Julio 29 de 1856
¿En un pueblo en que hay unidad religiosa, puede la autoridad pública introducir la tolerancia de cultos?
¿Será conveniente atentar así contra un sentimiento tan profundamente arraigado en el corazón de todos los mexicanos?
Nosotros, señores, que nos gloriamos de demócratas, que llevamos el estandarte de la voluntad nacional, que somos los representantes del pueblo y que comprendemos todo lo que importa tan augusta misión, no podemos, sin inculcar nuestros mismos títulos, contrariar la unidad religiosa que existe entre todos los mexicanos. La religión católica se asocia en México a todas las ideas de patriotismo, de libertad y de esperanza. Es la religión un sentimiento sublime y el principal y más eficaz resorte en el corazón de todos los mexicanos; es la religión entre nosotros el principio de la obediencia en los súbditos y de la justicia en los gobernantes; la religión es la fuente fecunda de la moralidad y de las grandes acciones; es la religión la que constituye por decirlo así, nuestra vida social y nuestra vida doméstica: todo, señores, tiene su origen, entre los mexicanos, del principio religioso.
¿Pues con qué derecho podemos los representantes de este pueblo esencialmente religioso atacar su principio vital, su principio favorito, si me es lícito expresarme así?
EI pueblo mexicano quiere vivir bajo la unidad católica.
Interpelad sino a vuestros padres, a vuestras esposas, a vuestros hijos y a todas las demás personas que constituyen vuestra familia y encontrareis los datos más seguros de esta verdad. ¿Y vosotros, representantes de ese pueblo, podéis contrariar su voluntad interrumpiendo esa unidad que el desea vivamente conservar? ¿Cuál es el derecho con que conculcáis esa voluntad que siempre y en todas circunstancias debe honrar vuestras operaciones? En el mismo hecho romperíais y los títulos de vuestra misión, dejaríais de ser los representantes del pueblo y autorizaríais a éste a rebelarse contra vosotros, como mandatarios indignos de su confianza.
Señores, la comisión os propone por una parte que la voluntad del pueblo es el principio de toda ley y por otra desatiende ese principio proponiéndoos alteréis la unidad religiosa que el pueblo quiere conservar a toda costa. Si lo primero es una verdad, no podemos sancionar la tolerancia de cultos, supuesto que ella rompe la unidad religiosa bajo la que desean vivir los mexicanos.
Si la tolerancia de cultos es contraria a la voluntad nacional, no puede ser sancionada por una ley, porque esta ley sería un absurdo, sería un contrasentido. Esa ley, en fin, no sería ley. Ésta no puede fundarse sino en la voluntad nacional, y, si se desvía de ella, pierde su carácter y autoriza la rebelión.
La comisión aspira a hacer al pueblo un gran bien con la tolerancia de cultos; ¿pero si el pueblo no la quiere, si está bien hallado con su unidad religiosa, como puede beneficiarse contra su voluntad? ¿Si aun en las acciones privadas es un principio que invito beneficium non dator, cómo podrá darse a todo un pueblo un beneficio que repugna? Señores, esto en el sentido representativo no puede menos que ser un contrasentido. La primera condición de una ley es la conformidad con la opinión general, y, si nosotros la contrariamos, dejaremos de ser representantes del pueblo y nos convertiremos en sus tiranos: nuestra ley quedará escrita en el papel y será escarnecida por los pueblos.
Señores, no nos equivoquemos: la opinión de las mayorías parlamentarias no es la opinión pública, cuando se difiere de la opinión del país. Una mayoría de esta asamblea, que declarara la tolerancia religiosa, no daría por esto una ley, ni menos una ley constitucional. EI país la repudiaría y la ley quedaría escrita, como sucede con todas las que contrarían la voluntad nacional.
El pueblo no quiere conocer otra religión que la católica, el ama con entusiasmo las ceremonias solemnes y majestuosas de nuestro culto, saca del fondo de los templos su consuelo, sus esperanzas, su alegría. Tiene complacencia en postrarse ante Dios en las calles y plazas, en rendirle homenajes públicos, en adorarle a la faz de todos, y ahora quiere quitársele su placer, su delicia, su entusiasmo; se quiere que su Dios quede oculto en los templos y que no se le tributen adoraciones en las calles y plazas; se quieren destruir esas solemnidades públicas en que todo un pueblo se prosterna ante la Majestad Divina; se quiere poner a nuestro Dios al nivel de las divinidades fingidas; se quiere presentarlo como avergonzado y oculto y que sea desconocido en lo publico... Esto, señores, es una injusticia, es una crueldad... Si sois demócratas, respetad la voluntad de ese pueblo; si sois liberales, dejadlo disfrutar de su libertad, dejadlo gozar de su consuelo, de sus delicias, de su felicidad.
