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Selección de textos y documentos:

Doralicia Carmona Dávila

© Derechos Reservados
ISBN 970-95193

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1858 Discurso de Melchor Ocampo

16 de Septiembre de 1858

POR URBANIDAD y por gratitud a las personas que me han distinguido encargándome de contribuir a una festividad como ésta, tengo hoy que decir algo en público, a fin de que conste siquiera mi buena voluntad de hacer lo que me sea posible. Creo también un deber mío, propagar mis convicciones. Pero... ¿qué diré?

Venir a explicar ahora que la independencia de México entraba en los designios de Dios y que, puesto que los héroes que nos la procuraron fueron sus elegidos y merecieron tal calificación de héroes, debernos honrarlos y reverenciarlos, sería trabajo que vuelve inútil el hecho mismo de esta reunión. En efecto, si no se tuviese la debida gratitud por el gran bien recibido, no estaríamos hoy reunidos aquí y latiendo nuestros corazones por el recuerdo de sus sacrificios.

No es pues a nuestra historia ni a nuestra tradición a lo que debo ocurrir, porque vivas están en nuestros pechos la gloria y los esfuerzos de nuestros héroes, así como el reconocimiento del beneficio inmenso que nos hicieron.

Podría acaso, dividiendo en tres puntos clásicos lo que hubiera de decir, y puesto que de independencia se trata, mostrando por amplificaciones lo que en 1821 se entendió por tal palabra y por las no menos respetables de religión y unión, cómo el trabajo de los hombres que se llamaron de segunda época fue la primera transacción de nuestra política, el primer ardid con que la interesada astucia de los vencidos estafó, si así puedo decirlo, estafó el triunfo a la ignorancia y magnánimo candor de los vencedores, volviéndolo estéril. Independencia, bello ideal de todos los corazones generosos de entonces, medio precioso sin el cual todo adelanto era imposible; pero que en la realidad de las circunstancias no era sino para que los españoles no recibiesen ya de España ni corrección, ni dirección, ni superiores. Religión, para que el Clero se hiciese dueño y señor de sí mismo, entregándose más impunemente a toda especie de abusos, hasta llegar el caso increíble de que uno de los príncipes resabio del régimen monárquico de la Iglesia mexicana [ya hay Iglesia mexicana] se atreviese a decir oficialmente y dirigiéndose al Gobierno Supremo de la República, que el Clero era independiente del poder civil y que con el Clero tenía que tratarse como de potencia a potencia... Unión, para que la abyecta humildad de los antes conquistados perdonara el vilipendio y opresión de tres siglos y no extrañase ni procurara reprimir la elación, el orgullo de los que aún se juzgaban conquistadores y de los que aún hoy mismo se creen si no triunfantes, sí muy superiores a los hijos del país.

Buena sería la ocasión, por haber sido este año en el que algunos manequíes ignorantes, pero accidentalmente poderosos, prestándose a la hipócrita maña de hábiles raposas han atrevídose a robar al pueblo sus libertades y a exhumar el Plan de Iguala, creyendo o aparentando creer, que nada hemos aprendido cn los últimos siete lustros. No, el polvo de más de un tercio de siglo ha caído sobre tal Plan que no revivirá. Disimulable era en su tiempo y circunstancias; pero renacer... jamás... Pero hoy es día de gloria y bendiciones. ¿Para qué recordar pasiones ruines, indignas enteramente de lucirse?

No, más que en declamaciones laudatorias o en recriminaciones aunque sean merecidas, debemos ocupar unos cuantos minutos en esas reflexiones sencillas del sentido común que pueden tener alguna útil aplicación práctica en nuestra marcha sucesiva.

Pudiera igualmente examinar, como dignos de la contemplación en este día, los tres principales desarrollos del hombre, sin cuyo paralelismo ni el individuo ni las naciones pueden considerarse completos: El desarrollo de la cabeza, o del entendimiento para la posesión de la verdad y consiguiente independencia de toda preocupación, de todo error: el desarrollo del corazón o del sentimiento del bien para adquirir la independencia de todo odio, de toda mala pasión, depurando, elevando y extendiendo el amor: el desarrollo de la mano o de la industria para dominar a la naturaleza por las aplicaciones del saber llamadas artes e independerse así de toda sujeción, de toda incomodidad, de toda molestia.

