En el campo de la Soledad, el 17 de septiembre de 1862
Al señor general Forey, comandante en jefe de las tropas expedicionarias de México
Mi general:
Por sus despachos del 24 y el 25 de junio último, su excelencia el mariscal ministro de la Guerra me ha dado el mando de las tropas de vanguardia del cuerpo expedicionario de México, compuestas de 2 batallones de mi regimiento, un escuadrón de cazadores de África, 2 destacamentos del 2º y 5º, escuadrones del tren de equipos, etc.
Las instrucciones de su excelencia respecto de la composición del personal y del material de mi columna, del embarque hacia Veracruz y del desembarque, eran muy explícitas. Éstas se siguieron punto por punto y hemos arribado a México en el mejor estado.
Previendo el caso de que debiera juntarme inmediatamente con el general De Lorencez, el Mariscal me informó que yo encontraría en Veracruz o en el camino, a uno de los ayudantes de campo de usted quien, habiéndose embarcado en el Forfait, sería portador de instrucciones detalladas sobre las disposiciones que yo habría de tomar a mi llegada su excelencia se limitó a indicar someramente el objeto final de mi marcha: la llegada de este primer refuerzo debía indicar, ante todo, la firme resolución del emperador de vencer los obstáculos que pudieran oponerse al triunfo de sus armas en México. Yo debería atravesar Veracruz y la tierra caliente sin detenerme y, consecuentemente, dar a mi convoy la organización que el estado de los caminos y la situación del país hicieran indispensable.
El ministro agregó que tenía confianza en mi experiencia; pareció, en una palabra, dejarme en completa libertad de obrar según las circunstancias y expresó de manera bien explícita que en el caso de que debiera reunirme con el general De Lorencez, él entraría en más detalles sobre la conducta que yo habría de seguir.
A mi llegada a la Martinica me encontré con el paquebote inglés que se dirigía a Veracruz. Me aproveché de ello para escribirle al general De Lorencez, anunciarle mi próxima llegada, enviarle un estado del personal y del material que llevaba, rogarle que me enterara de cuáles eran sus necesidades y pedirle instrucciones. Mi carta llegó, pero las dificultades de las comunicaciones impidieron que el general me contestara.
En Veracruz no encontré ni al ayudante de usted que vino en el Forfait, ni nuevas instrucciones del ministro o del general De Lorencez. He tenido que seguir mis propias inspiraciones y los consejos del Almirante Roze, comandante supremo.
Me instalé en Veracruz para atender al desembarque, a la formación y a la composición de los dos convoyes que nosotros debíamos escoltar. Puse al teniente coronel Labrousse a la cabeza del primer convoy y yo partí con el último.
Se tomaron todas las precauciones higiénicas para preservar de la fiebre amarilla a los soldados. No permanecieron ni un momento en Veracruz y no abandonaron los navíos sino para tomar el ferrocarril.
Durante mi estancia en Veracruz fui huésped del Almirante Roze y del comandante Lacroix: los seguí en sus diarias visitas a los cuarteles, a los almacenes, etc…
Tal como usted podría comprobarlo por sí mismo, mi general, vi una guarnición con un efectivo nominal suficiente, y con un efectivo real casi nulo; la ciudad no está guardada; 50 hombres determinados se han hecho dueños de ella.
Sobre todo, me han llamado la atención dos cosas: la mala intención de los negociantes extranjeros, apoyada por las reclamaciones constantes de los cónsules, y de los sistemas de transporte adoptados para hacer llegar a Orizaba todo lo que le hace falta al ejército.
