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Selección de textos y documentos:

Doralicia Carmona Dávila

© Derechos Reservados
ISBN 970-95193

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1858 Manifiesto de Ignacio Comonfort.

Jalapa, Ver. Febrero 2 de 1858.

 

El desenlace de los últimos sucesos ocurridos en la capital ha puesto fin al periodo de mi vida pública, en que me tocó figurar como primer magistrado de la nación. Quizá debiera guardar silencio y abstenerme de toda manifestación, hasta que calmadas las pasiones y tranquilizados los espíritus pudieran estimarse los hechos con la debida imparcialidad; pero identificado mi nombre, hace algún tiempo, con el de la República, y no queriendo que mi conducta se juzgue sino tal cual haya sido, buena o mala, aprovecho los últimos momentos de residencia en mi patria, para hacer á mis conciudadanos una relación fiel, aunque breve, de los acontecimientos que han motivado mi separación de ella.

Trabajaba con la mas sana intención en las reformas que mi gobernante debía iniciar al congreso nacional para hacer practicable la Constitución, cuando vino el golpe de Estado que la brigada Zuloaga inició en Tacubaya el 17 de Diciembre de 1857.

Todo era terminado, y mi resistencia no habría servido mas que para enseñorear á la reacción, de todos los elementos de guerra y de poder que encerraba la capital de la República, Esta consideración, las dificultades que se presentaban para la observancia del régimen constitucional, el deseo de apagar la guerra civil y las escitaciones que se me habían hecho antes, así por personas respetables de la capital como de los Estados, para cambiar ó modificar la Constitución, me decidieron á adoptar el nuevo movimiento político, buscando siempre la felicidad de la patria, que creía alcanzar, una vez llevado á tal situación, con el establecimiento del justo medio y la fusión de los partidos. Estos fueron los principios proclamados en mi manifiesto de 19 de Diciembre; estos los que seguí en la elección de las personas que formaron el consejo; y estos los que me guiaron en todos mis actos; pero siempre atento á la voluntad de la nación, que es para mí la suprema ley.

El plan fué secundado por los Estados de Veracruz, México, Puebla, Tlaxcala, San Luis Potosí, Sinaloa, Tabasco y algunas poblaciones, como Tampico y otras, acaso por consideraciones análogas á las que yo tuve, ó por la confianza que les inspiraba mi nombre.

Amigo sincero de la libertad de mi país, con la mas noble franqueza manifesté a los Sres. Zuloaga, Castro y Parra, cuando me invitaron á seguir aquel movimiento, cuáles eran mis ideas acerca de la política del nuevo gobierno, y mi decisión por la reforma sabia y prudente; no debiendo olvidar mi espíritu conciliador, observado durante el tiempo de mi administración provisional.

Recogí de estos generales la solemne protesta, que en junta ratificaron después todos los generales y jefes de los cuerpos, de que en el caso de una guerra extranjera, se acudirá á la defensa de la integridad del territorio y de la independencia nacional, antes que todo, de que el plan de Tacubaya no se inclinará á la reacción, y que esta seria combatida por todos los medios posibles; de que el ejército que se había puesto a  mis órdenes, no seria nunca el instrumento de facción alguna; y de que los hombres de inteligencia y probidad de todos los partidos formarían el personal de mi administración. Se me facultó, en fin, para modificar el plan de Tacubaya, y buscar por este medio una solución justa á las dificultades pendientes con los Estados.

Descansaba tranquilo en la palabra sagrada que acababan de empeñar, y con la seguridad de que no se desviarían del programa aprobado por ellos mismos, solo debía esperar sinceridad y buena fé de personas por quienes me habla sacrificado, y en las cuales deposité mi confianza, llenándolas á la vez de honores y de consideraciones. Con esta confianza dictaba las providencias necesarias para la organización de dos brigadas con que debía salir al interior para buscar personalmente un arreglo pacifico. ¡Cuál sería mi sorpresa al ver los hechos que tuvieron lugar en seguida! Dejo á la historia la penosa tarea de calificar el escándalo del día 11 de Enero; y yo consagro un homenaje de justicia á los soldados que formaron la noble y firme resolución de sacrificarlo todo al cumplimiento de su deber.

En el acto habría dejado un puesto siempre lleno para mi de dificultades y sinsabores; pero la reacción con todas sus formas se presentó en Santo Domingo, San Agustín y la Ciudadela, y yo, que acababa de ofrecer solemnemente á la nación no ponerla en las manos de un solo partido, tenia el deber de combatirla.

Hice, sin embargo, cuanto de mí dependió para ahorrar el derramamiento de sangre entre hermanos; acorde un armisticio de dos dias; se nombraron comisionados por ambas partes y se abrieron conferencias para buscar un arreglo decoroso.