No faltan otros asuntos igualmente dignos del día y del auditorio; pero mi situación de circunstancias circunscribe a límites muy estrechos la elección del asunto y el modo de procurar su desempeño.

Sólo, pues, trataré de hacer algunas indicaciones sobre estos dos puntos. Porque se ha descuidado nuestra educación civil, no somos ni justos, ni consecuentes, ni laboriosos: si no entramos en el sendero de la justicia y de un arreglo económico, perdemos con México la independencia y la libertad.

¡ Quiera Dios bendecir mi buena voluntad e inspirarme en las pocas indicaciones que haré, alguna idea útil que sobreviva a este momento! ¡ Pueda yo, en memoria y reverencia de los esforzados, magnánimos y abnegados libertadores nuestros, arrojar desde esta tribuna en el seno del porvenir, alguna semilla que fecunde para el bien de nuestra desgraciada patria ! Cuidaré de ser breve; esperando se me perdone si nolo consigo, porque el asunto es a mi entender tan importante como vasto.

Excelentísimo señor, señores todos: Tres son los fundamentos filosóficos del cristianismo que siempre precederán y acompañarán perpetuamente los adelantos de la especie humana. Fe, esperanza, caridad. Sin la primera no hay resorte interno que mueva al individuo o a las masas; sin la esperanza, el resorte no tendría objeto; sin la última, el resorte y el impulso no serían benéficos.

La religión y la política son una mismísima cosa bajo uno de los aspectos de aquélla. La religión se ocupa de las relaciones del hombre con Dios y de las del hombre con los otros hombres. El sacerdocio de todas las religiones no tiene más objeto que el de enseñar estas cosas sagradas. A nosotros los laicos, los profanos, poco nos es lícito decir sobre la primera especie de estas relaciones, porque creyendo que son cuenta que cada individuo debe arreglar con Dios y que a cada individuo ha dado el mismo Dios la razón y la conciencia, sin más objeto que el de guiarlo, nos contentamos con instruir al hombre en sus primeros años sobre lo que creemos bueno, y luego que está ya formada su conciencia, lo dejamos que conforme a ella arregle tales relaciones, con tal de que no se sirva de su creencia como pretexto para perjudicar a un tercero.

Pero en las relaciones por las cuales el hombre se llama prójimo, en el precepto magno Ama a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo, en las relaciones necesarias que dan origen al derecho y al deber, como en las libres que se llaman caridad, amor fraterno, filantropía, en una palabra, sobre las relaciones de justicia y benevolencia que los hombres deben tener entre sí, la religión y la política no tienen ni pueden tener más que un objeto: procurar que cada hombre sea lo más benéfico posible para los demás. No hagas a otro lo que no quieras que te hagan, basa de la moral; Haz a otro lo que desearías te hiciesen, basa de la virtud, son fórmulas que a pesar de su vaguedad, conservan el mismo fondo de su esencia en la boca y en el corazón del más mustio y devoto de los místicos y del más despreocupado hombre de mundo, si suponemos a ambos, como hay tantos, sinceros y hombres de bien.

Nuestro dogma político es la soberanía del pueblo, la voluntad de la mayoría. Pero ¿tenernos fe en él? Seguramente que sí, sin lo cual, no habría tantos que desinteresadamente lo defendieran, que por él sufriesen persecuciones, que por él hiciesen sacrificios, que por él diesen su sangre en los campos de batalla y en los cadalsos. Pero aún no es bastante robusta esta fe, porque a muchos les faltan las profundas convicciones que da la instrucción en estas materias, habiéndoles faltado ocasión de estudiarlas. Es una fe naciente semejante a la del primero de los apóstoles, que a veces reniega, a veces flaquea. Los que nunca nos hemos separado de esta creencia, los que hemos tenido la fortuna de no dudar siquiera de ella, podíamos preguntar a la República ¿por qué vacilas? como el Divino Maestro preguntó a aquel, al andar sobre el lago: Hombre de poca fe! ¿Por qué no creíste? Nos diría, por lo mismo que erré, no volveré a errar.

