3 de Octubre de 1863
Señor:
La Nación Mexicana restituida apenas á su libertad por la bendita influencia de un monarca poderoso y magnánimo, nos envía á presentamos á Vuestra Alteza Imperial, objeto y centro, hoy día, de sus votos más puros y sus más halagüeñas esperanzas.
No hablaremos, Señor, de nuestras tribulaciones y nuestros infortunios de todos conocidos, al punto de haberse hecho para tantos el nombre de México sinónimo de desolación y ruina.
Luchando hace tiempo por salir de situación tan angustiosa, y si cabe, más amarga aun por el funesto porvenir puesto ante sus ojos, que por sus males presentes, no ha habido arbitrio á que esta Nación infeliz no haya acudido, ensayo que no haya hecho dentro del círculo fatal en que se colocara, adoptando inexperta y confiada las instituciones republicanas tan contrarias á nuestra constitución natural, á nuestras costumbres y tradiciones, y que, haciendo la grandeza, y el orgullo de un pueblo vecino, no han sido para nosotros sino un manantial incesante de las más crueles desventuras.
Cerca de medio siglo ha pasado nuestra patria en esta triste existencia, toda de padecimientos estériles y de vergüenza intolerable.
No murió, empero, entre nosotros todo espíritu de vida, toda fe en el porvenir. Puesta nuestra firme confianza en el Regulador y Arbitro Soberano de las sociedades, no cesamos de esperar y de solicitar con ahínco el anhelado remedio de sus tormentos siempre crecientes.
¡Y no fuera vana nuestra esperanza! Patentes están hoy los caminos misteriosos por donde la Providencia Divina nos ha traído á la situación afortunada en que actualmente nos hallamos, y que apenas llegaron á concebir como posible las inteligencias más elevadas.
México, pues, dueño otra vez de sus destinos y escarmentado á tanta costa suya de su error pasado, hace, en la actualidad un supremo esfuerzo por repararlo.
A otras instituciones políticas recurre ansioso y esperanzado, prometiéndose que le serán aun más provechosas que cuando era colonia de una monarquía europea, y más si llega á tener á su frente á un príncipe católico, que á su eminente y reconocido mérito, reúne también aquella nobleza de sentimientos, aquella fuerza de voluntad y aquella rara abnegación que es el privilegio de los hombres predestinados á gobernar, regenerar y salvar á los pueblos extraviados é infelices á la hora decisiva del desengaño y del peligro.
Mucho se promete México, Señor, de las instituciones que le rigieron por espacio de tres siglos, dejándonos al desaparecer un espléndido legado que no hemos sabido conservar bajo la república.
Pero si es grande y fundada esa fe en las instituciones monárquicas, no puede ser completa, si éstas no se personifican en un príncipe dotado de las altas prendas que el cielo os ha dispensado con mano pródiga.
Puede un monarca sin grandes dotes de inteligencia ni carácter, hacer la ventura de su pueblo, cuando ese monarca no es más que el continuador de una antigua monarquía, en un país de antiguos monarcas; pero un príncipe necesita circunstancias excepcionales cuando ha de ser el primero de una serie de reyes; en suma, fundador de una dinastía y el heredero de una República.
Sin Vuestra Alteza Imperial, ineficaz y efímero sería ---creer, Señor, á quien nunca ha manchado sus labios con una lisonja- cuanto se intentase para levantar á nuestro país del abismo en que yace: quedando además frustradas las altas y generosas miras del monarca poderoso cuya espada nos ha rescatado y cuyo fuerte brazo nos sostiene y nos protege.
Con Vuestra Alteza, tan versada en la difícil ciencia del gobierno, las instituciones serán lo que deban ser para afianzar la prosperidad é independencia de su nueva patria, teniendo por base esa libertad verdadera y fecunda, hermanada con la justicia, que es su primera condición, y no es esa falsa libertad no conocida entre nosotros sino por sus demasías y estragos.
Esas instituciones, con las modificaciones que la prudencia dicte y la necesidad de los tiempos exigen, servirán de antemural incontrastable á nuestra independencia nacional.
Estas convicciones y estos sentimientos de que estaban poseídos muchos mexicanos tiempo ha, se hallan hoy, Señor, en la conciencia de todos, y brotan de todos los corazones.
En Europa mismo, sean cuales fueren las simpatías ó resistencias, sólo se oye un concierto de elogios respecto á Vuestra Alteza Imperial y á su Augusta esposa, tan distinguida por sus altísimas prendas, y su ejemplar virtud, que, bien pronto, compartiendo á la vez vuestro trono y nuestros corazones, será querida, ensalzada por todos los mexicanos.
Intérpretes harto débiles nosotros, de ese aplauso general del amor, de las esperanzas y los ruegos de toda una nación, venimos á presentar en su nombre á Vuestra Alteza Imperial, la corona del Imperio Mexicano, que el pueblo, por un decreto solemne de los notables, ratificado ya por tantas provincias, y que lo serán breve, según todo lo anuncia, por la nación entera, os ofrece, Señor, libre y espontáneamente.
No podemos olvidar, Señor, que este acto se verifica por una feliz coincidencia, cuando el país acaba de celebrar el aniversario del día en que el Ejército Nacional plantó triunfante en la capital de México el estandarte de la independencia y de la monarquía, llamando al trono á un Archiduque de Austria á falta de un infante de España.
