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Selección de textos y documentos:

Doralicia Carmona Dávila

© Derechos Reservados
ISBN 970-95193

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1861 Contra la amnistía. Ignacio Manuel Altamirano.

Julio 10 de 1861

 

 

EL PRESIDENTE.-El C. diputado Altamirano tiene la palabra en contra. El diputado Altamirano:

Con toda la conciencia de un hombre puro, con todo el corazón de un liberal, con la energía justiciera del representante de una nación ultrajada, levanto aquí mi voz para pedir a la cámara que repruebe el dictamen en que se propone el decreto de amnistía para el partido reaccionario.

Y pido así, porque yo juzgo que este decreto sería hoy demasiado inoportuno y altamente impolítico.

Comenzaré diciendo que respeto como nadie las virtudes de los señores diputados que han suscrito el dictamen, que reconozco en ellos un excelente corazón lleno de sensibilidad y de clemencia; pero entiendo que ellos se han equivocado al creer que debía la nación perdonar a sus enemigos con la misma facilidad con que estos señores por su carácter generoso perdonan a los suyos. Es decir, han confundido a su propio individuo con la nación entera, y en eso está el error, en mi concepto.

Cumplido este deber que me imponía mi franqueza, voy a abordar luego la cuestión.

He dicho que el decreto sería inoportuno e impolítico. He aquí mis razones:

Sería inoportuno porque la clemencia, como todas las virtudes, tiene su hora. Fuera de ella no produce ningún buen resultado o, hablando con toda verdad, produce el contrario del que se deseaba.

La amnistía, señor, es el complemento de la victoria, pero debe seguir inmediatamente a ésta. La historia de todas las naciones nos lo dice, y está en la naturaleza de las mismas cosas.

Un vencedor que acaba de derrotar a sus enemigos, que aún conserva en sus manos la espada sangrienta de la batalla, a quien se supone sañudo aun y sediento de venganza, y a quien se ve repentinamente deponer la expresión terrible del semblante, arrojar esa espada amenazadora y abrir los brazos para estrechar contra su seno a sus enemigos humillados y trémulos de espanto, a este hombre, digo, se le admira y se le ama.
 
La grandeza de alma seduce porque el corazón humano admira por instinto todo lo que es grande y sublime. Cayo Cesar se conquisto más simpatías con su generosidad en Roma que con su espada en Francia, y los romanos, ebrios de entusiasmo y de gratitud, dedicaron en su honor el Templo de la Clemencia.

Enrique IV, el hugonote, se hizo amar de sus antiguos enemigos con su perdón general.

Pero Cesar y Enrique IV fueron oportunos.

Porque, en efecto, señor, la amnistía es el olvido total de lo pasado, es un perdón absoluto: la amnistía debe concederse como un don de la misericordia, como una concesión que hace la fuerza a la debilidad; es la cólera que absuelve al arrepentimiento. Pero nosotros ¿nos hallamos en ocasión de perdonar? He aquí la cuestión. Y puede responderse con igual exactitud: "Ya no es tiempo o todavía no es tiempo".

Si después del triunfo de Calpulalpan el gobierno hubiese soltado una palabra de amnistía; si hubiese abierto los brazos a los enemigos de la paz pública, esto habría sido inmoral, pero quizás habría tenido éxito, porque tengo por cierto que al gobierno liberal le quedaban entonces dos caminos que tomar: el de la amnistía absoluta, franca, o el terrorismo, es decir, la energía justiciera.

El gobierno no tomó ninguno de estos dos senderos, sino que, vacilante en sus pasos, incierto en sus determinaciones, rutinero en sus medidas, fue generoso a medias y justiciero a medias, resultando de aquí que descontentó a todos y se hizo censurar por tirios y troyanos.

Y no se diga que calumnió: la nación lo sabe; México lo ha visto; cuando se esperaba justicia seca y dura, el gobierno desterró a los obispos en vez de ahorcarlos, como lo merecían esos apóstoles de iniquidad; echó a unos empleados y a otros no, de los que habían servido a la reacción; perdonó a Díaz, cuyo cráneo debía estar ya blanco en la picota; fusiló a Trejo, porque aunque era culpable pertenecía a la canalla y perdonó al asesino Casanova porque era decente y tuvo quien se empeñase por él; absolvió a Chacón; consintió a Caamaño, fue el juguete de Montaño, iba a emplear a Ismael Piña y, en fin, él tiene la culpa de que muchos de esos bandidos se hayan ido con Márquez, y ha mostrado suficientemente que no tiene ni el don de la oportunidad ni el valor de la justicia.

