Madrid. Septiembre 15 de 1890
El evangelio de la riqueza. Andrew Carnegie (I).
I. El problema de la administración de la riqueza. — El problema de nuestra época es la buena administración de la riqueza, de un modo adecuado para establecer vínculos de fraternidad que unan al pobre y al rico en armoniosa relación. Las condiciones de la vida humana, no solo han cambiado, sino que se han trastornado por completo en estos últimos siglos. En los tiempos antiguos había poca diferencia entre la vivienda, traje, alimento y comodidades del jefe y los de sus subordinados. Los indios están hoy a la altura á que entonces estaba el hombre civilizado. Cuando visité á los sioux, me condujeron a la choza del jefe. Era completamente semejante á las otras en el aspecto exterior, y aun en el interior era muy ligera la diferencia entre ella y las de los más pobres de sus valientes. Hoy, el contraste entre el palacio del millonario y la quinta del labrador, entre nosotros, da idea del cambio que ha introducido la civilización. No se debe, sin embargo, deplorar este cambio, sino alabarlo como altamente beneficioso. Es preferible, y aun esencial para el progreso de la raza, que las casas de ciertas personas sean centros donde se reúna todo lo más notable en artes y literatura y todos los refinamientos de la civilización, á que ninguna lo sea. Mucho mejor es esta gran irregularidad, que la miseria universal. Sin riqueza no puede haber Mecenas.
Los «buenos tiempos pasados» no han sido tales buenos tiempos. Ni el amo ni el criado estaban entonces en tan buenas condiciones como hoy. Un retroceso á las condiciones antiguas sería desastroso para ambos (y no ciertamente solo para el primero) y barrería la civilización. Pero, haya sido para mejorar o para empeorar, este cambio no está a nuestro alcance suprimirlo; somos incapaces de ello, y por consiguiente, debemos aceptarlo y aprovecharnos de él lo más posible. Criticar lo inevitable es perder el tiempo.
II. El cambio y lo que nos cuesta. —Es fácil ver cómo se ha originado este cambio. Un mismo ejemplo servirá para casi todas las fases del proceso. En la fabricación de productos, tenemos la historia entera, que se aplica a todas las combinaciones de la industria humana estimulada y extendida por los inventos de este siglo científico. Antes se fabricaban los artículos en el hogar doméstico, o en pequeñas tiendas que formaban parte de este. Maestro y aprendices trabajaban unos al lado de otros, viviendo estos últimos con el primero, y sometidos por tanto a las mismas condiciones. Cuando los aprendices ascendían a maestros, poco o nada cambiaba su modo de vivir; y ellos a su vez educaban en la misma rutina á los aprendices que les sucedían. Había, en fin, igualdad social, y aun política; pues los que se dedicaban á ocupaciones industriales, tenían poca y ninguna intervención en el Estado.
La consecuencia inevitable de tal sistema de fabricación era obtener, por un precio elevado, artículos imperfectos. Hoy, el mundo se proporciona géneros de calidad excelente á precios que, aun la generación anterior a la nuestra, hubiera juzgado increíbles. En el mundo comercial, causas parecidas han producido resultados semejantes, y por ellos sale favorecida la raza. El pobre disfruta hoy de cosas que antes no podía proporcionarse el rico; lo que entonces era lujo, ha llegado a ser ahora necesidad de la vida. El bracero tiene al presente más comodidades que las que tenía el labrador hace pocas generaciones; este tiene más lujo que tenía el propietario, viste mejor y habita mejor casa; el propietario a su vez, tiene libros, pinturas más excelentes y un interior más artístico que los que el rey podía conseguir entonces.
Grande es, sin duda, el precio que pagamos por este saludable cambio. Reunimos miles de operarios en la fábrica, en la mina y en la casa de banca, cuyos empresarios poco o nada pueden conocerlos, y a su vez son para ellos poco más que un mito. Todo trato personal entre uno y otros ha cesado; fórmanse de esta suerte castas rígidas, y, como es natural, ese desconocimiento mutuo produce mutuos recelos. Ninguna de esas castas tiene simpatía por la otra; antes se halla siempre dispuesta a confirmar cualquier sospecha contra ella. El empresario de esos millares de obreros se ve, bajo la ley de la competencia, obligado a las economías más estrictas, entre las cuales figuran en primer término los salarios pagados al trabajo corporal; y con frecuencia se producen rozamientos entre el dueño y el obrero, entre el capital y el trabajo, entre el rico y el pobre. La sociedad humana pierde en homogeneidad.
