confundidos mercados y defensa. Es importante puntualizar que, bajo tal concepto, el derecho surge de la voluntad política para acceder a la posesión, y esa voluntad adquiere su afirmación en la fuerza que pueda sostenerla; por tanto, la fuerza crea el derecho.

Desde 1875 se estaba produciendo un conflicto creciente entre las potencias europeas por el dominio de territorios para la expansión colonial, los cuales eran vistos como áreas de crecimiento nacional. Ese proceso, que Hobsbawm denomina imperialismo nacionalista, se desarrolló como la continuación del surgimiento o consolidación de los nuevos estados nacionales que se crearon en el último trimestre del siglo XIX en el continente con el fin de organizar los mercados internos para fortalecer el capitalismo industrial en cada país. Los procesos más espectaculares fueros la creación de Alemania, en 1871, y la creación de Italia, entre 1861 y 1870. A partir de pequeños principados y ciudades-Estado se “edificaron" políticamente territorios estatales unificados que rápidamente se convirtieron en potencias industriales y, como paso siguiente, en países imperialista; ello para crear sentido de pertenencia por medio de la guerra y, en especial, para delimitar nuevos territorios exclusivos de mercado.

La expansión imperial es excluyente de otros imperialismos y otras culturas. Su xenofobia toma la forma de un imperialismo romántico, que supuestamente tiene sus orígenes en un pueblo de héroes guerreros, de los cuales sus contemporáneos heredaron sus valores y cualidades, tal como los guerreros nibelungos germánicos, los samurai japoneses o los cow-boy norteamericanos. Por tanto, la expansión y la guerra son simples manifestaciones de una naturaleza heroica. El romanticismo de derecha, exaltando al héroe, sirve de soporte al imperialismo para cubrir el genocidio de la guerra colonial con las apariencias de ser el despliegue innato de las energías conquistadoras de un pueblo guerrero. Los héroes no agreden, simplemente ejercen su naturaleza.

La obra de Mahan abunda en referencias para exaltar la “energía viril” del pueblo norteamericano, demostrada en la Conquista del Oeste y en la Guerra de Secesión. El máximo exponente de esa “energía viril” sería el soldado: “El conflicto es una condición de toda vida material o espiritual; y es a la experiencia del soldado a donde recurre la vida espiritual en busca de sus más vividas metáforas y de sus más doradas aspiraciones”

Sin embargo, para Mahan la militarización de las naciones no es la glorificación de la guerra; por el contrario, la preparación para la guerra es la única garantía de la paz. Todo el armamento que se estaba produciendo en las potencias europeas a fines del siglo XIX tendería a generar un equilibrio de poderes que impediría las agresiones mutuas y garantizaría la paz. Si bien —como quedó demostrado entre 1914 y 1918 y entre 1939 y 1945 con las dos guerras mundiales— esa concepción de Mahan estaba equivocada, esa máxima sigue vigente en la visión estratégica de todas las potencias y subpotencias.

El eje del pensamiento geopolítico mahaniano es su concepción del poderío marítimo como la fuerza impulsadora de Estados Unidos. Para él, ese poderío surge de un proceso donde se integran todas las fuerzas económicas, sociales, políticas y militares con el objetivo común de convertir el mar en el escenario del nuevo “destino manifiesto” La construcción de una marina mercante debería unirse a una poderosa marina de guerra para protegerla y, al mismo tiempo, desestimular a la competencia y conseguir nuevos mercados y puntos estratégicos. Por eso, la preparación para la guerra naval tendría dos aspectos: la parte defensiva, basada en instalaciones costeras, arsenales y lanchas, y una parte ofensiva, consistente en barcos de guerra con gran capacidad de ataque y movimiento. “Si ésta [la armada] es superior a la que puede ser enviada contra ella y si la costa está defendida de manera que la armada quede libre para atacar donde lo desee, podemos mantener nuestros derechos”

No obstante, el desarrollo de la marina requiere que la población y el país en general desarrollen una vocación marítima y se liberen de las ataduras legales que impiden una expansión “natural, necesaria e incontenible”. Él ve su momento como el gran cambio, debiéndose romper las ataduras de los dogmas políticos que impedían a la nación “expandir su poderío y necesaria iniciativa en los mares”. Los métodos de expansión deberían ser civilizados, mas ese concepto es muy amplio para Mahan, como lo indican sus alabanzas al papel de los bucaneros y piratas en el avance de Inglaterra. Para él, la piratería “hecha por gentes de visión” es algo sano.

Las ideas geopolíticas de Mahan expresaron fielmente un momento histórico en el desarrollo del capitalismo en Estados Unidos y Europa; por eso, recibieron una enorme acogida en el ala más conservadora del Congreso coordinada por Henry Cabot Lodge y de los gobiernos presididos por William McKinley y Theodore Roosevelt entre 1897 y 1909. Revistas y periódicos como el Atlantic Monthly, Forum, North American Review, Harper’s New Monthly Magazine, New York Journal y New York World se encargaron de divulgar sus artículos por todo el país, promoviendo las ideas del expansionismo y el poder marítimo. Estos artículos fueron antecedidos por el libro The Influence of Sea Power Upon History, que fue publicado en 1890, convirtiéndose en el origen de su fama como ideólogo del imperialismo norteamericano en un período durante el cual las ideologías nacionalistas germánicas alcanzaban un gran prestigio en los medios políticos e intelectuales del mundo desarrollado de la época.

Si bien el libro publicado en 1890 despliega más profundamente las ideas de Mahan con relación al poderío marítimo y su papel fundamental en la historia, es en la compilación de sus artículos más polémicos —que vieron la luz entre 1890 y 1897 y que conforman el libro The Interest of América in Sea Power— en donde podemos encontrar el derrotero que quiso marcar este ideólogo al expansionismo norteamericano. Primero, la conversión del Pacífico oriental, el Golfo de México y el Mar Caribe en aguas exclusivas norteamericanas; segundo, la toma de las islas estratégicas en esas aguas, y tercero, la construcción de un canal en el Istmo de Centroamérica bajo el dominio exclusivo de Estados Unidos.

