Home Page Image
 

Edición-2020.png

Selección de textos y documentos:

Doralicia Carmona Dávila

© Derechos Reservados
ISBN 970-95193

Este Sitio es un proyecto personal y no recibe ni ha recibido financiamiento público o privado.

 

 
 
 
 


1862 El negocio Jecker y la intervención. José María Iglesias.

México, agosto 28 de 1862

 

El Negocio Jecker.

México, agosto 28 de 1862

 

El Sr. X. Elsesser, ex consejero de Estado, director de la justicia y de la policía en Berna, y de más a más cuñado de Jecker, dirigió a principios de julio a todos los ministros de S. M. el emperador, e hizo publicar en los periódicos, una nota en que, so pretexto de aclarar el negocio de su hermano político, lo embrolla en tales términos, que lo ha dejado inconocible. He aquí cómo lo cuenta:

"El general Miramón, presidente de la República Mexicana reconocida por todos los gobiernos de Europa, tuvo necesidad de fondos, y para proporcionárselos se valió de un empréstito público, al que otorgó el interés de un 6 por ciento, con el objeto de facilitar la operación. La mitad del rédito debía ser pagado en papel por el tesoro público, y la otra mitad en dinero por la casa de Jecker. Los prestamistas disfrutaban la ventaja de pagar con los títulos del préstamo, una quinta parte de los derechos aduanales y de toda especie de contribuciones, excepto la capitación. La emisión de bonos se hizo quince meses antes de la caída de Miramón, lo cual es un largo plazo para la existencia del gobierno presidencial en México."

Como en esta relación se mezclan mañosa y arteramente hechos verdaderos con otros falsos, preciso es distinguir unos de otros, para formar juicio exacto del asunto.

Cualquiera creería, al leer la relación de Elsesser, que el gobierno de Miramón había abierto en México un empréstito semejante a los que se han abierto en Francia para las guerras de Crimea y de Italia, en virtud del cual se presentaban los prestamistas a entregar dinero en cambio de ciertos títulos de la deuda, que ganaban un rédito determinado.

No fue así como pasaron las cosas. La administración reaccionaria había impreso unos bonos conocidos con el nombre de Peza, el llamado ministro de hacienda que los suscribió, los cuales tuvieron tan infeliz suerte, que desde el principio se vendieron como papel viejo en el mercado. Los tenedores de esos bonos despreciables y despreciados fueron los convocados para cambiarlos por los de Jecker, mediante una refacción de 25 por ciento por los que causaban réditos, y de 28 por los que no causaban. Eran también admitidos por los creados por la ley de 30 de noviembre de 1850, con la refacción del 27 por ciento.

Estas disposiciones estaban contenidas en el pretendido decreto de 29 de octubre de 1859, y en la propia fecha se celebró un contrato con la casa de Jecker, en el que se encerraba el veneno del negocio.

Llevado a efecto, tal como había sido escrito el decreto de 29 de octubre, el resultado habría sido el de una pérdida para el erario, en ocho años, de diez millones de pesos, pagaderos con sus rentas más floridas.

Para el pormenor de este asunto, puede verse el cómputo formado por el Sr. Payno, en la páginas 251 y 252 de su Memoria, con datos irrecusables. Copiamos a continuación, por estar enteramente conformes con su contenido, las siguientes líneas de esa obra, en que se hace un resumen exactísimo del contrato.

"Desnudo el negocio, de todo adorno y atavío, no era más que una operación de banco, por medio de la cual el gobierno reaccionario emitía un papel por valor de quince millones con réditos de 6 por ciento anual y amortizable en ocho o diez años, y lo vendía en la plaza al 25 por ciento, o lo que es lo mismo, tomaba 3.750,000 pesos, con el interés de 32-11 a 33 por ciento anual."

Nosotros agregamos, que no hay entre nuestros más desastrados negocios de hacienda, nada comparable al de que se trata, así por su cuantía, como por los términos en que se hizo por el gobierno que en 1859 representaba en esta capital a la parte sana de la nación. Y para completar nuestro pensamiento, no omitiremos decir, que para los financieros que firmaron el decreto y el contrato, será una mancha eterna la de esa firma, por serles aplicable forzosamente uno de los extremos de esta disyuntiva: imbecilidad o peculado.

