Diciembre 4 de 1860
Ministerio de Justicia e Instrucción Pública - Circular.- Un motín escandaloso, y la guerra que produjo, más cruenta y asoladora que cuantas habían desgarrado el seno de la patria después de su independencia, impusieron al Gobierno de la Unión el imperioso deber de sancionar las leyes de la Reforma. La paz, en cuyas aras se habían sacrificado tantas veces los grandes principios que esas leyes proclamaron, estaba turbada ya, más hondamente que nunca, gracias al furor insano desplegado por los eternos enemigos de la democracia en México.
El Poder en quien la Nación había depositado su confianza, hubiera cometido un error funesto, reduciéndose a promover la restauración de la paz incierta y miserable que dejaban por el tiempo de su voluntad los hombres de los privilegios a la República, ya fatigada, con razón, de su inmensa y mal pagada generosidad. Jamás, en ningunas circunstancias, ha dudado el Gobierno Federal del glorioso vencimiento que habrá de coronar el heroico esfuerzo de la
Nación; pero aunque sólo hubiese fijado la vista en los desastres infinitos de esta guerra, no podía, sin manifiesta falta de patriotismo y de cordura, olvidar un momento que la tranquilidad y la dicha, el honor y la independencia de la Nación, todo quedaría terriblemente comprometido, si el porvenir de México después de la indefectible pero costosísima victoria del pueblo, continuara todavía expuesto a nuevas turbulencias y alborotos. Debía, por lo mismo, completarse sin demora el programa de la libertad, de la igualdad y del progreso.
La República ha puesto el sello de su voluntad soberana a las Leyes de Reforma, y los sacrificios que ha prodigado por sostenerlas, hacen de ellas una parte muy preciosa del derecho nacional. Constitución y Reforma ha sido el grito de guerra, mil y mil veces repetido en esta embravecida contienda, cuyo fausto desenlace tocamos ya con las manos, puesto que dentro de breves días la Constitución y la Reforma inicuamente rechazadas, serán una verdad hasta en el último atrincheramiento de los rebeldes.
La prolongación de esta lucha no prueba falta de una voluntad generalizada en todo el país para defender sus instituciones; acusa, sí, la existencia y las profundas ramificaciones de esos abusos seculares que formaban el patrimonio y el orgullo de las clases prepotentes, y que no era posible arrancar de raíz, sino a costa de esfuerzos grandes y reiterados. La suerte de las batallas que en los primeros tiempos de la contienda se declaró varias veces en nuestro daño, argüía, como tantos hechos brillantes han venido a ponerlo de manifiesto, no la aviación y cobardía de las masas, sino sus ensayos laboriosos, entonces todavía imperfectos, para dar a sus legiones improvisadas, la organización y las habitudes de la guerra. Débese, por último, la duración de ésta a la demencia increíble de la facción retrógrada que ha querido soñar con su impunidad, ya que no con su triunfo, sacando de su despecho una obstinación y un linaje de conducta, que se habían vedado a sí mismas todas las facciones de que hacen mención nuestros anales.
Pero contra esta ciega porfía, contra estos medios insólitos, la Nación ha desplegado un poder formidable que dejará en los ánimos de los oligarcas, altísimos recuerdos de la firme base que sustenta la libertad de los mexicanos.
Muy cerca está el día en que la causa de la Reforma nada tenga que temer de la resistencia armada. Otras son sus exigencias, otros son sus peligros, que toca a las leyes antever y remediar. Proclamando los luminosos y fecundos principios de la libertad religiosa y de perfecta independencia entre las leyes y los negocios eclesiásticos, la Reforma hizo lo que en este ramo importantísimo era más difícil y más urgente; y no se limitó a eso, porque desentrañó de aquellos principios muchas consecuencias de práctica y muy útil aplicación. Pero queda todavía mucho por hacer; y el Gobierno ha creído que debía proveer eficazmente a la consolidación de la Reforma, dictando resoluciones adecuadas y previsoras que cierren para siempre la entrada de aquellos torpes y extraños conflictos, de aquellos trastornos y escándalos perdurables, y de aquellos abusos irritantes que tan abundantemente surgían de nuestra antigua legislación. Porque ésta hizo de la Nación y de la Iglesia católica una amalgama funesta, que entre nosotros importaba la renuncia de la paz pública, la negación de la justicia, la demora del progreso, y la sanción absurda de obstáculos invencibles para la libertad política, civil y religiosa.
La Reforma destruyó este ominoso sistema. En vez de la incierta libertad religiosa que parecía concedida a los habitantes de la República, vino la nueva institución a levantar del pensamiento que se refiere a Dios y de los homenajes que se le tributan, el extraño peso de las leyes puramente humanas. Pero tan extrañas andaban y confundidos nuestros derechos público y civil con la teología y los cánones, que si el legislador no expresase por lo menos los principales corolarios del principio que estableció la libertad de conciencia, sobre la base de una perfecta separación entre las leyes y los asuntos puramente religiosos, deberla temerse que en muchas ocasiones aquel principio salvador viniese a ser ilusorio y vano, por la desidia, la irreflexión, fácil e imprevisivo condescendencia y el ciego instinto de rutina en diversos funcionarios públicos; mientras los enemigos de la libertad, una vez perdida su esperanza en los motines, emplearían todos los sofismas y todos los artificios imaginables para impedir la entera y general planteación de la Reforma.