Con Mahan surge el concepto de Hemisferio Occidental, con el cual se amplía la Doctrina Monroe a todas las Américas y las islas del Pacífico oriental y el Atlántico occidental. En otras palabras, América entera y las aguas adyacentes pasan a estar bajo la tutela norteamericana, lo cual desarrolla una franca hostilidad contra las pretensiones expansionistas de otras potencias, especialmente contra Alemania en el Caribe y contra Alemania y Japón en el Pacífico. En relación con Inglaterra hay cierta actitud condescendiente, excepto con respecto a cualquier intento de construir un canal inglés en Centroamérica o a la adquisición de colonias formales en territorio continental.

Con relación a las islas, Mahan impulsa una doctrina basada en que no debe existir ningún puerto carbonero en el Pacífico a menos de 2.500 millas de las costas norteamericanas al norte de la costa mexicana y al sur de la Columbia Británica, que pueda ser utilizado por cualquier potencia rival. En lo que respecta al Caribe, sin embargo, acepta las colonias de las potencias europeas, a las cuales considera avances de la civilización, pero expresa una gran hostilidad hacia los territorios hispanoamericanos e independientes.

Según su concepción, “entre las islas y el territorio continental existen muchas posiciones de gran importancia controladas en el momento por estados débiles e inestables. ¿Están los Estados Unidos deseosos de verlos vendidos a una potencia rival? Qué derecho invocará el país contra tal transferencia? Sólo puede alegar uno, el de una política razonable respaldado por su poderío” Concretamente, se está refiriendo al intento de varias potencias para comprarle a la república de Haití posiciones estratégicas en el Paso del Viento y a la República Dominicana la Bahía de Samaná; igualmente, a las ofertas de Alemania para comprar a Holanda la isla de Curaςao.

Mahan reconoce la poca importancia del Caribe como ruta del comercio a finales del XIX; sin embargo, con una gran visión estratégica, declara que la seguridad del Hemisferio Occidental depende del control del Caribe antes de la apertura del canal centroamericano. Por tanto, deja implícitos tres objetivos: fortalecer la capacidad naval norteamericana, tomarse las islas y puntos estratégicos, y apoderarse del Istmo y construir el canal.

Indudablemente, para Mahan la isla clave para el dominio del Caribe era Cuba. No sólo por su tamaño sino, principalmente, por ser el complemento para el objetivo norteamericano de dominar totalmente el paso de la Florida, el canal de Yucatán y el Paso del Viento. En menor medida se mencionan Haití y la isla de St. Thomas, con lo cual se dominarían los pasajes de La Mona y de Anegada. Resulta muy interesante observar que no se menciona mucho a Puerto Rico pese a tener una posición estratégica para dominar los pasos de La Mona y de Anegada.

La expansión sobre el Caribe se inicia en 1895 con varias ofertas de comprarle a España, las islas de Cuba y Puerto Rico. Ante las negativas hispánicas, Estados Unidos se involucra en los procesos independentistas de las islas apoyando a los patriotas cubanos y borinqueños, hasta que, finalmente, logra un motivo para declararle la guerra a España cuando el buque Maine, anclado frente a La Habana, es hundido con cargas explosivas el 15 de febrero de 1898. En rápidas operaciones de pocas semanas, apoyadas por separatistas locales, logra derrotar a las tropas españolas de Cuba y Puerto Rico, lo mismo que en las Filipinas y Guam en el Pacífico. Los últimos restos del imperio español en el Caribe y el Pacífico fueron apropiados por Estados Unidos. Sin embargo, tanto las presiones, internas como externas obligaron al posterior desalojo de Cuba, no sin antes imponerle las difíciles condiciones de la Enmienda Platt que facultaba a Estados Unidos a intervenir en la isla cuando considerare que se estaban vulnerando sus intereses. Puerto Rico, en el Caribe, y Guam, en el Pacífico, siguen teniendo el estatus de colonias hasta el día de hoy. Las Filipinas siguieron luchando contra Estados Unidos por su independencia, guiadas por el líder nacional Emilio Aguinaldo, pero finalmente se convirtieron en protectorado hasta finales de la segunda guerra mundial, cuando alcanzaron su independencia. Para Theodore Roosevelt, el líder Aguinaldo pasó de héroe nacional, en 1898, a bandido, en 1900, cuando éste no quiso aceptar los “beneficios de la paz civilizada”, palabras de claro origen mahaniano [6]

En el caso de las islas Hawai o Sandwich, el método usado para su anexión fue el mismo utilizado a mediados del siglo con Texas: promover una “revolución”, en este caso por medio de misioneros y agentes infiltrados que luego solicitarían el ingreso de las islas en la Unión. El artículo de Mahan, que constituye el capítulo segundo de este libro, es, en realidad, un compendio de razones que buscaban promover dicha anexión antes que otro país lo hiciese. Vale la pena observar que, aparentemente, Mahan estaba preocupado por el expansionismo de la “barbarie” china sobre las islas, cuando sus verdaderos rivales eran Alemania e Inglaterra que le estaban disputando a Estados Unidos la isla de Samoa y las rutas oceánicas del Pacífico occidental.

El artículo, escrito en 1893, es muy tajante en cuanto a los derechos norteamericanos sobre el control de Hawai. Para él, la anexión de la isla “no sería un mero esfuerzo aislado, sino un primer fruto y símbolo de que la nación, en su evolución, ha llegado a necesitar condiciones su vida sobrepasando los límites que hasta ahora han sido suficientes para sus actividades” Ese fruto simbólico fue tomado en 1898, medio año antes de la cosecha lograda en la guerra contra España.

