Noviembre de 1861.
Hace algunos años que la situación de nuestros nacionales en México se ha resentido cruelmente, no sólo del estado de desorden del país, sino también de la inestabilidad de los gobiernos y de una continuidad de disensiones intestinas que ha producido varias veces la coexistencia de varias autoridades de hecho.
El respeto que la Francia profesa a la independencia de las demás naciones, le imponía el deber de no buscar el remedio de esos males sino por la vía de las reclamaciones diplomáticas, en tanto podía esperar que éstas no serían del todo ineficaces y mientras no veía en los perjuicios causados a sus nacionales sino las consecuencias momentáneas e inevitables del estado político de aquella República, tanto para ellos como para los ciudadanos de México.
Así fue como en 1852 se estableció la primera convención que debía asegurar el arreglo de las reclamaciones que existían en aquella época.
Los mismos hechos que habían hecho necesaria su conclusión, no tardaban, sin embargo, en reproducirse y abrían para los años siguientes una serie de nuevas reclamaciones para las cuales nuestros agentes en México no se encontraban en estado de obtener satisfacción en presencia de la impotencia del gobierno central para rehacerse del poder que se le escapaba en una gran parte del territorio para pasar a manos de los que lo combatían.
Ante la manifiesta inutilidad de los esfuerzos de nuestros agentes para obtener reparación de los perjuicios de todo género causados a sus residentes, pareció indispensable enviar en 1858 al almirante Penaud a Veracruz, con la misión de pedir en primer lugar el pago del atraso de la convención de 1853 y además indemnizaciones, cuya cifra era considerable para los franceses, que con posterioridad a esta convención habían sufrido actos de violencia y de pillaje en diversos puntos de México, cuyos actos habían sido cometidos por jefes o autoridades del gobierno establecido en Veracruz.
El comandante en jefe de nuestras fuerzas navales creyó deber obrar con suma moderación.
Se abstuvo de emplear medida alguna coercitiva y se contentó con negociar al principio de 1858 un convenio destinado a celebrar un nuevo arreglo, al menos en parte, de la cuestión de nuestras reclamaciones; pero apenas se había separado de Veracruz el almirante Penaud, cuando todas las dificultades que había debido suponer allanadas, volvieron a aparecer desde luego.
La coexistencia en México y Veracruz de dos gobiernos que se disputaban mutuamente su legitimidad y cuya impotencia para establecer una administración definitiva era tan grande, no sólo daba por resultado el perjudicar a cada instante los intereses de nuestros nacionales y aun crear a menudo entre ellos un desagradable antagonismo, sino que también nos colocaba muy a menudo en una posición en que se hacía imposible protegerlos.
Los embarazos de tal situación no sólo se hacían sentir por nosotros; las demás potencias europeas que tienen comprometidos grandes intereses en México, es decir, la Gran Bretaña y principalmente España, sufrían lo que nosotros.
Las preocupaciones de igual naturaleza que este estado de cosas debía, en consecuencia, inspirar a los tres gobiernos, los indujeron a pensar, según el juicio particular de cada una de las tres potencias, que la reconstitución de un poder único y supremo en México, cuya acción pudiera ejercerse en todo el territorio era el único medio de restituir a este país y a sus habitantes nacionales y extranjeros, el orden y la paz que profundamente turbaba una lucha sangrienta, cuyo término no podía preverse.
Por otra parte, no podía entrar en las miras del gobierno francés ni en las del británico, sofocar el resultado, prestando exclusivamente a uno de los dos partidos el apoyo material que le permitiese dominar al otro.
Desde entonces los dos gobiernos creyeron unánimemente que la sola marcha que debían seguir a fin de arrancar a México la anarquía que lo devoraba, consistía en interponer su mediación amigable entre los dos partidos, conduciéndolos así a que pudieran entenderse libremente sobre las condiciones de la reorganización fuerte y perdurable de México.
Las tentativas que bajo este aspecto surgieron inevitablemente con frecuencia en 1859 y 1860, fueron por desgracia infructuosas desde su iniciación.
Las indicaciones de los agentes extranjeros fueron rechazadas y vistas con indiferencia sus proposiciones conciliatorias, aun cuando las hubiesen despojado sus autores de cuanto pudiera darles una apariencia de ingerencia en los negocios interiores del país.
Es evidente que desde ese momento teníamos el derecho de asegurar, directamente y de la manera que juzgásemos más eficaz, la protección de nuestros nacionales y de sus intereses, si se persistía en hacer a la vez del estado político del país un pretexto para someterlos a toda especie de extorsiones y un argumento para prescindir de su responsabilidad y reparación.