Esa institución reciente, innovadora en sumo grado, fecunda en trascendencias gravísimas y tan esencial para la felicidad de la patria, como tenazmente combatida por los hombres de los privilegios, no debía quedar a merced de la suerte que le deparasen autoridades sin norma y doctrinas y prácticas desconocidas. Aun las que fuesen mejores, ¿podrían suplir nunca el silencio de las leyes en los puntos que necesitaban de un arreglo expreso para llenar los vados del sistema que por dicha caducó?
Además, los acontecimientos exigían ya la expedición de una ley que desarrollara el principio de la libertad religiosa. La Nación toda sabe cuáles eran las pretensiones que en nombre del obispo de Linares fueron dirigidas por su secretario al Gobierno de Tamaulipas. Verdad es que los diarios de México dieron a luz una declaración de aquel prelado, negando que semejante solicitud fuese hecha con arreglo a sus instrucciones; pero el Gobierno general, sin perjuicio de las órdenes libradas para que se esclarezca la insigne falsedad que de todos modos se ha cometido en este conato perfectamente frustrado, ha debido ver en él y en otros que tienen el propio blanco, no menos que en diversas prácticas, resoluciones y aspiraciones, cuán urgente era establecer con claridad y precisión los lindes naturales del Estado y de la Iglesia, y arreglar el ejercicio de la libertad religiosa, en términos de que fuese amplia, igual para todos y, por lo tanto, sin reserva ni preferencias, y sin más restricciones que las inherentes a toda especie de libertad reconocida por las leyes.
Con lo dicho hasta aquí, se comprenderán sin esfuerzo los principios más cardinales que han presidido a la formación de la ley anexa a esta circular. De la libertad en materia de religión proceden los cultos, como la derivación y la más generalizada manifestación de ese derecho ejercido por muchos hombres que profesan unos mismos principios religiosos. De consiguiente, la libertad mencionada y su ejercicio gozan de igual protección, mientras no afecten los derechos de la sociedad política o de los individuos que la forman. Una Iglesia no podrá ni deberá constituirse, sino por la espontánea voluntad de sus miembros ni ejercer sobre ellos más que una autoridad pura y simplemente espiritual, si bien por lo relativo a sus negocios económicos goza (con excepción del derecho para adquirir bienes raíces), de todas las facultades que una asociación legitima puede tener y disfrutar. Como el Estado garantiza la libertad de conciencia, prohíbe a las Iglesias, á sus ministros, a las mismas leyes imponer coacción y penas del orden civil en asuntos meramente religiosos. Pero así los actos vedados por las reglas de los cultos, como los que éstos permitan u ordenen, se colocan forzosamente bajo el imperio de la potestad pública, si envuelven una violación de las leyes: y en tal caso éstas consideran tan sólo aquello que les incumbe, sin tocar para nada la calidad y trascendencia que las religiones atribuyan a los actos referidos. Separando la Reforma al Estado y a la Iglesia, y restituyendo a entrambos la plenitud de acción que tan viciosa y fatalmente habían compartido y concordado, hizo que desaparecieran de nuestra legislación los llamados recursos de fuerza. No se mezclará el Estado en las cosas de religión, pero tampoco permitirá ni una sombra de competencia en el pleno régimen de la sociedad: y cualquier usurpación de la autoridad que ella sola pueda conferir, no será asunto de ninguna controversia y declaraciones que embaracen la averiguación y castigo de un atentado semejante, bajo las reglas generalmente establecidas en esta razón.
Por los mismos principios debe considerarse caduco el privilegio de asilo en los templos. Aquellos preámbulos embarazosos para la plena y expedita administración de la justicia; aquellas discusiones con la autoridad eclesiástica para la consignación llana de los reos; aquellas injustas gracias que era preciso conceder, son cosas tan opuestas a la majestad de las leyes, y a la independencia y justificación de la autoridad civil, que sería perder el tiempo detenerse a demostrarlo. Ni hubiera sido posible dejar esa inmunidad como favor a un culto, sin extenderla a todos los demás, cuando es constante que a ninguno de ellos se debe conceder, si se han de seguir los dictados de la razón y de la pública conveniencia. Hubo un tiempo en que por esa institución lograban los infelices abrumados de vejaciones o perseguidos por enemigos poderosos, un refugio contra los rigores de su destino. Transcurrieron los siglos, y los reos, acogidos a sagrado, pudieron, por la intervención y solícitos cuidados de los obispos, redimirse de la pena legal con penitencias, y con la enmienda de su índole, y de sus costumbres. Más tarde, por una extraña confusión de ideas falsas y heterogéneas, creyeron muchos que los lugares dedicados al Ser Supremo debían proporcionar inviolable seguro a los reos de los mayores crímenes. Pero en la República no hay ninguna opresión autorizada o permitida por nuestro Derecho; y el hombre que por acaso fuere víctima de esta violencia, lejos de temer que se le extraiga de ningún lugar en nombre de las leyes para someterlo a nuevos ultrajes, tiene libre el acceso a las autoridades para alcanzar de ellas su legitima satisfacción y desagravio. Lo que es el laudable empeño de los antiguos obispos para dedicarse a la corrección de los retraídos, en una cosa bien olvidada largo tiempo hace. Por otra parte, nadie piensa hoy día que el Supremo Autor y Legislador de las sociedades, se complazcan en ver que la justicia, base y norma de todas ellas, sea rudamente quebrantada en prueba de insigne religión. Por último, las reglas eternas de la justicia, y las garantías de su aplicación, alcanzan y deben alcanzar a todas partes: las leyes deben ser poderosas en los templos, en los altares, en donde quiera que puedan ser obedecidas. A este resultado se aproximaba nuestro antiguo derecho, limitando el número de los templos que gozaban del privilegio de asilo, y extendiendo el catálogo de los delitos exceptuados de esa protección. Las formidables preocupaciones religiosas iban disipándose, aunque lentamente, a la voz incesante de la justicia, que al fin hubo de ser acatada por las leyes de la Reforma.
