Francisco Zarco, 16 de Abril de 1862
"Entre los genios que a los Imperios del mundo presiden, ocupa Ituriel uno de los primeros puestos, y tiene a su cargo el departamento de la alta Asia. Bajó una mañana a la mansión del Escita Babuco, a orillas del Oxo, y le dijo así: Babuco, los Persas han incurrido en nuestro enojo por sus excesos y sus desvaríos, y ayer se celebró una junta de genios de la alta Asia para decidir si habían de castigar o destruir a Persépolis. Vete a ese pueblo, examínalo todo, me darás cuenta, y por tu informe determinaré si he de castigar o exterminar la ciudad. Yo, señor, respondió humildemente Babuco, ni he estado nunca en Persia, ni conozco en todo aquel imperio a ninguno. Más vale así, dijo el ángel, que no serás parcial. Del cielo recibiste sagacidad, y yo, añado el don de inspirar confianza: ve, mira, escucha, observa y nada temas, que en todas partes serás bien visto.
"Montó, pues, Babuco en su camello, y se marchó con sus sirvientes. Al cabo de algunas jornadas, encontró en los valles de Senaar el ejército persa que iba a pelear con el ejército indio; y dirigiéndose a un soldado que halló en un paraje remoto, le preguntó cuál era el motivo de la guerra. Por los dioses celestiales que no lo sé, dijo el soldado, ni me importa; mi oficio es matar o que me maten, para ganar mi vida: servir aquí o allí es para mí todo uno; y aun puede ser que pase mañana al campo de los indios, que dicen que dan a los soldados cerca de media dracma de cobre al día más que en este maldito servicio de Persia. Si queréis saber por qué pelean, hablad con mi capitán. Babuco, después de haber hecho un regalejo al soldado, entró en el campo, y habiendo hecho conocimiento con el capitán, le preguntó el motivo de la guerra. ¿ Cómo queréis que lo sepa yo? ¿Y qué me importa, sea el que quiera? Yo resido a doscientas leguas cíe distancia de Persépolis; me dicen que se ha declarado la guerra, y al punto dejo mi familia; y, como es costumbre, voy a buscar fortuna o la muerte, porque no tengo otra cosa que hacer. ¿Y vuestros camaradas, dijo Babuco, no están tampoco más instruidos que vos? No, dijo el oficial, solamente nuestros principales sátrapas, son los que a punto fijo saben por qué nos degollamos.
"Atónito Babuco, se introdujo con los generales, y se insinuó en su familiaridad. Al fin le dijo uno de ellos: la causa de la guerra que asuela veinte años ha el Asia, procede en su origen de una contienda de un eunuco de una de las mujeres del gran Rey de Persia, con un oficinista del gran Rey de las Indias. Tratábase de un derecho que producía con toda diferencia un trigésimo de dárico, y como, tanto el primer ministro de Indias como el nuestro, sustentaron con dignidad los derechos de su amo respectivo, se inflaron los ánimos, y salieron a campaña de cada parte, un millón de soldados. Cada año es necesario reclutar estos ejércitos con cuatrocientos mil hombres. Crecen las muertes, los incendios, las ruinas y las talas: padece el universo, y sigue la enemiga. Nuestro ministro y el de las Indias protestan con mucha frecuencia, que no les mueve otra cosa que la felicidad del linaje humano; y a cada protesta se destruye alguna ciudad o se asuelan algunas provincias.
"Habiéndose al otro día esparcido la voz de que se iba a firmar la paz, dieron el general indio y el persa a toda prisa la batalla, que fue sangrienta. Vio Babuco todos los yerros y todas las abominaciones que se cometieron, y fue testigo de las maquinaciones de los principales sátrapas, que hicieron cuanto estuvo en su mano para que la perdiera su general; vio oficiales muertos por su propia tropa; vio soldados que acababan de matar a sus moribundos camaradas, por quitarles algunos andrajos ensangrentados, rotos y cubiertos de inmundicia; entró en los hospitales donde llevaban a los heridos, que perecían casi todos por la inhumana negligencia de los mismos que pagaba a peso de oro el Rey de Persia para que los socorriesen. ¿ Son hombres éstos, exclamaba Babuco, o son fieras? ¡ Ah ! Bien veo que ha de ser destruida Persépolis.