Y, no siendo firme la fe, ¿cuál podrá ser la esperanza? Incierta y variable también. Hemos llegado hasta la desgracia de que un buen número de mexicanos ha desesperado de México, olvidando que Poción decía que no es lícito al ciudadano desesperar de la salvación de la patria. Y aún hay oh vergüenza ! hasta infames y traidores que pretenden maniatarlo y entregarlo así a los extraños.

En todas partes y épocas la moral no ha sido sino una emanación del dogma. La Grecia tuvo por dogma la salud del Estado y por eso Atenas y Lacedemonia y Esparta sacrificaron el individuo a la sociedad. Roma tuvo por dogma el bien de la ciudad y así era bueno lo que la favorecía y malo lo que podría perjudicarla; y como la ciudad misma no era un Dios, todos los dioses cabían en su recinto, y aun había un templo, como si fuese hospicio preparado para transeúntes y viajeros, dedicado al Dios desconocido (Deo ignoto).

Notad, señores, que la intolerancia se va trasladando de la religión a la política. Eso prueba, diréis, que hay fe y esperanza en ésta. Convenido; pero también prueba que renace y se exacerba esta antigua y periódica enfermedad del espíritu humano, cuyo único remedio es la ilustración. Hoy, en la República de México, lo mismo que en la mayor parte de los pueblos del mundo, sea cual fuere la civilización a que pertenezcan, ni posible quiere creerse, pueda existir ninguna virtud, sino en el que profesa nuestras mismas opiniones. De bribones y pillos se tratan mutuamente los bandos contendientes, olvidando que en todas las comuniones, políticas o religiosas, puede haber buena fe y por lo mismo simple error, sin miras siniestras. Otra cosa es el cálculo sobre tales o cuales creencias o el aparentar que se tienen para explotarlas. Esto sí es punible.

Nace de la poca firmeza en la fe de nuestro dogma político, la voluntad conocida de la mayoría, que esta voluntad haya sido mudable. Mudable también ha sido entre nosotros la parte de la moral que más directamente se roza con la política. Lo que en un día se tuvo por bueno, al siguiente se ha vuelto malo y así se pasa alternativamente del derecho divino del rey, de Iturbide, del serenísimo don Antonio, del pío y esclarecido varón don Félix, a la soberanía nacional, del influjo y preponderancia de las clases, a las aspiraciones a la igualdad.

Reflexionad sin embargo que el derecho divino comienza a hacer transacciones: ya se le ve capitular, pues que los mismos que se erigen en tutores invocan el voto de la mayoría o lo suponen como único título valedero. Sería, en efecto, difícil conservarse uno serio ante un decreto que comenzase con la fórmula consagrada cíe: don Félix, por la gracia de Dios...

Pero ¿será cierto que la voluntad nacional se reconozca y cambie tan rápidamente como del 17 de diciembre al 11 de enero último? ¿Es posible que primero la Constitución de 1857 y después la persona del Presidente que llevaba ya varios días de traidor, fuesen santas la víspera y se volviesen nefandas en el día? ¿Es posible que los elegidos de la mayoría, reunidos en congreso, representasen menos bien la voluntad de sus comitentes, el dogma de la soberanía del pueblo, y que la mayoría de la República tuviese por legal y buena una cosa, hasta que el genio de los Zuloaga, Cuevas y cómplices le iluminase el entendimiento para que conociera, por revelación súbita, que el dogma debía ser el plan de las tres garantías?

Regocijaos sin embargo, señores: las oscilaciones que la voluntad nacional ha tenido entre la consagración de los privilegios y la adquisición de la igualdad legal, van siendo cada día menores en duración y en importancia, lo que augura un feliz término y que dentro de pocos años cesarán del todo. Si ha habido errores, patrimonio triste de nuestra condición humana, no ha habido perseverancia en ellos. La luz se ha esparcido y dominado todos los espíritus, la fe renace y sólo se conservan como enemigos del pueblo y armados contra él, los directamente interesados en los abusos y los que no tienen, por esa singular fascinación que ejerce lo que se llama disciplina militar, libertad para unírsenos. Cada uno va quedando en su Iugar y esto es una grandísima ventaja para el porvenir.

