México, a 12 de junio de 1864.
Carta pastoral que los ilustrísimos señores arzobispos de México y Michoacán y obispos de Puebla, Oaxaca, Caradro, Querétaro, Tulancingo, Chiapas, Veracruz, Zamora y Chilapa, dirigen a sus diocesanos con motivo de la entrada de SS. MM. el emperador Maximiliano I y la emperatriz Carlota a la capital.
Nos, el Dr. don Pelagio A. de Labastida y Dávalos, arzobispo de México; el Dr. don Clemente de Jesús Munguía, arzobispo de Michoacán; el Dr. don Carlos María Colima, obispo de Puebla; el Dr. don José María Covarrubias, obispo de Oaxaca; Fray Francisco Ramírez, obispo de Caradro; el Dr. don Bernardo Gárate, obispo de Querétaro; el Dr. don Juan B. Ormaechea, obispo de Tulancingo; el licenciado don Manuel Ladrón de Guevara, obispo de Chiapas; el licenciado don Francisco Suárez Peredo, obispo de Veracruz; el licenciado don José Antonio de la Peña, obispo de Zamora y el licenciado don Ambrosio Serrano, obispo de Chilapa.
A los M. II. y VV. cabildos, al V. clero secular y regular y a todos los fieles de nuestras diócesis, salud y gracia en nuestro señor Jesucristo.
Venerables hermanos y muy amados hijos: En los momentos solemnes en que la presencia del nuevo soberano, precedida de los deseos y de las esperanzas, inicia en México una era nueva, que será de ventura o desdicha según el uso que hagamos de las gracias que dios nuestro señor nos dispensa; nosotros, animados de nuestro celo pastoral, os dirigimos la palabra para exhortaros con el apóstol San Pablo a no recibir en vano esta gracia de reparación, que acaso podrá ser la última.
Extraño del todo al pensamiento político y mucho más a la deplorable contienda de los partidos, que durante 40 años ha trabajado a nuestra patria con tal tenacidad que llegó a transformarla en un cadáver, pero atentos a los documentos preciosos de la fe, vemos que todo lo que ha pasado y todo lo que viene, está o permitido u ordenado por dios para los altos fines que se propuso desde que creó al hombre a su imagen y semejanza e instituyó la sociedad.
Nosotros vemos y constantemente os lo hemos inculcado, que nada sucede por acaso en el mundo; hemos hecho ver que del pecado nacen todas las calamidades y desgracias que afligen a los pueblos y de la gracia los más preciosos bienes a que puede aspirar el hombre.
La revolución espantosa que se había ensañado hasta el extremo de hacer morir toda esperanza; esta revolución que ha sembrado de ruinas y de escombros el territorio vastísimo de este nuevo imperio y que, con ser tan desastrosa en el orden material, ha hecho mayores estragos en las creencias, en las costumbres, en la razón y en los sentimientos; esta revolución que ha dado tanta materia para voluminosos escritos, pero que se halla mejor comprendida de vosotros como sus testigos y sus víctimas, no es la obra de la casualidad, sino de la justicia de dios, no es la obra de nuestra desgracia, sino de nuestros pecados; el pecado ha sido la causa que ha provocado y el instrumento que ha ejercido la acción de la justicia divina sobre nosotros.
Por el contrario, si esta revolución va declinando y la paz empieza a extenderse; si medios que no nos toca a nosotros calificar, pero extraordinarios y en cierto modo milagrosos, se presentan como agentes de la restauración del orden; si las cualidades del príncipe escogido corresponden exactamente a las llagas de esta sociedad para curarlas y a las exigencias de esta situación para satisfacerlas; si sus principios católicos y su piedad pueden tranquilizar la conciencia respecto de la gravísima cuestión eclesiástica; si su exención de todo partido en nuestras discordias civiles, su espíritu conciliador y el sacrificio que acaba de hacer para venir a nosotros, le dan aquella imparcialidad, aquel ascendiente y aquellos medios que, bien correspondidos, zanjarán las cuestiones políticas, reconciliando los partidos contendientes; si su experiencia en los negocios, su tacto probado a satisfacción de los mejores jueces, superan las dificultades que había hecho inútil entre nosotros la administración pública, dando a su marcha en lo sucesivo un movimiento más regular y más constante: finalmente, si el gran concepto que disfruta en Europa, sus relaciones importantes y su crédito personal, pueden restablecer el de la nación, que había desaparecido totalmente, alcanzando así la solución más favorable la cuestión internacional; todo esto es obra, no de nosotros, que nada merecemos, si no de esa providencia incansable en su bondad, de esa providencia divina que ha querido favorecernos con una gracia que, bien aprovechada y fielmente correspondida, basta para consolidar en todo sentido nuestra felicidad social.