La mayoría de la nación había espresado su voluntad en favor del orden constitucional rechazando el plan de Tacubaya, y aun los Estados de Veracruz, Tlaxcala y México, que lo secundaron, mas previsores tal vez que yo, de la marcha de los acontecimientos, habían vuelto sobre sus pasos. Respetando la voluntad general, mis comisionados propusieron en primer lugar, el restablecimiento del orden constitucional protestando que resignará el mando supremo en la persona á quien correspondía por el ministerio de la ley, para que ni por pretexto se tomase mi nombre como un obstáculo para el restablecimiento de la paz en la República; así también se llenaban los vehementes deseos manifestados por el general Zuloaga de que ambos dejásemos el mando de las fuerzas retirándonos al extranjero, si era necesario.

Rechazadas estas y otras propuestas, hice todavía un supremo esfuerzo para libertar á la capital de los horrores de la guerra, proponiendo que la evacuasen ambas fuerzas beligerantes; pero los que hacían consistir su principal elemento en la seducción de las fuerzas que me hablan quedado fieles, rehusaron abiertamente cuanto se propuso, y aun el declarar neutrales los hospitales, los pantanos y edificios que guardaban á los criminales. Se propusieron ademas el nombramiento de un nuevo general en gefe, para entrambas fuerzas, y otras medidas de conciliación y de salud pública.

Todo fué inútil, y la suspensión de hostilidades no dio otro resultado que la violación de un pacto solemne por parte del enemigo, que en la noche levantó parapetos en las calles de la Aduana, Arco de San Agustín, la Encamación y otras, en que se hallaban en tropas completamente enfiladas por la artillería del gobierno. Todavía subió de punto el escándalo en este particular. Reconvenido por el general Portilla el gefe de Santo Domingo por las horadaciones que durante el armisticio se hacían en las calles de Medinas y la Encamación, contestó el general D. Pedro Valdés que "el ruido lo causaba el trabajo emprendido para taparlas y no para abrirlas.” Así se revelaba el conflicto en que iba á verse otra vez la ciudad; así el verdadero objeto del armisticio.

El estruendo del canon á las seis de la mañana del día 19, anunció á los habitantes de México que el combate se abría de nuevo. Fuegos mas ó menos nutridos de una y otra parte ocuparon ese día y su noche. La mañana del siguiente se hizo notar por el silencio que reinó en casi todos los puntos hasta las once de ella; hora en que recibí un parte de la Acordada, avisándome que dos columnas iban á batir ese punto: contesté que se sostuviera el ataque, y que si habia necesidad de refuerzo, se pidiera oportunamente. Oyóse á poco por aquel lugar un fuego activo de artillería y fusilería, que anunciaba un reñido combate. A las doce del día, dos ayudantes de la Acordada me anunciaron que el enemigo se metía bajo sus fuegos, y que se necesitaba de pronto auxilio. Al momento se dirigió á aquel lugar el denodado general Rangel, con una columna de cuatrocientos infantes y una pieza de artillería; pero cuando llegó á la Alameda, el Hospicio y la Acordada habían caído en poder del enemigo, y las alturas estaban coronadas de sus soldados. La columna sufrió por algún tiempo el vivísimo fuego de un doble numero de combatiente, y el de las piezas que acababan de apoderarse; y al fin fué rechazada, retirándose á San Francisco en los momentos mismos en que el cuidado del combate me habia llevado allí.

En unión del general Rangel reorganicé la columna, reanimé el espíritu de los defensores de San Francisco, y ordené la pronta formación de parapetos en la boca-calle del Puente, para volver á cerrar nuestra línea de defensa. En estos momentos me manifestó el Sr. general García Conde, que era indispensable mi presencia en la plaza para contener la desmoralización que comenzaba á notarse en nuestras tropas, á consecuencia de la pérdida del Hospicio, Acordada, San Juan de Dios y la Santa Veracruz. Llamé entonces al general Trías, gefe de la línea de San Francisco, y á su segundo, coronel Revilla, para prevenirlos de mi regreso á la plaza y preguntarles por el número de los soldados que les quedaban para la defensa de aquellos puntos. El coronel Revilla me contestó que no contaba con soldado alguno de su batallón, porque una parte habia caído prisionera en la Acordada, San Juan de Dios y la Santa Veracruz, y la otra estaba ocupando diversos puestos.

Reducido, pues, el número de los defensores de San Francisco á ciento treinta infames que yo habia llevado del Activo ligero y de Tehuantepec, conocí que con esta fuerza no podían sostenerse las tres piezas de artillería que estaban en los parapetos de Santa Isabel y los Rebeldes y la fortificación que acababa de mandar levantar en la boca-calle del Puente. Dispuse entonces que se suspendiese esta obra y que se retirasen dos piezas á la Plaza, dejando una sola, que debía colocarse en la puerta principal de San Francisco cubierta con una barricada; y previne al general Trías que concentrando al convento la tropa que le quedaba, hiciera su defensa mientras le mandaba un nuevo auxilio, replegándose á la Plaza en caso de que el enemigo le atacase con fuerzas superiores; antes que pudiera llegar el refuerzo ofrecido.