El gran trabajo de que hoy se ocupa y que tiene que desempeñar el espíritu humano, es el de hermanar el dogma político, la soberanía del pueblo, con la moral, haciendo conocer sus enlaces y volviéndola perceptiva, para que en la vida interna rija al hombre por la convicción, que es la verdadera autoridad. Ya para la externa se tienen la policía y el deseo de conservar la reputación, deseo que el vulgo llama el ¿qué dirán? como correctivos de los que se separan del sendero de lo recto.

Nosotros estamos mal educados, señores. Toda la tradición del mundo, que en sus varias civilizaciones, con rara excepción, es toda del imperio del terror y de la fuerza, toda de la enseñanza del despotismo teocrático y guerrero, es también el pasto espiritual de nuestra infancia, de nuestra juventud y edad madura. Apenas comienzan a sentarse los nuevos principios que formen la regeneración de lo que puede llamarse la nueva humanidad, de la que se conduzca por sólo la razón y el amor; y sus apóstoles son tan combatidos y a la menor posibilidad tan perseguidos como los del Cristo. La guerra es ahora más terrible. Jesús luchaba solamente contra los vicios del altar; nosotros tenemos que luchar contra los mismos vicios del altar y además, contra los del trono. Jesucristo se airaba de que los mercaderes del templo hubieran vuelto caverna de ladrones la casa de Dios. ¿Qué diría hoy si viese a una parte de los guardianes mismos del templo empuñar la espada contra el César o emplear los tesoros del templo en volverse asesinos, dije mal, fratricidas mandantes?

La humanidad de entonces reverenciaba como la de hoy miles de abusos en que se le había educado, y, como la de hoy, perseguía a los hombres generosos que desinteresadamente la advertían el error con que se hallaba bien avenida. Hoy no hay Cristo: bastan las doctrinas que él sembró: a nadie pueden atribuirse los nuevos adelantos del espíritu humano. Crecen éstos y se desarrollan a sí mismos, porque son la obra de muchos: son la obra de la democracia, y a nadie será dado imponerles su nombre, aunque formen ya cuerpo de doctrina.

¿Qué ha de enseñarnos la tradición antigua que no esté manchado con el servilismo, con el miedo, con la renuncia de la dignidad humana? Recordad, señores, que durante muchos años, siglos enteros, la prudencia de nuestros mayores estaba encerrada en esta villana fórmula: Con el Rey y la Inquisición... ¡Chitón!

Mirad las lenguas que hoy se hablan y que son al tiempo mismo que el resumen de todos los conocimientos humanos, la recopilación de todos los errores, necedades y absurdos que han pesado sobre nuestra especie. ¿Quién de nosotros y desde niño no oyó nombrar a Dios mil veces Rey de Reyes y Señor de Señores? ¿Quién, si no habrá sido por rara contingencia le ha oído llamar Padre de los Padres o Amante entre los amantes? Se ha preferido decirle el Dios de los ejércitos y no el Dios de los consejos. Aunque por fortuna, si ha habido una monstruosa institución que haya tenido la sacrílega y blasfema audacia de azuzarlo (dispensad tal palabra que uso para expresar mejor tal audacia) diciéndole: Levántate, Señor, y juzga tu causa, todas las generaciones lo han visto siempre levantado, prodigando su inagotable amor, su indeficiente misericordia. Abundan los caracteres que atribuyen a Dios para representarlo como cruel y rencoroso con el pretexto de justiciero. He aquí mal comprendido, o cuando menos mal expuesto a las miradasde la mayoría el primer elemento de todo dogma religioso, la idea de lo infinito, la idea de la perfección, la idea de Dios!

Ello es necesario confesarlo, aunque sca triste reconocerlo, el mayor número de nosotros se mueve más eficazmente por el temor, que por el convencimiento sólo de lo razonable.

Estamos mal educados, señores. En los gravísimos puntos que tan someramente voy indicando, la enseñanza se confunde con la educación. Al otro elemento de la moral, a lo finito, a lo imperfecto, al individuo, al hombre no nos han enseñado a verlo bajo mejor aspecto. Sería mucho detenerme, si me pusiera a refutar el absurdo casi fundamental de que el hombre es más inclinado al mal que al bien. Sin embargo, ésta es la idea que quieren que nos formemos del hombre, los mismos que nos enseñan que ha sido criado a imagen y semejanza de Dios. Tal aseveración de que el hombre, la copia, es más malo que bueno ¿no es una blasfemia flagrante contra el original?