"Preocupado con esta idea pasó al campo de los indios, donde conforme a lo que se le había pronosticado, le recibieron con tanto agasajo como en el de los persas, y donde presenció los mismos excesos que le habían llenado de horror. ¡Ah!, dijo para sí, si quiere el ángel Ituriel exterminar a lospersas, también tiene que exterminar a los indios el ángel de las Indias. Habiéndose informado luego más menudamente de cuanto en ambos ejércitos había sucedido, supo acciones magnánimas, generosas y humanas, que le pasmaron y le embelesaron. Inexplicables mortales, exclamó, ¿cómo podéis juntar con tanta torpeza tanta elevación y tantas virtudes con tantos delitos?
"Declaróse en breve la paz, y los caudillos de ambos ejércitos, que por sólo su interés habían hecho verter la sangre de tantos semejantes suyos, se fueron a solicitar el premio a su corte respectiva, puesto que ninguna había ganado la victoria. Celebróse la paz en escritos públicos, que anunciaban el reino de la virtud y de la felicidad en la tierra. ¡Loado sea Dios!, dijo Babuco; Persépolis va a ser la mansión de la más acendrada inocencia, y no será destruida, como querían aquellos malditos genios; vamos sin más tardanza a ver esta capital del Asia."
Así comienza el inimitable Voltaire el cuento titulado: "Cómo anda el mundo". Si resucitara el filósofo de Ferney, vería que el mundo no anda ahora mejor que en tiempo de Babuco, y que las guerras se emprenden hoy como en la antigüedad, sin justicia ni razón.
Si un nuevo Ituriel bajara hoy a informarse de las causas de la guerra con que la Francia amenaza a México, apurados habían de verse los soldados, oficiales y jefes franceses para responderle. Sus respuestas serian poco más o menos como las de los persas, y acaso Laurencez, Jurien de la Graviére y Dubois de Saligny, tendrían ahora menos informes que comunicar, que los que los sátrapas dieron a Babuco.
No creemos que pueda decirse por parte de la Francia: "Traemos la guerra a México para cobrarle unos 160 000 pesos que debe por cuenta de la última convención, y que pagaría desde luego si lo dejáramos respirar." Tampoco puede decirse: "Venimos a devastar este país donde nuestros compatriotas encuentran fraternal acogida, porque se dio una ley de suspensión de pagos que está ya derogada, y si los pagos no están en corriente es porque nos hemos apoderado casi prácticamente del puerto de Veracruz."
Si el mismo Ituriel insistiera en averiguar la verdad, tal vez pudiera decírsele: "has de saber que aquí no se trata de una disputa entre un eunuco y un oficinista, sino algo más grave; esta guerra tiene un antiguo origen: el emperador de los franceses envió a México un ministro, que fue recibido por nuestros paisanos con un charivari, y que encontrándose en esta República en el momento en que estalló una asonada de guardias pretorianos o genízaros, dio y tomó en que este motín era la expresión de la voluntad pública; sostuvo que una ciudad era la nación; reconoció a los cabecillas de los rebeldes, no queriendo ver ni la existencia de la autoridad legítima, ni la resistencia que el pueblo entero hacía a los usurpadores del poder, y prestó todo género de apoyo a un simulacro de gobierno, que al fin fue vencido por el pueblo."
Como se ve, esta respuesta no sería completa ni satisfactoria, y así pudiera añadirse, que gracias a la influencia del ministro del charivari, un negociante, que ni siquiera es francés sino suizo, discurrió un modo de proporcionar recursos a los rebeldes, para que pudieran seguir matando mexicanos, con la esperanza de ganar él algo más de un 50% y como en este negocio el riesgo era proporcionado a la ganancia, y hubo un mal cálculo, que es fama fue obra de un fraile dominico, resultó que el especulador no vio realizadas sus miras, y tuvo que declararse en quiebra, y el país se niega a reconocer un crédito que proviene de un contrato ruinoso, hecho precisamente para seguir derramando la sangre de sus hijos.
