Orizaba, mayo 26 de 1862
Al ministro de Relaciones Exteriores de Francia
Al dejar nuestra etapa de Quecholac, el 3 de mayo en la mañana, estaba convencido de que mis próximos despachos a su excelencia [S. E.] serían fechados en Puebla, sí acaso en México. Y es de Orizaba de donde tengo el honor de escribirle hoy 26 de mayo.
S. E. encontrará aquí bajo el número 1, un trabajo que contiene un resumen completo y tan sucinto como me ha sido posible hacerlo sin dañar a su claridad, de los hechos que habían ocasionado la situación tal como estaba el 26 de abril y de los que se han realizado desde esta fecha hasta el 24 de mayo.
La lectura de este documento y de las piezas que lo acompañan, debe bastar para informar al gobierno del emperador sobre las verdaderas causas de esta retirada tan inesperada y sobre la parte de responsabilidad que toca a cada uno; agregaré, sobre ello, poca cosa.
Dije y es un hecho histórico, que la ciudad de Puebla había sido en el curso de la guerra civil tomada y vuelta a tomar 20 veces, en más de una circunstancia por fuerzas compuestas por mexicanos voluntarios que no se elevaban a más de 2,000 a 3,000 hombres. Es cierto que nunca, hasta el 5 de mayo, se había atacado por la fortaleza de Guadalupe, que había sido considerada siempre sin más importancia que la de asegurar la retirada de un ejército imposibilitado para mantenerse en la ciudad.
El Estado Mayor pretende que las reglas del arte prescribían atacar Guadalupe. Es una cuestión que no estoy capacitado para juzgar. Pero, a pesar de todo mi respeto por las reglas del arte, no puedo pasar en silencio un incidente que viene en apoyo de la opinión contraria a la del Estado Mayor.
En el asalto, el comandante de los cazadores de a pie, Sr. Mangin, al llegar al pie de una muralla intacta, destacó a su derecha dos compañías que, lanzándose entre la ciudad y el fuerte, habrían tomado la ciudad por este lado, si todo el batallón las hubiera seguido, en lugar de ser inútilmente lanzado contra un obstáculo materialmente infranqueable. Estas dos compañías ejecutaron su retirada a través de una llanura de dos kilómetros, a pesar del fuego de cuatro cañones, los ataques de 700 a 800 jinetes y de 2,000 a 3,000 hombres de infantería. De este hecho, que da por sí solo una idea exacta de lo que valen las tropas mexicanas en campo raso, se tuvo cuidado de no decir ni una palabra, en la discusión sobre la retirada. No fue sino por casualidad, y desde hace tres días solamente, que lo supe. Ignoro si el general habla de ello en su informe.
Sea de ello lo que fuere y aun colocándose desde el punto de vista del arte, invocado por el Estado Mayor ¿por qué no se esperaron para asegurarse del estado de cosas en la ciudad y tratar de establecer allí espías? ¿Por qué no se tomaron ni siquiera el tiempo de hacer un reconocimiento serio de la fortaleza?
Por lo demás, para todo el que quiera tomarse la molestia de reflexionar, resulta de los términos mismos de la orden del día, publicada el 21 de mayo y de la cual adjunto aquí copia bajo el número 2 que el general de Lorencez está muy preocupado por la responsabilidad que asumió y que él querría, en vano, arrojarla sobre los que según él le dieron informes engañosos.
Se le había dicho, en efecto, que si entraba a Puebla sería recibido con aclamaciones por la población - la más reaccionaria de todo el país-, que le erigiría arcos de triunfo y cubriría con flores a nuestros soldados. Pero, al menos, era necesario para eso que él supiera entrar en la ciudad.
En cuanto a Zaragoza, el general de Lorencez debía suponer, sin que se le hubiera advertido, que probablemente estaba ocupado en otra cosa que trenzar coronas de flores y erigir arcos de triunfo para recibirnos.
Cobos llegó ayer con 1,200 infantes, 500 jinetes, 200 artilleros y seis piezas de montaña y se apresuró a ponerse a la disposición del general Almonte. Si se le da crédito, él no tuvo nada que ver con la defección de Zuloaga al que condena abiertamente por su conducta.
Las explicaciones dadas por Cobos no son quizá tan concluyentes como sería de desear, pero parece sinceramente decidido -y es lo importante hoy- a reconocer la autoridad del general Almonte.
Alphonse (Dubois) de Saligny
MEMORIA DE A. DE SALIGNY, DE LA LEGACIÓN DE FRANCIA EN MÉXICO
[Documento anexo al informe de Saligny que marca con el número 1.]
Orizaba, 26 de mayo de 1862 Ministro de Relaciones Exteriores de Francia
Dos días antes de ponerse en marcha de Orizaba sobre Puebla, es decir, hace justamente tres semanas, el general conde de Lorencez escribía a París que esperaba que el emperador no se dejaría desanimar por los informes del señor Almirante Jurien de la Graviére, ni abandonaría una empresa en la que el general de Lorencez veía el éxito fácil y asegurado.
Hoy, el general sostiene un lenguaje muy diferente: si se le da crédito, el emperador, engañado por informes inexactos, fue lanzado a una aventura, a una empresa imposible o que, al menos, exigiría, para ser llevada al buen fin, enormes sacrificios en hombres y en dinero.
¿Cuáles son las causas que han podido, en este corto espacio de tiempo, cambiar de un modo tan completo las ideas y las miras del general? ¿Cómo si el 26 de abril veía el buen éxito fácil e infalible, ha sido persuadido a creerlo, si no imposible, al menos más que dudoso? Para los que juzgan las cosas con sangre fría e imparcialidad, la facilidad con la cual nosotros hemos operado nuestra marcha de Orizaba hasta Puebla, después nuestro movimiento retrógrado de Puebla hasta aquí, lejos de justificar este cambio de opinión del general, lo vuelve completamente inexplicable. El ataque contra Guadalupe, ataque hecho con tanta precipitación, no ha sido sino uno de estos accidentes tan frecuentes en la guerra, accidente lamentable, sin duda, que tal vez no hace gran honor a la prudencia, a la circunspección ni a la habilidad de los jefes, pero que ha sido más bien glorioso para los soldados, que ha servido para probar una vez más que nuestro ejército es el primer ejército del mundo y que, en todo caso, no cambia en nada el fondo de la situación sin el movimiento de retirada que le siguió.
El juicio llevado a Madrid y a Londres, tanto como a París, sobre los actos de los plenipotenciarios de las potencias aliadas, me exime de hacer aquí la crítica de las faltas que se han cometido, desde el principio de la intervención, desnaturalizando el pensamiento que la había dictado y cambiando de una manera tan grave como inesperada una situación excelente en un principio.