¿Qué podré yo decir de esa otra pretendida regla de sano criterio, del evangelio chiquito, como algunos llaman a los refranes, por ser, dicen, el fino extracto de la experiencia de nuestros mayores, sobre la máxima de: piensa mal y acertarás? ¿No es más bien la fórmula más misantrópica del hastío de un corazón ulcerado o de un entendimiento en extravío doloroso? ¿Se puede concebir una cosa más inmoral y más absurda que la de dar a todas las acciones como móvil una mala pasión o un cálculo vituperable? El buey solo bien se lame; La letra con sangre entra; Trata al amigo como si hubiera de ser tu enemigo; Con lo que no puedas comer granjéate amigos, etc., no son por cierto máximas que den muy aventajada idea del prójimo.

Estamos mal educados, señores. Se nos ha enseñado a observar cierta serie de deberes artificiales en los que somos muy exactos, como quitarnos el sombrero cuando tocan ciertas campanas, recemos o no, y otras exterioridades de esa especie; y los deberes naturales y civiles están del todo abandonados. El extravío que sobre esto se ha producido en los entendimientos llega hasta el punto de que hayamos dislocádolos de sus oportunidades. Matan por robar a un hombre en un camino, y aunque no lo decimos, obramos, como si pensásemos: No importa, al cabo era hombre honrado, al cabo era hombre pacífico y laborioso, al cabo sus hijos tienen buenas costumbres. Pero si el juez condena a muerte a su asesino, porque aprehendido se le probó alevosía, premeditación, ventaja, reincidencia por haber muerto ya a otros, todos nos alborotamos: los señores abogados aconsejan y formalizan el indulto, los neofilántropos hablan de la supresión de la pena de muerte, sin considerar que es parte de todo un sistema penal y que sola no puede andar, como no anda una rueda sin eje: las personas influentes se atropellan por interés del condenado, las cámaras y los gobiernos discuten, y si se niega el indulto nos dan ataques nerviosos a la sola consideración del patíbulo. ¿Y el occiso?...

Nos han educado en la adoración del yo y héchonos creer que el yo es el todo y que el prójimo es el simple medio de alcanzar tal o cual satisfacción, tal o cual ventaja. Aún no aplica la humanidad para el uso de cada individuo, pero si siguiese el camino de los místicos: sálveme yo y el mundo quémese, llegaría a practicar el desahogo que la saciedad de todos los placeres y el desprecio a todas las personas, dio a Luis XV en la cínica, misantrópica y execrable exclamación de ¡Tras de mí el diluvio! La tendencia de tales doctrinas ha hecho que en México quiera resolverse este insoluble problema: Hacer que la administración pública ande con la misma regularidad que los astros, a condición de que yo (dice cada ciudadano o habitante) no contribuya en nada, ni con mi fortuna, ni con mi persona. Aún es peor: ha producido, que en el concepto de muchísimos el no interesarse en las cosas de la patria, y esto aun cuando vivan del tesoro público, se tenga por una especie de virtud... ¿Virtud el egoísmo?... Y hay gentes tan faltas de todo decoro, que se jactan de no pensar más que en ese yo, presentado así en su más asquerosa desnudez.

Estamos mal educados, señores. Por yo no sé qué interpretación de un pasaje bíblico tenemos por maldito el trabajo. ¡ El trabajo, la fuente de la independencia personal, de la acumulación, de la riqueza, de la prosperidad y poderío de las naciones! El trabajo, arbitrio único para dominar la naturaleza por medio del arte y de continuar y mejorar la creación, como se ve en la dalia de nuestros jardines y la papa de nuestras mesas, mil veces mejores que sus tipos de nuestros bosques, en el toro de Durham, en el caballo de carrera y el de tiro y en tantos otros animales que bien pueden llamarse artificiales y que tanto superan a sus troncos salvajes. Ya se ve, ¡ en aquel tiempo aún no había mandado el trabajo a la luz que hiciese la tarea del dibujante en el daguerreotipo, ni al vapor que sustituyese a los mudables vientos en el océano, ni a la electricidad que nulificara el tiempo y el espacio por el telégrafo ! ¡ El trabajo, el medio principal, para no enumerar ya sus otras excelencias, de conservar nuestro organismo y la salud! ¡ El trabajo maldecido! ¿Qué tiene entonces de extraño que haya tantos que procuren exceptuarse del anatema? ¿Qué tiene de singular que muchos juzguen al trabajo vil y deshonroso? Clases enteras de la sociedad han encontrado el medio de eludir el anatema, eximiéndose del trabajo; y lo que es peor, hantenido maña de sacar doble sudor del rostro de los que en algo útil nos ocupamos, para que así baste el producto a mantenernos y a mantenerlos.

