16 de Septiembre de 1860
Excelentísimo señor don José de Emparan.
SEÑOR de mi distinguida consideración y aprecio: Contesto la muy atenta de usted de fecha de ayer en que me pide, por encargo del excelentísimo señor Presidente y acuerdo de la Junta Patriótica, según se digna manifestarme, el discurso que pronuncié la tarde del 16. Acompaño a usted dicho discurso, que ciertamente no merece los honores de la publicación, pues a más de ser obra de mi corta capacidad, ha sido escrito en muy reducido tiempo, habiéndome impedido usar del necesario algunas atenciones personales y otras públicas de carácter muy diverso. Sin embargo, tal cual es lo remito a usted, suplicándole se imprima en unión de esta carta, como una satisfacción al ilustrado público de Veracruz que me honró inmerecidamente designándome, por medio de la respetable Junta que lo ha representado, para que, con un discurso en la noche del 15, contribuyese al realce de la función. El público tenía derecho a exigirme, si no una producción de mérito, que nunca pudo esperar de mí, al menos otra que revelara más meditación y esmero.
Quedo de usted, como siempre, atento amigo y obediente servidor Q.B.S.M.
Ignacio Mariscal
¡Hermoso espectáculo, conciudadanos, el de un pueblo luchando por la libertad! Ese pueblo cumple su destino, el destino de la gran familia humana, la voluntad de Dios. Y nada en la creación es tan bello, nada tan grande, nada hace latir el corazón de entusiasmo, como lo que entraña un movimiento, una lucha tal vez, lo que deja entrever un más allá, porque abre un horizonte a la esperanza. Por eso es tan hermosa la tempestad que precede, con sus broncos rugidos y sus pavorosas tinieblas, al benéfico arrullo de la calma, a la pureza diáfana de los cielos; por eso hay tanta belleza en la aurora, que anuncia el resplandor triunfante del sol, en el capullo que rompe sus endebles ligaduras para brincar con una flor, para anunciar un fruto. Por eso es tan bella, tan interesante la historia; porque su inmenso teatro es un campo de batalla en que la humanidad, ese gigante de incontables cabezas, de infinito número de brazos, pelea tenazmente por ganar las alturas, por avanzar sus posiciones; y cl espíritu que lo anima, el espíritu humano, como unidad colectiva, prepotente, dirige y aprovecha las victorias que el colosal guerrero va alcanzando. Si de la historia de los pueblos convertimos las miradas a la de un pueblo en particular, a la nuestra, conciudadanos, a nuestra historia de familia ¡ cuán grande y sorprendente no debe ser para nosotros el cuadro de una lucha que despuntó en Dolores con un grito de furor, arrancado de un alma sublime, de un alma generosa, envenenada por la opresión ! Lucha que con aparentes treguas, con engañosos respiros, periodos de fermentación sorda y latente, ha durado desde entonces, dura aún y es hoy flagrante, encarnizada; devorador incendio que consume la fábrica ruinosa del siglo xvr, en que hoy se parapetan nuestros enemigos.
¡Oh, si pudiera, con mis pobres conceptos, con mi ingenio pobre y abatido por la adversidad, diseñar a grandes toques las tremendas peripecias de esa lucha, sus causas providenciales, sus tendencias magníficas, la pasión que la anima y engrandece, el pensamiento que la encubre con sus alas! Ya que esto no me sea posible ¿por qué no me es dado abriros mi corazón en este instante y daros a leer, corno en un libro, los sentimientos que lo agitan, la lucha que en él también se está librando, el temor que lo embarga en vuestra presencia, el entusiasmo que lo arrebata con los recuerdos de heroísmo que vagan hoy en nuestra atmósfera, con la perspectiva y el estruendo de la gran revolución que nos empuja hacia adelante?
Conciudadanos: el hombre ha recibido de su criador un don precioso, para rescatar de algún modo la imperfección de su naturaleza. Este den es la perfectibilidad, la facultad de adelantar, de mejorar su condición sobre la tierra, ora física, ora moral, o socialmente considerada. El medio para lograr ese perfeccionamiento, ese adelanto indefinido pues no tiene límites hasta ahora descubiertos, no es otro que la libertad. El camino que el hombre atraviesa en sus conquistas, cada vez más importantes: he aquí lo que llamamos progreso. En todo se percibe, en todo puede señalarse el progreso humano al través de los siglos; y los que lo niegan, o es que lo aborrecen, torpemente interesados en contrariar su impulso, o que ofuscados por el despecho, abrumados por el infortunio que doblega sus frentes, se levantan dentro de sus almas vanos y temerosos espectros, y ya no tienen ojos para ver la luz de la historia, para medir los pasos que la humanidad adelanta en su camino.
