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Selección de textos y documentos:

Doralicia Carmona Dávila

© Derechos Reservados
ISBN 970-95193

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1869 Las elecciones. Francisco Zarco

Junio 5 de 1869

NADA DE RESERVAS MENTALES

La agitación electoral no nos alarma.

La vehemencia de las discusiones de la prensa no nos sorprende.

Esta excitación de los ánimos, este calor de los debates son preferibles a la guerra civil.

Aun suponiendo que se revuelvan malos elementos, que abunden las aspiraciones innobles, que se pongan en juego los intereses personales y que no sea el bien público la mira de los que pretenden ser elevados por el sufragio popular, todo esto es preferible a los antiguos pronunciamientos, a los motines y a las asonadas, y también es preferible al que entienden por orden los partidos reaccionarios.

En las elecciones al fin decide la opinión pública y falla el voto de la mayoría. Ante esta decisión y ante este fallo, todos deben inclinarse con respeto, pero muy particularmente los que entran en la lucha electoral.

Celebramos que este periodo electoral se presente más animado que todos los anteriores. En ello encontramos un síntoma de verdadera vitalidad, una señal de que aumenta el número de ciudadanos que se ocupan de la cosa pública, y esta señal es para nosotros halagadora esperanza de que se afirme la paz y se consoliden las instituciones democráticas, resolviéndose todas las cuestiones por medios legales.

Verdad es que en la capital y en los estados se han fundado nuevos periódicos para influir en las elecciones; que en algunos puntos hay clubes o convenciones que proclaman ya sus candidatos y que en todo el país reina la agitación electoral. Pero nosotros quisiéramos que esta agitación no se limitara a estrechos círculos políticos, sino que cundiera a todos los ciudadanos, y sobre todo, a las clases trabajadoras. Quisiéramos que en cada distrito electoral los agricultores, los mineros, los comerciantes, los artesanos, se ocuparan de las elecciones y buscaran un representante que defienda con celo los intereses del pueblo.

Esto no puede ser todavía mientras mantengamos el sistema de la elección indirecta, que no depura sino falsea el sufragio popular, y mientras, como consecuencia del mismo sistema, no mejoren nuestras costumbres políticas. Con la elección directa habría necesidad de candidaturas enteramente francas, de candidatos con programa, fijo de compromisos solemnes entre los electores y los elegidos, y así sería más positiva la responsabilidad moral de los representantes.

Por ahora, en vez de esa gran publicidad que anhelamos, el sistema indirecto hace que las elecciones, por libres que sean, tengan algo de intriga, de misterio, de complot, luchando los partidos no a campo libre y a pecho descubierto, sino entre minas y emboscadas, y valiéndose de astucias y arterías. Parece a veces que se trata de negocios clandestinos y vedados, y no de los intereses públicos.

Poco a poco ha de ir mejorando este sistema hasta llegar al de la más completa publicidad, que será una garantía de acierto, que atraerá a los hombres honrados a la lucha electoral, y apartará de ella a los caballeros de industria y a los saltimbanquis políticos.

Bajo el sistema actual con todos sus defectos, hay la ventaja de la división en distritos, que crea entidades electorales independientes, que no pueden ser dominadas todas ni por un poder arbitrario ni por intrigas de las facciones. Bajo el sistema actual con todos sus defectos, pueden ser éstos en gran parte remediados si todos los ciudadanos acuden a las urnas Y si cada cual se constituye en guardián de la independencia de su voto.

Si los principios democráticos han de ser una verdad práctica, si queremos la paz, si anhelamos el orden, si apetecemos que para siempre se extinga la guerra civil, todos debemos empeñarnos en que se mantenga intacta la libertad electoral y en que no se falsee el voto popular.

"El pueblo es el dueño de la casa, decía el ilustre Ocampo, y no necesita de ayos ni de tutores.» Estas palabras de un demócrata sincero deben tenerse muy presentes en tiempos electorales. Una elección libre enteramente libre, sería la solución más completa y más satisfactoria de todas las cuestiones políticas, porque sobre ellas fallaría la mayoría del país y ella sostendría como obra suya cuanto hicieran sus representantes.