Poco dispuesto, por naturaleza, a volver sobre los hechos consumados para buscar allí pretexto a recriminaciones personales que ya no tienen objeto, guardaría sobre el pasado un silencio absoluto, si el deber que me incumbe de librar la responsabilidad del gobierno del emperador y la mía de actos que nosotros no hemos podido ni prever ni impedir, no me obligara a algunas reflexiones retrospectivas sobre los acontecimientos que han dificultado hasta el presente y hecho menos fácil la ejecución de la voluntad de su majestad ilustrísima [S. M. I.] Voy a esforzarme en cumplir este deber con una entera imparcialidad y una gran indulgencia para las personas, limitándome a juzgar fríamente los hechos en sí mismos y en sus inevitables consecuencias.
Mi firme convicción, la de todos los hombres al corriente de las cosas de este país, es que si el almirante Jurien en lugar de actuar desacertadamente siguiendo los pasos del general Prim y de Sir Charles Wyke, en sus negociaciones sin dignidad como sin resultado práctico posible, hubiera marchado resueltamente hacia adelante con su pequeño cuerpo de ejército, habría llegado hasta Puebla y probablemente hasta México sin dificultades serias y acaso sin disparar un solo tiro. Puedo citar al respecto una autoridad de la cual nadie, supongo, pensará comprobar la competencia, la del general (López) Uraga. En el momento de mi paso a la Soledad el 16 de diciembre y más tarde, en nuestra entrevista del 25, el general (López) Uraga me confesó que no tenía para oponernos sino alrededor de 1,200 hombres mal armados, medio desnudos; necesitaba por lo menos un mes o seis semanas para recibir los primeros refuerzos que se le prometían, 2,000 o 3,000 hombres de las guardias nacionales de Oaxaca y de Morelia. En esta situación, toda resistencia de su parte era imposible y el general me pidió, como un servicio, que hiciera todo lo que de mi dependiera para impedir a los españoles avanzar adelante de los franceses. Si él debía rendir su espada, quería que fuese a un oficial francés. En cuanto a rendirla a un español, se suicidaría antes que sufrir tal humillación.
Mi carta del 1º de enero de 1862, contenía un relato muy circunstanciado de esta entrevista del 25 de diciembre y por ella se ha sabido en París, en qué disposiciones había dejado al general (López) Uraga.
El gobierno de Juárez, que no podía prever el giro que iban a tomar las deliberaciones de los plenipotenciarios aliados, sintió la imposibilidad de sostener la lucha contra nosotros y todas las opiniones de México estaban de acuerdo entonces en anunciar que hacía los preparativos para abandonar la capital a la primera noticia de nuestra marcha, retirándose a algún estado lejano. Se suponía que se dirigiría a Morelia en Michoacán, estado de un acceso bastante difícil. Por lo demás, era el único partido que podía tomar Juárez, pues sabía que en el momento en que marcháramos sobre la capital, el general Robles (Pezuela), que todos los generales del partido conservador habían aceptado por jefe, debía reunir bajo sus órdenes a todas sus fuerzas, alrededor de 10,000 a 12,000 hombres y actuar de acuerdo con nosotros. Esto es lo que hubiera ocurrido, pues, a Juárez y a su gobierno, si el contingente francés hubiese marchado en seguida sobre México, según la voluntad del emperador y, desde los primeros días de febrero, nosotros hubiéramos encontrado instalado en la capital un nuevo gobierno con el cual no habríamos tenido ninguna dificultad para entendernos, tanto sobre el arreglo de nuestras reclamaciones como sobre las medidas a tomar para el establecimiento, por la nación misma, de un gobierno definitivo, estable y regular.
No podré repetir suficientemente que, en mi convicción tanto como en la de los hombres que conocen México, comenzando por aquellos que más dudaban del éxito, este plan era de ejecución sencilla, infalible. La gran objeción que se hace a esto, yo lo sé, es la falta absoluta de medios de transporte. Esta objeción, por muy aparente que sea, no tiene nada de serio en el fondo y es fácil de probarlo.
Un ex ayudante de campo del general Corona - el último ministro de la Guerra bajo Miramón- , el señor comandante Ferro, hombre resuelto y de mucha influencia en el ejército, se había dirigido hacia fines de diciembre a Veracruz donde permaneció, no sin peligro para su persona, hasta el arresto de Miramón. Cada mañana venía a ofrecerme poner a nuestra disposición, en un plazo de tres a cuatro días, un cuerpo de 1,000 jinetes, con los cuales se encargaría de detener y de traernos, provistos de su atalaje y de sus arrieros, todas las carretas que (de) la Llave y (López) Uraga estaban retirando al interior del país. Una vez asegurados nuestros transportes, el comandante Ferro, con su tropa, debía unirse a nosotros para guiar nuestra marcha y encargarse de proteger nuestro convoy. Por lo demás, no pedía nada más que la ración del soldado para sus hombres, en tanto que él actuaría de acuerdo con nosotros.
Habiendo rehusado el almirante este ofrecimiento porque quería abstenerse de todo acto de hostilidad contra el gobierno de Juárez -como si la ocupación de Veracruz por los aliados no fuera un acto de hostilidad-, yo volví al ataque durante cerca de un mes, con una impaciencia llevada hasta la importunidad, pero que no logró vencer la resistencia del almirante.
Al negociar con Juárez, en lugar de actuar con vigor y decisión, se le dio el tiempo para organizar los medios de resistencia y, como si se tuviera interés en que nada faltase a los errores cometidos, en vano me esforcé por lograr que se ocupase Tampico, conforme a la voluntad de los gabinetes aliados o que, al menos y en ausencia de los medios materiales necesarios para esta ocupación, se bloquease este puerto y el de Matamoros sobre el Río Grande [Río Bravo].
No es sino a fin de marzo o en los primeros días de abril, que se puso en ejecución este bloqueo, de lo cual hasta ahora no estoy muy seguro, y Juárez ha podido así, recibir de los Estados Unidos socorro en armas y municiones de toda clase.
Pero la actitud tomada frente al gobierno de Juárez por los plenipotenciarios aliados debía tener otras consecuencias más desastrosas aún.
Mientras que los miramientos verdaderamente inexplicables, guardados hacia nuestro enemigo, le daban la fuerza moral que le faltaba, ellos llevaban la desconfianza, el desaliento y hasta la exasperación a las filas de los conservadores. Los jefes militares de este partido hablaban de traición, se quejaban amargamente de Francia, con la que habían contado sobre todo y hay que convenir que sus quejas, sus acusaciones, tomaban cierta apariencia de fundamento por las negociaciones secretas seguidas por el almirante con Doblado, quien no trataba sino de comprometernos frente a nuestros aliados naturales, al esforzarse, de acuerdo con algunos jefes comprados a base de dinero, en dividir al partido conservador y en ganarse a una parte de él en nombre de la independencia nacional amenazada por el extranjero.