Sin embargo, en todo se revela el progreso; visible como el sol, innegable como la evidencia: desde la flecha, hasta cl cañón rayado; desde el hacha y el lenguaje más rudo, hasta las máquinas de vapor y la electricidad, ese Mercurio que la ciencia arrebató del cielo para el servicio de los hombres : desde la ignorancia de la naturaleza, explicada alguna vez con el ministerio de los ángeles, hasta el Cosmos de Humboldt; y en la esfera moral, en la política, desde la esclavitud, las castas y los sacrificios humanos; desde el tormento, la inquisición y la instrucción monacal; desde el feudalismo, la autocracia y los monopolios; hasta la libertad, la igualdad y la fraternidad humanas; hasta el cristianismo, la jurisprudencia moderna, la enseñanza popular, el comercio libre, la libertad de conciencia, la democracia en fin; y como un porvenir deslumbrante, el socialismo; sueño dorado, misterioso, que profetiza al mundo su destino.
Este movimiento general del espíritu humano en todas las naciones, este crecimiento y desarrollo incontrastables, se verifican también en cada pueblo aisladamente considerado: con el resultado de esas fuerzas, de esas energías individuales que conspiran a un gran fin providencial; a la manera que en nuestro cuerpo, la vida y el crecimiento orgánicos son consecuencia de la acción, del desenvolvimiento de cada órgano en particular.
Mas no todos los pueblos se desarrollan con la misma facilidad, no todos siguen el torrente de la civilización con la misma rapidez : los hay que tropiezan en una infinidad de escollos, o que cuentan con escasas fuerzas para emparejarse a los más adelantados. Entonces el ejemplo de éstos los anima, despierta en ellos una grande emulación; y cuando así no acontece, una fuerza oculta, irresistible, los arrebata con desmesurada violencia a un término desconocido, cada vez más lejano, pero siempre en el rumbo general de la civilización. Así tienden todos a mezclarse, a confundirse en un solo movimiento, y los que, por circunstancias especiales, permanecen un tiempo estacionados de repente se lanzan presurosos, como avergonzados de su inercia, y luchan por igualarse a los demás, semejantes a unas olas que impulsadas del viento se atropellan para ir a perderse en una inmensa oleada.
Siempre hubo en el mundo esta gran tendencia niveladora de unos pueblos con los otros; y ella es la que hace a los pueblos jóvenes correr a grandes pasos el sendero que lentamenta atravesaron los más antiguos. Ella la que hizo a la Europa igualar, sobrepujar los adelantos artísticos que la China, como un mundo aparte, había logrado en una sucesión de siglos; descubrir y depurar las verdades filosóficas, morales, que dormían en la India o en Egipto el pesado sueño de las momias. Por ella los Estados Unidos, esa gran República que no cuenta un siglo de existencia, se ha desarrollado, ha crecido hasta rivalizar con su antigua metrópoli, en industria, en comercio, en vida material; eclipsándola en el vuelo inmenso que ha sabido imprimir a su vida moral, a la gran palanca de las sociedades modernas: la libertad civil y religiosa. La libertad, semilla preciosísima que la Inglaterra dejó caer en su colonia, y que germinando en aquella tierra virgen, bajo el sol fecundante de América, echó profundas raíces, y hoy convertida en árbol majestuoso, brinda con su sombra a los desvalidos europeos.
Mas sí la tendencia de que me ocupo ha sido de todos los tiempos, con especialidad puede asegurarse que es del siglo presente; de este siglo en que el pensamiento recorre todas las zonas, habla todas las lenguas y se personifica en todas las razas; de este siglo de expansión, de comunicación interna y activa entre los pueblos; como entre hermanos industriosos que olvidan pueriles discordias para ocuparse de intereses serios y comunes; de este siglo en que las brisas llevan sobre sus alas una idea de un país a otro país, las olas hacen rodar un pensamiento de una orilla hasta la opuesta; de este siglo que borra las fronteras de los pueblos entre nubes de vapor; y que preparando la grande obra del socialismo, el ideal de los modernos pensadores, la democracia universal, ha osado poner en conversación amigable, en contacto espiritual y místico al viejo Continente con el nuevo, tendiendo por debajo del océano un cable magnético; ¡nervio de sensibilidad y movimiento para la vida de dos mundos!
