Diciembre 19 de 1859
Lamento informarles que desde mi último informe presidencial no ha habido mejoría en los asuntos de México, y nuevamente me veo obligado a pedir la atenta consideración del Congreso respecto a la infeliz situación de esa república.
El Congreso Constituyente de México, que clausuró sus sesiones el 17 de febrero de 1857, adoptó una Constitución y se preparó para elecciones populares. Éstas tuvieron lugar en el siguiente julio (1857); el general Comonfort resultó electo presidente, casi sin oposición. En esas mismas elecciones se eligió un nuevo Congreso, cuyas primeras sesiones se iniciaron el 16 de septiembre de 1857. De acuerdo con la Constitución de 1857, el periodo presidencial se iniciaría el 1º de diciembre (1857) y duraría cuatro años. Ese día, el general Comonfort compareció ante el Congreso en la ciudad de México, juró hacer respetar la nueva Constitución y fue debidamente investido como presidente. Un mes después, había sido expulsado de la capital, y la rebelión militar otorgó el poder supremo al general Zuloaga. La Constitución prevé que, en ausencia del presidente, el presidente de la Suprema Corte de Justicia debe asumir el poder, y como el general Comonfort había salido del país, el general Juárez procedió en Guanajuato a formar un gobierno constitucional. No obstante, antes de que esto se supiera oficialmente, en la capital el gobierno de Zuloaga había sido aceptado por todo el cuerpo diplomático, incluido el representante de los Estados Unidos, como gobierno de facto. Empero, el presidente constitucional mantuvo con firmeza su posición, y pronto se estableció en Veracruz con su gabinete. Mientras tanto, había fuerte oposición al gobierno de Zuloaga en muchas regiones del país, incluso en la capital, donde una parte de la armada se había pronunciado en su contra y había dado por terminadas sus funciones; una asamblea de ciudadanos fue invitada a elegir un nuevo presidente. Esta asamblea eligió al general Miramón, pero este oficial repudio el plan por el que había sido nombrado, y Zuloaga fue reinstalado en su antiguo puesto. No obstante, asumió el poder sólo para retractarse, y Miramón, convertido en "presidente sustituto" debido a su nombramiento, sigue, con ese titulo, a la cabeza del partido insurgente.
En mi informe presidencial anterior comuniqué al Congreso las circunstancias en que el último representante de los Estados Unidos interrumpió sus relaciones oficiales con el gobierno central y se retiró del país. Era imposible mantener relaciones amistosas con un gobierno como el que se encontraba en la capital, bajo cuya autoridad usurpadora constantemente se cometían errores que nunca se enmendaban. Si se hubiera tratado de un gobierno establecido cuyo poder emanado del pueblo se extendiera a todo México, habría sido justificable, y de hecho necesario, recurrir a las hostilidades en contra de él. Pero el país era presa de la guerra civil, y se esperaba que el éxito del presidente constitucional condujera a una situación menos injuriosa para los Estados Unidos. Este resultado parecía tan probable, que en enero pasado un agente de mi confianza visitó México y me dio un informe sobre las condiciones actuales y de las expectativas de los partidos contendientes. A resultas de su comunicado y de la información que recibí de otras fuentes favorables a la causa constitucional, creí justificado nombrar un representante para México, que aprovechara la primera oportunidad que se presenta para restablecer nuestras relaciones diplomáticas con esa república. Para ello se seleccionó un distinguido ciudadano de Maryland, que el pasado 8 de julio emprendió su misión. Él cuenta con facultades discrecionales para reconocer el gobierno del presidente Juárez si a su llegada a México se sintiera con derecho a dicho reconocimiento, de conformidad con las prácticas establecidas en los Estados Unidos.
El 7 de abril siguiente, el señor McLane presento sus cartas credenciales al presidente Juárez, dado que no había duda en “pronunciarse respecto a que el gobierno de Juárez era el único existente en la república". Fue cordialmente recibido en Veracruz por las autoridades y, desde entonces, estas han manifestado su amistad con los Estados Unidos.
Pero, desafortunadamente, el gobierno constitucional no ha logrado imponerse en toda la república. Tiene el apoyo de la mayor parte del pueblo y de los estados, aunque haya partes importantes del país en que no puede hacerse obedecer.