El resultado ya lo estáis viendo, legisladores; nada os diré acerca de él.

Pues bien, lo que no se hizo después de Calpulalpan es ya imposible ahora.

El gobierno con sus desaciertos hizo que la revolución no terminase entonces definitivamente; hizo que se perdiese más en seis meses de lo que se perdió en tres años, porque la nave constitucional que tan serena ha caminado en tiempo de tormentas está próxima a zozobrar al tocar el puerto; sí, señor: hoy, pese a los optimistas, nos hallamos en plena revolución; hemos sufrido serios descalabros; la reacción es imponente; no vencerá, pero se bate con una fiereza terrible; la gran victoria no está muy cercana, los reaccionarios que no están en campana suministran toda clase de recursos a los que están; esas infelices que gimen en las escondites, como dice el señor Montes, conspiran desde allí de mil maneras; las esperanzas de esta facción maldita renacen; las partidas de Márquez acaban de visitar las calles de la capital y ... ¿es ahora cuando vamos a ofrecer la amnistía?

¡Hermosa ocasión por cierto!

La amnistía ahora no sería la palabra de perdón, no sería la caricia de la fuerza vencedora a la debilidad vencida; sería... una capitulación vergonzosa, un paracaídas, una cobardía miserable.

No; la representación Nacional no abdicará de ese modo su dignidad, no irá de rodillas a poner su ley en manos de los bandidos, no rendirá esos parias al Moloch del clero.

Si tal hiciese, maldeciría yo la hora en que el pueblo me ha nombrado su representante.

Reflexionad, legisladores: si hoy decretásemos la amnistía, el partido reaccionario diría y con razón: "Nos tienen miedo y nos halagan". "El Congreso fija la vista con terror en el sombrío Monte de las Cruces y en el cadalso de Ocampo y teme por sí mismo." Y no, ¡vive Dios! El Congreso no teme, porque el Congreso es la nación, y la nación que ha luchado por tanto tiempo contra las grandes huestes de estos forajidos no vendría ahora a temblar delante de uno solo.

Ya veis pues que la ocasión no es propia, y por lo mismo el decreto sería inoportuno.

He dicho que sería además impolítico, porque es impolítico todo aquello que no conduce a la felicidad pública, todo aquello que no tiende al buen gobierno de los pueblos. '

Hasta aquí, señor, se ha creído en México que la política consiste en la vergonzosa contemporización con todas las traiciones, con todos los crímenes; hasta aquí ha sido la divisa de la mayor parte de nuestros gobiernos, el hoy por  ti y mañana por  mi. Pues bien, señor, eso es infame; esa será una política, pero una política engañosa e indigna.

Nosotros pertenecemos al partido liberal, que es el partido de la nación, y no debemos aquí imitar al viejo dios marino, tomando diferentes formas y disfraces; aquí debemos tomar nuestro color propio y seguir rectos nuestro programa. Basta de Proteos políticos influenciando en la opinión.

O somos liberales o somos liberticidas: o somos legisladores o somos rebeldes: o jueces o defensores.

La nación no nos ha enviado a predicar la fusión con los criminales, sino a castigarlos.

Lo contrario sería hundirla en un abismo de desdichas y de horrores. Perdonar al partido conservador en México jamás ha producido buenos resultados: sería impolítico, pues, perdonarlo más.
 
La clemencia en teoría es bellísima, lo confieso; pero en la práctica nos ha sido siempre fatal. Nos bastará echar una ojeada retrospectiva a nuestros últimos años. Os referiré hechos individuales, y los referiré porque los hechos personales caracterizan al individuo colectivo; porque ellos son el resultado del programa de una facción.