La misma separación del Estado y de la Iglesia conduce a declarar que si bien los hombres en quienes la Nación ha -depositado su poder y su fuerza, tienen la misma libertad, religiosa que todos los habitantes del país, no deben con todo eso, y aun por causa de aquella libertad, unir su representación oficial con el culto aceptable para su conciencia. Los miserables conflictos que ese extraño empeño de la autoridad ha producido en otro tiempo, bastarían para decidimos a colocarla en su propia y digna esfera: y por lo demás, no puede revocarse a duda que las demostraciones de esta clase ordenadas por la ley en obsequio de un culto, serían abiertamente incompatibles con la autoridad religiosa.
¿Qué significa la publicidad de los cultos garantizada por las leyes de la Reforma? En el estado presente de las sociedades humanas, aquella publicidad presupone la libertad de poseer templos, en que los actos y oficios religiosos puedan celebrase con la solemnidad que a los interesados pareciere conveniente. Pero la manifestación de esta clase en lugares destinados al uso común, es a todas luces una cuestión de policía, cuya solución compete a la autoridad social. Creada ésta para velar en la conservación del orden y de la justicia, no concederá su licencia para semejante ampliación graciosa, sino cuando le pareciere que por virtud o con ocasión de ella, no recibirán detrimento alguno, aquellos objetos cardinales de su institución. Otorgada la libertad de conciencia, los desacatos hechos fuera de los templos a los objetos de lto, no serían punibles por su naturaleza sola; y esta contrariedad sería demasiado probable en muchísimos casos, lo mismo que sus resultas, porque los hombres hacen alarde con frecuencia de parecer tan hostiles o por lo menos tan despreciadores de los cultos que no profesan, como irritables y exigentes en lo que pertenece al que han abrazado. A estas consideraciones han debido agregarse otras sacadas del espíritu de la Nación en general, y de nuestras diversas poblaciones en particular, sobre las prácticas solemnes religiosas fuera de los templos, y, por último, se ha tenido muy presente que junto a las muestras de generosidad prodigadas por el pueblo en la guerra terrible que le han declarado las clases privilegiadas, está el cambio profundo de la opinión sobre la responsabilidad y pureza de miras del clero, que en gran parte ha sostenido con toda su influencia y recursos la empresa de acabar con la soberanía de la Nación y la igualdad republicana. La memoria de esta cooperación empeñosísima nunca mostrada para salvar la patria en sus más duros conflictos, naturalmente se despertará con la ostentación de las funciones sacerdotales fuera de los templos, y es muy fácil calcular los resultados. Por el extremo opuesto, se ha previsto que de día en día crecerá el número de clérigos católicos sumisos y obedientes de las leyes.
Pesándolo todo, el Gobierno Federal se ha persuadido de que si en diversos lugares y en muchos casos no se pulsara inconveniente para otorgar la licencia de que se trata, más deben ser todavía las ocasiones en que con buenos fundamentos deba rehusarse. La ley, por lo mismo, quiere que en cada caso ejerza su prudente arbitrio la autoridad local, no abandonada a sí misma, sino guiada por las luces superiores de los gobiernos cuyas órdenes obedezca, y por las reglas que la misma ley fija para evitar en lo posible que el orden y la justicia padezcan detrimento por estas concesiones, y que se repita el mal, si por acaso llegare a suceder.
De la experiencia propia y extraña hemos aprendido cuán poderosa suele ser la influencia de los malos sacerdotes, en daño del público y de los particulares. Nosotros temamos en esta materia leyes terminantes que han sido corroboradas, añadiéndose ahora diversas prevenciones para que en ningún caso queden impunes las incitaciones y menos las órdenes criminosas que los sacerdotes de un culto se permitan, abusando horriblemente de su ministerio. La ley está en eso justificada por la frecuencia, la gravedad y trascendencia de los abusos que castiga.
Declarando la misma ley que el Poder Civil no intervendrá en las prestaciones de los hombres para sostener el culto de su elección y los ministros que lo dirigen, salvo cuando se intente hacer el pago en bienes raíces, o cuando la protección legal se haya de dispensar contra la fuerza y el dolo, comprendió claramente los diezmos en estas prestaciones; y la ley preexistente que hizo cesar la obligación civil de pagar aquéllos, quedó de esta manera plenamente confirmada. Ninguna alteración hace en este sentido el articulo que limita la validez de las cláusulas testamentarias, sobre pagos de diezmos, a la parte de bienes que las leyes abandonan a libre voluntad del testador; pues el objeto de esta restricción para los diezmos y para las demás cosas que abraza, es únicamente impedir que se repitan los abusos experimentados ya, de calificarse en los testamentos y considerarse luego estas responsabilidades de pura conciencia como deudas del testador, para que se dedujesen de su caudal como todas las otras, sin la menor consideración al derecho hereditario.