La amplia libertad electoral no excluye los trabajos de todos los partidos. Apélese en buena hora a la prensa, a la tribuna popular, al derecho de reunión, a los pro gramas, a los candidatos, al examen de su vida pública, a todos los medios de influir en la opinión; pero exclúyase escrupulosamente toda coacción, toda violencia y toda superchería. Cada ciudadano debe ser guardián de la libertad electoral, Y todo abuso debe ser oportunamente denunciado Y comprobado, para que puedan ser anuladas las elecciones en que se haya falseado el voto del pueblo.

Más de una vez se han visto en México elecciones enteramente libres, y no sabemos por qué no ha de renovarse ahora el mismo espectáculo. Libres fueron las elecciones del Congreso Constituyente; libres, enteramente libres las de 1861, Y el pueblo no se extravió ni se precipitó en ningún abismo por falta de guías ni de consultas.

El gobierno, de una manera solemne ha declarado que respetará la libertad electoral, que no influirá de ninguna manera en las próximas elecciones y ha desmentido como calumniosas las voces que corrieron sobre que enviaba agentes electorales a los estados y de que favorecía determinadas candidaturas.

La oposición no se ha dado por satisfecha con estas declaraciones, y sigue viendo manejos electorales del gobierno en los nombramientos de empleados, en el envío de visitadores, en los movimientos de tropas y en la distribución de los fondos públicos. Para no dar lugar a tanta suspicacia, sería preciso que la administración se paralizara completamente durante el periodo electoral.

Nosotros tenemos confianza en el pueblo y por esto no tememos que el poder sea capaz de pervertir el voto popular. El gobierno, prescindiendo de cuales sean sus convicciones en este respecto, carece de los medios de corrupción y de intimidación, cuya existencia tanto se exagera. La misma división en distritos electorales es una garantía para la libertad. No hay millones para sobornar a tantos electores, no hay ejército bastante para intimidados.

No son tanto de temer los poderes corruptores, como los hombres que están dispuestos a dejarse corromper.

Temer la influencia del gobierno en las elecciones, si tal temor es sincero, equivale a desconfiar enteramente del pueblo, y si tal temor sólo se aparenta, es confesarse vencido antes de entrar en la lucha.

Nosotros no abrigamos ese temor. Creemos que el pueblo mismo puede ser celoso guardián de sus libertades, y que las próximas elecciones pueden ser enteramente libres.

Si se nos tacha de optimistas, diremos que los que descubran intrigas, complots, violencias, amenazas, peligros para la libertad electoral, tienen el deber de denunciarlos ante la opinión.
           
La publicidad fue y ha de ser la derrota segura de los intrigantes.

Pero es preciso que estas denuncias sean claras, terminantes y comprobadas, y no se funden sólo en vagas sospechas.

Los partidos que entran en la lucha electoral midiendo todas sus fuerzas, poniendo en juego todos sus medios de acción y de influencia, deben velar por la libertad electoral; pero también deben aceptar el resultado de la contienda, sea cual fuere. Vencedores, suya será la situación y tendrán que realizar sus promesas; vencidos, deben resignarse a su suerte, inclinarse ante la mayoría y sin prescindir de sus principios esperar otra ocasión para hacerlos triunfar si logran inculcados en la opinión pública.

Sólo así se comprenden las elecciones en un país libre; sólo así pueden afirmar la paz, consolidar el orden, asegurar la libertad y renovar y vigorizar de una manera conveniente los poderes públicos.

Entrar en la lucha con la reserva mental de aceptar la victoria como expresión de la voluntad del pueblo, pero de no conformarse con la derrota y clamar entonces contra el cohecho, contra el soborno, contra la violencia, contra la intimidación, y pretender entonces desconocer el resultado del sufragio, es descender al rango del fullero, que merece el desprecio de los mismos tahúres.
Esta reserva mental parece existir en algunos de los que presienten su derrota y de los que no cuentan con el apoyo de la opinión.
 
Velemos todos por la más amplia libertad electoral. Entremos francamente en la lucha, pero aceptemos el resultado sin nada de reservas mentales, porque ellas importarían un programa revolucionario, y este programa es rechazado por el país entero, que anhela la paz y tiene fe en sus propias obras. Entre estas obras está la elección de los poderes públicos que han de ser sostenidos por el pueblo que los elige.

Libertad, discusión, examen, lucha, agitación, todo sea enhorabuena, pero entremos de una vez al terreno legal, aceptemos el fallo de la mayoría, y contra este fallo no hay reservas mentales.

Francisco Zarzo.

 

El Siglo Diez y Nueve, 5 de junio de 1869, p. 1.