Tres causas principales debían hacer fracasar la intriga hábilmente urdida por Doblado: primero, la llegada del general Almonte; después la protección declarada que le fue otorgada a nombre de Francia; en fin, el ascendiente ejercido por el infortunado general Robles Pezuela, quien desplegó en estas circunstancias difíciles tanta actividad como prudencia y talento. Después de haber instruido y tranquilizado completamente a todos los jefes influyentes del partido conservador, llegaba, provisto de sus plenos poderes y de los de Vidaurri y Comonfort, para entenderse con el almirante Jurien, cuando fue arrestado el 20 de marzo y fusilado el 23 por orden del gobierno de México.
Este asesinato, cuyos verdaderos autores son conocidos del gobierno del emperador, no ha sido solamente, como lo escribí en aquella ocasión, una mancha indeleble y una pérdida irreparable para México, sino ha sido un golpe funesto dirigido a nuestra política. Los últimos acontecimientos de que voy a rendir cuenta no han hecho más que probarlo. Sin embargo, los esfuerzos intentados por Robles (Pezuela) en las últimas semanas de su existencia, para tranquilizar a los jefes del partido conservador sobre las intenciones de Francia y reunirlos alrededor de nuestra bandera, no fueron en vano y sí se tiene que lamentar que algunos hombres sin conciencia y sin prestigio, como Zuloaga, se hayan dejado arrastrar por las intrigas de Doblado, para desertar; para ser justo, hay que reconocer que salvo raras excepciones, casi todos los jefes importantes del partido se han mostrado inconmovibles, sobre todo desde la partida del almirante, en su resolución por secundar nuestra política y que varios de los generales conservadores, que el odio a los españoles había momentáneamente incorporado a Juárez, no pedían sino unirse a nosotros. Si se hubiesen sabido o querido aprovechar estas disposiciones, nosotros seríamos, actualmente, dueños de México.
Desgraciadamente he comprobado, hace ya mucho tiempo, que existía entre el general de Lorencez, pero más aún en su jefe de Estado Mayor, una decisión de tratar a todos los mexicanos, sin distinción de partido, de rango, ni de carácter, con un soberano desprecio y como a gentes de una raza evidentemente inferior; de rechazar con desdén a los que nos ofrecían su ayuda y de poner una afectación a menudo tan pueril, como ofensiva, de actuar en este país como en tierra conquistada.
"El ejército francés, donde quiera que se encuentre, es amo absoluto y tiene el derecho de hacer todo lo que quiera", tal es la respuesta invariable del señor coronel Valazé a las observaciones, a las quejas que llegan de todos lados. Por lo demás, esta extraña teoría que encuentra adeptos en el Estado Mayor, no se pretende aplicarla solamente a los indígenas. No se actúa con más ceremonia hacia todos aquellos que no portan espada, cualquiera que sea su nacionalidad. No se hace excepción en favor de los franceses, comenzando por el plenipotenciario de su majestad que el jefe de Estado Mayor declara con imperturbable aplomo que no es sino un subordinado del general en jefe y de él mismo, cuyo lugar está entre los equipajes y que su lugar está, a sus ojos, sino después del último oficial del ejército.
Mi carácter de representante del emperador me obligaba a no tolerar groserías e injurias que como hombre me hubiera tal vez permitido perdonar, en recuerdo de antiguas relaciones de familia que se remontan a más de 30 años y que pueden, por otra parte, explicarse, si no justificarse, por una especie de monomanía furiosa con raras intermitencias de razón. Pero el temor de agravar el mal y de comprometer aún más el bien del servicio, por un enojoso estallido, me ha decidido a imitar el ejemplo del general Almonte, oponiendo cada día una calma y una paciencia imperturbables a los insultos más graves y más directos y a esperar el momento en que el emperador, informado de lo que pasa, dé sus órdenes para hacer cesar un escándalo sin ejemplo que pone en peligro, a la vez, la disciplina del ejército, los intereses de nuestra política y la dignidad misma del gobierno de su majestad.
Al escribir hace tres semanas para anunciar que Gálvez había venido a unirse a nosotros con los 250 hombres colocados bajo sus órdenes, decía que su ejemplo encontraría más de un imitador en el ejército de Zaragoza y que ya el general Negrete, antiguo ayudante de campo de Robles, que se encontraba en Tehuacán con 1,200 hombres, parecía decidido a adherirse a nosotros.
La conducta inexplicable de nuestros jefes militares y de su Estado Mayor, ha hecho malograr las esperanzas que era permitido concebir al respecto.
Gálvez es uno de los que han hecho más daño al gobierno de Juárez; atrincherado en la posición del Monte de las Cruces, a ocho leguas de México, con una fuerza que no ha excedido jamás la cifra de 700 a 800 hombres, ha tenido al gobierno de México herméticamente bloqueado durante un año y en un solo mes no solamente ha vencido, sino destruido completamente tres cuerpos de ejército enviados contra él, entre otros, los de Degollado y de Valle. Agregaré que de todos los jefes del partido conservador, él es el único quizá a quien no se ha tenido que reprochar jamás ningún acto de crueldad ni ningún exceso. En lugar de acogerlo como un auxiliar precioso, como la política lo aconsejaría, en lugar de mostrarle las consideraciones a las cuales tenía derecho, se le ha tratado como a una especie de bandido, que no valía poco más que los Carbajal y los Cuéllar. No hay humillación que no se le haya hecho a él y a sus soldados, cuya desnudez ha dado motivo a mil bromas y a quienes se ha recibido más bien como a mendigos que como a auxiliares.
¿Habrá que extrañarse después de esto, de que los que se aprestaban a seguir a Gálvez hayan dudado y que Negrete, en lugar de unirse a nosotros con sus 1,200 hombres, haya ido a encontrarse con Zaragoza y encerrarse en Puebla?
Los detalles que preceden y que a pesar de mi deseo de escribir menos, no he podido hacer más concisos, resumen la situación tal como estaba el 26 de abril, en el momento en que supimos que el almirante Jurien era invitado a tomar simplemente el mando de la división naval y que el ministro del emperador se quedaría como plenipotenciario encargado exclusivamente de la dirección política de la expedición.
Falta por examinar los hechos realizados desde el 27 de abril, día en que el ejército se puso en marcha sobre Puebla. Estos hechos probarán hasta la evidencia, a toda persona imparcial, que la situación era buena, como el mismo general de Lorencez lo reconocía unos días antes y que si se hubiera sabido aprovechar esta situación en lugar de actuar con una ligereza, una presunción y una impericia sin ejemplo, se hubiera consultado y escuchado a los que conocían al país, quienes estaban en condiciones y tenían posibilidades de rendir informes y aportar opiniones útiles.
Era fácil evitar un fracaso que parece se había buscado con un propósito deliberado y cuya responsabilidad asusta hoy, como se ve por los esfuerzos que se hacen para disculpar a los verdaderos culpables y atribuirla a los que son completamente ajenos a ella.