Para 1900, Mahan tenía razones más que suficientes para sentirse satisfecho, puesto que sus anhelos y sugerencias de fortaleza y expansión se habrían cumplido de manera sistemática. La flota norteamericana, que en 1890 era la sexta del mundo, con 122 mil toneladas, se había convertido en la cuarta del planeta y ya en 1907 se convertiría en la segunda, después de Inglaterra, con 611.000 toneladas. Todas las islas que él habría rotulado como “vitales” para los intereses norteamericanos en el Caribe y el Pacífico habían sido apropiadas y se encontraban bajo la férrea administración del imperio. Sin embargo, faltaba completar la jugada más importante en el ajedrez geopolítico impulsado por el mahanismo: construir un canal interoceánico, en Nicaragua o Panamá, hecho por Estados Unidos y al servicio del país del Norte. Prácticamente no hay un solo escrito de Mahan en el cual se deje de mencionar lo indispensable del canal para el desarrollo y defensa de la Unión. El argumento central para su insistencia estriba en la debilidad que sufre la flota norteamericana por estar dividida entre el Pacífico y el Atlántico a una gran distancia real entre sí, debido a que para unirse debían dar la vuelta por el Cabo de Hornos. En cambio, el canal a través del Istmo le permitiría a la flota unir sus fuerzas rápidamente en caso de peligro y actuar con todo su poderío. Para el caso de Panamá, Estados Unidos e Inglaterra actuaron con desconocimiento de la soberanía colombiana. El 19 de abril de 1850, en un momento en que Norteamérica todavía estaba muy débil, aceptaron firmar el tratado Clayton-Bulwer con los británicos para calmar la puja entre las dos potencias por el control de un canal interoceánico en Centroamérica [7]. El fortalecimiento de la Unión en la segunda mitad del siglo XIX y su dominio exclusivo del Mar Caribe, le permitió llegar a una “entente” con los británicos, el 5 de febrero de 1900, por medio de un tratado en que estos últimos le dejaban mano libre a Estados Unidos para construir su propio canal sin interferencia británica. El llamado Tratado Hay-Pauncefote (firmado por John Hay y Sir Julian Pauncefote) deroga el Tratado Clayton-Bulwer, reconociéndole a Estados Unidos la supremacía absoluta sobre el canal [8]. Dada la gran debilidad de la República de Colombia y su falta de soberanía sobre el Istmo de Panamá, ese tratado fue, en la práctica, la verdadera mutilación de su territorio, tres años antes de la toma efectiva.

Por todo lo anterior, no resulta extraño que la toma de Panamá, en 1903, fuese realizada por el gran admirador y seguidor de Mahan, el presidente Theodore Roosevelt. Volvió a repetirse la estrategia texana de promover una “revolución” secesionista, en este caso mutilando el territorio colombiano, apoyándose con barcos de guerra norteamericanos y exigiendo al nuevo Estado independiente, a cambio de ese “apoyo”, la faja del istmo necesaria para construir el canal. En 1914, el año de la muerte de Mahan, se terminó de construir el canal de Panamá y con ello se consolidaría definitivamente Estados Unidos como potencia marítima mundial.

Con el ascenso de Theodore Roosevelt a la presidencia de Estados Unidos, en 1900, las intervenciones militares en el Caribe se intensificaron, buscando la total hegemonía en la región. En su famoso escrito sobre “La expansión y la paz”, publicado en El Independiente el 21 de diciembre de 1899, Teddy Roosevelt expresó claramente su concepción sobre los que Mahan llamaba pueblos “bárbaros “e “incapaces”: “A la larga, el hombre civilizado encuentra que no puede conservar la paz más que subyugado a su vecino bárbaro, pues el bárbaro no cederá más que a la fuerza, salvo casos excepcionales que pueden quedar olvidados, toda expansión de civilización trabaja para la paz. En otros términos, toda expansión de una potencia civilizada significa una victoria para la ley, el orden y la justicia”. [9]

De acuerdo con esa concepción, Roosevelt impulsó la llamada “diplomacia del dólar” basada en la política del gran garrote: “Habla quedamente y lleva un gran garrote (big stick), y así llegarás lejos” Tal política fue continuada por los gobiernos de William Taft y Woodrow Wilson con intervenciones militares en República Dominicana, Haití, Nicaragua, Cuba y México, además de abusos contra casi todos los países americanos, respaldándose en la amenaza de las cañoneras como el argumento más contundente.

La que podíamos llamar era mahaniana, caracterizada por el expansionismo abierto y la intervención directa, pierde su agresividad durante la Gran Depresión de los años treinta Estados Unidos se retrae algunos años en su aislamiento intentando rehacer su maltrecha economía […] y dándole un corto respiro a sus vapuleados vecinos de las Américas. Como un gesto de buena voluntad, el gobierno de Franklin Delano Roosevelt impulsó la Política del Nuevo Trato (New Deal), en 1932, buscando la solidaridad continental frente a la expansión alemana y los peligros de una segunda guerra mundial que ya se avecinaba.
Camilo Domínguez

 

Prefacio
Cualquier interés que pueda tener una colección de escritos independientes, publicados a intervalos considerables en un período de varios años, y escritos sin especial referencia entre uno y otro, o al menos con alguna intención de publicarlos pronto, depende tanto de la fecha en que fueron compuestos, y de las condiciones de ese momento, como de la unidad esencial de tratamiento. Si por casualidad se encontrase en ellos tal unidad, no será porque haya existido un propósito preconcebido, sino por el hecho de que ellos comprenden el pensamiento de un individuo, consecuente en la línea de sus principales conceptos, pero continuamente ajustado el mismo a las condiciones cambiantes que ocasiona el progreso de los acontecimientos.

El autor, por tanto, no ha aspirado a que estos escritos perduraran hasta el presente; a reconciliar contradicciones aparentes, si es que las hay; a suprimir repeticiones, o a integrar en un todo consistente las diferentes partes que fueron independientes en su origen. Los cambios que se han realizado, involucran sólo la fraseología, con modificaciones ocasionales de alguna expresión que parecía errada por defecto o por exceso. Las fechas que acompañan el encabezamiento de cada artículo indican cuando fueron escritos, no cuándo fueron publicados.