Deseamos colonos y nos quejamos de falta de brazos. Somos pocos en efecto, comparados con un territorio fértil que puede mantener diez veces mayor número de habitantes. Pero el mal está principalmente en que no queremos trabajar. ¡Haced, señores, una lista de los primeros cien individuos que os ocurran!, preguntaos en seguida ¿cuántos de ellos trabajan, cuántas horas cada uno; qué especie de bien hacen a la sociedad? y os admiraréis del resultado. ¡ Cuántos que no trabajan ! ¡ Cuántos cuyos trabajos son inútiles ! ¡ Cuántos cuyo trabajo es perjudicial !

Éstos son el reverso de los que no trabajan y son sin embargo más perjudiciales. Hablo de la profesión de pronunciado, de la explotación de los pronunciamientos. ¡ Cuadro inmenso!, cuyos principales rasgos llenarían una amplia disertación que por lo mismo omito. Básteme decir que, cuando de repente amanece un libertador, un regenerador, un restaurador, un inspirado de lo alto, declarando por sí y ante sí que la nación no puede progresar sino cuando a él y a los suyos se entreguen sus destinos, de necesidad en necesidad, de inducción en inducción, se lleva al país a un punto de delirio frenético que le hace consumir la mayor parte de sus recursos en destruir el mayor número posible de prójimos e impedir hasta el menor desarrollo de cualquiera industria.

Hoy, pues, pesan sobre México cuatro o cinco mil pensionistas cuyos progenitores o deudos no hicieron más que pronunciarse para ir adquiriendo grados. Hoy pesan sobre México treinta o cuarenta mil combatientes, ocupados con todo empeño en exterminarse y acelerar la ruina de la patria. ¡ Y esto por qué ! Porque don Félix Zuloaga y cómplices declararon que era impracticable, aún antes de ensayarla, la Constitución de 1857 que habían jurado plantear y porque la República que comienza a afirmarse en su fe y a reanimar su esperanza, no ha querido sufrir la usurpación, y los buenos ciudadanos han tenido que dejar sus ocupaciones y familias y abandonar sus intereses para alcanzar el reinado de la ley.

Mientras, el número y calidad de los deudores se aumenta; los plazos se cumplen; los intereses se acumulan; el descrédito se afirma y perfecciona, faltándose a todas las obligaciones. Resulta, de aquí, injusticia para todos. El bueno y el mal servidor quedan confundidos en los mismos miserables prorrateos. Todos pendientes de la satisfacción de derechos, bien o mal adquiridos, pero que les hacen creerse dispensados de toda industria honesta, industria además que en el sentido de muchos deshonraría la dignidad de tal empleo militar o civil que obtuvieron. Todos los acreedores, de buena o mala fe engañados en todos sus plazos y cálculos. El tesoro, empeñado por anticipos ruinosos para hacer efectivo hoy lo que aún sin negociarse no alcanzaría mañana. Todas las industrias casi perseguidas a fuerza de ser gravadas; y nuestros nietos y bisnietos vendidos o empeñados por yo no sé cuántas generaciones para el pago de deudas que no han traído al país más que oprobio y baldón, miseria y ruina. Y cuando llegue a faltar del todo aún lo más indispensable para que ande la máquina administrativa ¿será posible conservar la nacionalidad? Enmendarnos o perecer civilmente.

Es, pues, indispensable, si es que queremos conservar la patria, que entremos con paso firme en el camino de la justicia; que respetemos toda convicción sincera, pero que le impidamos alistar fuerzas y querer imponerse con las armas; que distingamos el llamado delito político de todos los crímenes que han sido siempre reprobados por toda la humanidad, como la traición, como el perjurio, como el abuso de confianza, el robo, el asesinato; que protejamos todos los intereses legítimos, pero nada más que los legítimos.