Después de la revolución de Ayutla, el ilustre general Álvarez determinó perdonar a todos los santannistas, que, no pudiendo vencerlo, llevaron el incendio y el asesinato a los pobres pueblos del Sur. Jamás había sido llevada la clemencia a un grado tal de abnegación. Estando en Cuernavaca llamó a don Severo del Castillo, y este caballero de la edad media, este tipo de delicadeza militar, acudió al llamamiento al cabo de mil instancias y órdenes. El general Álvarez le recordó el hecho infame de haber incendiado su modesta finca rural. Castillo se disculpó temblando; entonces el general le dijo: que en pago de aquella acción le confiaba el mando de su antiguo batallón de Zapadores. Castillo, conmovido o fingiendo conmoverse por esta hermosa acción, iba a postrarse a los pies del anciano caudillo cuando éste lo contuvo, diciéndole que no le agradaban esos actos, que degradaban al hombre y envilecían al soldado.

Castillo, agradecido, juró eterna fidelidad al gobierno de Ayutla; y ¿qué sucedió? Ya lo sabéis: a pocos días, con la brigada que le había confiado Comonfort, se pronunció contra el gobierno.

Y ¿Osollo, perdonado y mimado vergonzosamente por Comonfort? Y ¿Miramón perdonado también? y Gutiérrez y tantos otros cuya lista es larguísima, ¿qué han hecho? Creer la clemencia debilidad y morder la mano que se les alargaba. He citado hace poco a Chacón, a Caamaño, a Montaño y a otros que están con Márquez, y debo añadir todavía: ¿qué hicieron los prisioneros que González Ortega salvó en Silao? ¿No los volvió acaso a encontrar en Calpulalpan? Señor: al partido reaccionario lo caracteriza la ingratitud, y ser generoso con ingratos es sembrar sobre rocas, aquí y en todos los pueblos.

Dije que Cesar y Enrique IV habían sido oportunos, y a pesar de esto la ingratitud, no el amor patrio, arma los brazos de Bruto y Casio contra su bienhechor, que los había perdonado y agraciado con la pretura; y el fanatismo puso el puñal en manos de Ravaillac. Pues bien, aquí nos encontramos precisamente con la ingratitud y el fanatismo.

¿Y nosotros vamos aun sin escarmentar, a ofrecer a los enemigos de la nación oportunidad de hacernos mal?

Sobre todo, señor, ¿se trata de perdonar delitos leves? No: se trata de perdonar un crimen, el más grande de todos, el de lesa nación.

La República mexicana se había constituido; ella había elegido popular y espontáneamente su gobierno y se había dado una ley fundamental. Pues bien, estos hombres han atentado contra ese gobierno y contra esa ley, y han atentado llenando de luto, de desolación y de sangre a la nación entera. No hay un lugar en la República que no esté señalado con la huella salvaje de esa facción rebelde. No hay crimen que no haya cometido. ¿Se necesitará recordar los asesinatos de Tacubaya, de Cocula y de la Esperanza; se necesitará evocar las sangrientas imágenes de Larios, de Ocampo, de Degollado y de Valle? ¿será preciso que veáis las propiedades destruidas, los campos talados, los pueblos pereciendo de miseria, la bancarrota en el erario y nuestro suelo todo manchado aun con la sangre de nuestros hermanos?

Y mirad que en todo esto no sólo tiene culpa el jefe que manda, sino también el subalterno que obedece, porque todos son ruedas y partes de esa máquina horrible de destrucción.

¿Y vamos a perdonar a esos hombres? ¿Es que no advertimos la indignación nacional?

¿Es que no conocemos lo que es justicia?

No: seamos una vez dignos, seamos una vez justicieros. Ya basta de transacciones y de generosidad estéril. ¡Justicia y no clemencia!

Vergüenza da, señor: se está absolviendo en nuestra presencia a muchos criminales y no alzamos la voz; aun viven Isidro Díaz, Casanova y muchos de esos acusados; su causa lleva trazas de no acabarse nunca; la justicia nacional reclama su castigo; el verdugo debía haber dado cuenta de ellos hace tiempo, y es de creerse que, lejos de sufrir la pena merecida, dentro de poco vayan a dar un paseo por Paris, si es que no los encontráis un día por las calles.

Esto repugna: por fin, ¿la majestad nacional ha de seguir siendo el rey de burlas de todos los bribones? ¿No hay aquí respeto a la virtud y odio al crimen? ¿Se castiga al asesino de un hombre, al ladrón de un caballo, y no hay pena para el que incendia pueblos enteros, para el que roba los caudales públicos, para el que vierte a torrentes la sangre mexicana?