EI general Miramón se mantiene en la capital; en algunas de las provincias más alejadas hay gobernadores militares que no respetan los decretos de ninguno de los dos gobiernos. Entre tanto, los excesos que siempre se presentan en una guerra civil, especialmente en México, se repiten constantemente. En los últimos años, es raro el daño que no hayan sufrido nuestros ciudadanos. Nominalmente ha habido paz entre nosotros y esa república, pero "en cuanto a los intereses de nuestro comercio o de nuestros ciudadanos que han visitado el país como comerciantes, capitanes de barco o en alguna otra calidad, podríamos haber estado en guerra". No hay seguridad, las propiedades no están protegidas y el comercio es imposible salvo que se corran riesgos de pérdida que un hombre prudente no puede correr. Los gobiernos locales han desafiado importantes obras emprendidas por el gobierno central y que implican cuantiosos gastos. En abierto desafío a los tratados y sin invocar más que el poder arbitrario, residentes estadounidenses pacíficos que ocupaban sus legítimas propiedades han sido expulsados del país repentinamente. Ni siquiera el curso de la justicia escapa al control, y un decreto reciente de Miramón permite la intervención del gobierno en los litigios en que una de las partes sea un extranjero. Navíos estadounidenses han sido confiscados ilegalmente, y un funcionario consular que protestó por esas confiscaciones fue multado y encarcelado por desacato a la autoridad. Violando todo derecho, se han cobrado contribuciones a los militares; un estadounidense que se resistió a la ilegal demanda fue despojado de sus bienes y expulsado.
Debido a los conflictos de autoridad en diferentes partes del país, los impuestos que se pagan en un lugar deben pagarse nuevamente en otro. Muchos de nuestros ciudadanos han sido arrestados y encarcelados sin ninguna investigación ni oportunidad de juicio, y aun habiendo sido liberados recuperaron su libertad merced a grandes sufrimientos y daños, y sin esperanza de reparación. En su última sesión se informó al Congreso de la masacre, sin juicio, de Crabbe y sus asociados en Sonora; aquel se hallaba refugiado en la casa de otro estadounidense en suelo de los Estados Unidos bajo la autoridad de Miramón. Este año se han cometido crímenes aun más atroces en el centro mismo de México. Algunos fueron dignos de bárbaros, y de no haber sido debidamente comprobados, habrían parecido imposibles en un país que se dice civilizado. De este tipo fue la brutal masacre ocurrida en abril pasado, cuando por órdenes del general Márquez tres médicos estadounidenses que atendían a enfermos y moribundos de ambas partes fueron ejecutados apresuradamente, sin juicio y sin delito.
Poco menos impactante fue la muerte de Ormond Chase, asesinado en Tepic el 7 de agosto por órdenes del mismo general mexicano, no sólo sin juicio, sino sin que ninguno de sus amigos conociera la causa de su arresto. Chase ha sido descrito como un joven de buen carácter, inteligente, que había hecho muchos amigos en Tepic por el valor y humanidad que había demostrado en varias circunstancias peligrosas. Su muerte fue tan inesperada como impactante en la comunidad. Podríamos nombrar otras atrocidades, pero con estas basta para ilustrar el lastimoso estado del país y las condiciones de indefensión en que se encuentran nuestros ciudadanos.
En todos estos casos, nuestros representantes han demostrado constancia y fidelidad en sus demandas de desagravio, pero ni ellos ni este gobierno, al cual representaron sucesivamente, han podido hacerlas valer. Su testimonio a este respecto y en relación con el único remedio que a su juicio estaría a la altura, ha sido enfáticamente el mismo. "Solo valdrá una manifestación de la potencia de los Estados Unidos", escribió en 1856 nuestro último representante, “y de su intención de castigar esas injusticias". Le aseguro que en este caso la creencia generalizada es que no hay nada que temer del gobierno de los Estados Unidos, y que los funcionarios mexicanos locales pueden cometer estos agravios contra ciudadanos estadounidenses con absoluta impunidad. "Espero que el presidente", escribió nuestro actual representante en agosto pasado, se sienta con autoridad para pedir al Congreso autorización a fin de que envíe fuerzas militares de los Estados Unidos a México, si los solicitan las autoridades constitucionales, para proteger a los ciudadanos y los derechos de los Estados Unidos derivados del tratado. A menos que se le confiera dicho poder, ni unos ni otros serán respetados en el estado actual de anarquía y desorden, y los agravios ya cometidos nunca serán castigados; como lo aseguré en mi num. 23, todos estos males se incrementarán hasta que no desaparezca del país todo vestigio de orden y gobierno.