Pero esta ley de desarrollo que cumple la humanidad, que obedece cada pueblo por su parte, es una ley de lucha, de pelea incesante, una ley de guerra sin cuartel. Los adelantos de la humanidad son verdaderos triunfos, conquistados en la rigurosa acepción de la palabra. En la esfera moral y en la región política, se verifica lo que en toda la naturaleza; hay un perpetuo antagonismo, una constante pugna entre elementos irreconciliables, sin que por eso se trastorne el orden general, sin que se perturben las leyes de la creación. No hay grande idea, no hay verdad de importancia práctica y trascendental, que no se haya extendido por el mundo entre el fragor de las armas, que no se haya bautizado con torrentes de sangre. Primero lucha en el campo intelectual; y del gabinete, del liceo, o de los dominios de la imprenta, salta de repente a la campaña encarnada en valerosos ejércitos. La historia de todos los pueblos lo confirma. Recordad, si no, la lucha de Inglaterra para establecer su sistema representativo, la de la patria de Washington para conquistar su independencia, los aterradores cuadros de la Revolución francesa, de esa tragadia sublime que alumbra con la luz del rayo las amplias decoraciones de la historia moderna.
Recordad sobre todo, conciudadanos, la guerra de nuestra independencia, esa lucha tenaz de once años, esa lucha sostenida con tanto ardimiento, en que manaron ríos de lágrimas y sangre, pero en la cual se representaron también escenas tiernísimas de abnegación, de sacrificio patriótico, de magnanimidad sobrehumana: guerra que por su trascendencia infinita, por la alteza del sentimiento que la inspiraba, es un gran poema épico, lleno de episodios interesantes y grandiosos, de hazañas sublimes, que apenas se conservan en la memoria de los contemporáneos, porque no ha habido un Romero que las cante, ni un Tácito que las narre a la posteridad.
Yo no os relataré, conciudadanos, ninguno de los trances de esa lucha gigantesca. ¿Cómo pudiera hacerlo en mi desaliñada alocución? No me atrevo a retocar los luminosos rasgos con que vuestra fantasía os retrata al vivo esa contienda. ¡ Cuadro bellísimo que ofrece en primer término la grandiosa figura de Hidalgo, como un anciano colosal, coronado con el resplandor del genio, y allá en vaporosa lontananza todo un pueblo grande y libre! Dejadme solamente rccordaros que aquella obstinada pelea, gloria inmortal de nuestro suelo, su timbre el más brillante, fue terrible, sangrienta, llena de estragos y de ruinas; se dilató por todo el virreinato como una inundación de lava candente. En ella conquistaron sus laureles Hidalgo, Allende, los Aldamas, y luego Morelos, Matamoros, los Bravos, por último Guerrero; en ella se cubrieron de eterno baldón los Callejas, los Régules, los Condes de la Cadena. Mas ya veis, conciudadanos, que fue precisa la sangre, que fueron inevitables la devastación y los horrores de la guerra para extender una idea en el país, para hacer sentir la necesidad de la independencia a las clases privilegiadas; clases ricas y embrutecidas en la molicie de una servidumbre que las dejaba solazarse oprimiendo al pueblo desvalido.
Ya vereis que si la guerra es un gran mal, la mayor de las calamidades después de la tiranía, es, con todo, un mal necesario, una condición indispensable para el desarrollo de los pueblos, para su adelanto en la carrera de la civilización. Triste verdad, conciudadanos, pero verdad incontestable. Resalta en nuestra historia, como en la de todas las naciones. Llegará tal vez un día en que la humanidad, cansada de verter sangre, sintiendo un hondo remordimiento por tanta inútil matanza, rompa los instrumentos de guerra, o los guarde en los museos de antigüedades, como unos monumentos de barbarie inconcebible : un día en que toda lucha sea una discusión pacífica, sin más armas que la razón, sin otro objeto que el descubrir la verdad y rendir homenaje a la justicia. Pero ¡ ay!, ¡ cuán distante se halla aún ese hermoso díal... si es que su perspectiva encantadora no viene de un miraje con que nos engaña el horizonte.