Suponed, señores, la unidad de religión en la familia; extendedla a la ciudad, dadle amplitud hasta el municipio ¿quién tendrá derecho de interrumpirla? Digo más, ¿quién tendrá poder y valor para hacerlo? Nadie, a no ser que se convirtiera en conquistador y en otro Mahoma. Pues lo que sucede con la familia, con la ciudad y con el municipio, sucede también con el partido, con el Distrito, con el estado, con la nación entera. Si en nuestra casa, pues, nadie tiene derecho para interrumpir la unidad religiosa, tampoco puede haberlo para interrumpirla en la ciudad, en el municipio, ni en las demás poblaciones que forman la escala de la sociedad. Señores, la voluntad general de nuestros comitentes quiere la unidad religiosa: nosotros, que no somos más que sus apoderados, no podemos contrariarla. Si suponéis que se equivocan, yo os diré que los sentimientos no son susceptibles de equivocación, y que el Pueblo es muy dueño de su suerte, principalmente cuando se trata de un punto que le afecta tan profundamente, Como es su religión. ¿No se nos repite a cada paso: el Pueblo es libre, el pueblo es soberano? Pues respetadlo entonces y dejadlo vivir en su unidad religiosa, supuesto que así lo quiere; dejadlo ejercer sin esconderse su religión; dejadlo prosternarse ante su Dios en las plazas y calles; dejadlo que le tribute adoraciones públicas; dejadlo ostentar toda la sublimidad y esplendor del culto católico; dejadlo, en fin, con su religión exclusiva porque así lo quiere, y él es el arbitro de su suerte.
Más fácil es, decía Plutarco, edificar una ciudad en los aires que organizar una sociedad sin elementos religiosos. Por fortuna nosotros estamos conformes con este principio y saludamos al cristianismo como al libertador del hombre, como un faro luminoso, según la bella expresión de Chateaubriand, pendiente del firmamento, que ha venido para quebrantar las cadenas y condenar la esclavitud y transformar el antiguo mundo compuesto de esclavos y señores en una sociedad de hermanos.
Examínese la historia del cristianismo y la encontraremos siempre progresiva, siempre sublime, siempre majestuosa, ¿y esto por qué, señores? Porque el cristianismo se amolda a todos los tiempos, a todas las circunstancias, a todos los sistemas. No confundamos la religión con sus abusos, pues no todo lo que se ha hecho en nombre de la religión es la religión misma. La que profesamos, no me cansaré de repetirlo, es progresiva, se acomoda a todas las sociedades, a todos los tiempos, a todas las formas de gobierno.
Pues bien, señores, si los mexicanos poseemos este bien inestimable, si todos caminamos acordes bajo la unidad religiosa, si vivimos unidos con un vínculo tan robusto y respetable, ¿será prudente, será debido, que ahora introduzcamos un nuevo elemento de división en el único punto en que estamos unidos? ¿Qué a las cuestiones sociales y a las discordias políticas que desgraciadamente nos dividen añadamos ahora las diferencias religiosas? ¿Qué cuando el principio religioso es el único vinculo de unión que nos queda a los mexicanos, queramos destruirlo por lanzarnos en ensayos peligrosos que no han hecho otras naciones sino estrechadas por circunstancias y por acontecimientos que no han podido superar? ¿Será conveniente, será debido, repito, que nosotros mismos rompamos las únicas ataduras que nos unen?
No nos alucinemos, señores, con lo que aquí se nos ha dicho, a saber: que la tolerancia de cultos dará la verdadera unidad religiosa. Esto es también, señores, un contrasentido: la diversidad de cultos importa esencialmente la cesasion de la unidad religiosa; estas dos ideas se excluyen mutuamente y quererlas unir es querer un absurdo, es la última exageración a que puede llegar una imaginación exaltada.
La verdad divina subsiste y subsistirá eternamente, bien lo sabemos. ¿Pero nada tenemos de temer de la defectibilidad humana? ¡Ah, señores! Sería la más grande imprudencia exponer al error a tantas personas que carecen de la suficiente instrucción para distinguir a la mentira de la verdad. ¡Cuántos jóvenes abandonarían los preceptos severos de nuestra religión para vivir con más holgura en las prácticas fáciles del protestantismo! ¡Cuántas familias hoy unidas con el vínculo de la religión, serian víctimas de la discordia impía! ¡Cuántas lágrimas derramaría la tierna solicitud de las madres al ver a sus hijos extraviados de la religión de sus padres! ¡Éstos perderían de un golpe todo el fruto de sus sacrificios, de sus afanes y de sus esperanzas! En fin, señores, el hogar doméstico se convertiría en un caos, ¿y entonces que será de nuestra sociedad? ¡Ojalá y yo pudiera presentaros ese cuadro con todo sus horribles caracteres! ¡Temblemos, señores diputados, al considerar un espectáculo tan triste y aterrador! ¡Temblemos por el porvenir de nuestro país en tan desgraciadas circunstancias!