El autor expresa sus agradecimientos a los propietarios de Atlantic Monthly, Forum, North American Review y Harper's New Monthly Magazine, quienes amablemente han permitido la nueva publicación de los artículos que originalmente contribuyeron a sus páginas.

Noviembre de 1897
Capitán A. T. Mahan

 

Capítulo I
Visión de Estados Unidos hacia el exterior
Agosto, 1890

Todo parece indicar que próximamente habrá un cambio en la filosofía y política de los estadounidenses en lo concerniente a sus relaciones con el mundo más allá de sus fronteras. Durante los últimos veinticinco años, la idea predominante, que se ha impuesto con éxito en los escrutinios y que ha determinado el curso del gobierno, ha sido la de preservar el mercado interno para la industria nacional. Tanto al empleador como al trabajador se les ha enseñado a mirar desde este punto de vista las medidas económicas que se proponen, a considerar con hostilidad cualquier medida que favorezca la intromisión de productores extranjeros en sus propios dominios, y preferiblemente a exigir medidas de exclusión cada vez más rigurosas antes de ceder en cualquier punto de la cadena que los une con el consumidor. Como en todos los casos en que la mente o la vista apuntan exclusivamente en una dirección, ha sobrevenido la consecuencia inevitable de que se pase por alto el peligro de pérdida o la perspectiva de estar en ventaja; y aunque los abundantes recursos del país han mantenido altas las cifras de exportación, este halagador resultado se ha debido más a la bondad de la naturaleza que a la demanda que otras naciones hacen de los productos favorecidos por nuestro régimen aduanero.

Durante casi toda una generación, se ha protegido de esta manera a las industrias estadounidenses, hasta el punto de que la práctica ha adquirido la fuerza de una costumbre bajo la égida del conservatismo. En sus relaciones mutuas, estas industrias semejan las actividades de un acorazado moderno, con armadura pesada pero con motores y artillería de calidad inferior: fuertes para la defensa pero débiles en el ataque. En el interior, el mercado nacional está asegurado, pero en el exterior, allende los mares, están los mercados del mundo que sólo pueden ser penetrados y controlados por una competencia vigorosa, a la cual no se llega mediante la práctica de confiar en la protección que brindan los estatutos.

En el fondo, sin embargo, el carácter del pueblo estadounidense es, en esencia ajeno a una actitud tan indolente. Independientemente de todos los prejuicios a favor o en contra de la protección, se puede predecir sin temor a equivocarse que cuando se comprendan las oportunidades de obtener ganancias en el exterior, las empresas estadounidenses forjarán un camino adecuado para aprovecharlas. Desde una perspectiva global, es muy grato y además significativo que un defensor prominente e influyente de la protección, un líder del grupo dedicado a apoyarla, un entusiasta intérprete de los signos de los tiempos y de los vaivenes de la opinión, se haya identificado con una línea política que se ocupa nada menos que de las modificaciones del arancel que puedan expandir el comercio de Estados Unidos a todos los lugares del globo. Hombres de todas las facciones pueden unirse orientados por las palabras del señor Blaine, citadas en un discurso reciente: “No es un destino ambicioso para un país tan grande como el nuestro fabricar sólo lo que podemos consumir o producir sólo lo que podemos comer” A la luz de este pronunciamiento de un hombre público tan perspicaz y competente, aun el carácter extremo del arancel reciente parece sólo un signo del cambio venidero, y trae a la mente aquel famoso Sistema Continental, del cual es análogo el nuestro, al que Napoleón adicionó legión por legión y empresa por empresa hasta que la estructura del imperio cedió bajo su peso.

La característica interesante y significativa de esta actitud cambiante es el volver la mirada hacia el exterior y no sólo hacia el interior, en busca del bienestar del país. Reafirmar la importancia de mercados distantes y su relación con nuestra inmensa capacidad de producción, implica lógicamente el reconocimiento del enlace que une los productos y los mercados, esto es, el transporte comercial. Los tres puntos constituyen la cadena de poderío marítimo al que Gran Bretaña debe su riqueza y su grandeza. Más aún, ¿sería demasiado decir que ya que dos de tales eslabones, el embarque y el mercado, están fuera de nuestras fronteras, su reconocimiento conlleva una perspectiva de las relaciones de Estados Unidos con el mundo radicalmente distinta de la simple idea de autosuficiencia? No llegaremos muy lejos en esta línea de pensamiento antes de que descubramos la posición única de Norteamérica frente a los viejos mundos de Oriente y Occidente; consistente en el hecho e que las costas de este continente están bañadas por los océanos que tocan al uno y al otro, pero que le son comunes sólo a ella.

Coincidente con estos síntomas de cambio en nuestra propia política, existe una inquietud en el mundo entero que resulta significativa si no ominosa. No es de nuestro interés extendernos sobre la situación interna de Europa, donde si surgen alteraciones sólo nos afectarán parcial e indirectamente. Pero allí las grandes potencias marítimas no sólo se mantienen en guardia contra sus rivales continentales; también acarician aspiraciones por la extensión comercial, por las colonias, y por la influencia en regiones distantes. Lo anterior les puede causar, y ya les ha causado —incluso bajo la política que han acordado con nosotros en el presente— pugnas con nuestro país. El incidente de las islas Samoa, aparentemente trivial, fue no obstante muy indicativo de las ambiciones europeas. Fue entonces cuando Estados Unidos despertó de su letargo en lo concerniente a intereses estrechamente relacionados con su futuro. En el momento hay problemas internos inminentes en las Islas Sandwich, en las que debería ser nuestra firme intención no permitir ninguna influencia extranjera que iguale a la nuestra. En el mundo entero el empuje comercial y colonial de los alemanes está creando choques con otras naciones: de ello dan testimonio el episodio con España en las Islas Carolinas; la ruptura de Nueva Guinea con Inglaterra; la aún más reciente negociación entre estas dos potencias, relacionada con su participación en África, y que Francia ve con profunda desconfianza y resentimiento; el episodio de Samoa; el conflicto entre el control alemán y los intereses estadounidenses en las islas del Pacífico occidental; y el supuesto avance de la influencia alemana en Centro y Suramérica. Cabe anotar que mientras estas variadas contiendas se apoyan en el espíritu militar agresivo característico del imperio alemán, es de creer que surgen más del carácter nacional que de la política deliberada del gobierno, que en esta materia no guía sino que sigue el sentimiento de su gente, lo que resulta mucho más impresionante.