Entretanto la guerra, la asoladora guerra es nuestro destino, y sólo por medio de ella podemos alcanzar algunas treguas de paz y de bonanza, mejoras y adelantos duraderos. Sin las guerras de 147octezuma y sus antecesores, el imperio de Anáhuac no habría existido, y los aztecas no se hubieran elevado al poder e ilustración en que los sorprendió Cortés. Sin la guerra de la conquista, echando a un lado los asesinatos, que sólo sirvieron para afearla, la dulce moral del cristianismo y algunos elementos de civilización europea, no se hubieran desde luego trasplantado a estas regiones. Por último, sin la guerra de los insurgentes, a quienes dio el ejemplo Hidalgo, no se hubiera realizado nuestra independencia, como no se realiza aún la de Cuba, y como nunca lograría la Italia conquistar su unidad, su existencia de grande y generoso pueblo, sin ahogar en sangre a sus tiranos, sin sacudirse, como ahora se sacude, hasta sus cimientos, sin imitar en sus erupciones al Etna y al Vesubio.
La guerra de los insurgentes concluyó, después de inmensas fatigas y de martirios sin cuento, por una transacción, por un acomodamiento entre las partes, que debía aplazar las cuestiones más difíciles. Se logró la independencia; y esto era ya un gran bien, un paso agigantado; pero quedó para después el asegurar la libertad, esa obra maestra de la civilización moderna. El aclimatarla en el país iba a ser un trabajo de Hércules, empresa superior a los recursos de entonces, porque la planta era completamente exótica en nuestro suelo. ¡ Oh! ¡ Si hubiéramos tenido la fortuna de los hijos de Washington! Sus padres les infundieron con la sangre el sistema representativo, sus madres los amamantaron con la libertad civil y religiosa. Ellos no tuvieron que luchar más que para romper una tutela, ya inútil y estorbosa. Se emanciparon como el joven que llega a la edad viril, y bien educado, poseyendo la ciencia de la vida, la práctica de los hombres, se lanza al mundo con la audacia en la frente y el sentimiento de su fuerza en el alma. Nosotros, conciudadanos ¡ ah ! ¡ Nosotros fuimos muy desgraciados ! Nuestros padres no pudieron darnos más de lo que ellos tenían: nada en política y administración; ideas de obediencia monástica, superstición, rutina y miseria. Con razón, pues, hemos tenido que hacerlo todo, con razón peleamos para todo, y hemos consumido cuarenta años en sangrientas agitaciones, mientras que los Estados Unidos, tomando la civilización de Europa en su apogeo,tomándola en industria desde el vapor, en política desde el sistema representativo, desde la libertad civil y religiosa, han podido dar a los intereses prácticos de la humanidad un desarrollo desmedido, incomparable.
Mas no nos desalentemos, conciudadanos; a nosotros nos toca luchar, seguir luchando para derrocar el edificio viejo, que ya cruge y se desploma a fin de levantar sobre sus ruinas el grandioso monumento de la libertad mexicana. La lucha que sostenemos es una continuación de la que Hidalgo principió en Dolores. Es el choque de los intereses contrapuestos que Iturbide armonizó provisionalmente en 1821, y que en continua efervescencia desde entonces, estallan hoy con todo el ímpetu de que son capaces : es el terrible esfuerzo que empleamos para cosechar, sin pérdidas ni sisas, todo el fruto que la independencia debe darnos a esta sazón, después del tiempo consumido en cultivar nuestro terreno. Esa lucha es, por consiguiente, el resultado de la ley de crecimiento y desarrollo que antes he pretendido bosquejar; la tendencia de nuestro pueblo a nivelarse con los más adelantados, en pugna con la fuerza de inercia que procura detenerlo, con la de reacción que lo empuja para atrás; es, en fin, la acción de esa Providencia que, según os he indicado, se cierne sobre toda la historia. Bajo de este aspecto y bajo de otros muchos, la guerra actual se asemeja a la de los insurgentes; se asemeja en que combate el pueblo contra las clases ricas y orgullosas; en que el incendio viene de los cuatro puntos del horizonte, de todos los ángulos de la República sobre la capital; de la circunferencia al centro; procedimiento contrario al de nuestras revueltas anteriores, a los mezquinos pronunciamientos en que la capital daba la voz de mando, y los Estados, como humildes provincias, obedecían sin réplica. Aquéllas eran convulsiones miserables por miserables intereses; la lucha actual es una revolución poderosa que tiene por móvil el instinto de progreso, la elástica fuerza de la civilización, por fin, el exterminio de las clases opresoras y el apoteosis del pueblo.