A este respecto, viene al caso, tal vez, antes de ir más lejos, recordar en pocas palabras la situación en que se colocó al plenipotenciario del emperador y al comandante en jefe del cuerpo expedicionario.
Un despacho telegráfico de S. E. el ministro de Relaciones Exteriores, con fecha 20 de marzo, prescribía al ministro del emperador, entre otras recomendaciones, entenderse con el general y no sustituir - por cualquiera razón que fuera- su propia responsabilidad a la del comandante en jefe, en lo que concierne a las operaciones militares o las cuestiones sanitarias y la seguridad de las tropas. Por su parte, S. E. el mariscal Randon, en su despacho telegráfico igualmente del 20 de marzo, prescribía al comandante en jefe entenderse con el ministro del emperador para los movimientos militares que tuviese que ejecutar.
El plenipotenciario del emperador tiene conciencia de haber obedecido escrupulosamente las órdenes del gobierno imperial y de no haber descuidado nada para establecer el entendimiento más completo con el general en jefe. Lamenta no poder dar el mismo testimonio en lo que concierne al conde de Lorencez. No solamente no ha dicho jamás una sola palabra de sus movimientos militares al representante del emperador, con quien había tenido orden de entenderse, sino que éste, a consecuencia de las condiciones excepcionales en que se encuentra el país, no tenía otro medio de subvenir a su seguridad que el de marchar con el ejército, ni siquiera fue nunca, salvo dos o tres veces, informado por el Estado Mayor de la hora de la salida de las tropas.
El 27 de abril a las seis de la mañana, el ejército se ponía en marcha sobre Puebla. El 28 forzamos el paso de las Cumbres. Este asunto de las Cumbres, al cual se han complacido en dar las proporciones y el nombre de una batalla, aunque no nos haya costado más que tres muertos y unos 30 heridos, era un triunfo de gran importancia desde un doble punto de vista: Primero, nos hacía dueños de la meseta que se extiende hasta Puebla y que produce en abundancia todo lo necesario para hacer subsistir a un ejército. Segundo, daba una idea justa de los enemigos con que teníamos que combatir.
Las Cumbres presentan en una extensión de alrededor de 8 kilómetros, una sucesión no interrumpida de posiciones tan formidables, que si se tratara de quitárselas por la fuerza a las peores tropas europeas, dudo que se encontrara un general bastante, valiente para intentar la empresa.
Ahora bien, había bastado con 1,500 zuavos y cazadores a pie y un escuadrón de cazadores de África, sin artillería, para expulsar a Zaragoza que las defendía con 6,000 hombres y una numerosa artillería. El asunto no había durado casi más tiempo que el que necesita un peatón para recorrer el terreno quitado al enemigo.
De la cañada de Ixtapa donde pasamos la noche del 28 al 29, el ejército avanzó sin sufrir la menor resistencia, hasta frente a Puebla, donde se reunió el 5 de mayo hacia las 9 de la mañana.
Algunas personas nos habían hablado - el señor general Prim sobre todo- de las dificultades insuperables que debían detenernos a cada paso, de las numerosas guerrillas que iban a lanzarse contra nosotros detrás de cada matorral. La verdad es que no percibimos nada de todo esto. En cada una de nuestras etapas, nos enterábamos que Zaragoza había partido de allí algunas horas antes de nuestra llegada. En todas partes la población, que había huido delante de nuestros enemigos comunes, volvía cuando nos acercábamos, a pesar de las amenazas terribles y las violencias puestas en práctica para obligarla a huir de nosotros. En todas partes encontramos una acogida amistosa y simpática. Estas pobres poblaciones acostumbradas a la servidumbre, sometidas bajo el temor, por la fuerza de la costumbre, no dudaban en acercarse a nuestros soldados con las pocas provisiones escapadas a la rapacidad de las tropas mexicanas, desafiando así el peligro que las amenazaba cuando nosotros nos hubiéramos alejado.
En cuanto a las guerrillas con las que habían querido espantarnos, nosotros, no vimos ninguna. Supimos solamente que un cierto Couttolenc nos había seguido la pista como un chacal, durante varios días, con unos 50 hombres, pero teniendo cuidado de mantenerse a una respetuosa distancia.
A nuestra salida de Quecholac, el 3 de mayo, Couttolenc nos asesinó a un soldado que se había quedado atrás. Tal es el único hecho de guerra que se produjo durante toda nuestra marcha de las Cumbres a Puebla.
Esta ausencia de enemigos alteraba los cálculos, desilusionaba muchas esperanzas.
Los que no habían tomado parte en el asunto de las Cumbres, querían absolutamente tener también su mención y, entonces, se produjo un hecho extraño. Era al general Almonte y al ministro de Francia a quienes se hacía responsables de esta decepción. Se les reprochaba -la palabra fue dicha y tuvo éxito- el no haber pedido al emperador enviar aquí la gendarmería en lugar de un ejército.
El 5 de mayo, a las diez y media de la mañana, acompañado del general Almonte, con quien marchaba detrás de la ambulancia, alcancé al grueso de nuestras fuerzas. Tres cuartos de hora más tarde y en el momento en que comenzaba a almorzar, oí de repente el ruido del cañón. Creí primero, como todos, en un simple reconocimiento; pero pronto quedé sorprendido al saber que se trataba de un ataque a fondo, dirigido contra la iglesia de Guadalupe.
No siendo militar, no estoy en condiciones para juzgar lo que puede haber de fundado en las críticas a las cuales ha dado lugar el ataque dirigido contra Guadalupe, así como tampoco de las razones con las cuales se pretende justificarlo.
Me declaro, pues, incompetente y me limito a agregar aquí, bajo el número 1, una nota redactada sobre esta grave cuestión por un hombre del oficio que asistió al asunto y que vio todo con sus propios ojos; sin embargo, no puedo dispensarme de hacer dos observaciones que me parecen importantes.
Desde Veracruz y, aunque no se preveía la necesidad de hacer un sitio, había sido de opinión que sería tal vez prudente proveernos a todo trance de dos piezas de sitio y de dos morteros, lo que no hubiera aumentado mucho nuestro convoy. Pero esta idea fue rechazada y casi puesta en ridículo.
Los acontecimientos se han encargado de demostrar lo justo de esta idea. En fin, si se hubiera acogido a los auxiliares que no pedían sino unirse a nosotros, en lugar de rechazarlos con tanto desdén -como el general de Lorencez lo hacía aún la mañana del 5 de mayo, en el momento de comenzar el ataque-, se hubiera podido encargarlos de la guardia del convoy y todas nuestras fuerzas hubieran estado disponibles.
Pero, fuera o al menos a un lado de la cuestión puramente militar, otras reflexiones se presentan naturalmente a propósito del día 5 de mayo.