Por eso pensamos en reiterar una vez más nuestros repetidos esfuerzos de conciliación, hasta que, a fines del año último, la situación se modificó completamente por los sucesos que precipitaron la caída del Gral. Miramón, instalando en el mismo México el gobierno que presidía el Sr. Juárez en Veracruz.
Los obstáculos que el estado de cosas anterior oponía al reglamento de nuestras reclamaciones, parecían dispersarse por el triunfo definitivo de una de las dos fracciones beligerantes.
Estábamos en presencia de un gobierno investido, en adelante, por la sola autoridad soberana en México.
Había, pues, llegado el momento de pedir de nuevo satisfacción a nuestras quejas, demasiado justas.
La esperanza de que serían escuchadas pareció realizarse un instante.
Los hombres en cuyas manos se encontraba completamente reconstituida la dirección de los negocios, parecían admitir nuestras proposiciones conciliadoras y nuestro representante en México que no vaciló en reconocer al nuevo gobierno, concluía con él una convención que parecía atestiguar un sincero deseo de resolver con equidad todas nuestras dificultades pendientes.
Ya nos felicitábamos de aquel resultado que, por su naturaleza, prometía la vuelta de la seguridad para nuestros conciudadanos allí establecidos y el mejoramiento para el porvenir de nuestras relaciones con México, pero el gobierno de Juárez cometiendo nueva y súbitamente los más deplorables errores de la administración mexicana, impulsó a las legaciones de Francia e Inglaterra a romper toda relación diplomática con él.
Propuso e hizo votar por el Congreso el 17 de julio último, una ley cuyo primer artículo sanciona la supresión durante dos años de las convenciones extranjeras; es decir, disuelve obligaciones solemnes, anula los compromisos contraídos y retracta todas las garantías de reparación que con tanto trabajo habíamos obtenido.
El gobierno mexicano ha querido explicar esta injustificable conducta con razones sumamente débiles; pero lo cierto es que ha querido disponer de los fondos sobre derechos de aduanas que estaban con antelación destinados para el pago de las convenciones extranjeras.
Una violación tan patente de compromisos indiscutibles manifestaba de un modo tangible su sistema de no respetar noción alguna de derecho ni de justicia, así que pudiera aprovecharse un obstáculo que se opusiese a sus conveniencias, sembrando de esta manera la duda en los representantes de Inglaterra y Francia, que decidieron entonces romper con él toda relación diplomática.
La actitud tomada por éstos, no podía menos de ser aprobada en París y Londres y, en consecuencia, se les ha hecho saber así, previniéndoles que se retirasen de México si no obtenían la derogación inmediata de la ley del 17 de julio último y el establecimiento en Veracruz y Tampico de comisarios designados por las potencias interesadas para asegurar que se les entregasen los fondos de las aduanas, consignados al pago de las convenciones extranjeras, así como el de las otras sumas cuya restitución se les debiese; además, tendrían los referidos comisarios facultad para reducir los derechos que en la actualidad se perciben en Veracruz y Tampico.
Como, según los últimos informes recibidos, no debía esperarse que el gobierno mexicano estuviese dispuesto a ver con deferencia estas demandas, hemos debido aceptar la necesidad de obrar de una manera directa y enérgica, con objeto de asegurar a nuestros nacionales la justicia y protección que les faltaban y el emperador ha decidido que se preparase con ese objeto una expedición contra México.
De lo que precede se deduce claramente, que si hemos llegado a este extremo, no ha sido sino después de haber agotado todos los medios que se nos podían ofrecer de velar pacíficamente por los intereses cuya defensa nos está confiada.
Tiempo ha que el emperador hubiera empleado con justificación la fuerza, para obtener la justicia que se le negaba, si no hubiera tenido el deseo de llevar su moderación hasta el último extremo.
Por esto es que ha tenido que resistir a las reiteradas y urgentes solicitudes que se le han dirigido pidiéndole su protección, las cuales tendían a convencerlo de que eran indispensables las medidas de rigor para hacer comprender a México que debía respetar la persona y los bienes de los residentes extranjeros.
En efecto, hay motivo de creer que los diversos partidos del país se han considerado todos igualmente dispensados de guardarles consideraciones y de hacerles justicia y con derecho de hacer pesar sobre ellos más particularmente los males de todo género que son el resultado de los trastornos políticos del país, es decir, los robos, los pillajes, las exacciones de todo género, la completa denegación de justicia; no hay un solo de estos actos de que no hayan tenido que quejarse nuestros nacionales.
La poca estabilidad de la administración les ha impedido recurrir seriamente contra estos abusos, que hay motivo de imputar, sobre todo, a los jefes que pertenecen al partido que está actualmente en el poder.