Todavía esto no sería causa justificativa de la guerra, porque la Francia no ha formado sus pretensiones, ni ha propuesto medios de transacción, ni los interesados han ocurrido a los tribunales, cuya imparcialidad los ha hecho fallar muchas veces en favor de extranjeros, y cuyas sustancias son el título legal de parte de la deuda. Entonces sería preciso decir muy al oído al ángel Ituriel: "Se trata de que unos 700 000 pesos se convierten en 14 millones, y esta mágica metamorfosis, sólo puede hacerse por la virtud omnipotente de los cañones rayados, y en estos catorce millones tendrán parte personajes muy altos de la Corte de París."
Pero esto sería peor que la contienda del eunuco y del oficinista en que se trataba de un trigésimo de dárico.
Busquemos entonces otra explicación: "Quien debiera decir la verdad al emperador, le ha referido sobre México cuentos como los de las Mil y una Noches: quien debiera ver por sus propios ojos, estudiar el país con imparcialidad, no se ha dado este trabajo, y se ha conformado con ser eco de los resentimientos y de los deseos de venganza de una facción vencida y detestada, cuyos corifeos fueron sus huéspedes. De ahí es que el emperador cree que en México no hay gobierno, ni leyes, ni instituciones; que los franceses son cazados en las calles como conejos, y todavía más, se le ha hecho creer que las provincias de este país imploran el auxilio de sus armas para librarse de sus tiranos domésticos."
Ya esto explica algo: pero es preciso añadir que han ido a prosternarse a los pies del emperador algunos mexicanos que han hecho alarde de sus honrosos antecedentes, que se le han ofrecido como conciliadores, que le han pintado al país deseando la intervención extranjera, y han llevado su infamia y su delirio, hasta andar de ceca en meca, o de corte en corte, buscando un príncipe que quiera venir a reinar sobre las ruinas de la República.
Y todavía se pudiera añadir, que el emperador ha creído favorable esta ocasión para completar una obra que emprendió y que dejó trunca. Prometió ayudar a Italia a realizar su unidad y su emancipación, olvidó que los venecianos son italianos, y después de ver burlada una grande esperanza, piensa que es obra meritoria dar independencia y libertad a un pueblo, aunque para ello sea preciso esclavizar a otro, pues alguna compensación han de tener en este mundo las obras buenas, y no hay escrúpulo en realizar un bien a costa de cometer una iniquidad. El véneto luchará tarde o temprano, conquistará su libertad, se unirá a sus hermanos, formará un todo con la Italia, pero todo esto ofrece peligros, vale más obrar a l'andable, ofrecer al Austria una fiche de consolation levantando para uno de sus príncipes, sin esperanza de reinar, un trono en México. Si la Austria acepta esta compensación, nos libramos de una nueva guerra con ella, la Italia, al ver redimida a Venecia, se resignará a sufrir por más tiempo a la Santidad de Pío IX en Roma, y si México sufre, esto no importa, y si el archiduque Maximiliano es la primera víctima de este juego de cubiletes, allá se las avenga. Queda tiempo para pensar en otra cosa.
Si olvidándonos de Babuco, buscamos seriamente la causa de la guerra no la podemos encontrar, ymucho menos la descubrimos, si recordamos que la Francia, conforme a la convención de Londres, debió obrar en México de acuerdo en todo con la Inglaterra y con la España, y que, conforme a los preliminares de la Soledad, se comprometió solemnemente, empeñando su honra ante el mundo civilizado a entrar en negociaciones con un gobierno cuya legitimidad había reconocido algún tiempo antes. Para faltar a este compromiso, no invoca el menor pretexto; los plenipotenciarios hablan vagamente de vejaciones contra sus nacionales, sin citar una sola; reprueban que el gobierno castigue a los criminales, y pretenden que en México una minoría oprima al resto del país. Cuestiones son éstas que no son de su incumbencia, y sólo con plantearlas, incurren en una contradicción.
Ante esta actitud de los plenipotenciarios franceses, México debe seguir sus negociaciones con Inglaterra y España, tiene derecho a esperar que el emperador Napoleón III, movido cíe sentimientos de justicia, de dignidad y de hidalguía, repruebe la conducta injustificable de los representantes, y no dé al mundo el escandaloso espectáculo del abuso de la fuerza; pero entretanto, México debe aceptar la situación en que se le coloca, y decidirse a rechazar la fuerza con la fuerza, pensando que siempre, a costa de más o menos sacrificios, triunfan la justicia y la razón.
Francisco Zarco.
El Siglo Diez y Nueve.
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