En la noche del 4 al 5 se remitieron al general Almonte, quien informó de ello al general de Lorencez, dos cartas dirigidas a Zaragoza tres días antes por los jefes puros Mejía y O'Horan, cartas que habían sido interceptadas y de las cuales resultaba que la evacuación de Puebla por las fuerzas enemigas era considerada como indispensable, al menos que llegasen socorros de fuera. A la carta de Mejía se había agregado una posdata anunciando que acababa de recibir la orden de defender a Puebla hasta la muerte.
Los papeles de Zaragoza, tomados después del asunto del 18 de mayo, han dado la prueba de que este proyecto de evacuar la plaza había existido realmente hasta el 2 y aun el 3. Y se explica fácilmente por el temor que debía sentir Zaragoza de ser atacado por dos lados a la vez, por el ejército francés y por las tropas de Márquez y de verse, en caso de un fracaso probable, cortada toda retirada. ¿Por qué no haber esperado por lo menos 24 horas para asegurarse del estado real de las cosas? ¿Por qué no haber tomado el tiempo necesario para buscar, como lo querían los generales Almonte y Taboada y el señor Haro y Tamariz, tener espías, no solamente en la ciudad, cuya población pertenecía al partido reaccionario, sino hasta en el seno de la guarnición? La verdad es que se quería a toda costa una mención; que se creía en un éxito fácil y seguro, que se anunciaba en voz alta que se acostarían en la noche en el palacio del obispo y que estaban decididos a no escuchar las opiniones ni los consejos de nadie.
Alrededor de una hora después de que habíamos abierto nuestro fuego, pareció oírse un fuerte cañoneo del otro lado de la ciudad. Se creyó -yo fui de esta opinión, como los generales Almonte y Lorencez- en un ataque de Márquez. Pero esto no fue sino una ilusión. El ejército de Márquez, alrededor de 7,000 a 8,000 hombres, espaciados desde Cholula hasta Matamoros de Izúcar, no se había movido y nosotros supimos, más tarde, la causa de esta fatal inacción.
El 6, a las 8 de la mañana, el general de Lorencez, a quien no había visto desde hacía cuatro días, vino a verme a la hacienda de San Diego de los Álamos, donde estaba nuestra ambulancia y donde había pasado la noche. -Señor ministro, me dijo al acercárseme, vengo a hacerle mi visita y a preguntarle lo que hay que hacer-. La fisonomía del general estaba completamente trastornada. Escuchaba con un aspecto hosco y sin parecer comprender las palabras con que me esforzaba por calmarlo y demostrarle que exageraba extraordinariamente el alcance y las consecuencias de nuestro fracaso del día anterior; que, aparte de lo que hay de lamentable siempre en un fracaso, la situación era en el fondo la misma. Lejos de ser desesperada, no tenía nada de inquietante.
El ejército de Zaragoza -yo tenía al respecto datos seguros- no se componía de 18,000 a 20,000 hombres como el general de Lorencez parecía creerlo, mucho menos de 30,000, cifra indicada por algunos alarmistas, sino de 8,000 a 10,000 hombres, de los cuales 3,000 a 4,000 eran guardias nacionales de Oaxaca y de Morelia y 1,000 jinetes de Carbajal y de Cuéllar -lo que constituía la única fuerza seria del enemigo- y de 4,000 a 5,000 pobres diablos recogidos hacía menos de un mes en las calles de Puebla y México, o en las haciendas y quienes, enrolados muy a su pesar, no debían inspirar gran confianza a Zaragoza. La prueba de que éste sentía su impotencia es que no había obstaculizado nuestra retirada y que había dejado pasar la tarde y la noche sin osar atacarnos. En cuanto a mí, que conocía bien a las tropas de Juárez, deseaba un ataque, lejos de temerlo. Pero estaba seguro de que no tendría lugar. Nosotros podíamos, pues, tomarnos el tiempo de deliberar a gusto sobre el partido a seguir y era necesario, ante todo, tratar de ponernos en comunicación con el ejército de los conservadores, cuya vanguardia, un cuerpo de alrededor de 1,000 caballos bajo las órdenes del general Herrén, debía de estar en Cholula a dos leguas del otro lado de Puebla. El general, presa de un visible terror, guardaba un triste silencio. Terminó por balbucear algunas palabras confusas a través de las cuales adiviné su opinión de que debería tratar de negociar.
Le declaré claramente que el honor de nuestras armas excluía, según mi modo de ver, toda posibilidad de negociaciones después de un descalabro y que estaba resuelto a obedecer al emperador que me ordenaba no tratar sino cuando fuéramos dueños de México. Después de lo cual, propuse al general que nos dirigiéramos a su tienda de campaña y reuniera allí a su Estado Mayor para deliberar sobre lo que había que hacer.
Parece inútil relatar aquí en detalle las discusiones empeñadas ese día y en las reuniones que tuvieron lugar los días siguientes. Una cosa fue evidente a todo el mundo, desde el primer momento, y es que el general había decidido retirarse hasta Orizaba. El coronel Valazé, en el fondo, era de la misma opinión, sin dejarlo ver tan claramente.
La idea de un nuevo ataque a la fortaleza de Guadalupe fue rechazada como una locura y una imposibilidad; varios jefes de cuerpo, según lo que pretendió el coronel Valazé, declararon que si se ordenaba un nuevo asalto, se negarían a obedecer.
El señor Haro y Tamariz, que había sido llamado a una de las reuniones, a causa de su perfecto conocimiento del lugar, propuso entonces un ataque por El Carmen, el lado débil de la plaza, lugar por el cual ha sido tomada y vuelta a tomar 20 veces desde hace 15 años.
El señor Haro y Tamariz mismo, aunque no había sido nunca militar, en 1856, con una fuerza de 2,000 voluntarios mexicanos, se apoderó de la plaza defendida por 6,000 hombres del ejército de Comonfort. Según él, bastaba con dos batallones para hacerse dueños de la plaza y ofreció servirles de guía. Esta proposición, combatida, sobre todo por el coronel Valazé como insensata, fue igualmente rechazada. Emití, entonces, la idea de un movimiento estratégico, ya sea sobre Cholula, donde encontraríamos las fuerzas de Márquez, sea sobre San Martín (Texmelucan), ciudad de 5,000 a 6,000 almas, en la parte más rica del país, a siete leguas de Puebla y sobre el camino de México. Esta marcha sobre San Martín, donde había en abundancia con qué mantener a nuestro ejército, debía tener un resultado decisivo.
O Zaragoza, al permanecer encerrado en Puebla, nos abría la capital, defendida solamente por una miserable guarnición de 1,500 hombres, o acudía para proteger a México y entonces Puebla caía en manos de los conservadores, mientras que nosotros nos lanzábamos sobre Zaragoza; para lo cual nos bastaban una hora o dos para aniquilar el ejército en una acción a campo raso.