Hemos visto que para el cambio de bonos había de darse una refacción de un 25, un 27 o un 28 por ciento. Pues bien; de ésta se separaba un 10 para la casa Jecker, a fin de que cubriera su responsabilidad por los réditos, y un 5 por comisión, quedando el resto para el gobierno reaccionario.

Resulta de aquí, que si se hubiera hecho el cambio en su totalidad, la refacción habría ascendido, aún calculándola al 25 por ciento, que era la cuota más baja, a 3.750,000 pesos, de los que Jecker habría percibido, como importe de su 15 por ciento, 2.250,000. De esta suma se habría aplicado desde luego la tercera parte, o sean 750,000 pesos a título de comisión, quedándole el 1.500.000 restantes, para ir pagando paulatinamente el 3 por ciento de los bonos emitidos que fueran ganando rédito.

La primera observación que fluye de tales antecedentes, es la de que Jecker nada aventuraba, nada ponía de su bolsa. Para el pago del rédito que estaba obligado a dar, se constituía en su poder un depósito de una cantidad tres veces mayor que la que él tenía que exhibir. El 3 por ciento que debía satisfacer a los refaccionarios, salía de la misma refacción que daban: eran pagados con parte de su propio dinero. ¿No es verdad que era ingeniosa la combinación? ¿No corrobora esto la exactitud de la disyuntiva que hemos fijado?

El plan formado sobre estos datos fracasó, porque el público no ocurrió a hacer la conversión sino por cantidades insignificantes. Entonces el banquero hizo toda la operación por su propia cuenta, en términos todavía más ventajosos para él, más gravosos para el erario. Hemos copiado ya la liquidación respectiva, formada por la Tesorería general, en nuestra refutación a Mr. Billault, y aquí sólo repetiremos, por vía de recuerdo, que el total de lo entregado por Jecker ascendió a 1.490,428 pesos 39 centavos en toda clase de valores, importando los bonos que recibió 14.241,611 pesos 17 centavos. El cotejo de las dos cantidades dice más que todos los comentarios.

Esto es por lo que mira a la utilidad del agiotista. En cuanto a las pérdidas que sufriría el Erario, si se llevara al cabo el supuesto decreto de 29 de octubre, ellas se compondrían de todo el capital no amortizado, valioso más de 14.000,000 de pesos, y del 3 por ciento que correspondiera pagar al Gobierno, del 6 señalado como rédito, por todo el tiempo que tardaran en amortizarse los bonos.

Presentado ya el negocio Jecker tal como es en realidad volvamos al Sr. Elsesser.

Afirma el ex consejero de Estado, que los desembolsos de la casa de su hermano político, incluso los réditos, subieron a 3.214,058 pesos, como lo comprueban sus libros. Esos libros, que en ningún caso pueden servir de prueba a favor del interesado, dirán todo lo que se quiera. Acaso entre sus partidas figurarán cantidades más o menos considerables, invertidas en allanar los inconvenientes que se presentarían para la adopción de un asunto en que el tesoro público salía tan perjudicado. Como quiera que sea, el Sr. Elsesser debe comprender que para computar los gastos de su cuñado, no es posible, ni legal ni justo, partir de otra base que de la liquidación de la Tesorería nacional.

Agrega el director de la justicia y de la política en Berna, que a manos de comerciantes y contribuyentes pasaron 1.200.000 pesos, cuyos intereses fueron descubiertos con fidelidad.

Según datos oficiales, el importe de los bonos puestos en circulación, ascendió solamente a 690,338 pesos 83 centavos, es decir, la mitad de la suma designada por el Sr. Elsesser. Respecto ele réditos, la casa de Jecker se consideraba libre de toda obligación con pagar un semestre, o sea el 1½ por ciento, utilizando así 8½ a más de 5 de comisión.

Elsesser tiene valor de decir "que la caída del general Miramón fue causa de los embarazos financieros de la casa Jecker, porque con desprecio de todos los derechos y de todas las reglas de la justicia, el Sr. Juárez, que se había apoderado del poder, se negó a reconocer las deudas públicas, contraídas por los gobiernos que le habían precedido".

La casa Jecker suspendió sus pagos a mediados de mayo de 1860, en pleno gobierno reaccionario, siete meses antes de la caída de Miramón. El cuñado del banquero no puede ignorarlo, y por lo mismo ha faltado a sabiendas a la verdad, con el objeto de atribuir a la administración liberal una quiebra en que no tuvo el menor participio. La defensa es hermana carnal de la causa.