AI volverme con los restos de la columna, encontré al Sr. general Rangel, que siempre se hallaba en los puntos donde habia peligro, y convinimos en que se estrechase la línea de defensa, levantando parapetos en las calles del Coliseo viejo, la Profesa y Santa Clara, para que, aun cuando se perdiera San Francisco, nuestra línea quedase nuevamente cerrada.

El general Rangel se ocupó inmediatamente de la dirección de estas obras, y yo seguí visitando los demás puntos para restablecer la moral de sus defensores. Llegué al Palacio después de las ocho de la noche, y mi primer cuidado fué mandar al general Trías un refuerzo de ciento veinte infantes. A la media hora volvió el ayudante de campo que los conducía, instruyéndome de que el punto de San Francisco estaba enteramente abandonado, no encontrándose allí mas que armas y municiones regadas por todas partes.

Mi sorpresa fué estrema al escuchar esto, porque no se había vuelto á oír tiroteo alguno en aquella línea, ni menos podía persuadirme que la hubiera desamparado el general Trías, que con tanto valor se había batido á mi presencia en la tarde de ese día.

Queriendo asegurarme de la realidad de tan inesperado acontecimiento, yo mismo pasé á San Francisco y encontré que todo era cierto. Mandé entonces que se recogieran y concentraran á la plaza los carros de parque que habían quedado abandonados en el atrio del convento, que se depositara en las cuadras el armamento, y que el nuevo gefe del punto lo defendiera, cuidando de darme parte luego que fuese atacado.

En seguida visité los parapetos de Santa Isabel y los Rebeldes, y encontré en ellos todavía setenta infantes de que no se acordaron sin duda los que abandonaron el punto principal. Con este fatal precedente volví al Palacio para informarme de la suerte de los Sres. Trías y Revilla, donde hallé al segundo, joven pundonoroso, que cumpliendo con las órdenes del primero, se había replegado al centro, asociado de los gefes de batallón, algunos oficiales y un pequeñísimo número de soldados.

Pocos instantes despues tuve noticia de que el general Trías había esparcido la voz en los puntos de la Santísima, la Merced y otros, de que todo estaba perdido, tomando en compañía de varios gefes y oficiales del camino de San Lázaro.

Este grito de alarma contaminó de tal modo á los defensores de nuestra línea, que desde ese momento hasta las tres de la mañana recibí continuos partos del completo abandono de todos los puntos. Solo, absolutamente solo, y con la mas profunda pena salí á recorrerlos. Hallé una triste realidad. En la línea que cubría el general Díaz habían quedado algunos soldados, pero tan desanimados, que fué preciso mandarlos retirar.

En la esquina de San Pedro y San Pablo encontré al señor diputado D. Miguel Blanco, que con los valientes rifleros de Lampazos y las demas fuerzas de su mando, permanecía tranquilo en espectíva de los acontecimientos. Lo hice concentrar á la plaza.

Regresé al Palacio con estos horribles desengaños, y mandé llamar al general Rangel, que con una constancia admirable, y no obstante los penosas fatigas que habia tenido el día anterior, se ocupaba con los denodados y laboriosos ingenieros de construir los nuevos parapetos de que hablé poco antes, y que habían sido ya cubiertos por el bizarro batallón de la Libertad. Cuando supo el general Rangel los sucesos que ocurrían, fué grande su sorpresa, y me contestó: "Nadie podía estar preparado para semejante desenlace. Ordene Vd., señor general, lo que le parezca conveniente. "

Dispuse entonces que las pocas fuerzas que habían quedado se concentraran en Palacio, resuelto á defender este punto á todo trance. Reunidas las tropas cuando la luz del día iba á patentizar al enemigo nuestra situación, y cuando por la hora avanzada no habia sido posible colocar un solo saquillo en el edificio, mandé, sin embargo, que los soldados ocupasen los balcones y azoteas.

Entonces los generales Rangel y Pardo me hicieron ver la esterilidad de toda defensa, no obstante que entrambos estaban dispuestos, en cumplimiento de su deber, á sacrificarse conmigo. Me instaron, ademas, á que me retírase de un lugar en que toda resistencia era inútil.

El respeto que debía á estos leales amigos, la falta de respuesta á una comunicación que se había dirigido al general Zuloaga, y la consideración de no aumentar el número de las víctimas, me hicieron ceder á sus instancias; pero protestando solemnemente que no lo verificaría, sino con conocimiento del gefe enemigo que estuviera mas inmediato, porque no quería que mi salida tuviese el carácter de una fuga.