Mas aunque la nueva ley ha consultado a las exigencias del orden público y de la justicia, no se ha olvidado de proteger con especial solicitud el ejercicio de los cultos en los templos, ni de conceder a los sacerdotes aquellas exenciones que la civilización autoriza y convienen a ese ministerio, el cual no queda por esto singularizado, pero vemos concedidas las mismas franquicias a diversas personas con motivo de sus cargos y profesiones.
Para no hablar de otros puntos menos interesantes que esta misma ley arregla por decisiones, cuyo espíritu y motivos fácilmente se comprenderán, sólo me debo fijar en lo que ella dispone en relación con sepulcros, matrimonios y juramentos.
Bien está que la religión intervenga en las exequias de los muertos: y si los sacerdotes de un culto concedieran o negaran estos oficios religiosos, no sólo por espíritu de secta, más también por espíritu de justicia; si no tributasen esa consideración a los públicos delincuentes; si de la negación de sepultura no hiciesen un acto de sedición: si nunca mostrasen menosprecio a los cadáveres de los pobres, y mucho menos difiriesen su inhumación como un medio coactivo para que los deudos pagasen la cantidad fijada en los aranceles; entonces podría pensarse que los ministros de ese culto ejercían en el particular una intervención de buena ley, porque la sola y única disposición extraña a la moral universal, es decir, la negativa, de una Iglesia para ejercer actos funerales con los restos de un hombre que al morir no hubiera estado en su comunión, estaría en la naturaleza misma de las religiones. Pero en todo eso a la sociedad incumben dos cosas nada más: en primer lugar, la policía relativa a los cadáveres y sus sepulcros, por consideración al público; y en segundo lugar, la represión de todo ultraje y de todo destino impropio a los restos del hombre, y eso, por la dignidad de la naturaleza humana. En lo demás, bien claro es que ninguna decisión, ninguna repulsa de un carácter religioso, puede entorpecer la acción plenísima de la autoridad civil en ambos objetos.
Relativamente al matrimonio, sabe todo el mundo que el contrato a que debe su origen, fue y debió ser objeto de las leyes, hasta que por el abandono de la autoridad pública y el desarrollo disforme de los principios teocráticos, las preces y bendiciones religiosas que con todo el respeto a ellas tributado no se consideraban sino como formalidades accesorias al contrato constitutivo de esta unión, se convirtieron es su parte más principal, y quedó todo el concerniente al matrimonio bajo la dependencia exclusiva del sacerdocio. La Reforma no podía olvidarse de restituir a la sociedad su incomunicable poder sobre el primero de los contratos, dejando a la religión las prácticas que ella destine a santificado. Por causa de ellas, el clero había traído á sí la plena dirección del contrato mismo que constituye la unión legítima de ambos sexos; y nosotros no teníamos por matrimonio válido sino el plugiese á nuestros sacerdotes admitir y autorizar. La Reforma volvió a sus quicios esta institución, que sólo podía mantenerse fuera de ellos mientras lo consintiese la autoridad civil. Restauración era ésta no sólo justa y lógica, sino altamente requerida, por los enormes abusos que el espíritu de facción y otras causas no menos vituperables habían introducido en la administración del matrimonio del clero. ¿Que derecho, cuál razón plausible podía recomendar que el fundamento de la sociedad y las más interesantes relaciones en la vida de los hombres quedasen á la merced y arbitrio de los obispos conjurados contra la libertad y las leyes de la Nación? ¿Debía tolerarse por más tiempo que en sus manos fuese el matrimonio una arma de sedición, y que los hombres cuyo sólo é inaudito crimen ha sido obedecer las leyes de su patria, no pudiesen legitimar como todos los otros la elección de la compañera de su suerte y de toda su vida? ¿Continuarla siendo en muchos casos el dinero una de las buenas causas para dispensar impedimentos en los matrimonios? ¿Y debería por el contrario, sufrirse que en una democracia fuese á menudo la indigencia un impedimento positivo por matrimonios irreprochables en el sentido de la moral y de la justicia?
Después de la Reforma, el único matrimonio legitimo y valedero es el civil, para el cual no hacen las leyes distinción de personas; el pobre y el rico, el que profesa los principios liberales y el que los reprueba, todos, con perfecta igualdad, son admitidos á contraerlo; y como la justicia ha dictado las excepciones, el dinero nada puede contra ellas. ¿Cuales principios ofende el matrimonio civil? ¿Serian por ventura los de algún culto? Pero la ley ha tenido especial cuidado de no intervenir en las prácticas puramente religiosas concernientes al matrimonio. Sin duda el que se contrajere sin menosprecio de las formalidades que prescribe la ley, es nulo, y de él no puede dimanar ninguno de los efectos civiles que produce el matrimonio legitimo con relación á los esposos, á sus bienes y descendencia. Tal pena es análoga, merecida y eficaz; por eso, y por otras razones concluyentes, no fija otras la nueva ley á no ser cuando en los matrimonios que anula, intervengan los graves delitos enumerados por los arts 20. Y si el clero católico rehúsa todavía observar sus propias máximas y limitarse como ellas prescriben, á las preces á que consagren las uniones legitimas; si niega á las leyes de este país en orden á los matrimonios, el poder que reconoce en las otras naciones; en una palabra, si persiste en estimar buenos y regulares aquellos enlaces que desconoce por nuestro derecho, á suceder una de dos cosas: ó que la haga cambiar de rumbo la opinión de que ha de formarse por fuerza con arreglo al interés de los hombres por lo que aman; ó que pierda en los ánimos de todos su importancia y sus prestigios una intervención que por culpa exclusiva del clero dejaría este de ejercer en lo concerniente á la santificación del matrimonio, en que todos los cultos tienen por la ley amplísima libertad.