III. El hombre importa más que el dinero. —El precio que paga la sociedad por la ley de la competencia, así como el precio que paga por comprar comodidades y lujo, es, pues, grande; pero son todavía mayores las ventajas de esta ley, porque á ella es á la que debemos nuestro admirable desarrollo material, que trae consigo el mejoramiento de las condiciones de vida. Pero, sea o no benéfica, tenemos que decir de esta ley lo que ya dijimos sobre el cambio de las condiciones del hombre, á que antes nos hemos referido: ello es así y no podemos evitarlo; no conocemos nada que pueda sustituirla, y aun cuando á veces sea dura para el individuo, es buena para la especie, pues asegura la selección de los mejores en todos los órdenes. Aceptamos y aplaudimos, como supuestos á que tenemos que acomodarnos, la gran desigualdad que nos rodea, la concentración de los negocios industriales y comerciales en manos de unos cuantos, y la ley de competencia entre estos, por ser, no solo beneficiosa sino esencial para el futuro progreso de la humanidad. Esto aceptado, se deduce que debe dejarse gran espacio donde ejercite su habilidad especial, al comerciante o fabricante que tiene que dirigir negocios en grande escala. Que este talento para la organización y administración es raro entre las personas, está probado por el hecho de asegurar invariablemente enormes recompensas para quien lo posee, sea en lo que sea y bajo cualesquiera leyes o condiciones. El que tiene experiencia en los negocios, llega siempre á ser un hombre cuyos servicios se solicitan como asociado, considerando de tal valor aquella condición, que apenas se tiene en cuenta la del capital, pues tales personas pronto lo crean; mientras que sin el especial talento necesario, el capital pronto se marcha. Y así, estas personas llegan a verse asociadas a particulares o compañías que manejan millones; y, apreciando el más pequeño interés que es capaz de producir el capital adquirido, es inevitable que su renta excederá á sus gastos y que no pueden menos de ir acumulando riqueza. No hay término medio para esta clase de personas; todo gran negocio comercial o industrial que no obtiene por lo menos el interés de su capital, quebrará bien pronto. Tiene que ir o hacia delante, o hacia atrás; estarse quieto le es imposible. Es condición esencial para el éxito de sus operaciones que estas les produzcan todo lo más que quepa, y aun que, añadiendo el interés del capital, produzca un beneficio. Es una ley tan cierta como cualquiera de las ya referidas, la de que el hombre que posee este peculiar talento para los negocios, debe por necesidad, bajo el juego libre de las fuerzas económicas, recibir pronto más renta que la que gaste juiciosamente; y esta ley es tan beneficiosa á la raza como las otras.
Las objeciones contra los fundamentos sobre los que está basada la sociedad, no son razonables, porque la condición de la raza humana es mejor con ellos que con todos los otros ya ensayados. No podemos estar seguros del efecto de cualquiera de los otros nuevos sustitutivos propuestos. El socialista o anarquista que intenta cambiar las condiciones presentes, debe ser considerado como atentador contra los cimientos sobre los que descansa la civilización misma, pues esta tuvo su punto de partida el día en que el obrero inteligente dijo a su compañero incompetente y perezoso: «Si no siembras no recoges»; y así acabó el primitivo comunismo, separando á las abejas de los zánganos.