Mi opinión, aunque compartida por varios oficiales del Estado Mayor y entre otros por el señor capitán, quien no había sido contrario a la idea de un ataque por El Carmen, fue declarada impracticable por diversas razones poco concluyentes a mis ojos: las principales se basaron en la falta de víveres y de municiones. Ahora bien, se confesaba que nos quedaban aún 10 días de víveres y 1,100 balas de cañón.
En lo que concierne a los auxiliares del país, se había producido un cambio de lenguaje en el Estado Mayor. No se rechazaba su concurso, pero se negaba su existencia. Márquez no había existido nunca, era un mito, un personaje fantástico inventado por el general Almonte y el ministro de Francia, para asustar a las mujeres y a los hijos de los liberales.
Los autores de estas desagradables bromas estuvieron un poco desconcertados por una carta que el general Taboada recibió el 7 de mayo, del general Herrán. Éste escribió que estaba en Cholula con 1,000 a 1,200 caballos y que rogaba al general Almonte le enviara órdenes. Se le respondió que viniera a unirse a nosotros lo más pronto posible. El general de Lorencez, a quien la carta de Herrán había causado impresión, rogó al general Almonte hiciera venir a Márquez con 6,000 hombres, pero los necesitaba en 24 horas, porque estaba decidido a operar al día siguiente su movimiento de retirada. La tarde del 7, hacia las seis, el general Lorencez y el coronel Valazé me platicaron una idea que les había venido súbitamente. Yo debía valerme de mis relaciones con varios de los jefes del ejército enemigo para tratar de que se nos entregara la plaza. No tenía que regatear el precio. 10,000,000.00, 20,000,000.00 no serían demasiado y podía contar anticipadamente con la aprobación del emperador. Sólo que no había tiempo que perder y era necesario que el negocio fuera concluido la misma noche". Ahora bien, debe decirse -y no lo ignoraba el Estado Mayor- que desde hacía tres días, tratábamos inútilmente de comunicarnos con nuestros amigos de la ciudad, tan rigurosa era la vigilancia.
En fin, el día 8, hacia las dos de la tarde, comenzó nuestro movimiento de retirada. Una media hora antes, el general de Lorencez, más aterrorizado que nunca, había venido a anunciarme que, según ciertos informes recibidos en el Estado Mayor, se disponían a atacarlo. Carbajal había partido con 2,000 hombres para disputarnos el paso en la fuerte posición del Chachapa, a una legua de nuestro campo, sobre el camino de Amozoc y Zaragoza tomaba sus medidas para sorprendernos por la retaguardia con todas sus fuerzas calculadas en 20,000 hombres.
Todos mis esfuerzos para calmar al general fueron inútiles y él no estaba aún completamente tranquilizado, cuando llegamos la misma tarde a las seis a Amozoc sin haber sido atacados y sin haber visto a Carbajal, quien se apresuró a dejar la ciudad al acercarnos.
En la noche del 8 al 9, el general Florentino López trajo al general Almonte una carta de Márquez con explicaciones sobre la inacción de las tropas de los conservadores, el 5 de mayo. Zuloaga estaba desde hacía algún tiempo en conferencias con Doblado. Márquez, disgustado por estas intrigas, había renunciado al mando en jefe, que había sido dado a Cobos. El 4, Zuloaga, con el asentimiento al menos tácito de Cobos, se había puesto de acuerdo con Doblado sobre una suspensión de hostilidades entre los dos partidos hasta el fin de la guerra con Francia y el 5, a la una de la tarde, en el momento en que acabábamos de atacar Guadalupe, Zuloaga firmaba, sobre esta base, un arreglo por el cual se aseguraba le fueron pagados 200,000.00 pesos. El ejército estaba indignado por la conducta de Zuloaga. Los generales, sobre todo, mostraban una gran exasperación y pedían venir a unirse a nosotros. Márquez nos ofreció 2,500 a 3,000 hombres de caballería y rogaba al general Almonte enviarle sus órdenes. El 9, durante el día, Almonte, después de haberse entendido con el general de Lorencez, escribía a Márquez para devolverle el mando en jefe y ordenarle se dirigiera sin retardo, con todas las fuerzas de que pudiera disponer, hacia Amozoc donde nosotros lo esperábamos hasta el 12. ¡El 11 a las seis de la mañana salimos de Amozoc! La noche del 14, en San Agustín del Palmar, Almonte recibió cartas de los generales Márquez, Vicario y Herrán. Márquez escribió el 12 de Matamoros (de) Izúcar que al día siguiente, 13, según lo que había sido convenido, estaría en Amozoc con Vicario y Herrán y 2,500 caballos. El general Almonte trasmitió estas noticias al general de Lorencez, pensando que ellas lo decidirían a detenerse en San Agustín 24 horas, el tiempo necesario para permitir a Márquez reunirse con nosotros. El general en jefe se negó a ello. Después se llegó, en su Estado Mayor, a negar la existencia de las cartas de Márquez, Vicario y Herrán, aunque ellas fueron, la noche del 14, vistas y leídas en los originales mismos por el general de Lorencez, como lo habían sido por el plenipotenciario del emperador.
Yo había querido creer hasta el último momento, a pesar de la intención orgullosamente anunciada por el general Lorencez de volver a pasar las Cumbres, que él reflexionaría sobre esta fatal resolución y que se decidiría a ocupar la meseta que se extiende entre San Agustín del Palmar, San Andrés y Tehuacán, rica comarca provista copiosamente de granos, ganado y forrajes de toda clase y cuya posesión nos hacía dueños de las Cumbres. Pero, ¡vana esperanza! Bajo el pretexto de asegurar nuestras subsistencias, dejamos la región que las produce en abundancia, para venir a Orizaba que no produce nada y que, al obtener sus provisiones de la comarca que nosotros dejamos abandonada al enemigo, va a encontrarse pronto presa del hambre. Es cierto, como dice la intendencia, que nosotros tendremos siempre el recurso de aprovisionarnos en La Habana y en Nueva York. Para terminar con esta cuestión de las subsistencias, está bien hacer notar que el 7 de mayo, frente a Puebla, se anunciaba que no teníamos más que 10 días de víveres. Ahora bien, el 17 entramos a Orizaba con 20 días de víveres y 58 días de vino.
El 16 de mayo pasamos las Cumbres y el 17 entramos a Orizaba. Márquez se reunió con nosotros la misma noche, anunciando que 2,500 jinetes que había dejado bajo las órdenes de Vicario y de Herrán llegarían al día siguiente. Nos suministró explicaciones sobre los motivos que habían paralizado por un tiempo y de una manera tan fatal la acción de sus tropas, que dejaron establecido que si Zuloaga había traicionado a su partido, Cobos era ajeno a esta infamia.