La opinión unánime de nuestros agentes es que en México hay la persuasión de la impotencia de las naciones extranjeras para reprimir semejantes males y, algunas palabras que se han escapado a los hombres que están a la cabeza del gobierno, no dejan duda de que los ha animado a cometerlos la confianza de que quedarían impunes.
El comercio extranjero, que paga ya casi la totalidad de los derechos de importación y exportación, que tiene que satisfacer los derechos de circulación, de patente, etc., etc., que está abrumado con los impuestos para la guerra, sujeto a impuestos que no son otra cosa que préstamos forzosos disfrazados, resulta que en resumen le da al gobierno mexicano las nueve décimas partes de sus recursos.
Así, pues, parece condenado a sostener exclusivamente a su costa la guerra civil, la cuál le causa mayor sufrimiento que a todos los demás, puesto que trae consigo la paralización completa de los negocios, quitándole toda seguridad en sus operaciones y exponiéndolo, como le ha sucedido muchas veces, a ver que uno u otro partido se haya apoderado de las conductas considerables de dinero que tiene la costumbre de remitir del interior a los puertos de embarque.
El gobierno mexicano necesita, sobre todo, dinero para llenar las arcas del tesoro público, que se agotan sin cesar por una dilapidación desenfrenada y, con objeto de proporcionarse recursos nuevos, no retrocede ante ninguna extorsión, ante ningún medio, por violento e inmoral que pueda ser.
Imposible sería hacer aquí la larga enumeración de las violencias y de los perjuicios causados a nuestros nacionales y no podría apreciarse el importe exacto de las indemnizaciones que tienen que reclamar bajo una u otra forma; pero su cifra, en conjunto, no podría ser de menos de diez millones, sin contar el desfalco de los pagos ya comenzados y que hoy están completamente interrumpidos.
Desgraciadamente, no han sido menos las violencias ejercidas contra las personas de nuestros nacionales, que las medidas injustas y vejatorias que tan gravemente los afectaban en sus intereses materiales.
Gran número de ellos se queja de haber sufrido prisiones arbitrarias o haber tenido que buscar su salvación en la fuga, después de haber sido robadas e incendiadas sus propiedades.
Ni nuestros mismos agentes han sido respetados.
Nuestro vicecónsul en Zacatecas ha sido encarcelado por haberse negado a satisfacer una contribución ilegal; nuestro vicecónsul en Tepic ha sido tratado de una manera tan cruel por una causa semejante, que murió a consecuencia de ello.
Es cierto que hemos obtenido una indemnización para su familia, pero uno de los autores de estas indignas violencias, el coronel Rojas, que debía ser destituido de sus grados y empleos, acaba de ser investido de un mando importante después de un aparente castigo y ha hecho su entrada, a la cabeza de sus tropas, en el mismo Tepic, habiéndose fugado una parte de su población al acercarse Rojas, temiendo y con razón, nuevas atrocidades de su parte.
Hace tres años que varios franceses eran asesinados en las calles de México y en estos últimos días los ataques contra ellos se han multiplicado de la manera más alarmante.
Las tristes noticias que hemos recibido sobre este asunto, nos hacen saber que varios de nuestros nacionales habían sido maltratados y puestos a rescate en diversos puntos, sin que las autoridades mexicanas se preocupasen en manera alguna para prestarles protección o perseguir a los culpables.
Ocho franceses han perecido ya de esa manera o sucumbido a consecuencia de las heridas que se les han inferido.
Poco ha faltado para que la persona de nuestro representante en México haya sido víctima de uno de esos atentados de que tan frecuentemente han sido objeto los extranjeros.
Así, pues, el gobierno del emperador ha dado pruebas evidentes de su extremada bondad, para estar hoy autorizado a pedir cuenta a México de los agravios cuya medida ha colmado por estos últimos actos, por otros medios que no sean la vía ineficaz de las negociaciones.
La Gran Bretaña y la España, que tienen también que exigir a México la reparación de sus propios agravios, no menos numerosos ni menos graves que los nuestros, van a asociarse a las medidas coercitivas que la conducta de las autoridades mexicanas ha hecho necesarias y las fuerzas combinadas de las tres potencias emprenderán las operaciones convenientes para conseguir el objeto que dichas potencias se proponen.
(Antoine Edouard) Thouvenel
Es copia tomada de los documentos presentados a los cuerpos colegisladores del imperio por el gobierno francés.
Saratoga, octubre 2 de 1862.
(Matías) Romero
Fuente:
Benito Juárez. Documentos, Discursos y Correspondencia. Selección y notas de Jorge L. Tamayo. Edición digital coordinada por Héctor Cuauhtémoc Hernández Silva. Versión electrónica para su consulta: Aurelio López López. CD editado por la Universidad Autónoma Metropolitana Azcapotzalco. Primera edición electrónica. México, 2006.
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