Es ejecutivo, premente, que demos a nuestros hijos una buena educación civil, honrosas y productoras ocupaciones; que consideremos los destinos públicos como cargos de conciencia y de temporal desempeño y no como sinecuras y patrimonios explotables; que por estrictas economías y justas distribuciones gastemos menos de lo que ganamos para ir cubriendo nuestras deudas.

Aún es tiempo, pero es acaso la última de las oportunidades de que México se salve. No se necesita más que justicia plena y policía alta y baja.

¡ Oh México ! ¡ Oh infeliz y por lo mismo para mí venerada patria mía! ¡ Oh digna cuna de los Guatimoczin y Jiconténcal, de los Hidalgos, Rayones y Morelos, de los Guerreros y Victorias, dignos modelos de fe y esperanza en tus destinos, de amor y abnegación por tus hijos! ¡ Tú, dueño de todos los climas y por lo mismo de todos los productos posibles! ¡ Tú, la más rica en metales de todas las tierras del globo! ¡Todo te lo dio Dios y casi todo hemos sabido desaprovecharlo! Calma, señora, el extravío febril que te consume y y hazte el animo de entrar en la senda de la justicia, del trabajo, de la economía ! ¡ Pocas probabilidades te quedan ya de salvarte; pero si Dios te ayuda y te ayudas a ti misma, siguiendo a los guías que te dio en la razón y la conciencia, aún puedes levantarte!

¡ Tienes la tradición de los pueblos más cultos de este Continente sembrado de las colosales ruinas de su tesón! ¡ Tienes la aptitud para las artes y el trabajo de tus razas indígenas! ¡ Tienes el desprendimiento y la imaginación de la raza latina que se cruzó con ella; sólo te falta la laboriosidad y energía de la raza sajona! Morigérate y tus apenas entrevistas riquezas, tu posición geográfica entre la civilización cristiana y las civilizaciones del Asia, harán de ti, no la señora del mundo, que el mundo ya no sufre señores, sino cl emporio del comercio, de la riqueza y bienandanza. Serás el país por excelencia, en que a la variedad de los climas y belleza del cielo, a la infinita variedad de productos, se reúnan la magnanimidad, altas miras y brillante imaginación de los pueblos del mediodía, con la pureza de costumbres, amar al trabajo, y el espíritu de incansable adelanto de Ios pueblos del Norte.

Tú llegarás a ser así, si bien comprendes y cumples tu destino, cl núcleo en derredor del cual se forme la futura humanidad cuyas solas fórmulas sean: Ciencia, Justicia, Industria, como los más importantes resultados del pleno desarrollo de la libertad en el entendimiento, en el corazón, en la mano. Así harás fecundos los esfuerzos de tus buenos hijos por darte independencia, que no es más que el medio de que seas útil a las otras naciones por el uso noble y debido de la libertad.

NOTA: El norte que empezó a soplar desde antes de que el paseo cívico comenzara, impidió a muchas señoras concurrir. Aun las que se dignaron asistir a la alameda no se colocaron de manera que el orador las viese, ayudando en parte a esto la multitud de personas que de pie rodearon a cierta distancia la tribuna. No pudo, pues, el orador dirigir al bello sexo la especie de dedicatoria que le hacía; pero, como cree que no por eso deja de ser cierto lo que en ella les dice y como juzga importante que tomen parte en las cosas públicas, ha insistido en que, aun cuando sea como nota, se inserte este apóstrofe:

SEÑORAS: Vosotras que sois el sostén de nuestra infancia, la adoración y encanto de nuestra juventud, el consejo y compañía de nuestra edad madura, el consuelo y alivio de nuestra vejez y en todas las épocas de nuestra vida, la belleza, la ternura y el descanso de ella, de vosotras depende el bienestar futuro de México, del mundo, de la humanidad. Sois el arca santa que encierra las generaciones futuras. ¡Educadlas en el amor de una libertad que las vuelva justas y benéficas; y os habréis acercado, más que vuestra mitad grosera, el hombre, a ser la imagen y semejanza de Dios!