Márquez, al deplorar los funestos resultados producidos el 5 de mayo por esta defección personal de Zuloaga, no le dio a ello ninguna importancia para el futuro. Parecía más bien feliz de verse, él y su partido, libres del "imbécil e innoble Zuloaga", como se complacía en llamarlo.
En cuanto a Cobos, Márquez se dice seguro de él y responde que en seguida que se le indique, él vendrá con los 3,500 hombres colocados bajo su mando a ponerse a las órdenes del general Almonte.
El domingo 18, a las cinco de la tarde, Vicario y Herrán llegaron a Barranca Seca, al pie de las Cumbres y alrededor de cinco leguas de Orizaba, cuando fueron atacados por Zaragoza, quien seguía sus movimientos desde hacía varios días, con 6,000 hombres de todas las armas. Los conservadores, aunque agotados por la fatiga y la falta de alimento -hacía treinta y seis horas que no comían- sostuvieron valientemente el choque e hicieron una resistencia desesperada. Sin embargo, comenzaban a debilitarse, cuando la llegada de un batallón del 99º que acudió rápidamente del Ingenio, a petición de Márquez, cambió la faz de las cosas. En pocos instantes Zaragoza fue derrotado completamente, dejando en el campo de batalla 300 muertos o heridos, 1,300 prisioneros, de los cuales unos 30 son oficiales y un número considerable de armas de toda clase.
En cuanto a nosotros, nuestras pérdidas son insignificantes. Ellas son -no incluidas las de Márquez, se entiende- tres muertos y 14 heridos.
Vicario, que se dice mostró una rara intrepidez, recibió dos heridas, felizmente mucho menos graves de lo que se había creído primero.
Este asunto de Barranca Seca, en la cual, al decir de los nuestros, los soldados de Márquez hicieron prodigios de valor, prueba ampliamente, con la facilidad de nuestra retirada hasta Orizaba, que los temores que combatí vanamente eran imaginarios y que, a pesar del fracaso de Guadalupe, las tropas de Zaragoza no eran tan temibles como lo suponían.
Las fuerzas reunidas aquí bajo el mando de Márquez, presentan un efectivo de alrededor de 3,000 caballos y 1,200 a 1,500 infantes, todos voluntarios y habituados a las fatigas y a los peligros. Sin hablar del cuerpo que quedó bajo las órdenes de Cobos y al cual escribió que viniera a reunírsele, él no espera, dice, más que los fusiles que quedan disponibles en Veracruz, para elevar la cifra de su infantería a 4,000 o 5,000 hombres y se dice seguro -lo que estoy dispuesto a creer- de encontrar en poco tiempo 10,000 a 15,000 voluntarios y más, si tuviera armas para darles y dinero para alimentarlos. Su opinión, que no expresa sino con una gran excesiva reserva, para no herir al general de Lorencez y a su Estado Mayor, es que nosotros vamos a estar pronto en condiciones de tomar una vigorosa ofensiva y de apoderarnos de Puebla y de México. Me decía esta mañana, confidencialmente que, si en la jornada del 5, hubiera tenido el honor de tener a su disposición 2,000 zuavos o cazadores de a pie, él hubiera tomado la ciudad en una media hora. "Pero -agrega con más malicia que modestia real-, yo no soy un general francés acostumbrado a la gran guerra, no soy más que un jefe que hace la guerra a la mexicana, interesado mucho más en tener éxito seguro que en ajustarme a las reglas del arte. Así, pues, es el señor general Lorencez quien, a pesar de su fracaso, ha tenido razón. Yo habría estado equivocado, pero habría tomado la ciudad y entonces Zaragoza se hubiera precipitado a dejar Guadalupe, si le hubiera dejado tiempo para ello".
Márquez, aunque no comparte de ningún modo las ideas del general de Lorencez, que él supone, temo que no sin razón, resignado a esperar aquí refuerzos de Francia, se muestra dispuesto a subordinar, por el momento al menos, su acción a la nuestra y se pone enteramente a nuestra disposición, sea para asegurar nuestras comunicaciones con Veracruz o para cualquiera operación que se juzgue a propósito emprender. Pero si llega a sentirse bastante fuerte para actuar solo, no es imposible que se decida intentar un movimiento contra Puebla y que logre apoderarse de ella. Mientras tanto, está impaciente por ver llegar al general Douay, que se dice desembarcó en Veracruz el 16 y que debe, a estas fechas, estar en marcha sobre Orizaba con Gálvez.
Omití mencionar un sucio libelo dirigido supuestamente por los soldados mexicanos a los soldados franceses y distribuido secretamente a nuestras tropas cuando nos detuvimos en San Bartolo el 3 de mayo. Esta innoble publicación, aquí anexa bajo el número 2, primeramente sólo fue distribuida en muy pequeña cantidad, rápidamente quitada de la circulación y no se había hablado de ello al Estado Mayor, sino como de una infame maniobra que había quedado sin efecto. Pero, cosa singular, desde el asunto del 5 de mayo, fue esparcida a profusión entre nuestros soldados -sin duda por varios franceses renegados, grandes especuladores de los bienes del clero que viajaban detrás del ejército- y si se cree al señor coronel Valazé, ésta no hubiera dejado de producir un enojoso efecto sobre nuestras tropas, sobre todo en lo que respecta al señor general Almonte.
Yo creo que es hacer demasiado honor a un cobarde calumniador y muy poco a la inteligencia y al buen sentido de los soldados franceses.
Como documento que puede servir a la narración de nuestra expedición sobre Puebla, figura aquí, bajo el número tres, el diario redactado día a día por un oficial de una gran inteligencia, que ha visto todo por sí mismo y quien está colocado en las mejores condiciones para rendir un juicio imparcial sobre los hechos de que ha sido testigo.
(Alphonse Dubois de Saligny)
ANEXO A LA MEMORIA DE MR. DE SALIGNY
[Nota que Saligny marcó como número uno, anexa a la memoria que envió al ministro de Relaciones de Francia. No hemos podido averiguar quién fue el autor de la nota que seguramente la formuló un militar francés con preparaciones técnicas.]
Mayo 26 de 1862
Al autor de esta nota se le ha rogado emita su opinión sobre el desastre de Guadalupe, opinión que se resume de este modo: no sólo el ataque no podía tener éxito, sino que, con las disposiciones tomadas, debía haber sido un completo desastre si frente a nosotros, hubiésemos tenido verdaderas tropas.
Por otra parte, a pesar del palabrerío que precede a la proclama del general Lorencez, tratando de justificar los errores, la orden del día no puede tratar de disimularlos.