No es de nuestro propósito, ni propio de nuestro ministerio, entrar en el examen filosófico y político de los medios empleados para cortar el curso de la revolución, iniciar el restablecimiento de la paz y fundar un imperio.
Mas, considerando estas cosas como bienes de la providencia divina y teniendo presente que todo sería estéril sin la cooperación del pueblo, debemos exhortaros y os exhortamos ardientemente a cumplir los deberes que la religión nos impone para con la sociedad y el gobierno.
Mas no imaginéis que nos propongamos discurrir sobre todas las cuestiones que aquí se han agitado; porque las políticas no son de nuestro resorte y las administrativas e internacionales tocan al soberano.
Limitándonos, pues, a lo que nos es propio, reduciremos nuestras advertencias y exhortaciones al orden religioso y moral, objetos principales de la cuestión eclesiástica.
Ésta, por otra parte, se halla colocada en un rango tan excelso y es de suyo de tal modo trascendental, que no vacilaremos en deciros, a impulso de convicciones profundas, que de ella, principalmente aquí, dependen la buena solución de las otras.
Es nuestro ánimo, pues, haceros conocer ante todo las fuertes razones que apoyan este concepto y manifestaros en seguida lo que debéis hacer por vuestra parte a fin de conservar y fecundar el beneficio que nos dispensa la providencia divina.
I
Cuando Jesucristo decía: "todo árbol que no produzca fruto en mí, será arrojado afuera y allí se secará y le echarán al fuego y arderá", con el fin de manifestar cómo él es el camino, la verdad y la vida, cómo de su pensamiento brota la luz que inunda la tierra en un océano de esplendor, cómo de su voluntad sale el vigor que todo lo instituye y afirma y cómo de su espíritu emana el calor vivificante que todo lo anima y todo lo fecunda; cuando decía: "sin mí no podéis hacer cosa alguna "; cuando aseguraba que sería otorgado por su padre celestial todo aquello que se le pidiera en su nombre; cuando a la vista de Jerusalén rebelde y contumaz, lloró sobre ella, la reprochó su ceguedad e ingratitud y profetizó su ruina; en fin, todas las veces que daba sus lecciones de sabiduría y de virtud, como regla de conducta y condición de felicidad, no se limitaba sólo al individuo, hermanos e hijos carísimos, ni hablaba sólo del orden estrictamente espiritual, ni quiso referirse a un solo estado de la vida sino que habló a todos los hombres, a la sociedad, en todas sus clases, al estado en todas sus formas; determinó la universalidad de su acción, sin dejar nada fuera de ella y por este motivo, ya se presenta como un centro universal adonde todo había de concurrir atraído por la sabiduría, por su poder y por su virtud ya como un legislador supremo que viene a dar toda su plenitud a la ley, ya como el dueño absoluto de todo poder en el cielo y en la tierra.
El doble cuadro que nos presenta la humanidad en los siglos proféticos y en los siglos históricos del cristianismo, es un doble depósito de doctrina, no solamente para dirigir la marcha del espíritu hacia la perfección moral, sino también para encaminar los pasos de los pueblos en el orden político y civil hacia la perfección social.
Por esto el profeta rey en su divino encomio de la ley divina, unas veces pondera los preciosos frutos que personalmente debe a su constante meditación y otras la muestra como una norma segura para consolidar el Estado.