Con renuencia llegué a la misma conclusión, y para hacer justicia a mis conciudadanos ultrajados en México y que podrían estar sufriendo todavía, me siento obligado a anunciar estas conclusiones al Congreso.
No obstante, el caso presentado no contiene sólo reclamaciones individuales, aunque nuestras justas reclamaciones contra México ya son muchas; tampoco se trata únicamente de la protección de las vidas y propiedades de unos cuantos estadounidenses que todavía están en México, aunque la vida y las propiedades de cualquier ciudadano estadounidense son sagradas y deben ser protegidas en cualquier rincón del mundo. Se trata de una cuestión que tiene que ver con el futuro, tanto como con el presente y el pasado, y que implica, cuando menos indirectamente, todos los deberes relacionados con nuestra vecindad con México.
EI ejercicio del poder de los Estados Unidos en ese país para reparar los agravios y proteger los derechos de nuestros ciudadanos es deseable también para restablecer la paz y el orden en México. Para lograr esto, el pueblo de los Estados Unidos debe sentir necesariamente un profundo interés por México. México debe ser un país rico, próspero y poderoso. Cuenta con un extenso territorio, tierras fértiles y una incalculable riqueza mineral. Ocupa una posición importante entre el golfo y el océano para establecer rutas de transito y comerciales. ¿Es posible que un país así caiga en manos de la anarquía y se arruine sin que nadie se esfuerce por rescatarlo y salvarlo? ¿Los países comercializadores, que tantos intereses tienen en relación con él, permanecerán indiferentes ante dicho resultado? ¿Pueden especialmente los Estados Unidos, que comparten sus intereses comerciales, permitir que su vecino más cercano se destruya a sí mismo y los dañe a ellos? No obstante, sin ningún apoyo es imposible que México recupere su posición entre los países e inicie una carrera prometedora. La ayuda que necesita, y que los intereses de todos los países comerciales requieren que reciba, debe darla este gobierno, no sólo por su cercanía con México, nación con la cual tenemos una frontera continua de casi 1 600 kilómetros, sino en virtud de nuestra política establecida, que no concuerda con las políticas de intervención de las potencias europeas en los asuntos internos de esa república.
México nos ha agraviado a los ojos del mundo y ha impresionado profundamente a todos los ciudadanos estadounidenses. Un gobierno que no puede o no quiere rectificar no cumple con sus deberes más sagrados. El problema estriba en determinar la solución y llevarla a cabo. En vano recurriríamos al gobierno constitucional con sede en Veracruz, aunque esté bien dispuesto a hacernos justicia, a desagraviarnos. Si bien su autoridad es acatada en todos los puertos importantes y a lo largo de las costas del país, su poder no se extiende a la ciudad de México ni a los estados circunvecinos, donde recientemente fueron agraviados casi todos los ciudadanos estadounidenses. Debemos penetrar en el interior del país para llegar a los ofensores, y esto sólo es posible atravesando el territorio ocupado por el gobierno constitucional. La manera más aceptable y menos difícil de lograrlo es poniéndose de acuerdo con dicho gobierno. Creo que podríamos lograr su convencimiento y ayuda; pero de no ser así, nuestra obligación de proteger los derechos justos de nuestros ciudadanos, garantizados por un tratado, seria imperiosa. Par ello, recomiendo al Congreso que apruebe una ley que autorice al presidente a que, en las condiciones en que él lo considere conveniente, se sirva de una fuerza militar a México y logre un resarcimiento por el pasado y seguridad para el futuro. Me abstengo deliberadamente de cualquier sugerencia sobre la forma de constituir dicha fuerza, si con tropas regulares o con voluntarios, o con ambos. Este asunto debe ser decisión del Congreso. Simplemente comentaré que si se eligen voluntarios, seria muy fácil constituir esa fuerza en este país, entre aquellos que simpatizan con el sufrimiento de nuestros desafortunados conciudadanos y con el infeliz estado en que se encuentra México. La unión de estas fuerzas al gobierno constitucional permitiría llegar en breve tiempo a la ciudad de México y extender el poder de éste a todo el país, en cuyo caso, no hay duda de que las justas demandas de nuestros ciudadanos serian satisfechas y se resarcirían los daños que les fueron infligidos. El gobierno constitucional siempre ha demostrado su deseo de hacer justicia, y esto debe garantizarse de antemano mediante un tratado preliminar.
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