Orizaba, 17 de marzo de 1862.
Señor:
V.M.I. se ha dignado escribirme una carta autógrafa, la cual, por las palabras benévolas que contiene hacia mi persona, será un timbre de honor para mi posteridad. Grandes eran efectivamente mis deseos de marchar en línea con las fuerzas de V.M., mandando un cuerpo de tropas españolas y combatiendo por la misma causa, pues me anima la fundada esperanza de que los soldados de Castilla son dignos de combatir al lado de los soldados de Francia, aun teniendo éstos la bien ganada reputación de ser bravos como los más bravos. Pero yo hubiera deseado otro campo de batalla y otros enemigos que combatir, señor, pues aquí combatiendo contra las tropas mexicanas y sus cuerpos de guardia nacional, los soldados de Francia y España no tienen gloria ninguna en ganar, no porque á los mexicanos les falte valor personal; lo tienen, como oriundos de la raza española: pero este país está aniquilado por una guerra civil de 40 años, y esto basta para hacer comprender que su fuerza armada no puede estar en disposición de hacer frente á los bien organizados batallones de Francia y España. Sin embargo, aquí estamos, y juntos combatiremos si el gobierno de la República no hiciera derecho á las justas reclamaciones de las naciones aliadas; aunque mi opinión es, que el gobierno nos hará esa justicia, y que por lo tanto, no habrá lugar á combatir.
En el terreno de las justas reclamaciones no puede haber divergencia entre los comisarios de las potencias aliadas, ni menos las habrá entre los jefes de las tropas de V.M. y las de S.M.C., pero la llegada á Veracruz del general Almonte, del antiguo ministro Haro, del padre Miranda, y otros mexicanos emigrados, trayendo la idea de crear una monarquía en favor del príncipe Maximiliano de Austria, bandera que según ellos, debe ser apoyada y sostenida por las fuerzas de V.M.I., van a crear una situación difícil para todos, y más difícil y angustiosa para el General en jefe de las tropas españolas, quien á tenor de las instrucciones de su gobierno basadas en la convención de Londres, y casi iguales á las que vuestro digno vicealmirante la Graviere recibió del gobierno de V.M.; se vería en el sensible caso de no poder coadyuvar á la realización de las miras de si ellas fuesen realmente las de levantar un trono en este país para sentar en él al Archiduque de Austria.
A más, tengo la profunda convicción, señor, de que en este país son muy pocos los hombres de sentimientos monárquicos, y es lógico que así sea, cuando aquí no conocieron nunca la monarquía en las personas de los monarcas de España y sí sólo en las de los virreyes que gobernaron cada uno, según su mejor ó peor criterio y propias luces, y todos según las costumbres y modo de gobernar á los pueblos en aquella época ya remota.
La monarquía, pues, no dejó en este suelo ni los inmensos intereses de una nobleza secular, como sucede en Europa, cuando al impulso de los huracanes revolucionarios se derrumba alguno de los tronos, ni dejó intereses morales, ni dejó nada que pueda hacer desear á la generación actual el restablecimiento de la monarquía, que no conoció y que nadie ni nada la ha enseñado á querer y venerar.
La vecindad de los Estados Unidos, y el lenguaje siempre severo de aquellos republicanos contra la situación monárquica, ha contribuido á crear aquí verdadero odio á la monarquía, al paso que la instalación de la República, desde hace cuarenta y más años, á pesar de su desorden y agitación constante, ha creado hábitos, costumbres y hasta cierto lenguaje republicano que no sería fácil destruir. Por lo dicho y por otras razones que no se pueden ocultar á la elevada penetración de comprenderá que la opinión inmensamente general en este país, no es ni puede ser monárquica; pero si la lógica no bastara, bastará á demostrarlo el hecho de que en dos meses que las banderas aliadas ondean en la plaza de Veracruz, ni hoy que ocupamos los pueblos importantes de Córdoba, Orizaba y Tehuacán, en donde no han quedado fuerzas mexicanas, ni más autoridad que la civil, ni monárquicos, ni conservadores han hecho la menor demostración, siquiera para hacer ver á los aliados que tales partidos existen.
Lejos de mí, señor, el suponer siquiera que el poder de V.M.I. no sea bastante para levantar en México un trono para la casa de Austria. V.M. rige los destinos de una gran nación, rica en hombres entendidos y valerosos, rica en recursos, y brotando entusiasmo siempre que se trata de secundar las miras de V.M.I. Hasta fácil le será á V.M. conducir al príncipe Maximiliano á la capital y coronarle rey; pero este rey no encontrará en el país más apoyo que el de los jefes conservadores, quienes no pensaron en establecer la monarquía cuando estuvieron en el poder, y piensan en ello hoy que están dispersos, vencidos y emigrados.
Algunos hombres ricos admitirán también al monarca extranjero viniendo fortalecido por los soldados de V.M.; pero no harán nada para sostenerlo el día en que este apoyo llegara á faltarle, y el monarca caería del trono elevado por V.M., como otros poderosos de la tierra caerán el día en que el manto imperial de V.M. deje de cubrirlos y escudarlos. Yo sé bien que V.M.I., en su elevada justicia, no quiere forzar á este país á cambiar de instituciones de una manera tan radical, si espontáneamente no lo desea y pide; pero los jefes del partido conservador llegados á Veracruz, dicen: bastará consultar las clases elevadas de esta sociedad, sin ocuparse de las demás, y esto agita los ánimos inspirando temores de que se fuerce y violente la voluntad nacional.
La tropa inglesa, que debía venir á Orizaba y que tenía ya preparados los medios de transporte, en cuanto se supo que venían más fuerzas francesas que las estipuladas en la convención, se reembarcaron.—V.M. apreciará la importancia de semejante retirada.
Pido mil perdones á V.M.I. por haberme atrevido á llamar su atención sobre esta larga carta; pero he creído que el modo de corresponder dignamente á las bondades de S.M. para conmigo, era decirle la verdad, y toda la verdad, sobre el estado político de este país, tal cual yo lo comprendo, con lo que habré satisfecho no solamente un deber, sino también un deseo de noble, respetuoso y elevado afecto hacia la persona de V.M.I.
Réstame sólo decir, señor, que desde que llegamos á este país, la más cordial armonía ha reinado entre vuestro entendido vicealmirante la Graviere y mi persona, y que lo mismo ha sucedido entre los jefes, oficiales y soldados de ambas naciones, armonía que no dudo continuará mientras estemos en este país.
Queda de V.M.I., señor, con el más elevado respeto y la más noble adhesión, vuestro apasionado y adicto servidor que hace votos por la conservación y grandeza de V.M., por la de S.M. la emperatriz, y por la del príncipe imperial.—El conde de Reus.
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