No existe fundamento sólido para creer que el mundo ha entrado en un período de paz verdadera al exterior de Europa. Cuando condiciones políticas alteradas tales como las existentes en Haití, América Central y muchas de las islas del Pacífico, especialmente el grupo hawaiano, se aúnan a una gran preponderancia militar o comercial, como es el caso en la mayoría de estos lugares, involucran, ahora como siempre, brotes peligrosos de pendencia, en contra de los cuales es prudente estar al menos preparados. En general, es indudable que la actitud de las naciones es más contraria a la guerra de lo que solía ser. Aunque seamos menos egoístas y acaparadores que nuestros predecesores, nosotros sentimos más aversión por las incomodidades y sufrimientos que se presentan cuando se quebranta la paz; pero el retener tan apreciado reposo y el disfrute incólume de los rendimientos del comercio hacen necesaria una discusión con el adversario, realizada en términos de un cierto grado de igualdad de fortaleza. Es la preparación del enemigo y no la conformidad con el estado de cosas existente lo que ahora detiene a los ejércitos de Europa.

Por otra parte, no se puede depender de las sanciones del derecho internacional ni de la justicia de una causa para lograr una justa conciliación de diferencias, cuando éstas entran en conflicto con una fuerte necesidad política de una de las partes y una comparativa debilidad de la otra. En nuestra disputa aún pendiente sobre la caza de focas en el Mar de Bering —piénsese lo que se piense de la solidez de nuestras razones, y a la luz de los principios generalmente aceptados por el derecho internacional— no cabe duda de que nuestro punto de vista es razonable, justo y de interés para todo el mundo. Pero en nuestro intento por hacerlo valer hemos chocado no sólo con susceptibilidades nacionales en lo que respecta a hacer honores a la bandera, sentimiento que compartimos profundamente, sino también con un Estado gobernado por una gran necesidad, y extremadamente fuerte en puntos en los que nosotros estamos particularmente débiles y expuestos. No se trata sólo de que Gran Bretaña tenga una armada poderosa y nosotros un litoral largo e indefenso, sino que es una gran ventaja comercial y política para ella el que sus colonias, sobre todo Canadá, sientan que el vigor de la madre patria es algo que ellas necesitan y con lo que pueden contar. La disputa es entre Estados Unidos y Canadá, no entre Estados Unidos y Gran Bretaña, pero ha sido hábilmente usada por ésta para promover solidaridad con su colonia. Con la madre patria sola se podría lograr fácilmente un arreglo equitativo, conducente a intereses mutuos bien comprendidos; pero los deseos peculiarmente egoístas y puramente locales de los pescadores canadienses definen la política de Gran Bretaña, por ser Canadá su más importante lazo de unión con sus colonias e intereses marítimos en el Pacífico. En caso de una guerra europea, es posible que la armada británica no sea capaz de mantener abierta la ruta que atraviesa el Mediterráneo hacia el Oriente; pero por el hecho de tener una fuerte base naval en Halifax, y otra en Esquimalt, en el Pacífico, conectadas las dos por el Ferrocarril Pacífico Canadiense, Inglaterra posee una línea alterna de comunicación mucho menos expuesta a la agresión marítima que la ya mencionada, o que la tercera ruta por el Cabo de la Buena Esperanza, así como dos bases esenciales para el servicio de su comercio u otras operaciones navales en el Atlántico Norte y en el Pacífico. Independientemente de cualquier arreglo que se logre sobre esta cuestión, la actitud de Lord Salisbury no puede dejar de fortalecer los sentimientos de adhesión y confianza hacia la madre patria, no sólo en Canadá, sino en las demás colonias grandes. Estos sentimientos de adhesión y dependencia mutua nutren el espíritu viviente, sin el cual los esquemas nacientes a favor de la federación imperial son sólo artificios mecánicos muertos. Tampoco dejan de ejercer influencia sobre consideraciones tan poco sentimentales como lo son el vender y comprar y el curso del comercio.

Esta disputa, en apariencia mezquina pero en realidad seria, precipitada en su aspecto y cuyo resultado depende de consideraciones diferentes de sus propios méritos, puede servir para convencernos de muchos peligros latentes y aún imprevistos, que amenazan la paz del hemisferio occidental y que son concomitantes con la apertura de un canal que atraviese el istmo centroamericano. En forma general, es muy evidente que este canal, al modificar la dirección de las rutas comerciales, ocasionará una gran actividad comercial y una gran corriente de comercio en todo el Mar Caribe. También es evidente que este rincón del océano, ahora comparativamente desierto, se convertirá, como el Mar Rojo, en una gran vía para la navegación, y atraerá, como nunca hasta ahora, el interés y la ambición de las naciones marítimas. Cada posición en ese mar poseerá un valor comercial y militar destacados y el canal mismo llegará a ser un centro estratégico de la más vital importancia. Al igual que el Ferrocarril Pacífico Canadiense, será un lazo de unión entre los dos océanos; pero a diferencia de éste, su uso, a menos que se lo proteja en forma cuidadosa por medio de tratados, pertenecerá por completo al beligerante que controle el mar con su poderío naval. En caso de guerra, Estados Unidos sin duda controlará el ferrocarril canadiense, pese a la fuerza disuasiva de las operaciones de la armada hostil sobre nuestro litoral; pero igualmente incuestionable será su impotencia para controlar el canal centroamericano frente a las potencias marítimas. Militarmente hablando, y con referencia sólo a las complicaciones europeas, el abrirse paso a través del istmo no es otra cosa que un desastre para Estados Unidos en su presente estado de preparación naval y militar. Lo anterior es especialmente peligroso para la costa Pacífica, pero la creciente vulnerabilidad de una parte de nuestro litoral causa una reacción desfavorable hacia nuestra situación militar en general.