Cualquiera que estudie este asunto deducirá pronto que la civilización depende del sagrado de la propiedad: el derecho del labrador á sus cien duros en la caja de ahorros, como el del millonario á sus millones. Para aquellos, por tanto, que proponen sustituir el comunismo á este intenso individualismo, la contestación es esta: «Se ha ensayado ya.» Todo progreso, desde los tiempos bárbaros hasta los actuales, ha resultado de su caída. No mal, sino bien ha venido a la humanidad de la acumulación de la riqueza por los que han tenido la energía y habilidad que la producen. Pero, aun si admitimos por un momento que pudiese ser mejor para la humanidad destruir su fundamento actual, el individualismo; que es un ideal más noble que el hombre trabaje, no solo para sí propio, sino en y para una confraternidad de sus compañeros, y lo reparta con ellos todo en común, realizando la idea del Ciclo de Swedenborg, donde, como él dice, los ángeles derivan su felicidad, no de trabajar para sí, sino de trabajar unos para otros, … aun admitido todo esto, basta una sola respuesta: Esto no sería evolución, sino revolución.
Necesita el cambio de la naturaleza humana un trabajo secular, aun cuando fuese bueno cambiarla, lo cual nosotros no lo podemos saber; pero no es practicable ni en nuestros días ni en nuestra época. Aun si teóricamente fuese de desear, pertenece a un estrato sociológico mucho más posterior. Nuestro deber es hacer lo que hoy es práctico: el inmediato progreso posible en nuestros días y en nuestra generación. Es criminal gastar nuestras energías procurando desarraigar, cuando todo lo que podemos hacer provechosamente es dirigir un poco el árbol de la humanidad en la dirección más favorable para que produzca buen fruto bajo las condiciones existentes. Destruir el tipo más elevado de hombre que hoy existe, porque no ha llegado a realizar nuestro ideal, equivaldría a destruir el individualismo, la propiedad privada, la ley de acumulación de riquezas y la ley de la competencia, pues estos son los más grandes resultados de la experiencia humana, el terreno en que la sociedad ha obtenido el mejor fruto posible. Por injusta o desigual que sea á veces la manera de funcionar de estas leyes y por imperfectas que aparezcan al idealista, son, sin embargo, de igual manera que el tipo humano más perfecto, las mejores y más valiosas de todas las que la humanidad ha llevado a cabo hasta ahora.
Partimos, pues, de una condición de los negocios bajo la cual se mueven los mejores intereses de la humanidad, pero que inevitablemente da la riqueza á los menos. Por tanto, aceptando las actuales circunstancias, puede considerarse y juzgarse como buena la situación. Se origina entonces la cuestión (y, si el precedente es correcto, es esta la única que nosotros tenemos que tratar), de cuál sea el modo debido de administrar la riqueza que, según las leyes sobre las que la civilización se funda, ha caído en manos de unos cuantos. De este gran problema es del que creo poder ofrecer la verdadera solución.
Debe entenderse que la palabra fortuna no se usa aquí en el sentido de sumas moderadas ahorradas durante muchos años de esfuerzos, que es necesario volver a gastar para el confortable sustento y educación de las familias. Esto no es riqueza, sino solo bienestar, que es deber de todos procurar adquirir.
IV. Tres modos de disponer de la riqueza. —Solo de tres modos puede emplearse la riqueza sobrante. Puede dejarse a la familia del que muere; puede destinarse para fines públicos, o finalmente, puede ser administrada en vida por sus poseedores. Bajo el primero y segundo modo, ha sido aplicada hasta aquí la mayor parte de la riqueza del mundo que ha conseguido la minoría. Permítasenos considerar alternativamente cada uno de estos modos. El primero es el menos juicioso. En ciertos países monárquicos, todas las fincas y la mayor parte de la riqueza se dejan al hijo mayor, para que quede satisfecha la vanidad del padre, pensando que su título y nombre pasarán sin destruirse por generaciones sucesivas. La condición que esta clase tiene hoy en Europa, enseña lo fútil de tales esperanzas o ambiciones. Los sucesores se empobrecen con sus locuras o por la depreciación del valor de la tierra. Aun en la Gran Bretaña, se ha encontrado inadecuada la estricta ley del mayorazgo para mantener el estado de una clase hereditaria. Sus propiedades pasan rápidamente a manos de extraños. Bajo las instituciones republicanas, la división de la propiedad entre los hijos es mucho más justa. Pero la cuestión que se impone a los hombres pensadores en todos los países, es: ¿Por qué han de dejar los hombres grandes fortunas a sus hijos? Si es por afecto, ¿no será un afecto mal entendido? La observación enseña que, generalmente hablando, no es bueno para los hijos recibir esta carga, ni lo es tampoco para el Estado. Después de conceder a la viuda y á las hijas modestas cantidades de renta, y pensiones, muy moderadas en verdad, en caso de haber alguna, para los hijos, puede muy bien entrar la duda; pues no cabe discutir que las grandes sumas legadas obran muchas veces más en favor del mal que del bien de aquellos que las reciben. Los hombres prudentes deducirán en seguida que, para los verdaderos intereses de los miembros de su familia y del Estado, tales legados constituyen un uso impropio de sus riquezas.