No me toca, tal vez, insistir con usted sobre el primer punto de pertenece al dominio de la política. No obstante, estoy convencido de que esa guerra sorda de los negociantes de Veracruz nos priva de buena cantidad de auxiliares y bajo muchos capítulos nos reduce a la escasez. Los caballos, las mulas, los bueyes, el maíz, el azúcar, el café, el arroz, abundarían de no ser por la oposición sorda y sistemática de esta laya de comerciantes, que, sin pagar el menor impuesto, pretende dirigirlo todo en su provecho, hambreando a los franceses lo mismo que a los mexicanos y haciendo dinero de todo. Usted encontrará una prueba patente de ellos en el poblado de Medellín, que es el cuartel general de las guerrillas, al mismo tiempo que en la ciudad de Veracruz. Relativamente dicho punto es muy sano; un lugar que sería bueno ocuparlo si en Veracruz surgieran obstáculos. Más allá de Jamapa, que pasa por Medellín, entre la Boca del Río y el Río Blanco, se extienden vastas praderas que contienen caballos, mulas y bueyes que toda Francia entera tal vez no produce. Yo mandé practicar allí un reconocimiento que habría podido reportarme algunos millares de cabezas y que no pasó de quitarle a un jefe de guerrillas muy conocido el producto de sus rapiñas. Varios cónsules, el de Francia, a la cabeza, vinieron a presentarle reclamaciones al almirante; los caballos y las mulas se pagaron muy por encima de su valor y los bueyes, que, más que todo, eran buena presa, encontraron también propietarios honrados.
Nosotros carecemos particularmente de aquello en que el país abunda. Muchos habitantes –haciendo poco caso de las sentencias de muerte dictadas por Juárez, porque se hallan más cerca de nosotros que de él- están dispuestos a entrar en relaciones con nosotros y a proveernos de lo que nos es necesario. Siguen el procedimiento usado en este país, dirigiéndose a terceros que se sirven de corredores y los corredores no hacen nada sin los cónsules. Cónsules, corredores y terceros se hacen pagar espléndidamente, estorban a su antojo las negociaciones, se entienden en caso necesario con algunos jefes de bandas de guerrillas y no entregan nada sin haber recibido dinero a dos manos.
Nuestros transportes cuestan medio millón por mes y no llevan más de 2,500 quintales a Orizaba; lo que hace que se pague más de dos francos de transporte por kilogramo. Los mayordomos, que reciben 65 francos por carro al día, tienen interés en no avanzar, es muy difícil hacerlos enganchar; a veces corren cuatro horas seguidas detrás de sus mulas, poniendo cara de que no pueden atraparlas y se meten adrede en los hoyancos, sobre todo cuando se entienden con las guerrillas; informan a estas últimas de todos nuestros movimientos. Muchos oficiales caerán y tales pormenores no llegan a conocimiento del comando.
Cuando el general De Lorencez y el subintendente Raoul organizaron estos transportes fue por el mes de diciembre o enero, ya que había pasado el tiempo de aguas; los carros que se deslizaban por el suelo como por una calzada. Nadie se podía imaginar las dificultades de la marcha por la tierra caliente en la estación actual.
Yo me inicié en África, en la época en que escoltaban todos los convoyes; acompañé más tarde los carros de cedro de Batana a Constantina, durante el invierno, por un terreno donde no había caminos; estuve muchas veces en Kamiech (?), en las trincheras de Sebastopol y en Balaklava durante el invierno de 1855; nunca vi nada comparable a las dificultades del camino de Veracruz a la Soledad en la presente estación. Es una vasta ciénaga, espesa, fangosa. ¡Hemos hecho 24 kilómetros en 12 días! Es evidente que en un caso así la escolta se come el convoy y, en lugar de llevar víveres a Orizaba, no se llevan sino consumidores.
No habiendo recibido órdenes ni instrucciones de nadie, hube de proceder según mis propias inspiraciones y, en vez de atravesar rápidamente la tierra caliente, según las instrucciones generales conocidas en París, pensé que era mi deber detenerme a la mitad y establecer un puesto provisional y cumplir mis funciones de comandante de vanguardia resumiéndolas así: despejar el terreno; abrir los caminos.
El terreno es infecto. La Soledad ha sido abandonada por sus habitantes. Todos los sucesivos convoyes han dejado los cadáveres en estado de putrefacción. El magnífico puente que unía las dos riberas fue quemado. El caudal de las aguas del río Jamapa interrumpirán las comunicaciones todavía durante dos meses, hasta que se fundan las nieves del pico de Orizaba. No hay vado en los alrededores. El de San Diego es imposible de localizarse en medio de una tierra que por deshabitada ha venido a ser virgen de nuevo y donde la vegetación tiene una fuerza prodigiosa.