En vez de leyes orgánicas, en vez de castigos prontos, en vez de alzar la guillotina para los traidores, se nos pone delante una tímida ley de amnistía. ¿Y esto en momentos de ver los cadáveres de nuestros hombres ilustres con los cráneos deshechos, con la horrible equimosis que produjo la cuerda con que los colgaron?

¡Oh manes de nuestros amigos sacrificados... pedid venganza a Dios...! ¡Nosotros pensamos perdonar a vuestros verdugos y a los amigos de vuestros verdugos!

Yo bien sé que disgusto a ciertas gentes expresándome así, con esta energía franca y ardorosa; yo sé que no son estos los sentimientos de esos políticos de biombo que estuvieron impasibles durante la lucha, sin apiadarse de la aflicción de la patria y complaciéndose en los horrores que pasaron fuera de la capital.

Pero yo no fulero transacciones; yo soy hijo de las montañas del Sur y desciendo de aquellos hombres de hierro que han preferido siempre comer raíces y vivir entre las fieras a inclinar su frente ante los tiranos y a dar un abrazo a los traidores.

Sí; yo pertenezco a esa falange de partidarios que pueden llamarse "los Bayardos del liberalismo”, sin miedo y sin tacha.

Desde que salí de las costas para venir a este puesto me he resignado estoicamente a perder la cabeza, y mientras yo no la tenga muy segura sobre mis hombros, no he de otorgar un solo perdón a los verdugos de mis hermanos. Yo no he venido a hacer compromisos con ningún reaccionario, ni a enervarme con la molicie de la capital, y entiendo que mientras todos los diputados que se sientan en estos bancos no se decidan a jugar la vida en defensa de la majestad nacional, nada bueno hemos de hacer.

Pero yo creo que el Congreso sabrá mostrar a la nación que se halla a la altura de sus deseos y que comprende su misión santa. Yo creo que el legislativo dirá con frecuencia al ejecutivo, en presencia de cada malvado, lo que Mario a Cinna en presencia de cada enemigo: "Es preciso que muera".

Nosotros debemos tener un principio en lugar de corazón. Yo tengo muchos conocidos reaccionarios; con algunos he cultivado en otro tiempo relaciones amistosas, pero protesto que el día en que cayeran en mis manos les haría cortar la cabeza, porque antes que la amistad está la patria; antes que el sentimiento está la idea; antes que la compasión está la justicia.

¡Y qué!. ..¿El señor Ocampo, un solo hombre, tendría la grandeza de alma necesaria para decir: "Yo me quiebro, pero no me doblo"; y el Congreso, es decir, la nación entera, iría a decir ahora: "¡Yo sí me quiebro y me doblo y me arrastro?"

Es un insulto a la Representación Nacional suponerlo.

Yo os ruego, legisladores, que pongáis la mano en vuestro corazón y que me digáis: ¿podrá haber amistad alguna entre el partido liberal y el reaccionario? ¿Se unirán los hombres del siglo XV con los del siglo XIX? ¿Los hombres y las fieras?

No: ellos o nosotros; no hay medio.

Si pensáis que ese partido está débil, os equivocáis; carece de fuerza moral, es cierto; pero tiene la física. Se han quitado al clero las riquezas, pero no pueden quitársele sus esperanzas; y, sobre todo, esos bandidos que capitanea Márquez, acabando de rumiar el último pan del clero, se lanzan ya sobre la propiedad de los ciudadanos, y ved qué porvenir se espera a México todavía por algunos años si la mano terrible de un gobierno enérgico y poderoso no viene a salvar la situación.

No: reprobad ese dictamen; perdonar sería hacerse cómplice. Jesucristo perdonaba en su cadalso a sus verdugos, pero se trataba de ofensas personales y no de las de una nación infeliz... No imitéis a ese mártir generoso por qué no estáis en su caso y perderíais con vuestro evangelismo exagerado a la República. Levantaos justos, severos, terribles, y decid a los rebeldes lo que Dios, por boca del profeta: ¡Empleasteis la espada... y la espada caerá sobre vosotros!

FUENTE: Altamirano, Ignacio Manuel. Discursos, París, Biblioteca de la Europa y la América, 1892, pp. 25-40.