Vengamos al juramento. Su prestación en obsequio de la Carta Fundamental, no menos que las retracciones de que ha sido objeto, figuran demasiado en la historia de las últimas revoluciones, gracias á la funesta interpolación de los principios religiosos en las leyes de la República. En un tiempo ya remoto, cuando los superiores, los padres y los maridos, lo mismo que los jefes de la sociedad, cada uno en su esfera, desataban sin contradicción los juramentos adheridos á obligaciones imprudentes ó ilegales no podía suceder, yeso se comprende con perfecta claridad, que éste vinculo religioso y su anulación, turbasen el orden público y la exacta observancia del derecho privado. Más tarde, cuando por encargo de los emperadores ejercieron los obispos la facultad de resolver sobre la validez ó insubsistencia del juramento de los negocios civiles, la alta consistencia del poder social, no menos que la conducta generalmente recomendable de las personas á quienes investía de esta facultad, estorbaron que los abusos se hicieran sentir desde luego. Después, cuando esta delegación se quiso hacer valer como derecho propio, y el fuero eclesiástico se declaró él solo competente para conocer de los innumerables negociosos civiles en que el juramento debía prestarse y se prestaba de hecho, los Estados en que la opinión favorecía estos avances, no podían quejarse de agravio alguno; y los soberanos que no aceptaron el nuevo derecho, tuvieron la cordura de prohibir los juramentos en los negocios particulares. Pero no hubo género de males que no sufrieran las naciones, cuando los Papas se arrojaron la facultad de anular los juramentos adheridos á las instituciones que eran fundamentales de la sociedad civil.
Evidentemente necesitaba ella de garantías y se creyó encontrarlas y extinguir esas discordias y otras muchas sobre el sacerdocio y el imperio, ya con el expediente que discurrieron algunos príncipes de establecer la concordia sobre la base de su propia humillación, haciendo pleito homenaje en favor de los Papas; ya recabando de ellos concesiones ó celebrando concordatos; ya fortificando a mas de eso la autoridad civil, no solo en su esfera privativa, sino en la que se estimó dimanada del encargo de proteger los cánones; ya instruyendo los famosos recursos que nosotros llamamos de protección y de fuerza y que con la misma naturaleza y objetos, aunque bajo diversas denominaciones, fueron creados en todas partes ya fijando el requisito del pase la administración y cumplimiento de las bulas, breves y rescriptos pontífices; ya, en fin, desplegando, aparte de todos estos medios un despotismo que se conceptuaba excelente y digno del gobierno real, y que produjo esas penas terribles y violentas que ponían a los sacerdotes merecedores del real desagrado, fuera del derecho común en sus delitos de desobediencia al Soberano, -como habían gozado en los demás de grandes ventajas y prerrogativas contrarias al mismo derecho. Con esos medios, con ese poder tirando, se sostuvieron las monarquías contra los embates de una institución desbordada, que varia de medios sin cambiar de designios, y que vuelve cuando le place a las pretensiones y doctrinas que al parecer había abandonado, porque lleva la máxima invariable de no retractarlas ni condenarlas jamás.
Nadie ignora que los reyes de España lograron y ejercieron, en las regiones americanas, una autoridad tan grande sobre las instituciones de la Iglesia, que bien pudieron haberse llamado, en innumerables ocasiones, verdaderos Pontífices de las Indias: y en verdad que bajo esta dominación sobre los cuerpos y las almas, ni el obispo mas sedicioso, ni el mas santo, hubiera sonado siquiera que execrar públicamente las leyes, ni inculcar la retractación de un juramento por ellas requerido, y menos entrar de lleno y a las claras en la senda criminal de !as facciones.
Algunas veces la democracia misma ha tomado armas del arsenal del clero, forzándole a jurar ciertas instituciones sociales, como sucedió en Francia, y como estuvo a punto de suceder en Jalisco, al publicarse su primera Constitución, que reservo al Estado el derecho de fijar y costear los gastos del culto.