No se reflexiona que los que no educan a sus hijos para que aprendan a ganarse la vida, los dejan expuestos a la pobreza. Si alguna persona cree justo criar a sus hijos para que lleven una vida ociosa, o, lo que es altamente recomendable, les ha inculcado el sentimiento de que estén en disposición de trabajar en los negocios públicos sin atender á consideraciones pecuniarias, entonces, el deber del padre es naturalmente procurar dejarles medios moderados. Ejemplos hay de hijos de millonarios, a quienes no ha perjudicado la fortuna y que, siendo ricos, prestan todavía grandes servicios a la sociedad. Estos son la verdadera «sal de la tierra», tan valiosos como raros por desgracia. Pero no os la excepción, sino la regla lo que los hombres deben considerar; y mirando el ordinario resultado de las enormes sumas conferidas á los herederos, debe inmediatamente decir el hombre pensador: «Yo mejor quisiera dejar a mis hijos una carrera que un duro», y penetrarse de que no es la felicidad de los hijos, sino el orgullo de la familia, quien inspira estos legados enormes.
En cuanto al modo segundo, o sea, destinar la fortuna, al morir, para usos públicos, puede decirse que es únicamente un medio de disponer de la riqueza cuando un hombre se conforma con esperar hasta después de su muerte para hacerla servir provechosamente en el mundo. La experiencia obtenida tocante al efecto de los legados, no se presta á inspirar las mejores esperanzas de que se lleven a cabo muchas buenas obras póstumas. No son pocos los casos en que no se ha logrado el verdadero objeto que concibió el testador, ni lo son tampoco aquellos en que se han contrariado sus verdaderos deseos. En muchos casos, las donaciones se hacen solo para fundar monumentos á la vanidad. Es bueno recordar que esto requiere el ejercicio de tanta habilidad como la que pide el uso de la riqueza para que sea realmente útil a la comunidad. Además de esto, puede decirse con justicia que no es de alabar una persona porque haga lo que no puede menos de hacer, ni digna de que la comunidad le esté agradecida aquella que solo deja las riquezas al morir. Pueden ser justamente considerados, los que de este modo dejan grandes sumas, como gente que nada absolutamente hubiera dejado si hubiesen podido llevárselas. Su recuerdo no puede ir unido á recuerdos de agradecimiento, pues ningún mérito tienen sus donaciones. No hay que extrañar, pues, que tales legados sean por lo general muy poco agradecidos.
La creciente disposición a imponer cada vez más, y más fuertes, contribuciones sobre los grandes legados hechos al morir, es viva señal de que se desarrolla un cambio saludable en la opinión pública. El Estado de Pensilvania toma ahora (con algunas excepciones), un décimo de la propiedad que dejan sus ciudadanos. El presupuesto presentado en el Parlamento inglés hace días, propone el aumento de los derechos sobre herencias; y, lo que es más significativo, la nueva contribución va a ser progresiva. De todas las formas de contribución, esta parece la más racional. Debe hacerse comprender a las personas que siguen guardando grandes sumas toda su vida, cuyo empleo, debido a las necesidades públicas, haría gran bien a la comunidad, que no puede privarse a esta, constituida como Estado, de su legítima parte. Imponiendo onerosos tributos sobre las herencias, proclama el Estado su condena contra la vida indigna del millonario egoísta.
Es de desear que vayan las naciones mucho más adelante en esta dirección. Difícil es, en verdad, determinar la porción que de sus riquezas debe dejar al morir una persona al público, por el intermedio del Estado; y se debe por todos los medios posibles graduar estos impuestos, empezando por liberar los legados pequeños hechos á personas que dependen del testador, y aumentando rápidamente el impuesto según crezcan las cantidades, hasta que de los ahorros de los millonarios, como de los de Shylock, por lo menos
— «The other half
Comes to the privy coffer of the State»,
vayan la mitad a las arcas privadas del Estado.