A pesar de cierta gran superioridad original conferida por nuestra proximidad geográfica y nuestros inmensos recursos —debidos en otras palabras a nuestras ventajas naturales y no a inteligentes preparativos— Estados Unidos está deplorablemente desprevenido, no sólo de hecho sino en su propósito, para hacer valer en el Caribe y Centroamérica el peso de una influencia proporcionada al alcance de sus intereses. No tenemos una armada que pese seriamente en cualquier disputa con aquellas naciones cuyos intereses puedan crear conflicto con los nuestros, y lo que es peor, no estamos deseosos de tenerla. No tenemos y no estamos ansiosos por. crearla, una defensa del litoral que deje a la armada en libertad para su acción en el mar. Carecemos de posiciones en el interior y en los límites del Caribe, pero otras naciones no sólo disfrutan de grandes ventajas naturales para el control de ese mar, sino que han recibido y están recibiendo el poder artificial de fortificación y armamento que los harán prácticamente inexpugnables. Por otra parte, no tenemos en el Golfo de México ni siquiera el inicio de un arsenal naval que pueda servir como base para nuestras operaciones. Que no se me malinterprete. No lamento que no tengamos los medios para enfrentarnos en condiciones de igualdad a las grandes armadas del Viejo Mundo. Reconozco algo que dicen muy pocos, que a pesar de su gran excedente de ingresos, este país es pobre en proporción a la longitud de su litoral y a sus puntos vulnerables. Lo que deploro, y que causa preocupación grave, justa y razonable a nivel nacional, es que el país ni tiene ni está interesado en tener su frontera marítima protegida; tampoco está interesado en una armada fuerte que, habida cuenta de las ventajas de nuestra posición, cuente con el suficiente peso cuando surjan discusiones inevitables, tales como las que hemos tenido recientemente sobre Samoa y el Mar de Bering, y las que pueden surgir en cualquier momento sobre el Mar Caribe o sobre el canal. ¿Está Estados Unidos, por ejemplo, dispuesto a permitir que Alemania adquiera la fortaleza holandesa de Curazao, frente a la desembocadura en el Atlántico de los dos canales propuestos en Panamá y Nicaragua? ¿Está dispuesto a aceptar que cualquier potencia extranjera le compre a Haití una base naval en el Paso del Viento, a través del cual pasan nuestras rutas de vapores hacia el istmo? ¿Aceptaría un protectorado extranjero en las Islas Sandwich, esa gran base central del Pacífico, equidistante de San Francisco, Samoa y las Marquesas, e importante punto en nuestras líneas de comunicación tanto con Australia como con China? ¿O sostendrá que cualquiera de estos problemas, suponiendo que surgiera, es tan unilateral, con argumentos de política y derecho tan exclusivamente de nuestro lado, que la contraparte declinará rápidamente sus pretensiones y se retirará con elegancia? ¿Fue esto lo que ocurrió en Samoa? ¿Ocurre así en el Mar de Bering? El lema visto con tanta frecuencia en los cañones antiguos Ultima ratio regum, (argumento final de los reyes), no deja de ser una lección para las repúblicas.

Al sopesar nuestras necesidades de preparación militar resulta perfectamente razonable y legítimo tener en cuenta la distancia de nuestras costas de las principales potencias navales y militares, y la consiguiente dificultad para mantener operaciones a tales distancias. Al formular nuestra política, es igualmente apropiado considerar los celos de la familia de estados europeos y su consiguiente indisposición a incurrir en enemistad con un pueblo tan fuerte como el nuestro; su temor por nuestra venganza en el futuro, y su incapacidad para destacar algo más que una parte de sus fuerzas en nuestras costas, sin perder mucho de su peso en las asambleas europeas. En realidad, un cuidadoso cálculo de la fuerza que Gran Bretaña o Francia puedan destacar para operaciones en nuestras costas, si éstas estuvieran adecuadamente protegidas, sin debilitar su posición europea o sin exponer excesivamente sus colonias y comercio, sería el punto de partida que permitiría calcular la fortaleza de nuestra propia armada. Si ésta es superior a la que puede ser enviada contra ella, y si la costa está defendida de manera que la armada quede libre para atacar donde lo desee, podremos mantener nuestros derechos; no sólo los que concede el derecho internacional, que en el presente se apoyan en el sentido moral de las naciones, sino también aquellos derechos igualmente reales, que, aunque no conferidos por la ley, dependen de una clara preponderancia de interés, y se refieren a políticas obviamente necesarias sobre la autopreservación, ya sea total o parcial. Si tal fuera nuestra presente posición en cuanto a poderío militar, podríamos asegurar nuestra justa exigencia al derecho a la caza de focas, no capturando barcos extranjeros en mar abierto, sino por el hecho evidente de tener nuestras ciudades protegidas de los ataques marítimos y por nuestra ubicación y superior número de población sobre el Pacífico canadiense, así como por la frontera del Dominion (Dominio de la Comunidad Británica de Naciones). Podríamos hacer lo que deseáramos. Los diplomáticos no esgrimen verdades tan desagradables uno frente a otro; su tarea consiste en lograr acuerdos.

Por tanto, si bien es cierto que las ventajas de nuestra propia posición en el hemisferio occidental y las desventajas bajo las cuales actuaría un Estado europeo son elementos innegables y justos en los cálculos de un estadista, es insensato considerarlas suficientes para nuestra seguridad. Se requiere sopesar mucho más para que la balanza pueda inclinarse a favor de nuestro poderío. Nuestras ventajas y las desventajas europeas apenas son factores defensivos; es más, son parciales. Aunque distantes, nuestras costas pueden ser alcanzadas, y por estar indefensas pueden detener sólo por corto tiempo una fuerza bélica enviada contra ellas. Dada una probabilidad de tres meses de paz en Europa, ninguna potencia marítima tendría temor de apoyar sus requerimientos con un número de barcos que de hecho se sentiría renuente a tener alejados durante un año.

