Francisco Zarco, 23 de Noviembre de 1861
El Congreso estuvo ayer en sesión secreta para ocuparse de la convención firmada entre el señor Zamacona y Sir Carlos Wyke. La comisión de relaciones compuesta por los señores Lerdo de Tejada, Aldaiturriaga, y Lama como suplente, presentó un corto dictamen consultando la reprobación de la convención. Se empeñó una viva discusión, en la que el ministro de relaciones sostuvo la necesidad y conveniencia del arreglo. La sesión fue interrumpida por la manifestación de los artesanos que enviaron una comisión a la que se abrieron las puertas del Congreso, y entonces el señor Marroquí, médico del Hospital de San Andrés, habló en nombre de los peticionarios reclamando la subsistencia de las prohibiciones y oponiéndose a la rebaja de derechos. Hubo otro orador del pueblo que habló en el mismo sentido.
Continuó la sesión secreta, y a las nueve y media de la noche el dictamen de la comisión fue declarado con lugar a votar por 70 votos contra 29, quedando así reprobada la convención y frustrado el arreglo de la cuestión extranjera.
Ayer hemos hecho un extracto de la convención, sosteniendo que en ella no hay nada que sea humillante para México, nada contrario a su honra o su decoro, y no podíamos figurarnos este resultado.
Si el Congreso reprueba el arreglo celebrado por el Ejecutivo con tanto celo y patriotismo, parece que el Congreso quiere lanzar a la República a un rompimiento con la Inglaterra, pues no indica otro camino para evitar el conflicto. Tal vez falsas y exageradas ideas de dignidad nacional, han inspirado el voto de la mayoría. Sin embargo, es preciso examinar el fondo de la cuestión y considerar el actual estado del país.
La cuestión reducida a sus términos precisos, es ésta: ¿debe o no debe la República sumas considerables? ¿Las ha de pagar o no? ¿Habrá razón y justicia en negarse al pago de la deuda? Así fijaríamos la cuestión, aun cuando México fuera un país fuerte y poderosísimo. La nación más grande de la tierra, guiándose por principios de justicia, reconocería sus deudas y arreglaría el modo de satisfacerlas. No hay deshonra, no hay humillación en que un país, débil y aniquilado por sus infortunios, haga lo que haría en un caso igual una potencia de primer orden.
En la negociación, las exigencias de la Gran Bretaña se han moderado, se han reducido a justos límites, y, no nos cansaremos de repetirlo, en la convención no hay nada deshonroso ni degradante para nuestra patria. ¿Conviene que la nación declare al mundo que no quiere pagar sus deudas? ¿Cuál será el efecto de esta declaración?
El país no quiere la guerra con la Gran Bretaña, ni con ninguna otra potencia por cuestiones de dinero, que no son de dignidad. La dignidad aconseja reconocer y pagar esas deudas. El país no está preparado para la guerra, no tiene medios de resistencia, y aun cuando los tuviera, no se expondría a los azares de semejante calamidad, conociendo que no se apoyaba en principios de verdadera justicia.
En la complicación actual de nuestras relaciones exteriores, el arreglo con la Inglaterra es de la más alta importacia, porque él allana las dificultades de mayor gravedad, sienta un buen precedente para zanjar las dificultades con las otras potencias, y pone del lado de México a una potencia de primer orden, que no tiene ni miras de conquista, ni tendencias a una intervención política; sino que muy al contrario, simpatiza con nuestras instituciones y con los principios que ha conquistado nuestra revolución progresista.
El arreglo de las deudas que tenemos con la Inglaterra, nos parecía el medio más oportuno para moderar las exigencias que pudieran tener las otras naciones, y para la solución de la cuestión francesa y aun de la española.
En último caso, si fuera inevitable la guerra con España, sería hábil y político separar sus intereses de los intereses británicos, aislarla, por decirlo así, y lograr que sus pretenciones fueran contrarias a los demás intereses en México.
De todas estas consideraciones que creemos predominan en el espíritu público, se ha desentendido la mayoría del Congreso, y realmente no sabemos qué es lo que se propone, ni qué solución cree posible dar a las cuestiones extranjeras que amenazan al país con un terrible conflicto.
Si la cuestión se refiriera a puntos más o menos graves de la política interior, si fuera sólo cuestión de gabinete, la solución sería clara: consistiría en una crisis ministerial, y sería por lo mismo de orden secundario. Pero se trata de algo más importante: del decoro nacional, que se compromete si el país se rehusa a reconocer sus deudas y sus obligaciones; de la paz o de la guerra; del porvenir, no sólo de las instituciones, no sólo de la libertad política o civil, sino de la misma independencia de México que se pone en inminente peligro, y en verdad no por cuestiones de decoro y de honra, sino por cuestiones de dinero.
¿Es posible, es político, es patriótico, lanzar al país a los azares de una guerra con Inglaterra, con la Francia, y con la España? ¿Debe México sacrificar su honor su dignidad, y al fin su independencia, a un sentimiento de falso patriotismo, que no tenga ni siquiera la conciencia de la justicia? Creemos que pretenderlo es faltar a los más sagrados deberes e incurrir en una tremenda responsabilidad.
En nuestra propia historia hay ejemplos que debieran abrir los ojos a los que gustan de hacer vanos alardes de patriotismo. i Cuánto habría ganado la República si en vez de afrontar la guerra con los Estados Unidos hubiera reconocido la independencia de Texas en 1845!
No podemos por ahora extendernos en todas las graves consideraciones a que se presta la sesión de ayer. Sólo indicaremos que el Ejecutivo, que con tanto tacto, prudencia y patriotismo, había logrado un avenimiento satisfactorio y conveniente, está en el caso, y tiene el deber imperioso de insistir en pedir al Congreso la aprobación de la convención. Tiene este deber para con la nación, y al cumplirlo hará uso de uno de los derechos que le concede la Constitución, permitiéndole hacer observaciones a las resoluciones del poder legislativo. Si desalentado vacilara en hacer uso de este importante derecho, suya sería la responsabilidad.
Con precisión, con sinceridad, con energía, el gobierno debe decir al Congreso toda la verdad, debe hacerle comprender la situación, debe hacerle palpar cuáles serán las inmediatas consecuencias de un rompimiento con la Gran Bretaña; y si entonces la mayoría insiste en provocar el conflicto, obrará sin duda contra el sentimiento nacional y pondrá en peligro inminente la independencia de la República.
No queremos la paz a toda costa: preferimos sucumbir con gloria, a transigir con humillacion; pero no hay gloria en negarnos a reconocer nuestras obligaciones, ni puede haber honor en afrontar la guerra violando los principios de equidad y de justicia.
Amamos mucho a nuestro país; lo amamos más al contemplarlo débil, aniquilado, infeliz; y no queremos que sobre sus infortunios se eche una mancha, haciéndolo aparecer remiso y obstinado en el cumplimiento de sus obligaciones. Ambicionamos para México una gloria más pura, más brillante que la de victorias en la guerra: anhelamos verlo acatando los principios de verdadera justicia, esforzándose en cumplir sus compromisos, en proceder con equidad; sólo en el caso de que se pretenda humillarlo, vejarlo o ultrajarlo estaremos porque se sacrifique en la guerra.
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