Esta política influiría poderosamente para inducir al hombre rico á atender y procurar bien la administración de la riqueza durante su vida, que es el fin que siempre debe tener presente la sociedad, por ser esto, con mucho, más provechoso para la gente. No hay que temer que esta tendencia destruya la raíz del espíritu de empresa, y haga á los hombres menos ambiciosos para acumular fortuna, pues a la clase de personas cuya ambición es dejar grandes riquezas y que se hable de ellas después de su muerte, atraerá aún más, y, en verdad, será una ambición algo más noble, el pagar al Estado enormes sumas de su fortuna.
V. Único modo de emplear las grandes fortunas. — Queda, pues, un medio único de emplear las grandes fortunas, pero en él tenemos el verdadero antídoto contra la presente distribución actual de la riqueza, y para la reconciliación del rico con el pobre (un reino de harmonía): ideal diferente en verdad del comunista, y que requiere la ulterior evolución de las condiciones actuales, no la total revolución de nuestra civilización. Este modo se funda en el más intenso individualismo actual, y la humanidad está preparada para ponerlo en práctica gradualmente cuando ella quiera. Bajo su dominio podemos tener un Estado ideal, en que el sobrante de la riqueza de los menos, llegue a ser, en el mejor sentido, la propiedad de los más, por estar administrada para el bien común; y esta riqueza, pasando por manos de unos pocos, puede convertirse en una fuerza mucho más potente para la educación de nuestra raza, que si hubiese sido repartida en pequeñas sumas entre el pueblo mismo.
VI. Resultados del Instituto Cooper. — Si consideramos los resultados que ha dado el Instituto Cooper para la mayor parte de la gente de Nueva-York desprovista de medios, y los comparamos con los que se habrían producido para el bien de todos con una suma igual distribuida por Mr. Cooper durante su vida en forma de salarios, — que es la mejor forma de distribución, puesto que se da por trabajo hecho y no por caridad, —podemos formar algún concepto sobre las posibilidades de la mejora de nuestra especie, que va íntimamente unida a la ley actual de la acumulación de la riqueza. Gran parte de esta suma, si hubiese sido distribuida en pequeñas cantidades entre el pueblo, habría sido gastada satisfaciendo los apetitos, parte de ella en excesos, y aun puede dudarse si la parte destinada al mejor fin, el de aumentar las comodidades del hogar, hubiese producido resultados para la raza, considerada como tal raza, comparables a los que ha obtenido y obtiene el Instituto Cooper de generación en generación. Que el partidario de cambios violentos o radicales pese bien esta idea.
Podríamos aun poner otro ejemplo: el del legado de 5 millones de pesos hecho por Mr. Filden para una biblioteca pública en Nueva York; pero refiriéndose a esto, no se puede evitar el decir involuntariamente: ¡cuánto mejor habría sido que Mr. Filden hubiese dedicado los últimos años de su vida a la debida administración de esta inmensa suma, en cuyo caso ni el litigio legal ni ninguna otra causa de dilación se hubiese opuesto a sus aspiraciones! Pero permítasenos notar que, en último resultado, los millones de Mr. Filden han llegado a ser el medio de proporcionar a esta ciudad una hermosa biblioteca pública, donde los tesoros del mundo contenidos en los libros, serán accesibles a todos para siempre, sin dinero ni coste alguno. Considerando el bien hecho a esta parte de la humanidad que se reúne en y alrededor de la isla de Manhattan, ¿se le hubiera prestado un bien más permanente si se hubiesen hecho circular estos millones en pequeñas sumas entre unos pocos? Aun los más extremados partidarios del comunismo abrigarían dudas sobre la materia. Para la mayoría de los que piensan, probablemente no cabrá duda siquiera.