Por esto, cuando deja caer sus miradas en los tiempos de plenitud, en la historia de las vicisitudes de la Iglesia católica desde el establecimiento del cristianismo, al contemplar a los poderosos y los grandes, a los pueblos y los reyes ensañados y armados contra el señor y contra su Cristo, califica de vanas fruslerías todos los planes y combinaciones que se formarían contra la Iglesia; las presenta con sus autores como un objeto de la risa y de la burla del altísimo y, por esto, siguiendo la acción de la justicia divina sobre los pueblos rebeldes y los reyes contumaces, profetiza que el señor entonces les hablará en su ira, los conturbará en su furor y hará cargar sobre ellos el azote, reduciéndolos a pedazos como una vasija de barro.
Cuando pasamos la vista, hermanos e hijos carísimos, por las sagradas letras y a la luz que ellas despiden, recorremos los fastos de la historia, os confesamos francamente que, al estudiar la sociedad con el fin de inquirir las causas de sus decadencias progresivas y de su engrandecimiento y prosperidad, no nos queda espíritu ni aliento para fijar la atención en esas teorías ficticias, en esas hipótesis absurdas, en esas combinaciones precarias, en esos sistemas de un día con que la política emancipada del cielo quiere inutilizar el pensamiento religioso y desviar la mente de la acción de dios sobre la sociedad.
Charle cuanto quiera el vanidoso racionalismo y la orgullosa política; afánese la impiedad en trastornar el buen sentido religioso y arruinar el imperio del catolicismo; la razón imparcial, la razón exenta de preocupaciones, la razón con su criterio infalible, tendrá que apelar a la presencia y acción del gran principio católico para explicar la civilización moderna, la perfección de los códigos, la formación regular de la sociedad civil, los lazos que unen a los estados para formar todos una sociedad política, la secreta fuerza que vigoriza las naciones y la fuente de su prosperidad social.
Ved, pues, venerables hermanos y amados hijos, con cuanta razón hemos creído que todo está pendiente aquí de la solución final de la cuestión eclesiástica, pues, abrazando ella la religión y moral, en un pueblo exclusivamente católico, trasciende forzosamente a todo el orden social.
¿Cuál debe ser pues nuestra conducta, supuestas las excelentes disposiciones del soberano? Cumplir exactamente los deberes que la religión y la moral nos imponen; no se necesita, en verdad, otra cosa de nuestra parte para una verdadera, sólida y universal restauración, como vamos a manifestarlo brevemente.
II
Dadnos un pueblo creyente, morigerado y puntual en el cumplimiento de sus deberes, dadnos un pueblo formado en la escuela del evangelio; dadnos un pueblo que, comprendiendo las relaciones universales de la humanidad y su jerarquía, comience por cumplir los deberes que tiene para con dios, como creador del cielo y de la tierra, legislador supremo y fin último del hombre; que medie haciendo resplandecer en la vida individual y doméstica el maravilloso concierto que exige la ley divina en el orden físico, intelectual y moral y que concluya dando a cada uno lo que es suyo, honor al padre, educación al hijo, decoro a la familia, obsequio a la ley, respeto al gobierno, benevolencia y amor al ciudadano y al extranjero y nosotros os daremos una sociedad perfecta, cuya Iglesia guarde las más íntimas relaciones con el Estado, cuyos miembros se encuentren de tal manera unidos, que no parezca sino que todos tienen un mismo corazón y una misma alma.
Lo primero, pues, amados hijos, que debéis procurar a toda costa, es reparar con obras de penitencia y de piedad los ultrajes escandalosísimos que dios ha recibido en su doctrina, en su culto, en su ley, en su Iglesia, durante la época de tinieblas y de fuerza, de impiedad y corrupción que en gran parte ha pasado, pero que no acaba todavía.
Es necesario que los votos inflamados de un corazón penitente suban hasta el padre de las misericordias a la vista de todo el pueblo, para su edificación, en los atrios augustos de la casa de dios, como tributos rendidos a su infinita santidad y en medio de la nueva Jerusalén, esto es, a la faz de toda la Iglesia católica.