El Sr. Juárez, que no se ha apoderado del poder, sino que lo ha recibido de la nación, reconoce todas las deudas de procedencia legítima. Las únicas que desconoce son las de origen vicioso, las procedentes de contratos leoninos.

El defensor del negocio de que hablamos, con la satisfacción de quien ha descubierto la cuadratura del círculo, alega que toda la pretensión de Jecker está reducida al reconocimiento de un título público, legalmente emitido y lealmente pagado; y sostiene que con la circulación de los bonos, apenas se reembolsarían el banquero y sus acreedores de sus gastos, obteniendo los contribuyentes la ventaja de pagar en papel la quinta parte de los impuestos.

La pretensión del interesado, tal como ahora se formula, envuelve la peor combinación de cuantas pudieran imaginarse, como que impondría a México la obligación de recibir en un 20 por ciento de sus entradas, los bonos de que se trata, por su valor nominal, sin perjuicio del pago del 3 por ciento de réditos. El desfalco se puede calcular, sin exageración, en unos 18.000,000 de pesos. Tan ruinosa así es esa pretensión que se pinta como muy sencilla.

Con ella, a más de sus desembolsos, obtendría Jecker una enorme utilidad, que no está el Gobierno obligado a proporcionarle.

La ventaja de los contribuyentes sería positiva, y mayor aún si pagaran todos los impuestos con papeles sin valor. Pero como así se reducirían a cero las entradas del erario, dudamos que en ninguna parte del mundo sea admitido semejante sistema de hacienda.

No sabemos hasta qué punto será exagerada la aseveración de que el Gobierno mexicano haya ofrecido: primero, el reintegro de las cantidades recibidas, más el premio legal, y el pago de daños y perjuicios; y después, por conducto del Sr. Doblado, tres millones de pesos al contado, y otros tres en órdenes sobre las aduanas. Creemos que se debe dar ya publicidad a lo ocurrido en este negocio, para evitar hablillas y suposiciones infundadas.

Si la reclamación adolece de los vicios que justamente la nulifican, nada, absolutamente nada importa que los bonos no estén ya en su mayor parte en manos de Jecker, sino depositados unos en la legación de Francia en garantía de lo debido a las cajas francesas de ahorros, beneficencia y socorros mutuos, y otros en manos de diversos acreedores. Medrados quedaríamos con que unos títulos sin valor lo adquiriesen legítimo, por sólo el hecho de que el tenedor se pusiese a hacer pagos con ellos.

Elsesser fija la cuestión de derecho, afirmando que equitativa, legal, diplomáticamente, el despojo de su cuñado no se puede realizar, sin consagrar el principio inicuo de que un gobierno tiene el derecho de suprimir la circulación de los valores públicos emitidos por otro gobierno regular que le ha precedido.

La cuestión es compleja, teniéndose que examinar sucesivamente el valor legal del decreto de 29 de octubre, y de los contratos celebrados con la casa Jecker.

Supongamos por un momento que el decreto hubiera sido expedido por una autoridad legítima, y que en consecuencia ninguna disputa pudiera suscitarse acerca de su validez. Aun en ese caso, sería llana su derogación, en el momento que se juzgara conveniente. Pero el gobierno liberal, que no lo reputaba legítimo, no pudo ni debió contentarse con derogado, sino que lo declaró nulo. Como aquí no se trata de compromisos internacionales, único caso en que es forzoso respetar ciertos actos de los gobiernos de hecho, la declaración de nulidad de los de la administración reaccionaria, es un negocio doméstico que el país tiene derecho de arreglar en los términos que mejor le parezca. Aun habiendo extranjeros interesados en la subsistencia del decreto, lo más que podrían pretender sería la correspondiente indemnización.

Los contratos celebrados por Jecker con el gobierno reaccionario, tuvieron el carácter de bilaterales. Sabido es que en éstos, una de las partes no puede exigir el cumplimiento de las obligaciones ajenas, cuando ha comenzado por faltar a las propias. Aplicando esta doctrina de uso corriente al presente caso, encontraremos que Jecker faltó a uno de los principales deberes que le incumbía llenar, para tener derecho de hacer reclamaciones.