Pobres y limitados son nuestros medios en esta vida, estrecho nuestro horizonte; nuestra mejor obra, muy imperfecta; pero los ricos deberían estar agradecidos por una inestimable felicidad. Pueden durante su vida dedicarse a organizar modos de hacer bien, de los cuales la masa de sus semejantes saque perdurables ventajas, y dignificar así sus propias vidas. La vida ideal puede probablemente alcanzarse, no imitando la de Cristo tal como nos la presenta el conde de Tolstoi, sino inspirándose en el espíritu de Cristo, conforme a las diferentes condiciones de esta época, adoptando medios de expresar este espíritu en consonancia con las circunstancias en que hoy vivimos, y trabajando siempre en bien de nuestros semejantes, que era la esencia de su vida y de su enseñanza, pero trabajando de diferente modo.
VII. El deber del hombre rico. —Pueden considerarse como los deberes de un hombre de fortuna: primero, dar ejemplo de una vida modesta y sin ostentación, evitando prodigalidad o extravagancia; segundo, satisfacer con moderación las legítimas necesidades de los que dependen de él, y tercero, considerar todas sus rentas sobrantes como un fideicomiso, que está llamado a administrar estrictamente, como un verdadero deber, del modo que, a su juicio, sea el mejor para producir los resultados más beneficiosos para la comunidad: viniendo a ser así el hombre de fortuna mero agente y fideicomisario de sus hermanos más pobres, aportando al servicio de estos sus superiores luces, experiencia y habilidad para administrar, y haciéndoles mucho más bien que el que ellos harían o podrían hacer por sí mismos.
Nos encontramos aquí con la dificultad de determinar qué ha de entenderse por sumas moderadas, qué es lo que debe dejarse a los miembros de la familia, qué sea vida modesta y sin ostentación y cuál es la señal de la extravagancia. Para condiciones diferentes tiene que haber diferentes reglas. La respuesta es que resulta tan imposible señalar cantidades o acciones exactas, como lo es definir las buenas maneras, el buen gusto o las reglas de propiedad; pero estas son, sin embargo, verdades bien conocidas, aunque indefinibles. El sentimiento público es capaz de conocer y sentir lo que las ofende; así acontece en el caso de la riqueza. Aplícase aquí la regla respecto del buen gusto en el vestido de los hombres o en el de las mujeres. Cualquier cosa por la que uno llame la atención, infringe el canon. Si es conocida una familia principalmente por su lujo, despilfarros en la casa, mesa o tren, por enormes sumas gastadas en cualquier cosa y ostentosamente para sí misma..., si esta es su principal distinción, no nos es difícil apreciar su naturaleza o cultura. Del mismo modo podemos hacerlo respecto del uso o abuso de la fortuna sobrante, o de la generosa, liberal cooperación á los buenos fines públicos, o respecto de los continuos esfuerzos para acumular y atesorar hasta lo último, si han de administrar o legar. El veredicto depende del mejor y más ilustrado sentimiento público. La comunidad juzgará seguramente, y su juicio será pocas veces erróneo.
Los usos mejores en que la riqueza sobrante puede emplearse, han sido ya indicados. Aquellos que administren prudentemente, deben en verdad ser sensatos, pues uno de los obstáculos más serios para la mejora de la especie es la caridad indiscreta. Mejor sería para la humanidad que los millones del rico fuesen arrojados al mar, que gastados estimulando la pereza, la embriaguez y la indignidad. De cada 1.000 pesos gastados en la llamada hoy caridad, se gastan probablemente 950 indiscretamente, o, en otros términos, se emplean en producir exactamente aquellos mismos males que se proponían mitigar o curar. Un conocido escritor de obras filosóficas decía hace tiempo que había dado una peseta á un hombre que se aproximó a él cuando iba de visita a casa de un amigo; nada sabía de las costumbres de aquel mendigo; desconocía el uso que podía hacer de este dinero, aunque no le faltaban motivos para sospechar que lo gastaría indebidamente. Esta persona afirmaba ser discípulo de Herbert Spencer, y sin embargo, la peseta dada esa noche produciría probablemente perjuicio mayor que el bien que hubiese hecho todo el dinero que su imprudente dador hubiera podido repartir en toda su vida, en caridad bien ordenada. Satisfizo únicamente sus propios sentimientos y evitóse una molestia, y esta fue probablemente una de las más egoístas y peores acciones de su vida, pues es en todos conceptos persona dignísima.