1° error.- Consiste en haber marchado sin conocer la situación de los flancos, aunque las cartas interceptadas la víspera anunciaban que la ciudad sería defendida, aunque sabíamos que la guarnición era superior en número al ejército agresor, aunque debíamos suponer que el enemigo con la ayuda de su caballería, trataría de distraernos en la llanura tal como en efecto se creyó, pero que al no realizarse (tuvo por consecuencia la inacción de una parte de las fuerzas ya bien restringidas que habrían podido actuar en el punto decisivo.
Prevenido el general Lorencez, durante la marcha, de la presencia de una caballería sobre su flanco derecho, rehusó enviar a hacer un reconocimiento por los jinetes indígenas del general Almonte y respondió que estaba informado y que había tomado sus medidas.
2º error.- Habiendo llegado a las nueve de la mañana a la vista de la plaza con tropas que, a pesar que las etapas habían sido cortas, habían marchado ocho días sin descanso y que, desde hacía cuatro, por lo regular estaban empapadas, era necesario detenerse por espacio de 24 horas, emplear ese día en hacer descansar las tropas y realizar un serio reconocimiento de la plaza y de sus alrededores. No se hizo nada. Una altura a la izquierda de nuestra línea dominaba la llanura y la ciudad; no se tomó ni siquiera la pena de acercarse hasta allí para reconocer, aunque fuera superficialmente, la posición en su conjunto. Se ignoraba hasta si el enemigo tenía alguna fuerza detrás de esta altura y, mientras se tomaban las disposiciones para atacar por la derecha, a sugestión del comandante Mangin -cazador a pie-, se consintió con gran trabajo en enviar una compañía de su batallón en observación, pero con las más expresas recomendaciones de no comprometerse, tan resuelto estaba el ataque a Guadalupe. Se había tomado una decisión sin más informaciones que las posibles de obtener a más de tres kilómetros de distancia, por medio de un largavista. Mirando de abajo hacia arriba sólo se veía un frente y un perfil; ignorando, en una palabra, casi completamente cuál podía ser el estado de defensa de la plaza.
Se quiere dar como justificativo las informaciones erróneas que trasmitieron las gentes del lugar. Está bien para decir a los periódicos y al público, un militar no admite razones de este tipo, sobre todo que se sabía que sus habitantes habían salido de la ciudad hacía por lo menos un año.
¿No bastan ocho días para transformar una casa en ruinas en una fortaleza? ¿Faltaban brazos en Puebla, que cuenta con 70,000 habitantes?
¿Se contó con los escrúpulos de Zaragoza para no forzar a la población a realizar un trabajo desagradable?
Sin embargo ¡los señores Lorencez, Valazé y otros más que estaban ahí, habían hecho la campaña de Crimea! ¿Olvidaron que Sebastopol a nuestra llegada no tenía más que el revestimiento de una muralla y que los rusos con sólo sus manos hicieron una plaza de la que nosotros no podíamos tener conocimiento?
Pero ya basta demostrar la evidencia. Pasemos a un segundo error, error de concepto, esta vez, más bien que de ciencia especializada. No se podía, habiendo llegado a las nueve de la mañana, comenzar el ataque antes de mediodía, como se hizo en efecto más o menos a las once horas cuarenta y cinco minutos; había que dejar que los hombres tomasen el café y que los cuerpos fuesen a ocupar los diferentes puestos que se les tenían asignados. Además, desde hacía cuatro días regularmente la tormenta comenzaba a las cuatro de la tarde. Era necesario, entonces, levantar la posición antes de esa hora, pues la tormenta evidentemente favorecería a las gentes que estaban a cubierto y entorpecería a los que atacaban a descubierto. Sin embargo, es verdad que existía esa increíble pretensión, cuando se iba a atacar ciegamente y al azar. El coronel Valazé declaró, cuando salimos para dirigirnos al lugar de la acción, que asistiríamos a un hermoso espectáculo, un verdadero escenario de circo: "Guadalupe se desmoronará en media hora como un castillo de naipes y luego, en menos de un cuarto de hora, los zuavos entrarán al asalto". La verdadera causa de todos los errores fue la presunción bajo cuya influencia fuimos castigados cruelmente por un revés que pudo repararse remplazando la presunción por la firmeza, en lugar de sufrir una reacción fatal y de caer en el exceso contrario, en un abatimiento quizás aún más funesto.
3° error.- ¡Atacar con calibre 4 a 2,200 metros de distancia y bajo un comando de 100 metros, una iglesia mexicana construida por los españoles! ¡Ver los 300 primeros cañonazos producir un efecto enteramente nulo y continuar este fuego ineficaz hasta agotar las municiones! Oí al comandante Michel denunciar esta situación, siempre penosa en un campo de batalla. En lugar de detener esa pendiente fatal, decidió el cuarto error, el asalto.
4º error.- Se realizó el asalto sin hacer ningún reconocimiento, sin tratar de saber si existía o no una brecha, si las columnas agresoras sofocarían el fuego tomándolo de flanco o de reverso, que fue lo que pasó.
5º error.- La batería de montaña, un batallón de infantería de marinos, medio batallón del 99, quedaron en la llanura, inútiles, cubriendo nuestra retaguardia contra un posible ataque de la caballería que habíamos visto desfilar de lejos durante la marcha y a la llegada sobre nuestro flanco derecho. Si se hubiese efectuado un reconocimiento sobre esta caballería, cosa que se rehusó con desdén, se hubiese visto que el escuadrón de cazadores de África, inútil en un asalto, bastaba para aislarlos.
6º error.- La batería de montaña podía haber tratado, por un tiro a corta distancia, abrir una brecha o, al menos, tirar sus proyectiles huecos en medio de los defensores; se mantuvo inactiva y nos siguió en la retirada sin haber tirado una sola vez. La fuerza ciega, sin cálculos, contra una muralla intacta, he ahí el asalto.
En fin -y gracias a la naturaleza de las tropas enemigas, este último error no tuvo por consecuencia ningún desastre-, estuvimos durante todo el tiempo de la acción separados enteramente del convoy, sin ninguna comunicación con él, a través de una llanura cortada por dos barrancas que otro enemigo que no fuese el ejército mexicano, seguramente hubiese ocupado. Las posibles consecuencias de una maniobra de este tipo son de tal evidencia que no necesitan demostración.
La retirada del campo de batalla estuvo bien realizada. El enemigo no la molestó; fue una suerte pero lamentable, pues aún se le hubiese podido aplastar. Pero, en este día, no debíamos contar, por nuestra parte, ni con habilidad ni con felicidad. Sin embargo, todo hubiese sido fácil de reparar al día siguiente si una increíble desmoralización no hubiese sucedido a una ciega presunción.
De todos los errores, la retirada sobre Orizaba fue la más grave por sus consecuencias; pero esto ya sale del cuadro en que quiero y debo encuadrar estas reflexiones.
Orizaba, 21 de mayo de 1862*.
*[creemos que la fecha está equivocada, pues al principio tiene fecha 26 y en el texto se hace referencia a ese día.]
|