¿Que respeto ha merecido al sacerdocio católico el juramento que consagraba la independencia y las instituciones de la patria? León XII, como lo sabe todo el mundo, expidió una encíclica para exhortamos a colocar otra vez sobre nuestros cuellos el yugo del virtuoso Fernando VII, sin curarse mucho del juramento prestado ni de la obediencia debida a los nuevos gobiernos americanos. Mas tarde, Pío IX hizo publicar su alocución en que colmaba de improperios una constitución política que no teníamos, y que en su proyecto era diversa de lo que plugo al Pontífice hacer objeto de su severa reprobación, mientras, por el contrario, colmaba de elogios a los que suponía que mas violentamente la había rechazado. Ni en esta, ni en la otra vez, fue desatado por expresa declaración el juramento que debió creerse adherido a las novedades que el jefe del catolicismo daba por altamente pecaminosas, pero muy bien puede decirse o que en los despachos de Roma venia intencionada, aunque implícitamente decidida aquella relajación, ó que si allá se hubiese tenido noticia del juramento, no por eso hubiera sido menos hostil, para la República la conducta de los políticos romanos. Solo que, la venida de la encíclica, nosotros habíamos entrado a banderas desplegadas por la senda del ultramontanismo, y por eso los mismos prelados católicos dieron honorífica sepultura a la carta del Papa, diciendo todos, ó casi todos, que no contaba de su autenticidad ni descansaba en verídicos informes; mientras que la alocución de Pío IX llegó cuando había estallado la guerra entre las ideas liberales y aquellas añejas instituciones en que todavía se reflejaba el antiguo realismo, y, sobre toda la oligarquía insoportable del gobierno colonial. Así, con ser esa alocución una cosa menos resuelta y menos formal que la encíclica de León XII, hicieron de ella una tea incendiaria que todavía mantiene el fuego de la guerra intestina. Los obispos fueron mucho mas lejos que los Papas: y en vez de limitarse como estos a exhortaciones y alabanzas por un lado, y a vehementes acriminaciones y desaprobaciones por el otro, declararon el juramento de la Constitución ilícito y detestable, haciendo de su retractación una obligación tan estrecha y precisa, que sin cumplirla, no podían esperar los juramentados que los sacerdotes de la Iglesia Católica les administrasen los sacramentos, ni concediesen a sus cadáveres sepultura. Esta era una especie de excomunión lanzada contra todos los funcionarios y empleados públicos, desde el más alto hasta el último, en el orden civil y militar. No quisieron los obispos guardar con su patria las reglas que les mandan abstenerse de estas demostraciones, cuando se teme que produzcan graves perturbaciones en la paz publica. Y la rompieron a sabiendas; pero será esta la última vez en que puedan tanto. Por lo demás para completar el cuadro de la abyección a que ha venido el juramente, gracias a la conducta observada por los obispos mexicanos, ¿podría yo omitir que la retracción impuesta como satisfacción espiritual, se declaró luego dignamente substituida con la adhesión al motín de Tacubaya, y que este conservó su virtud expiatoria, aun después que sus directores y caudillos se declararon pretendientes de gobierno, manifestando con toda solemnidad que, para dar al Poder establecido en México algo de verdad y de forma, necesitaban de la aquiescencia a de los pueblos que tuvieran a bien respetarlo y reconocerlo?" ¿Y quien ha podido olvidar que esa extraña conmutación, después que dura todavía la política expectante de los amotinados, se convirtió en propaganda de sangre y exterminio? ¡Tal es, ahora, la garantía del juramento, para las leyes mexicanas! Estas lo habían respetado, pues en muchos casos lo mandaban hacer; pero los pelados católicos, invocando la religión, han descargado sobre él un golpe tan rudo, que ya no seria posible mantener aquella institución en nuestro derecho publico y privado. Los que en la mitad del siglo XIX se creyeron tan pujantes como los Papas en la época tenebrosa de la Edad Media, lograron tan sólo, con sus ensayos liberticidas, irritar la democracia, cuyo vigor no se habían apercibido: y ella, tan fuerte y avisada como nuca, no sólo decidió vencer a los rebeldes, sino cegar los mas fecundos manantiales de las sediciones.
Tal es el grande objeto de la Reforma. La nueva ley, como arriba se dijo, no hace mas que aplicar con franqueza los principios que aquella consagró, y resolver a la luz de ellos no sólo la cuestión del juramento, sino otras de las mas graves en que los intereses y las doctrinas eclesiásticas habían fijado el espíritu y la letra de nuestras leyes. Para comenzar por el juramento, si quisiéramos desviarnos de las resoluciones que en la ley adjunta le conciernen, ¿dónde hallaríamos el medio de armonizar aquel acto religioso con la Reforma, con la libertad, con la estabilidad de la Republica? El Gobierno democrático de un país en que el libre ejercicio de los cultos y la independencia entre ellos y el poder civil, son cosas bien definidas y garantizadas, ¿hollarla sus títulos y quebrantarla sus máximas, para asumir el sacerdocio como los jefes de la antigüedad, como los cesares, como los gobiernos protestantes y se introducirla hasta el sagrado mismo de la conciencia humana, con la espada de la ley, y con la virtud de la santificación y del anatema, para ordenar un acto esencialmente religioso, para confirmarlo ó darlo por vituperable y nulo? ¿Serla esto lógico? ¿Sería justo? ¿Serla posible siquiera? ¿Y nos estarla mejor desempeñar a medias las funciones sacerdotales e imponer la obligación de prestar juramentos cuyo valor intrínseco habría de ser para los católicos el que fijase el Pontífice a los obispos de esta Nación, aun mas decididos que el Papa mismo, a declarar intempestivamente, que el vinculo religioso con que la sociedad creía que estaba ligado el deber de observar sus leyes, era nada menos que la perdición de las almas? ¿Y quien podría decir que el remedio estaba en castigar estas declaraciones, así como las negativas y retractaciones del juramento? Ante todas casas, era preciso sabe si después de la Reforma debía quedar el juramento como condición esencial de un acto cualquiera en el orden civil: y como lo contrario es lo cierto a todas luces; como el Estado no puede ya prescribir ni un sólo acto religioso, resulta con perfecta claridad que su exigencia en este sentido serla tiránica, y sus penas insoportables.