En lugar de aquellas presuntuosas dudas, en lugar de aquellos discursos impíos, de aquellas conversaciones escandalosas, de aquella osadía sin ejemplo para hablar de las cosas más santas, renovaos en la fe, asid con todas vuestras fuerzas, para cooperar a una restauración religiosa, los preciosos documentos de vuestra educación cristiana; escuchad atentos y dóciles la palabra de vida que baja de la tribuna sagrada para combatir los errores y los vicios, afirmar la fe, sostener y consolidar la virtud; entrad en un examen serio acerca de vuestro último fin, de las condiciones esenciadísimas para alcanzarle y de vuestra situación presente relativamente a ellas.
Si acaso la terrible tentación de la época turbulenta por donde hemos pasado todos, os ha hecho faltar a vuestros deberes católicos, complicaros en los despojos sacrílegos, en las injusticias consumadas contra la hacienda ajena, en las ruinas de la reputación de vuestro prójimo, corred a las piscinas sagradas, arrojad la pesada carga del pecado a los pies del ministro de la penitencia, reparad los escándalos e injusticias a imitación de Zaqueo y la salud y la paz entrarán en vuestra casa.
Y vosotros a quienes el padre de familias ha colocado en el escogido gremio de la nueva Leví; vosotros, ministros del santuario, que después de adquirida la doctrina de los libros y la práctica del ministerio, habéis atesorado la ciencia de la tribulación en los terribles golpes que acabáis de recibir, vosotros podéis ejercer un influjo de primer orden y en cierta manera decisivo, con vuestro celo.
No sois llamados a desarrollar vuestra acción en la escala política, desempeñando los empleos del estado civil, ni jamás, gracias a dios, el clero mexicano ha tenido pretensiones de ejercer esta clase de influjo, ni autorizado con su conducta las declamaciones de la prensa enemiga.
Vuestra misión es más elevada e incomparablemente más trascendental. Elegidos por dios y por los hombres, elegidos para una vida toda de actividad y labor, toda de utilidad y de provecho, para dar a dios el culto debido, ilustrar el espíritu con la fe, aplicar a la conciencia la ley divina, extirpar los vicios, formar las virtudes y poblar el cielo; elegidos para desarrollar sobre el pueblo fiel todo el influjo de un ministerio que ha civilizado al mundo y de cuyo provechoso ejercicio depende la suerte de la misma sociedad, vosotros, sin el influjo de los grandes talentos, sin los encantos de la literatura y de las artes, sin el predominio de las riquezas y de los honores, sin el ascendiente del rango, poseéis el secreto de la felicidad verdadera, ministráis el bálsamo que cura todas las heridas del alma, enfrenáis las pasiones, moderáis el carácter, presidís a los heroicos sacrificios de la abnegación cristiana y podéis tener la mayor parte, así lo creemos en la restauración del orden social, en la regularidad de la marcha administrativa y en el renacimiento y conservación de la paz, si, aprovechando las excelentes condiciones de este gran príncipe, su catolicismo neto, su piedad y la protección consiguiente que otorgará con gusto a nuestro ministerio, así como las elevadas dotes, esclarecidas prendas, singulares virtudes y tierno amor hacia nosotros de su augusta esposa nuestra emperatriz, trabajáis solícitos en la reparación de tantas ruinas morales, mayores y más lastimosas aún que las ruinas materiales, restituís al espíritu de la fe divina, la esperanza cristiana y la caridad evangélica de que nos ha despojado esta revolución impía y que importan un tesoro infinitamente mayor que esos intereses miserables del tiempo que pasan con los años que huyen y tornan con los años que vienen.
Os exhortamos, pues, a todos en Jesucristo, al cumplimiento de vuestros sagrados deberes, a la meditación y práctica de la ley divina, a la posesión y ejercicio de la caridad, esta virtud que vivifica la fe, afirma la esperanza y hace reinar a dios en el espíritu. Con ella no temáis nada y podéis afrontar a todo con plena seguridad.
Los tiempos que siguen y la empresa de reparar tantas ruinas, conjurar tantas pasiones, hacer morir tantos odios, reanudar los vínculos antiguos de este pueblo de hermanos, es ardua y espinosa, traerá dificultades y penas; pero no temáis, la caridad os hará pacientes y la paciencia os hará invencibles.