Aun así, si nuestras fronteras marítimas fueran tan fuertes como débiles son ahora, la defensiva pasiva ya fuera en el comercio o en la guerra sería sólo un plan pobre mientras este mundo continuara siendo un mundo de lucha y vicisitudes. En el presente todo a nuestro alrededor es una contienda; “la lucha por la vida”, “la competencia por la vida” son frases tan familiares que no sentimos su significado hasta que nos detenemos a pensar en ellas. En todas partes las naciones se organizan contra otras naciones, y la nuestra no lo hace menos que las demás. ¿Qué es nuestro sistema de protección si no una operación militar organizada? Es cierto que para llevarla a efecto sólo hemos de poner en práctica algunos procedimientos que en el momento son concebidos por todos los estados como ejercicios legales de poderío nacional, así resulten perjudiciales para ellos mismos. Es legal, dicen ellos, hacer lo que nos place con los nuestros. Sin embargo, ¿es nuestro pueblo tan poco enérgico como para no desear las cosas a su manera, en asuntos en los que sus intereses giran sobre puntos cuyo derecho está en disputa, o tan poco sensible como para someterse calladamente a que otros usurpen sus derechos en terrenos en los que por largo tiempo han considerado que su propia influencia debería prevalecer?

El aislamiento autoimpuesto en materia de mercados y el deterioro de nuestros intereses de embarque en los últimos treinta años han coincidido, de manera singular, con un distanciamiento real de este continente de la vida del resto del mundo. Este escritor tiene ante sí un mapa de los océanos Atlántico norte y sur, que muestra la dirección de las principales rutas de comercio y la proporción de tonelaje que pasa por cada una de ellas. Resulta curioso anotar qué tan desiertas son, comparativamente, las regiones del Golfo de México, el Mar Caribe y los países e islas colindantes. Una amplia franja se extiende desde nuestras costas del Atlántico Norte hasta el Canal Inglés; otra tiene una extensión que va desde las Islas Británicas hasta el oriente a través del Mediterráneo y el Mar Rojo, rebasando los límites de este último y manifestando así el volumen de su comercio. Alrededor de ambos cabos, el de la Buena Esperanza y el de Hornos, pasan franjas de aproximadamente un cuarto de esta amplitud, que se unen cerca del ecuador, a mitad de camino entre África y Suramérica. De las Antillas sale una conexión que indica el comercio presente de Gran Bretaña con una región que, alguna vez, durante las guerras napoleónicas, abarcó un cuarto del comercio total del imperio. La significación es inequívoca: Europa tiene ahora poco interés mercantil en el Mar Caribe.

Cuando se atraviese el istmo desaparecerá este aislamiento y con él la indiferencia de las naciones extranjeras. Independientemente de su procedencia y su destino, todos los barcos que usen el canal pasarán a través del Caribe. Cualquiera que sea el efecto producido por las miles de necesidades causadas por la actividad marítima a la prosperidad del continente y las islas adyacentes, alrededor de un foco tal de comercio se centrarán grandes intereses comerciales y políticos. Para proteger y desarrollar los suyos, cada nación buscará puntos de apoyo y maneras de ejercer influencia en un campo en el que Estados Unidos siempre ha sido celosamente sensible en lo que concierne a la intromisión de las potencias europeas. La mayoría de los estadounidenses entiende muy vagamente el valor de la Doctrina Monroe, pero el efecto de la misma se ha visto en el desarrollo de una sensibilidad nacional, causa más frecuente de guerras que los intereses materiales. Sobre las disputas causadas por tales sentimientos no prevalecerá en absoluto la influencia que emana de la autoridad moral del derecho internacional con sus reconocidos principios, ya que los puntos de disputa serán de sistema, de interés, y no de derecho concedido. Ya Francia e Inglaterra están dando a los puertos que controlan un grado de fortaleza artificial, innecesario si se considera su importancia presente. Ellos tienen visión del futuro inmediato. Entre las islas y el territorio continental existen muchas posiciones de gran importancia controladas en el momento por estados débiles e inestables. ¿Está Estados Unidos deseoso de verlas vendidas a una potencia rival? ¿Pero qué derecho invocará el país contra tal transferencia? Sólo puede alegar uno, el de una política razonable respaldada por su poderío.

Quiéranlo o no, los estadounidenses deben mirar ahora hacia el exterior; la creciente producción del país así lo requiere, y un volumen en aumento del sentir del pueblo así lo reclama. La ubicación de Estados Unidos entre dos viejos mundos y dos grandes océanos hace la misma exigencia, exigencia que se fortalecerá pronto con la creación de la nueva conexión entre el Atlántico y el Pacífico. La tendencia se mantendrá y aumentará con el crecimiento de las colonias europeas en el Pacífico, con la progresista civilización de Japón, y por el hecho de que nuestros estados del Pacífico se están poblando rápidamente con hombres que poseen el espíritu emprendedor de la línea de avanzada del progreso nacional. En ningún lugar encuentra una política vigorosa hacia el extranjero mayor favor que entre los pobladores al oeste de las Montañas Rocosas.