Queda ya asentado que del 25 por ciento, importe de la refacción, un 10 se destinaba a cubrir la responsabilidad de la casa interesada, por lo que tenía que pagar del rédito. Ese 10 era a su vez la garantía, el depósito formado con los fondos de los refaccionarios, para la seguridad del 3 por ciento, a cuya exhibición estaba obligado Jecker, y cuyo importe ascendía a cerca de millón y medio de pesos por la cantidad que él refaccionó.

Ese millón y medio de pesos no existía cuando Jecker suspendió sus pagos; de manera que en este negocio ha sucedido, que sólo se ha querido estar a la parte favorable, sin hacer caso de la onerosa.

Así es como decreto y contrato fueron siempre infringidos a cada paso por el mismo que los declara obligatorios para la república mexicana.

La luz brillará, dice el Sr. Elsesser, al concluir. Demasiado brillará, sin que sea posible ofuscarla. Ha brillado en la repulsa de los comisarios ingleses y del general Prim a asociarse al ultimatum que favorecía descaradamente las pretensiones del interesado. Ha brillado en el discurso de Julio Favre, que ha calificado la especulación en los términos más enérgicos. Ha brillado en la peroración del diputado español Rivero, que ha reprobado la protección otorgada por el gobierno francés a esta reclamación, con expresiones más fuertes que las empleadas por los mexicanos, quienes hemos tenido el prurito de realzar la justicia de nuestra causa a fuerza de moderación. No es por lo mismo luz lo que falta, sino justicia y equidad. El fallo de la opinión pública ilustrada está ya pronunciado, y ese negocio de los bonos Jecker, que es un escándalo financiero en la historia de México, será también, si continúa apadrinándolo Napoleón, un escándalo internacional ante el mundo civilizado.

 

Correspondencia Interceptada.

México, octubre 15 de 1862

 

Son tan curiosas las revelaciones que contienen las cartas escritas a fines de agosto por varios parientes de Jecker, y que han visto la luz pública con autorización del Supremo Gobierno, que nos parece oportuno fijarnos en los principales puntos que abrazan, para que resalte más la iniquidad del motivo más grave de la guerra que nos hace la Francia.

Terrible es la saña de la familia del banquero contra cuantos no patrocinan el escandaloso negocio de sus bonos. El que primero aparece como víctima de ese encono, es el general Lorencez. Le acusan por su inercia, como si después de la derrota de Puebla hubiera podido atreverse a emprender un nuevo movimiento ofensivo, antes de la llegada de los refuerzos que vienen en camino. Se regocijan de que vuelva a la sombra, y declaran que bien lo merece. Anuncian que se ha vuelto loco, cosa que no les parece extraña, por ser esa enfermedad hereditaria en su familia, según informes de Mr. de G. Este G., cuyo nombre se escribe en las cartas con sólo esa inicial, ha de ser probablemente el vizconde de Gabriac, que está en buenas relaciones con los interesados en un asunto al que ha dispensado abierta protección.

Toda la culpa del general francés consiste en haber escrito la verdad al emperador, luego que se desengañó de que eran falsas las noticias dadas por Almonte y compañía. Para contrariar los verídicos informes de Lorencez, se mandó a París a Lapierre, ayudante del mismo Almonte, hombre insinuante y avezado a la intriga, aunque mal visto del ejército francés, del que ha salido bajo auspicios poco favorables. La correspondencia interceptada dice con complacencia, que la misión de ese intrigante tuvo un éxito completo, logrando destruir las impresiones desfavorables nacidas de la lectura de las comunicaciones de Lorencez. Sea de esto lo que fuere, el enojo de los Elsesser-Jecker en manifiesto contra el jefe francés que se decidlo a hablar la verdad.

También queda mal parado Douay, a quien se llama con sorna el famoso general de las guerras de Italia, citado por Bazancourt. No sabemos si también Douay habrá cometido el pecado, parecido al de su compañero, de opinar en contra de la expedición, o si su falta habrá consistido únicamente en haber participado de esa inercia que ha detenido al ejército francés en Orizaba. Los refuerzos que trajo el general citado por Bazancourt fueron tan ridículos, que de nada sirvieron; pero la dilación, cualquiera que sea su causa, es insoportable para los interesados en el negocio de los bonos, que no ven ya las horas de que lleguen sus compatriotas a esta capital, para hacer desde luego valer sus pretensiones.