Si las pasiones mal apagadas, si los intereses injustos, si la maledicencia y la envidia se interponen todavía entre vosotros y el soberano, la caridad os remontará muy mucho sobre la esfera en que se agitan estos miserables odios y con la dulzura y benevolencia mutua, os comunicará esa expansión de sentimientos que, para conquistar el corazón, va más lejos que el orgullo; porque la caridad es benigna.
Vuestra exención de pretensiones de aventajaros unos a otros, contentos con poseer la gracia del señor, os hará fuertes contra vuestros enemigos; porque la caridad no rivaliza.
Las obras de esta virtud en vosotros, aunque a primera vista no muestren su fecundidad, no tardarán mucho en producir sus copiosos frutos, porque la caridad gobernada por la fe, todo lo cree, apoyada en las promesas, todo lo espera, sostenida por la esperanza todo lo soporta y poseída del amor todo lo sobrelleva y estas elevadas dotes se han manifestado siempre con la más copiosa difusión del bien en todos los pueblos.
Estimulados y sostenidos por esta preciosa virtud, prestaréis los más importante servicios al Estado y a vuestra patria sin los inconvenientes del aspirantismo, porque la caridad no es ambiciosa.
Jamás vuestros propios intereses os harán sordos al llamamiento del Estado ni duros a los conflictos de vuestra patria; porque la caridad ni es interesada ni es egoísta.
Obrad, pues, bajo la inspiración de esta virtud y estando seguros de que haréis la conquista del reino de dios y, por añadidura, tendréis la gloria de alcanzar todos los bienes temporales que es lícito apetecer en el seno de una patria inteligente, moral y feliz.
Mas, como dios es la fuente de todo don perfecto y sin su gracia nada podemos, elevad vuestros corazones al señor en acción de gracias por los beneficios recibidos en demanda de acierto para el soberano y de luces y fuerza para vosotros; pedidle ardientemente que mueva todos los corazones y que nos dispense, con la gracia de la unión, los beneficios de una sólida paz.
A este fin ordenamos y disponemos que en nuestras respectivas catedrales y en todas las parroquias de nuestras diócesis sea leída esta pastoral, inter missarum solemnia, y como anuncio de las preces públicas que en seguida deben hacerse para que los fieles asistan a ellas con las disposiciones debidas.
En consecuencia, tanto en nuestras iglesias catedrales, según lo dispongan nuestros venerables cabildos, como en las parroquiales con cuanta solemnidad sea posible a los señores curas, se harán preces públicas en tres días seguidos, con misa y exposición del santísimo sacramento en la mañana y el santo rosario con las letanías por la tarde, expuesto igualmente su divina majestad.
En todas las misas que se celebren en lo sucesivo, exceptas las festividades de primera y segunda clase, se dará la colecta pro electo Imperatore.
Dado en México, a 12 de junio de 1864.
Pelagio Antonio (de Labastida y Dávalos)
Arzobispo de México
Ambrosio (Serrano)
Obispo de Chilapa
Carlos María (Colima)
Obispo de Puebla
Clemente de Jesús (Munguía)
Arzobispo de Michoacán
Fray Francisco (Ramírez)
Obispo de Caradro
José María (Covarrubias)
Obispo de Oaxaca
Juan Bautista (Ormaechea)
Obispo de Tulancingo
Bernardo (Gárate)
Obispo de Querétaro
Francisco (Suárez Peredo)
Obispo de Veracruz
Manuel (Ladrón de Guevara)
Obispo de Chiapas
José Antonio (de la Peña)
Obispo de Zamora
Fuente:
Benito Juárez. Documentos, Discursos y Correspondencia. Selección y notas de Jorge L. Tamayo. Edición digital coordinada por Héctor Cuauhtémoc Hernández Silva. Versión electrónica para su consulta: Aurelio López López. CD editado por la Universidad Autónoma Metropolitana Azcapotzalco. Primera edición electrónica. México, 2006.
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