Se ha dicho que en nuestro presente estado de descuido un canal a través del Istmo sería un desastre militar para Estados Unidos y especialmente para la costa Pacífica. Cuando el canal esté terminado, el litoral Atlántico no estará ni más ni menos expuesto de lo que está ahora; sólo compartirá con el resto del país medios insuficientes para enfrentar el creciente peligro de complicaciones extranjeras. En la costa Pacífica éste será mayor en la medida en que la ruta entre ella y Europa se acorte a través de un pasaje que la potencia marítima más fuerte pueda controlar. Tal peligro radicará no sólo en la mayor facilidad de Europa para despachar escuadrones hostiles, sino también en el hecho de que una potencia europea pueda mantener en esa costa una flota más fuerte que las que hasta ahora haya mantenido, ya que, de ser necesario, estará en capacidad de llamar sus barcos a casa con mucha más presteza. Sin embargo, si nuestro gobierno maneja las cosas con sabiduría, las debilidades más grandes de nuestros puertos del Pacífico redundarán en beneficio de nuestra superioridad naval allí. Debido a su amplitud y gran profundidad de entrada, los dos centros principales, San Francisco y Puget Sound, no pueden ser efectivamente protegidos con torpedos, y en consecuencia, como las flotas están siempre en capacidad de pasar unidades de artillería a través de un canal sin obstáculos, no pueden lograr seguridad perfecta utilizando sólo fortificaciones. Estas pueden resultarles muy valiosas, pero estos puertos deben además ser guarnecidos por barcos guardacostas cuya labor de repeler un enemigo será coordinada con la de la artillería. No se deberá permitir que el radio de acción de tales barcos vaya más allá de los puertos a los que sean asignados y de cuya defensa formen parte esencial; sin embargo, dentro de ese límite, ellos serán siempre un refuerzo poderoso para los barcos que navegan en alta mar, cuando las condiciones estratégicas de una guerra causen hostilidades centradas alrededor de su puerto. Sacrificando poder para viajar largas distancias, un barco guardacostas gana peso proporcionado por el blindaje y las piezas de artillería; en otras palabras, gana fuerza defensiva y ofensiva. Por tanto, agrega un elemento de valor único a la flota con la que actúa por un tiempo. Ningún Estado extranjero, excepto Gran Bretaña, tiene puertos tan cerca de nuestra costa Pacífica como para tenerla dentro del radio de acción de sus barcos guardacostas; y es muy dudoso que aun Gran Bretaña ponga tales barcos en la Isla de Vancouver, que perdería su principal valor si el Pacífico canadiense fuera puesto a prueba, acción que está permanentemente al alcance de nuestro país. Es a expensas de nuestro litoral atlántico, que la dueña y señora de Hálifax, Bermuda y Jamaica defenderá ahora a Vancouver en el Pacífico canadiense, y en el presente estado de defensa de nuestro litoral puede hacerlo sin restricciones. ¿Qué es todo el Canadá comparado con nuestras grandes ciudades desprotegidas? Podría hacerlo aun con la costa fortificada y si nuestra armada no fuera más fuerte de como se ha planeado hasta ahora. ¿Qué daño le haríamos a Canadá, comparado con los problemas que sufriríamos con la interrupción de nuestro comercio costero, y con el bloqueo de Boston, Nueva York, Delaware y Chesapeake? Gran Bretaña podría técnicamente hacer tal bloqueo en forma eficiente, amparada por las definiciones imprecisas del derecho internacional. Los neutrales lo aceptarían así.

Las necesidades militares de los estados del Pacífico, así como su enorme importancia en el país, son aún un asunto del futuro, pero de un futuro tan cercano que el aprovisionamiento debería empezar de inmediato. El sopesar su importancia requiere considerar la influencia en el Pacífico que podría ser atribuida a una nación que comprendiera sólo los estados de Washington, Oregon y California poblados con hombres como los que ahora los habitan y continúan llegando en abundancia; una nación que controlara centros marítimos tales como San Francisco, Puget Sound y el río Columbia. ¿Puede esto resultarnos menos valioso por estar estos estados unidos por los lazos de la sangre y por la estrecha unión política con las grandes comunidades del Este? Pero para que tal influencia se haga efectiva, sin desavenencias ni fricciones, se requiere una presteza militar subyacente similar a la proverbial mano de hierro bajo el guante de terciopelo.

 

Notas:

1 Eric Hobsbawm, La era de los imperios (1875-1914). Barcelona, Labor, 1990.
2 Rudolf Hilferding, El capital financiero. México, El Caballito, 1973.
3 Samuel E. Morison, y Henry S. Commager, Historia de los Estados Unidos de Norteamérica. México, Fondo de Cultura Económica, 1951.
4 Vivian Trías, Historia del imperialismo norteamericano. Vol. I, Buenos Aires, A. Peña, Lillo Editores, 1977
5 Ibid., Vol. I, p. 114
6 Según Roosevelt, “lo mismo sucederá en las Filipinas (la barbarie). Si los hombres que han aconsejado la degradación nacional, la deshonra nacional y nos incitan a abandonar a los filipinos y entregar a la oligarquía Aguinaldina el dominio de esas islas pudiesen hacer su voluntad, devolveríamos aquellos territorios a la rapiña y a la efusión de sangre hasta que alguna potencia más viril interviniese para ejecutar la misión que nosotros nos hemos mostrado espantados de cumplir. Pero felizmente, este país conservará las islas, constituirá un gobierno estable y ordenado de manera que haya un hermoso rincón más en la superficie del mundo arrancado a la fuerza de las tinieblas” “La expansión y la paz , El Independiente, 21 de diciembre de 1899. Selección Antológica El imperialismo: defensa y crítica. Siglomundo, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1968.
7  “Los gobiernos de Estados Unidos y de la Gran Bretaña declaran por el presente que ni el uno ni el otro obtendrá ni sostendrá para sí ningún predominio sobre dicho Canal..." Manuel Medina Castro, Estados Unidos y América Latina. Siglo XIX. La Habana, Ed. Casa de las Américas, 1968.
8  “Los Estados Unidos, sin embargo, quedan en libertad de mantener la política militar que creyeren necesaria para proteger el canal contra cualquier desorden...” y “Dicho Gobierno tendrá y gozará de todos los derechos incidentales de la construcción, así como el derecho exclusivo para regular y gobernar el canal” Trías, op. cit., p. 166.
9 El imperialismo: defensa y crítica, Siglomundo, Buenos Aires. Centro Editor de América Latina, 1968, p.25
10 Trías, op.cit., pp. 174-183.

 

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