El juramento debía formularse con arreglo a la creencia religiosa del que lo prestaba. Ese era el derecho de España con ser ella más católica que Rama; ese era el derecho de México, que por mucho tiempo fuel más católico que España. El legislador igualaba en esto el culto que tenia por verdadero con los que desechaba y proscribía: y perfeccionando nosotros esta nivelación, estaríamos obligados a pasar porque los ministros de todos los cultos decidieran en su caso la cuestión religiosa del juramento como lo han hecho los obispos católicos. Mal nos ha probado un error, ¿Y nos precipitaríamos a cometer innumerables de la misma naturaleza?
Por otra parte, ¿cómo nosotros que hemos reconocido la libertad de conciencia impondríamos la obligación de jurar a los hombres cuyos principios religiosos condenan ese acto? ¿Daríamos en favor de esas gentes una ley excepcional? ¿Daríamos en su daño una de proscripción?
¡Tantos afanes, tantas colisiones, tantos absurdos e injusticias, para ir en pos de una quimera! Porque apenas quedan restos de aquel espiritu religioso que en otros siglos hizo del juramento un vínculo superior a todas las pasiones y a todos los intereses. Las cosas han cambiado tanto, que muchos hombres eminentes han deseado con ardor que desaparezca al fin la condición de jurar los actos y obligaciones legales, como germen fecundo de desacatos al Soberano Ser que todos los cultos veneran. El resfriamiento del antiguo ardor que exaltaba el juramento sobre todo decir, ha llegado hasta nosotros, y cualquiera puede certificarse de ello; pero además, es tan dura la enseñanza que sobre juramentos encierra nuestra historia, que bastaría para suprimirlos aunque fueran compatibles con los principios de la Reforma.
Es verdad que en los negocios civiles el juramento no tiene la funesta nombradía que justamente ha alcanzado en la política del país; y con todo eso ha debido extinguirse sin excepción alguna; porque cualquiera que se aceptara seria absurda, supuestos nuestros principios y los del clero, porque si este no muestra hoy la aspiración que realizó en otros tiempos de traer a sí las causas todas en que había intervenido juramento, nadie nos asegura que no tomará cuando le convenga a sus antiguas máximas, principalmente cuando no las ha dado expresamente por atentatorias; porque si no parece probable esta retrogradación de su parte, no era menos inverosímil, y sin embargo, se verificó de hecho su desatentada oposición contra el juramento prestado en obsequio de la Carta Fundamental, y porque la República debe proveer ella sola y con sus propios medios a todas las atenciones del gobierno civil, sin dependencia de una voluntad extraña, por buena que se la quiera suponer, si ha de regirse por principios y doctrinas a que las leyes no pueden alcanzar.
¿A que otra causa si no es al olvido de los buenos principios, se debe que el juramento de la Constitución y las retractaciones de este, hayan dado margen a tantas agitaciones y a tantas aflicciones profundas? ¿Por que ese acto que en el orden político y civil no debía ser mas que una seguridad religiosa de obligaciones legitimas y por lo mismo perfectas, había de convertirse en requisito esencial para constituirlas y observarlas? ¿Por qué el invocar a Dios ó contradecir esta invocación, había de producir un titulo de derechos ó un objeto de penas? ¿Por qué el orden publico había de tener como una de sus bases las versátiles inspiraciones religiosas, que ora daban por lícito y bueno el juramento legal, ora inclinaban los hombres a contradecirle públicamente, y dolerse de su prestación, ora les inducían a mostrarse pesarosos de haber manifestado aquel dolor, como tantas veces ha sucedido? El deber de guardar la Constitución ¿será menos entero y trascendental en todas las relaciones que abrace, por qué tenga ó le falte un juramento que lo corrobore? ¿No están sometidos a las prescripciones de ese código los juramentados, lo mismo exactamente que los que han omitido jurar sin hacer sobre este punto ninguna manifestación, y los que la hayan formulado, y los sacerdotes que la recomienden ó impongan? ¿Que importa al Poder publico esas demostraciones y omisiones religiosas, y todas las opiniones y juicios del mismo genero, puesto que la ley no puede interpretar las doctrinas de los cultos ni interponerse entre Dios y el hombre? En resolución: todos los derechos, todas las obligaciones, todas las penas legales, deben ser para la sociedad reales y efectivas, cualquiera que sea el dictamen de los sacerdotes sobre la bondad religiosa de ellas. "No es menester la dureza del despotismo, ni el ejercicio de facultades extraordinarias para castigar la resistencia criminal que pueden oponer los ministros de los cultos a la observancia de nuestras leyes. Tampoco podemos ya sostener ninguna de aquellas instituciones que precavían con la sumisión del Estado sus conflictos con el sacerdocio, ó pretendían vigorizar al primero con recursos exóticos, reconociendo siempre a la Iglesia como participe del Poder soberano. En consecuencia, la República no permitirá que se prolongue la serie de humillaciones tantas veces impuestas a sus agentes en Roma, ni pedirá gracia al Pontífice, ni le propondrá ajustes ni transacciones para adquirir con respecto a algunos habitantes del territorio Nacional, y a varios de los negocios civiles y criminales que dentro de el se susciten, una autoridad que el Papa no tiene y a la República sobra desde que con el heroísmo y la sangre de sus hijos conquistó su independencia. La República no admitirá para si ningún derecho, ninguna obligación que tenga un carácter puramente religioso, ni protegerá los cánones ó reglas de una iglesia, porque debe atender a la realización de un objeto mucho mas elevado y justo; quiero decir: protección de todos los