Llega su turno a Forey, de quien bien se advierte que tienen desconfianza; y a quien no se paran en medios para atraer a su partido. Se alegran por supuesto de que venga a encargarse de la dirección de la guerra en lugar de Lorencez, por la sencilla razón de que con éste no pueden contar, mientras con aquél tienen esperanzas de lo contrario. Para que no se duerma en el camino, cosa que los seguiría teniendo en ascuas, cuentan con que aspira al mariscalato. Como les importa que sus corresponsales conozcan bien al nuevo general en jefe, hacen su retrato, calificando su carácter de violento de cáustico, de malévolo, y llamándole machetero brusco, hombre que no entiende de chanzas. Su principal motivo de desconfianza nace de que todo lo refiere a lo militar, lo cual es para él superior a todo; y estando en contra del negocio de Jecker los jefes y oficiales que le van a rodear, temen que lo vea con malos ojos. Para conjurar ese peligro, ya que no pudieron alcanzar que viniera en lugar suyo el general Trochu, desde Francia se le recomendó encarecidamente el asunto, y a México vendrá a recomendarlo con mayor eficacia todavía un amigo de la casa, que unas cartas designan con la inicial C. o Ch., mientras otras ponen con todas sus letras su nombre, que es el de Chevardier. Otros diversos medios se tocarán para ganar a Forey; y en último caso, si se hace de pencas, cabe siempre el consuelo de que él no podrá más que demorar el reconocimiento de los bonos, el cual se espera confiadamente del tribunal respectivo de París.

Ya se deja entender que no se habrá olvidado al emperador, que es de quien más se necesita que proteja la especulación usuraria del banquero. Con tal fin, se le presentan íntegras o en extracto las cartas de éste, según lo permite su tenor; precaución hábil sin duda, porque en esas epístolas ha de haber cosas que no podrían enseñarse a Napoleón, y por eso merece la calificación de sagaz el consejo de mandar dos pliegos separados, de los cuales uno será el ostensible, y reservado el otro. Como no conocemos la correspondencia que ha pasado por los ojos imperiales, no nos es dado participar del gusto de S. M. por su estilo claro y conciso, y por las apreciaciones generales que le han llamado la atención, en las que de seguro se habrá cuidado de darles un giro ventajoso para la casa.

A más de las cartas presentadas, se ha apelado al medio de las entrevistas, ya del intrigante Lapierre, ya del amigo Chevardier, que no pudo sacar de la suya todo el partido que hubiera deseado, por culpa del maldito ceremonial, que no permite hablar de lo que se quisiera, sino únicamente responder a las preguntas que se digna hacer el emperador. No faltan por otra parte protectores poderosos, como por ejemplo el personaje que Elsesser (X) designa enfáticamente con el título del nuevo duque, y que no puede ser otro que el Conde Morny, al que S. M. acaba de otorgar ese ascenso aristocrático, y del que hace tiempo habla la crónica escandalosa como interesado en lo de los bonos.

Las diatribas contra Lorencez, contra Douay, contra los jefes y oficiales, que opinan en su totalidad contra esa especulación, se tornan en encomios y agasajos, cuando se habla de Saligny. El sobrino Luis, que escribió en la Patrie un artículo para ensalzarlo, a la vez que para deprimir a Prim y a Juárez, opina con sobrada razón, que una vez que Saligny les es tan útil, bueno es emplear todos los medios posibles para levantar su crédito. Eso y mucho más merece el insigne varón que se resigna a singularizarse al extremo de ser en México el único que sostiene el consabido negocio. Lástima grande es que en vez de seguir figurando en primer término, sea suplantado por ese sargentón Forey, que viene con poderes casi ilimitados, a guisa de virrey, para hacer cuanto se le antoje, y que seguramente desoirá los consejos del conde Dubois, sin cuya firmeza, Juárez se habría salido ya con la suya, gracias al uso que ha hecho de la prensa en America y en Europa, teniendo en el mismo París como suyo el periódico llamado la Presse.