La primera consideración al ejercer la caridad, debe ser ayudar a los que se ayudan a sí mismos; suministrar los medios necesarios para que puedan mejorar aquellos que lo desean; ayudar, en suma, pero raras veces o nunca hacerlo todo. Ni el individuo, ni la especie se mejoran con limosnas. Los que son dignos de ayuda, solo en raros casos la piden; los hombres que realmente valen, nunca lo hacen, excepto en casos de accidente o de cambios repentinos. Naturalmente, todo el mundo conoce casos de individuos en los que puede producir verdadero bien el auxilio temporal, y á estos no los desatenderá. Pero la cantidad que puede dar juiciosamente cada individuo para sus semejantes es, por necesidad, limitada, merced a su falta de conocimiento de las circunstancias que rodean a cada uno. El único reformador verdadero es aquel que tiene tanto cuidado y afán por no ayudar al que no lo merece como por ayudar al que lo merece, y quizá más todavía de lo primero, pues al dar limosna se hace probablemente más daño recompensando al vicio que socorriendo á la virtud.
El hombre de fortuna está así casi obligado a seguir los ejemplos de Peter Cooper, Enoch Pratt de Baltimore, Mr. Pratt de Brooklyn, el senador Stanford y otros, que saben que los mejores medios de hacer bien a la comunidad es colocar a su alcance la escalera por la que puedan subir los que lo deseen: parques y medios de recreo que auxilian á las gentes en cuerpo y alma; obras de arte propias para proporcionar placer y para mejorar el gusto de la gente, e instituciones públicas de varias clases que mejorarán la condición general del pueblo, volviendo de este modo su riqueza sobrante á la masa de sus semejantes de la manera mejor calculada para hacerles un bien permanente.
VIII. El problema del rico y del pobre. — Así es como ha de resolverse este problema. Las leyes de la acumulación deben quedar libres; las de la distribución, libres también; el individualismo debe continuar. Pero el millonario no será más que un fideicomisario para los pobres, encargado durante una temporada de una gran parte de la creciente riqueza de la comunidad, y administrándola en pro de esta mucho mejor que ella lo podría o querría hacer por sí misma. Los más inteligentes habrían alcanzado así un nivel en el desarrollo de la raza, en que se verá claramente que no hay otro modo de disponer de la riqueza sobrante confiada á los hombres inteligentes y activos, por cuyas manos corre, que el de emplearla, año tras año en el bien general. Este día ya se vislumbra. Pero entre tanto, y a pesar de todo, pueden los hombres, sin provocar la conmiseración de sus compañeros, morir siendo accionistas de grandes empresas industriales, de las que su capital no pueda ser o no haya sido retirado; pero aunque lo destinen a su muerte principalmente para usos públicos, aun aquel que deje tras de sí millones de riquezas útiles, que debió administrar en vida, pasará «sin ser sentido, sin honores y sin nombre», sea cualquiera el uso á que destine la escoria que no puede llevar consigo. El juicio público sobre tales personas será entonces este: «el hombre que así muere rico, muere desgraciado».
IX. El verdadero evangelio de la riqueza. —Tal es, en mi opinión, el verdadero evangelio de la riqueza, obedeciendo al cual se llegará algún día á resolver el problema del rico y el pobre, y a traer: «Paz en la tierra y buena voluntad entre los hombres».
Nota:
(I) Este artículo, publicado en la North American Review y debido a la pluma de uno de los más opulentos y célebres hombres de negocios de los Estados-Unidos, ha llamado tan poderosamente la atención en todas partes, que Mr. Gladstone ha puesto singular empeño en que lo reproduzca la Pall Mall Gazette, de Londres, de cuyas columnas lo tomamos. El lector, después de conocerlo, dirá si en efecto merece el profundo interés que, por su asunto y por el espíritu y modo de tratarlo, á nuestro ver encierra. El Sr. Azcárate ha insistido especialmente en que lo inserte el Boletín. — (N. de la R.)
Boletín de la Institución Libre de Enseñanza. Madrid. 15 de septiembre de 1890.
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