derechos y la exacta observancia de las leyes por todos los hombres que en México existan, cualesquiera que sean su símbolo sagrado y la dignidad ó encargo de la misma naturaleza que sus correligionarios le atribuyan y reconozcan; fuera de que la tuición y defensa de los cánones que hemos tenido mil ocasiones de examinar ¿no podría llevarnos como en otros tiempos hasta el exterminio de los disidentes? ¿Y que nos quedara entonces de la libertad de cultos y de todas las demás? ¿No sucederá que nuestros altos funcionarios suspendan el pase a los despachos de Roma, para ver si son inofensivos a las prerrogativas del Poder soberano, porque no el Papa tiene que mezclarse en nuestra política o en nuestras leyes, ni nosotros en sus decisiones puramente religiosas? Hemos garantizado la emisión libre de las ideas sobre todos los asuntos que puedan ocupar el entendimiento humano; pero el que las publique violando los mandamientos de la ley, no se eximirá de las penas que ella hubiese establecido, con decir que sólo repite lo que hayan declarado el Papa, los obispos ó cualesquiera sacerdotes a quienes venere y obedezca por un principio de religión. No tendrá el Gobierno de la Unión lo que se llamaba patronato, ni ejercerá, por consiguiente, la menor intervención en el nombramiento de los obispos, en la provisión de los beneficios eclesiásticos, o en la institución de cualesquiera sacerdotes; la influencia que en esta materia había conservado la autoridad civil, no puede absolutamente combinarse con los nuevos principios; y aparte de eso, ha sido tan estéril y de tan enojosas memorias, como el juramento que exigíamos a los obispos antes de su consagración, no obstante que alguno de ellos lo hubiese prodigado de una manera asombrosa, después de calmar él mismo los escrúpulos que había mostrado primero como invencibles.
En una palabra, todas las instituciones y practicas de los cultos, quedan bajo la salvaguardia de las leyes a condición de que estas no sean infringidas; y semejante salvedad no envuelve el mas ligero menoscabo de la libertad concedida al catolicismo y a todas las religiones porque no es mas que el justo limite de todos los derechos que la sociedad humana puede garantir. La misma prohibición de adquirir bienes raíces, no es una disposición especialmente dirigida contra las corporaciones eclesiásticas, pues abraza también a las civiles; y solamente la nacionalización de los bienes antes administrados por el clero, tenia que ser excepcional y única, como lo era el mal inmensurable causado por la inversión de esa riqueza colosal. Como la ley que extirpó esos abusos es penal en la significación rigurosa de la palabra, todos los conatos de los sacerdotes para eludir ó violarla, toda cooperación manifestada por ellos en este sentido, no deben quedar y no quedarán impunes. Por lo demás, difícilmente hubieran podido justificar mejor que nosotros la nacionalización de estos bienes aquellos gobiernos que después de haberla decretado, figuran entre los más ilustrados del globo.
No se lisonjea el Supremo Magistrado de la República con la esperanza de haber hecho enteramente imposible la turbación de la paz a pretexto de religión; pero sí tiene la convicción mas profunda de haber contribuido a poner la libertad de cultos en armonía con los mejores principios y con la opinión y necesidades del país; y cree haber impedido que nuestra misma legislación proveyera de armas a los rebeldes. De hoy más la soberanía de México y la institución republicana sólo tendrá enemigos impotentes, porque el Estado ha reasumido toda su potestad, y no permitirá que ninguna voluntad particular se sobreponga a ella.
Para comprender todo lo que vale la Reforma y el espíritu recto que ha inspirado sus bases y desarrollo, es preciso considerar profundamente nuestra terrible historia por una parte, y por la otra, los extremos a que en varios países ha llegado la idea de innovación progresista, luchando con resistencias menos furiosas que las opuestas al paso de la democracia en México. Mas nosotros, en medio de una guerra que no acaba todavía, nos hemos contentado con excluir de nuestro sistema social todo favor y persecución a instituciones que no están en la órbita del Poder Civil, y con dar leyes que sin distinción de ortodoxos y de incrédulos, protejan a todos los habitantes del país con la égida santa de la justicia.
No es de utilidad practica la investigación del rumbo que hubieran podido tomar nuestros acontecimientos, si el clero mexicano, en vez de la conducta que se ha complacido en seguir, hubiera favorecido como el de otros países, como el de Italia en estos momentos, el vuelo majestuoso de la democracia, para probar así que la religión cristiana se conforma grandemente con la elevación de la libertad, con los derechos de la soberanía, con el movimiento del progreso y con los títulos eternos de la humanidad. No es inverosímil que la mayoral de nuestros sacerdotes vuelva sobre sus pasos; pero cualquiera que haya sido y fuere en adelante su comportamiento, el no cambiara en lo mas leve la predestinación de la causa popular.
México terminará su glorioso levantamiento contra la oligarquía secular que lo abrumaba, logrando la última victoria que le falta en la guerra, y mostrando después una conducta que lo engrandecerá más todavía, porque no se la inspirara una débil condescendencia, ni un despotismo ciego y feroz, sino la resolución firme de hacer que reine al fin sobre todos la ley que éI imponga, ley que será justa, porque se fundará en la igualdad, por la que han combatido tres generaciones mexicanas.
Tengo el honor de ofrecer a usted las seguridades de mi particular consideración.
"Dios y Libertad. Heroica Veracruz, Diciembre 4 de 1860.-Fuente.-Al.. "
Dublán y Lozano.
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