Como es muy natural, quienes tanto alaban a Saligny, se muestran altamente indignados con los comisarios inglés y español, que no quisieron imitar su conducta. De Prim se asegura que es muy impopular en Francia, desde el descalabro en Puebla, que se le atribuye. Contra Wyke es todavía mayor el encono, y se le zahiere de todas maneras, llamándole instrumento de Juárez, representándolo como verdadero adversario y hasta enemigo encarnizado de Jecker, atribuyendo también a sus artificios la derrota del 5 de mayo. Por vía de consuelo se asienta, que su habilidad se ha convertido en tontera, puesto que ha hecho un puente de oro a la Francia y dejándole el campo libre. Si los dos comisarios de que se trata hubieran pasado por el ultimátum de Saligny, en vez de desecharlo precisamente por el negocio de los bonos, se les pondría en los cuernos de la luna.

Detengámonos un poco a hablar de ese negocio, que es el fondo de la cuestión. Para formar verdadero concepto de su valor intrínseco, es preciosa la confesión salida de la boca de los mismos interesados, de que está desacreditado completamente; de que se le echa la culpa siempre, siempre, de cuantos males acontecen, considerándolo como la causa de la continuación de la guerra; de que los reaccionarios temen su reconocimiento, los liberales lo execran y lo detestan los franceses; de que no lo apoya aquí más que el bueno de Mr. de Saligny; de que lo repugnan todos los jefes del ejército francés, incluso el mismo Jurien de la Graviére. Esa condenación universal es la más plena, la más satisfactoria vindicación de México; vox populi, vox Dei. En vano se apela al triste recurso de sostener que esa uniformidad es obra de la calumnia. Jamás la calumnia alcanza un triunfo tan completo, reservado por la Providencia exclusivamente para la verdad; y por otra parte, la calumnia no es ni siquiera posible en un asunto discutido ya hasta la saciedad, y cuyas constancias y pormenores son tan conocidos, que bien se le puede dar la calificación de transparente.

A ser calumniosos y no fidedignos los escritos en que se ha referido ese asunto tal como es, fácil sería desvanecer las especies falsas de que se hubiera echado mano. Lejos de emplearse tal arbitrio, el único leal, el único decente, el único satisfactorio, en una cuestión en que va de por medio no sólo el interés, sino también la honra, que vale más que todos los millones del mundo, lo que se ha intentado ha sido no más evitar la publicidad de esos escritos a que nos referimos, para que el embrollo quede envuelto hasta donde sea posible en la oscuridad que tanto los favorece, como que a lo menos da lugar a la duda. Así vemos pintado en las cartas interceptadas, el desaforado empeño que se ha tenido de que no circule en Europa la Memoria de Payno. La Sra. Jecker de Elsesser confiesa que su hermano temía mucho que se publicara, y que su marido dio muchos pasos para conseguir del director de la prensa la promesa de que no se imprimiría en Francia a lo menos de pronto. He aquí las grandes ventajas de la previa censura: se suprime lo que debería publicarse, se ahoga la verdad para que no dañe a los interesados en ocultarla. La orden relativa a que los periódicos no inserten nada relativo a México, ha acabado de satisfacer los deseos de los que tienen miedo a la publicidad, porque ven con justicia su perdición en que se remueva el fango cubierto con el manto imperial.

Pero si es bueno tapar la boca al adversario, mejor todavía es hablar sin peligro de ser desmentido. Así se puede decir cuánto se quiera, pintar las cosas de la manera más favorable, desfigurar los hechos, suprimir las objeciones, despacharse por mano propia. Motivos tenemos para creer que tal es la táctica preferida por la casa interesada, la cual tiene ya, según la correspondencia que venimos comentando, impresas sus defensas, que reparte entre quienes le conviene, evitando todavía que las conozca la generalidad del público. Se espera la entrada de los franceses en esta capital, para aprovechar la oportunidad de la falta de contradictores. Humildemente confesamos que no comprendemos el motivo de que, a lo menos en Europa, no se hayan publicado ya esos famosos alegatos, si es que no contienen más que razones. Ahora, si éstas se suplen con insultos, entonces sí es muy conveniente reservarlos para ocasión más propicia.

Con excepción de algunas observaciones de segundo orden, todavía desconocidas para nosotros, el argumento principal de la defensa nos es ya demasiado notorio. Consiste en sostener que no se reclama cantidad alguna, que simplemente se pide la ejecución de una ley de hacienda, así como el cumplimiento de contratos celebrados con la solemne garantía de la legación francesa. Como al contestar un artículo de Elsesser, hemos examinado ya todos los puntos que se enlazan con esa cuestión, juzgamos inútil repetir aquí nuestra respuesta.