Pasó el general Rangel á hablar con el general Parra, que era el gefe del punto mas avanzado de la línea enemiga, y salí á situarme á veinticinco pasos de la puerta principal de Palacio acompañado de mis ayudantes, en donde permanecí esperando el resultado de la conferencia y los sucesos que pudieran sobrevenir durante ella.

Entre las siete y siete y media de la mañana apareció por la esquina de Flamencos una columna que marchaba hacia el Palacio: hice abocar dos piezas en dirección de aquella, y mandé al coronel Zamora que advirtiera á su gefe de que la plaza estaba en conferencias, y que debía aguardar el resultado de ellas.

La columna se detuvo, pero no los paisanos que avanzaron gritando vivas y mueras. Ya en mi presencia el pueblo guardó un profundo silencio, en cuya respetuosa actitud permaneció hasta las ocho de la mañana, hora en que volvió el general Rangel, manifestándome que podía tomar la escolta que quisiese y retirarme al punto que mejor me pareciera.

Dije mi último adiós á este bizarro gefe, al leal general Pardo y al pundonoroso coronel Zamora, y salí del Palacio acompañado de los generales García Conde, Alcérreca, Chavero, Díaz, el teniente coronel de Defensores de la paz y el orden y los leales soldados de ese cuerpo que han venido á esta ciudad; de algunos amigos particulares, nobles compañeros míos en los momentos del peligro, mis ayudantes de campo y varios oficiales subalternos.

En la Santísima encontré al teniente coronel Vázquez con cien carabineros de Toluca, y en la garita de San Lázaro al honrado general Portilla, que de antemano cubría este punto con los restos del 5° de Caballería, Lanceros de Oajaca y Querétaro y el 4° de Caballería, todos los que se pusieron á mis órdenes para escoltarme hasta el lugar que les designase.

Emprendimos luego la marcha; mas poco á poco se adelanto el coronel Valero, y al grito de “viva la religión”, se volvió para la capital á escape con el 5° y lanceros de Oajaca. Seguí tranquilo mi camino con el resto de las fuerzas que no quisieron tomar parte en la última defección que debía presenciar aún.

En Ayotla hallé reunidos quinientos hombres de todas armas, dos piezas de artillería y un carro de municiones. Sus gefes se pusieron inmediatamente á mis órdenes, y yo comprendí, desde luego, el deber que tenía de salvar este puñado de soldados fieles, que no contaban con recurso alguno de subsistencia. Los tomé bajo mi cuidado, y con la mayor lentitud, haciendo jomadas que no escedieron nunca de ocho leguas, los he conducido hasta Perote, donde espontáneamente reconocieron el órden constitucional, suplicándome que los pusiera á disposición de las autoridades superiores del Estado de Veracruz.

Sin mas recursos pecuniarios que los precisos para mis gastos personales, he tenido algunas dificultades para cubrir los haberes de esas fuerzas; mas las vencí librando siempre á cargo de varios amigos míos de Puebla, Veracruz y México las cantidades necesarias. Nadie podrá decir con justicia que se le haya tomado por la fuerza un solo maravedí, ni menos presentar dato alguno de ello. Tampoco de que ninguno de los soldados que me han acompañado, hayan dejado de pagar religiosamente sus gastos.

Tal es la relación de los hechos. Destruidos los elementos que había reunido para combatir la reacción y reconocido el presidente de la suprema corte de justicia, como centro de unión por los Estados, me he resuelto á expatriarme considerando este medio como mas conveniente en las circunstancias actuales. No desconozco por esto mis deberes como mexicano, ni la gratitud con que debo corresponder á la confianza de mis conciudadanos. Ellos me encontrarán siempre dispuesto á sacrificarme en favor de la libertad, del órden y de la independencia de la nación.

Veo con profundo pesar los estragos de la guerra civil, porque debilitada la República con la lucha de tantos años, la necesidad de la paz se hace cada día mas imperiosa; á su restablecimiento podrían contribuir los hombres de buena fe de todos los partidos, deponiendo sus resentimientos; y en esta convicción me ha confirmado la experiencia adquirida en los difíciles dias de mi administración. Se dirá que eso es impracticable y quizá en estos momentos imposible; pero son los deseos de un hombre de corazón que solo aspira al bien de su patria.

Corno no quiero que mi separación del país se interprete de un modo desfavorable, ni que se desvirtúen las nobles causas que me impulsan á dar este paso, debo manifestar á la faz de la nación, que tranquilo en el testimonio de mi conciencia, estaré siempre dispuesto á responder de mi conducta. No llevo odios ni resentimientos contra persona alguna, y hago al Ser Supremo fervientes votos por la felicidad de la República.

Jalapa, Febrero 2 de 1858. —Ignacio Comonfort.

 

“La Sociedad”. Segunda época. Tomo I, núm, 42. Febrero 10 de 1858, pp. 1-2.