¿Queréis comprender la importancia de esta lucha, su trascendencia a los destinos de México? ¿Queréis conocer quién vencerá, de parte de quién está la ilustración, el adelanto y de consiguiente la justicia? Comparad, conciudadanos, un momento los dos partidos rivales.
De un lado veis al alto clero y al ejército, los mismos que anatematizaron y combatieron la independencia, hasta que descubrieron el medio de amasarla con la agria levadura de sus prerrogativas. Veis también un gran número de ricos y agiotistas, sanguijuelas ponzoñosas que tienen al país en consunción y marasmo.
De nuestra parte vereis al pueblo generoso, desinteresado, que derramó su sangre como el agua para fecundar la idea de independencia, que regó con ella los laureles de Hidalgo, como un rocío celeste.
Aquel partido funda su pretensión de dominarnos, no en el derecho divino, por que no cree en Dios, sino en la fuerza brutal y en el poder de la astucia, o en la sanción de la ignorancia.
Nosotros creemos que el derecho de mandar es privilegio de la mayoría, y no admitimos otros privilegios. Creemos que el Gobierno, la administración pública, es una delegación temporal, un encargo de confianza, mandato que obliga a rendir cuentas.
Nosotros proveemos los cargos nacionales por medio de elecciones libres en todo el país; ellos por la voluntad del que impera; y por una inconsecuencia propia del absurdo, nombran a ese imperante, ante el cual humillan los sacerdotes sus cabezas consagradas, no con el sufragio universal, pero sí con una ridícula representación del país, compuesta en gran parte de lumbreras de almacén y sacristía, extrañas a la mayoría de la nación. Imbéciles! Se burlan del sistema representativo, y no aciertan más que a parodiarlo.
Ellos invocan eI principio español, el principio virreinal de obediencia monástica; nosotros el principio americano, el de los gobiernos populares, de que da un hermoso ejemplo la República vecina.
Ellos sueñan con la monarquía: se imaginan que la vetusta planta puede arrigar y florecer en América: nosotros creemos que la República es una institución adherida a nuestro Continente, y que se asienta en él tan firme como sus montañas.
Nosotros seguimos el impulso civilizado de la época, el espíritu que sopla en nuestro siglo; ellos quieren oponer a ese torrente el dique de instituciones marchitas y gastadas, como si se arrojase, ha dicho un orador, un tronco seco para contener la catarata del Niágara.
Ellos ven con odio y con espanto a la raza anglosajona; se creen obligados a detestarla, porque pertenecen, dicen ellos, a la raza latina. Pretenden que la oposición de razas implica oposición en los principios de gobierno.
Nosotros vemos a todos los hombres como hermanos; y en política, repelemos como impía la doctrina que los confunde con los monos, dividiéndolos en variedades zoológicas. No podemos concebir que el derecho, derivado de su naturaleza inteligente y libre, se modifique por el color de la piel, o por la lengua en que se da a luz el pensamiento.
Ellos hacen de la religión un comercio, y un comercio de monopolio o de patente; la convierten en un filtro para adormecer a las masas, o para trastornarles el juicio.
Nosotros vemos en la religión un fruto espontáneo de la conciencia, que sin la libertad es un fantasma funesto; la vemos como el óleo santo que fortifica nuestras almas y confirma nuestros corazones en los grandes sentimientos; jamás como el aceite impuro con que se unge a los tiranos.
Ellos, en fin, maldicen la independencia y han blasfemado de sus héroes, del venerable Hidalgo, que es la revelación de esa independencia, que es su verbo, del bravo Morelos, genio de la insurrección armada, del desventurado Guerrero, tipo y síntesis de un pueblo sencillo y magnánimo. Los llaman bandidos, conciudadanos, bandidos y asesinos como nos llaman a los liberales.
Nosotros veneramos la memoria de esos grandes hombres, les tributamos un culto como a divinidades tutelares; y nos enorgullecemos de ser llamados bandidos como ellos por los propios monstruos que los calumnian. No creemos merecer que con ellos se nos confunda, por más que el espíritu que nos anima, que el fuego que nos devora y nos impele con la fuerza del vapor hacia adelante, sea el mismo que abrasó las entrañas de esos héroes.