Con todo y esa defensa, la casa no confía mucho en el buen éxito de su negocio, cuya lentitud y peripecias le asustan. Preferiría, pues, una transacción, y para salvar las apariencias, alegaría que no podía consentir en arreglo alguno, cuando no se tenía más garantía que la buena fe del Gobierno mexicano, pero que se aceptaba con gusto bajo la égida de la Francia.

Este consejo, que se pone en boca de Chevardier, es al parecer del gusto del sobrino Luis, que no lo contradice. También su padre opina que vale más que los bonos se admitan en México, y no que el negocio se resuelva en Europa a costa de un sacrificio. Imposible era decir en términos más comedidos que habría necesidad en Europa de hacer fuertes desembolsos para cohechar a quienes tengan influencia suficiente para decidir la cuestión a favor de los que abrieran la bolsa.

La moralidad de los que habrán tenido o acaso tendrán que ocurrir a ese arbitrio, a falta de otros de mejor ley, se da a conocer en la calificación de buena noticia dada a la muerte de Subervielle.

Acaso en nada se palpa más la iniquidad con que se ha procedido con nosotros en lo que a este asunto concierne, que en el hecho interesantísimo de la inserción en el Boletín de las leyes, de la naturalización de Jecker. El decreto respectivo no debía haberse publicado hasta fines de este mes, porque había otros muchos que debían salir antes; pero tantos pasos se dieron, y tanto se trabajó, que se adelantó su inserción. Esto nada importa: lo que sí vale mucho es la consideración de que la legación francesa ha hecho reclamaciones diplomáticas acerca del negocio de los bonos, cuyo reconocimiento pedía después Saligny en su célebre ultimátum, cuando el interesado no tenía la nacionalidad, que hubiera debido ser requisito indispensable para la personalidad del ministro y del gobierno extranjeros, que así metían la hoz en mies ajena. Entre los escándalos internacionales figurará en primer término el de una cuestión entablada, continuada, llevada hasta el extremo de ser convertida en casta belli, por dispensar protección a un individuo que ni por nacimiento ni por naturalización pertenecía entonces a la nación a que se hacía correr a las armas en defensa de intereses ajenos.

La naturalización ex post facto, conseguida por el favoritismo contra el tenor de las leyes que fijan los requisitos con que se ha de obtener, publicada extemporáneamente, pedida y otorgada para encubrir una falta que merece el doble apóstrofe de disparate y de crimen, no puede, no debe tener efecto retroactivo. ¿A dónde iríamos a parar, si a la hora que mejor le pareciese, pudiera un suizo, un chino, un mexicano y en general cualquier extranjero o nativo del país, cambiar su nacionalidad por otra que le proporcionara un auxilio poderoso, a fin de hacer efectivas las reclamaciones que intentara? Hasta para el simple reconocimiento de créditos contra el tesoro mexicano, han exigido las convenciones celebradas con potencias extrañas, la triple condición de origen, continuidad y actualidad, para que sean admisibles como propios del tenedor que los presente reclamando su derecho de extranjería. Toda pretensión en sentido contrario, sería una exigencia intolerable, que abriría la puerta a los mayores abusos.

La correspondencia interceptada contiene párrafos muy interesantes acerca de la política que el emperador se propone seguir en México; pero como se refieren a la cuestión en general y no al negocio de los bonos, reservamos tomarlas en consideración para nuestra revista de fin de mes.

Por ahora, y para terminar este artículo, diremos que el resumen de las curiosas cartas publicadas es, y no puede ser otro, que a fin de lograr la realización de un negocio de agio en que a poca costa se querían ganar millones de pesos, se están empleando la ocultación, la intriga, la superchería y cuantos medios reprobados sirvan para reparar la fortuna de una casa fallida, aunque tal resultado se compre con las calamidades de una nación a cuyo suelo se trae la guerra, con escándalo de la civilización, por el capricho de un déspota que emplea las fuerzas de un gran pueblo en sostener intereses de esa ralea.

 

 

 

 

J. M. Iglesias. Revistas históricas sobre la intervención francesa en México. México. Imprenta del Gobierno, en Palacio. 1867. Tomo I, pp. 147- 155; 177-185.