Por otra parte, la tolerancia de cultos es el efecto de costumbres establecidas, es el resultado de hechos existentes. La tolerancia religiosa no puede crearse por la ley, sino reconocerse por el legislador: ella nace del hecho y no del derecho. EI tránsito de la unidad a la tolerancia nunca se ha verificado en ningún país sino después de los hechos; la suprema autoridad los ha reconocido y por esto la tolerancia existe legalmente en algunas naciones.
La Europa cristiana condenaba la libertad de cultos, y vivió feliz bajo la unidad religiosa; pero habiendo venido el protestantismo, los pueblos hicieron cruda guerra y para terminarla fue necesaria la paz y con ella la libertad de cultos. Hace unos doscientos años una turba de peregrinos llegó al norte de América, a una tierra sepultada bajo las primeras nieves del invierno, y se forma una nación con los proscritos y desgraciados de todos los países. Allí se levantaron altares para todos los cultos, y he aquí las dos causas por que se estableció la tolerancia religiosa.
Pero establecer la tolerancia en un pueblo que vive bajo la unidad católica es una utopía, es un contrasentido, es un ataque a la soberanía del pueblo. ¿Habremos de presentarnos a nuestros comitentes no con el ramo de oliva símbolo de la paz, sino con un nuevo estandarte de discordia?
Hoy el protestantismo no es una religión, es una fórmula, un código político, valiéndome de la expresión de Hegel, tan entusiasta del primero como enemigo del catolicismo.
Lo que hay en un país donde es admitida la tolerancia de cultos es indiferentismo, escepticismo, y el medio de atacar este cáncer de las sociedades modernas no es por cierto abrir las puertas a todas las sectas religiosas, sino el de conservar nuestra unidad católica y con ella los resortes de la moralidad, del patriotismo y del orden.
Hombres experimentados que han observado filosóficamente los países en que domina la tolerancia de cultos no han encontrado sino dificultades en el gobierno, divisiones en las familias, angustias en los padres, desvió y libertinaje en los hijos, y muchos otros elementos disolventes que corroen en lo más íntimo a esas sociedades. ¿Cómo, pues, hemos de introducir en nuestros pueblos el único mal de que acaso están libres? En México con la unidad religiosa, pero con la tolerancia pasiva, podremos caminar hacia una civilización, en la cual hemos dado ya algunos pasos; pero debemos andar con mucho tino para no declinar a extremos peligrosos, sino colocarnos en el justo medio única posición que está libre de inconvenientes y que pueden conservar los mexicanos en su actual estado de civilización.
No olvidéis, por último, señores, el ejemplo que acaba de darnos una nación civilizada que tiene con México identidad de origen, de idioma, de culto y de creencias religiosas.
La España, señores, regida hoy por lo más florido y robusto del partido liberal, no se ha atrevido a declarar la tolerancia de cultos en circunstancias idénticas a las nuestras y después de haber debatido este punto en el Congreso constituyente por muchos días los primeros hombres de la nación. ¿Cómo nos atreveremos nosotros a desviarnos de este ejemplo y a excedernos en materia tan delicada de lo que ha hecho el partido liberal español?
Pero se dice, sin la tolerancia de cultos no puede haber emigración, sin ésta no habrá población, sin población no habrá caminos de fierro, y sin éstos no habrá agricultura, ni industria, porque sin medios de comunicación no puede haber consumos. Señores, para alcanzar estos objetos basta la tolerancia pasiva que los extranjeros disfrutan en México. Cuando tengamos paz, justicia y buen gobierno, cuando demos garantías de orden y seguridad a las naciones, entonces tendremos prosperidad, entonces vendrá la industria, vendrán los capitales. ¡Libertad de cultos! El culto de la libertad, el culto del derecho, el culto de la justicia, será el que nos dará el engrandecimiento y el verdadero progreso.
¡Señores diputados! No olvidéis que sois representantes de un pueblo soberano que quiere vivir bajo la unidad católica. ¡Respetad su voluntad, supuesto que es libre y dueño absoluto de sus destinos!
Al bajar el orador de la tribuna, estallan aplausos en una parte de las galerías y por algún tiempo se oyen gritos de ¡viva la religión! Otros gritan: fuera, fuera, y otros ¡viva la libertad!
Zarco Francisco. Historia del Congreso Extraordinario Constituyente de 1856 y 1857: extracto de todas sus sesiones y documentos parlamentarios de la época. México. Imprenta de Ignacio Cumplido. 1857. Tomo 1, pp. 771-776.
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