Sí, es el mismo fuego sagrado, la misma llama inextinguible. Ved, si no, la constancia sin ejemplo, el valor indomable, la resignación misteriosa de los hombres que están al frente de nuestro partido. Ved el ímpetu guerrero, la perseverancia incontrastable, la obstinación, si queréis, de esas masas que pelean con un denuedo sublime, con un arranque desesperado y ciego, que no les deja contar a sus enemigos, ni tantear las más arduas dificultades. Ved a esos valientes oaxaqueños que derrotan a sus contrarios, sin más táctica que el arrojo, sin otro arte de la guerra que el saber morir; y los desbaratan, y los aplastan como a un enjambre de hormigas, y hacen huir al vil aventurero que se envanecía con su triunfo en Oaxaca, como en otra ocasión huyó allí mismo, como un reptil acosado por el miedo. Contemplad allá en Silao, el valor, la impavidez de aquellos pueblos armados, regidos por ciudadanos a quienes el numen de la libertad inspiró la ciencia del guerrero. Contempladlos envolviendo, arrasando las huestes clericales, mandadas por el favorito de la fortuna, por el mancebo que se dice inspirado del Dios de los ejércitos, que empaña la espada de Josué y la clava de Sansón. Ese mancebo orgulloso, veracruzanos, que dos veces ha venido a estrellar su arrogancia en vuestros muros, para convencerse de que no es él, no será nadie, quien a viva fuerza arranque de ellos a sus heroicos defensores. Vedlo ahora, ved a ese general, comparado a Simón o a Judas Macabeo, huyendo angustiado a ocultar su vergüenza entre los pliegues de las sotanas. Allí será acogido con benevolencia; el terror hará las veces de la generosidad; lo ungirán con el óleo de los catecúmenos, lo embriagarán con incienso, y lo asociarán al tigre de la Iglesia, para azuzar a los dos monstruos contra los defensores de la libertad, como se azuzaba a las fieras en el circo romano.
Porque aún tiene sed de sangre el partido clerical; aún no se ha hartado de carnicería; y ese vapor caliente y fétido que se levanta de toda la República, es un perfume que lo desvanece en un deliquio infernal.
Y aún afila sus melladas armas ese partido, aún las templa en el fuego de la desesperación: y para mantener a sus sicarios, funde la plata de sus templos, vende las alhajas de sus santos.
Pero ya no es tiempo: tu hora ha sonado, partido tenebroso, partido enemigo de la independencia, que asesinaste a Guerrero con un ardid de Satanás, sin ejemplo en la historia, con un ardid que sublevó la indignación y el asco de todo el mundo civilizado. Tu hora ha sonado, partido traidor que mendigas la tutela de nuestros antiguos dominadores, que arrastras por el lodo la dignidad nacional, gesticulando ceremoniales ridículos, absurdos, en una república para recibir al embajador de España que te arroja la limosna de su reconocimiento. Tu hora ha sonado, partido traidor e imbécil que rompes tus supuestos títulos para gobernar al país, predicando, por medio de tus sacerdotes, que México vuelve a la España como el hijo pródigo del Evangelio. Ha sonado tu hora, partido nefando, hijo del espíritu de las tinieblas, que niegas la luz, que niegas cl progreso, que no vacilas en negar a Dios, a ese Dios que nos crió libres e iguales, porque divinizas la fuerza y la opresión.
Tu Dios es el de los antiguos bárbaros, una espada clavada, no en la tierra sino en el corazón del pueblo. Ha sonado tu hora, partido abominable; ruge ya sobre tu frente la tempestad popular; el rayo de los cielos se desprende para aniquilar tu orgullo. Tu memoria quedará entregada al desprecio de las generaciones venideras, a la execración de la historia.
Olvidemos, conciudadanos, a este partido funesto, y refresquemos nuestro corazón con el recuerdo de Hidalgo. Evoquemos su memoria como un genio consolador, como un numen celestial que fortifique nuestras almas en la presente lucha.
Las amarguras que durante ella apuremos no nos sorprenderán. Sabemos que la contradicción es ley de la naturaleza: que el hombre, precisado a combatir, camina siempre adelante como un guerrero victorioso. Hijos del siglo xtx, testigos de sus soberbios triunfos, abrigamos la creencia fecunda del progreso; y verdaderos hijos de Hidalgo, lo imitaremos en su consagración a una causa; la misma que hoy defendemos; la misma, sí, porque ambas son el cumplimiento de una sola ley eterna. Fuertes con estos sentimientos, como con armas encantadas, templado nuestro espíritu en la fragua de la Revolución, levantemos, conciudadanos, la frente a los cielos, y despreciando a nuestros enemigos, prontos ya a desaparecer, saludemos, con religioso entusiasmo y con el mismo aliento, estas dos grandes verdades: la Independencia y la Reforma !
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