Acoged, Señor, propicio los votos de un pueblo que invoca vuestro auxilio, y que ruega fervoroso al cielo que corone la obra grandiosa de Vuestra Alteza, pidiendo á Dios, asimismo, que le sea concedido corresponder dignamente á los perseverantes afanes de Vuestra Alteza Imperial.
Luzca, por fin, Señor, para México la aurora de tiempos más dichosos al cabo de tanto padecer, y tengamos la dicha incomparable de poder anunciar á los mexicanos la buena nueva que con tanta vehemencia y zozobra están anhelando: buena nueva no sólo para nosotros, sino para Francia, cuyo nombre es de hoy más inseparable de nuestra historia, como inseparable de nuestra gratitud; para Inglaterra y España, que comenzaron esta grande obra en la convención de Londres, después de haber sido los primeros en reconocer su justicia y en proclamar su necesidad imprescindible, y, en fin, para ínclita dinastía de Hapsburgo, que corona esta grande obra con Vuestra Alteza Imperial y Real.
No se nos oculta, Señor, lo repito, toda la abnegación que Vuestra Alteza Imperial necesita y que sólo puede hacer llevadera el sentimiento de sus deberes para con la Providencia Divina --que no en balde hace los príncipes y los dota de grandes cualidades- mostrándose Vuestra Alteza Imperial dispuesta a aceptar con todas sus consecuencias, una misión tan penosa y ardua, a tanta distancia de su patria y del trono ilustre y poderoso en cuyas gradas se haya colocado el primero Vuestra Alteza Imperial y tan lejos de esta Europa, centro y emporio de la civilización del mundo.
Sí, Señor, pesada es, y mucho, la corona con que hoy nos brinda nuestra admiración y nuestro amor; pero día vendrá -así lo esperamos- en que su posesión será envidiable, merced á vuestros esfuerzos, que el cielo sabrá recompensar, á vuestra cooperación, lealtad y gratitud inalterables.
Grandes han sido nuestros desaciertos, alarmante nuestra decadencia; pero hijos somos, Señor, de los que al grito de ¡Religión, Patria y Rey! -tres grandes cosas que también se aúnan con la libertad- no ha habido empresa por grande que fuera que no acometieran, ni sacrificio que no supieran arrostrar constantes é impávidos.
Tales son los sentimientos de México al renacer; tales las aspiraciones que hemos recibido el honroso cargo de exponer fiel y respetuosamente á Vuestra Alteza Imperial y Real, al digno vástago de la esclarecida dinastía que cuenta entre sus glorias haber llevado á la civilización cristiana al propio suelo en que aspiramos, Señor, á que fundéis en ese siglo XIX, por tantos títulos memorable, el orden y la verdadera libertad, frutos felices de esa civilización misma.
La empresa es grande, pero es aun más grande nuestra confianza en la Providencia; y que debe serlo, nos lo dice bien claro el México de hoy, y el Miramar de este glorioso día.
Contestación del Archiduque:
Señores: estoy vivamente agradecido al voto emitido por la Asamblea de los notables en México, en su sesión del 10 de Julio, y que vosotros estáis encargados de comunicarme.
Lisonjero es para nuestra casa que las miradas de vuestros compatriotas se hayan vuelto hacia la familia de Carlos V, tan luego como se pronunció la palabra monarquía.
Por noble que sea la empresa de asegurar la independencia y la prosperidad de México, bajo la égida de instituciones á la par de estables y libres, no dejo yo de reconocer, en perfecto acuerdo con S.M. el Emperador de los franceses, cuya gloriosa iniciativa á hecho posible la regeneración de vuestra hermosa patria, que la monarquía no podría ser allí restablecida sobre una base legitima y perfectamente sólida, á menos que la nación toda, expresando libremente su voluntad, quisiera ratificar el voto de la Capital. Así, pues, del resultado de los votos de la generalidad del país, es de lo que yo debo hacer depender, en primer lugar, la aceptación del trono que me es ofrecido.
Por otra parte, comprendiendo los sagrados deberes de un Soberano, preciso es que yo pida, en favor del Imperio que se trata de reconstituir, las garantías indispensables para ponerlo al abrigo de los peligros que amenazarían su integridad é independencia.
En el caso de que esas prendas, de un porvenir asegurado, fuesen obtenidas, y que la elección del noble pueblo mexicano, tomado en su conjunto, recayese sobre mi, fuerte con el asentamiento del augusto jefe de mi familia y confiando en el apoyo del Todopoderoso, estaré dispuesto á aceptar la corona.
Si la Providencia me llamara á la alta misión civilizadora ligada á esa corona, os declaro desde ahora, señores, mi firme resolución de seguir el saludable ejemplo del Emperador mi hermano, abriendo al país, por medio de un régimen constitucional, la ancha vía del progreso, basado en el orden y la moral, y de sellar mi juramento, luego que aquel vasto territorio sea pacificado, el pacto fundamental con la Nación. Así y sólo así, es como podría ser inaugurada una política nueva y verdaderamente nacional, en que los diversos partidos, olvidando sus antiguos resentimientos, trabajarían en común para dar á México el puesto eminente que parece estarle destinado entre los pueblos, bajo un gobierno que tenga por primer principio hacer prevalecer la equidad en el ejercicio de la justicia.
Tened pues, señores, la bondad de dar cuenta a vuestros conciudadanos, de las determinaciones que acabo de anunciaros con toda franqueza, y de procurar las medidas necesarias para consultar al pueblo mexicano sobre el gobierno que quiere darse a sí mismo.
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