¿Era preciso mirar correr el agua y aprovechar un momento de inesperada disminución del caudal para cruzar el río, arriesgándose así a consumir todo el convoy y tener que abandonar los carros para regresar hambreados a Veracruz, escoltando todavía durante 12 días esos malhadados carros en medio de pantanos, viendo a diario caer hombres y caballos vencidos por las enfermedades y las fatigas, presenciando su agonía sin poder llevarles socorro? ¡No! Sólo una cosa había que hacer. Establecerse en la Soledad, desinfectar ese lugar de paso, restablecer las comunicaciones entre las dos orillas y habilitarlo para la ocupación; reparar las casas abandonadas para guardar los víveres, las municiones y todo el material, restaurar los hornos, a fin de dar pan a la guarnición y a las tropas de paso, organizar una buena ambulancia para curar a los enfermos, aprovechar toda disminución del nivel de las aguas para hacer pasar a la otra orilla los carros vacíos… y establecido sobre el río por una balsa y una pasarela, remplazar los convoyes de carros entre Veracruz y la Soledad por convoyes de mulas, que harán cuatro viajes en 12 días.
En una palabra, mostrarse tan valientes ante la fiebre amarilla como ante el enemigo, probará a los mexicanos –que no cuentan más que con su clima para resistirnos- que la firme resolución de los solados del emperador es vencer todos los obstáculos y hacer creer a las tropas que nos siguen que la fiebre amarilla es un mito inventado con el propósito de enfriar su valor.
Por otra parte, mi general, tengo la satisfacción de comunicarle que desde la tejería he perdido sólo tres hombres, contando entre ellos al comandante Grivet, no obstante que tengo 199 enfermos en la ambulancia y muchos hombres fatigados en las filas. Venceremos la enfermedad y tomaremos posiciones aquí hasta que usted juzgue, por nuestras fatigas, que es tiempo de mandarnos remplazar. La moral de las tropas es excelente. Los hombres del 5° escuadrón del tren desentonan un tanto junto a mi tropa; vienen de Francia y casi todos son bisoños; pero se empeñarán y se pondrán a la altura de los demás.
Tengo la convicción, mi general, de que usted aprobará mis disposiciones.
Sin embargo, frente a las instrucciones del ministro que me obligan a atravesar rápidamente la tierra caliente, no dejo de inquietarme por la responsabilidad que asumo ocupando la Soledad. Espero que si me equivoco se considerará, por lo menos que al mantener aquí una parte de mi tropa, yo mismo quedo aquí. Hay circunstancias en la vida en que no se debe aceptar más guía que la propia conciencia.
Yo creo cumplir mi deber de oficial de vanguardia asegurando a nuestro ejército los medios de pasar y de vivir. El coronel Labrousse partió con un batallón para Orizaba escoltando un convoy de 60 carros de víveres. Ya se había hecho preceder por un convoy de 250 mulas de carga, cuyo regreso aguardo con impaciencia para servirme de ellas entre Veracruz y la Soledad.
Si usted aprueba mis disposiciones, espero que me expedirá todas las mulas que vengan de Francia o de África con las tropas que a la sazón escolten los carros civiles que nosotros haremos cargar. A lo menos, esas tropas saldrán ganando que en uno o dos días harán lo que nosotros hemos hecho en 12.
Dispuse que el correo de Orizaba fuera acompañado por una compañía de Zuavos hasta Paso del Macho; ésta regresará pasado mañana. El convoy de avituallamiento que le lleva este despacho va escoltado por 35 cazadores de África, un zuavo y los hombres disponibles del tren.
Aparte de estos destacamentos, no obstante un efectivo nominal de 1,459 que apuntala mi situación, apenas tengo el número de hombres válidos que se necesita para proveer a la guardia de las dos orillas y al servicio de la ambulancia, de la administración y de la barca.
Tengo a honra ser con respeto, mi general, su muy humilde y obediente servidor. El coronel.
Trimonnet (?)
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