Julio 26 de 1856
Exposición del Obispo de Michoacán, Clemente de Jesús Munguía con motivo del decreto de 25 de Junio de este año sobre expropiación eclesiástica, pidiendo su derogación, y en caso necesario protestando contra él,
Exmo. Sr.
HE recibido un ejemplar, firmado por el Exmo. Sr. Ministro de Hacienda, del decreto expedido el 25 del pasado, publicado en esto capital en la tarde del día 5 del corriente, sobre enajenación forzosa de fas fincas pertenecientes a comunidades civiles ó eclesiásticas de la República en favor de los arrendatarios o inquilinos que las tienen, ó de otro postor en el caso de no tomarlas: ellos dentro del término de tres meses contados desde la publicación del decreto en cada cabecera departido, y sobre adjudicación en propiedad de todo censo enfitéutico por los censualistas en favor de los censatarios o por la autoridad pública en caso de resistirlo aquellos. Este decreto, Sr. Eterno., sanciona como principio que el gobierno temporal puede privar a la iglesia de su propiedad en todo ó en parte, y de hecho la priva del derecho de disponer y usar libremente de sus bienes y de administrarlos conforme a los cánones; la obliga a vender por fuerza, a vender también por fuerza a determinado comprador, y no a quien más le convenga para la seguridad de los mismos intereses vendidos; la obliga del mismo modo a vender en determinado precio aun «mando se perjudique la justicia y alteren en consecuencia las condiciones naturales ó esenciales del contrato; la priva para lo futuro del derecho de adquirir bienes en propiedad, al paso que lo concede ilimitadamente aun a los extranjeros. Éste decreto, que se nos comunica a los obispos para su observancia y cumplimiento, nos coloca por lo mismo en la dura pero indispensable alternativa He faltar a nuestras deberes, no solamente como obispos, sino como fieles católicos, desobedeciendo a Dios en los sagrados preceptos de su Iglesia, ó de negar nuestra obediencia a una ley del Estado para no hacernos reos del eterno juicio, prefiriendo la voluntad de los gobiernos a la voluntad de Dios.
Esta circunstancia me obliga es estrechamente a elevar mi voz a los oídos del supremo jefe de la nación mejicana, ron el objeto de manifestarle cuál es la situación de la Iglesia con respecto a la ley, ya para que S, E, y movido como buen católico en favor de los derechos de nuestra Santa Madre la Iglesia, se digne derogar el repetido decreto , ya para que, si acaso determina que se cumpla sin embargo de las razones legales y canónicas que se le expongan, no lleve a mal que, así como en clase de ciudadano he cuidado de prestar al gobierno y a las leyes los debidos tributos de mi obediencia y respeto, así también como obispo católico, como padre espiritual del pueblo fiel, como pastor del rebaño de Jesucristo, de esta grey que se ha encargado ó mi solicitud, y ó quien debo apacentar con la enseñanza oportuna de la doctrina católica en todas líneas, regir con mi autoridad canónica y fortalecer con mi ejemplo, principalmente cuando se tocan puntos de jurisdicción y disciplina general, proteste respetuosamente contra el decreto, no con el objeto de fallar a las obligaciones que tenemos todos para con el gobierno temporal, sino a fin de llenar deberes estrechísimos y muy santos, manifestando, a ejemplo de los apóstoles, que tío me es lícito desobedecer a Dios para obedecer a tas potestades de la tierra.
Mas como son tantas tus consideraciones y tan justos los respetos debidos a los gobiernos, no debo reducirme a expresiones generales, sino empeñarme todo en persuadir plenamente ni gobierno de que, a no ser porque se atraviesa de por medio un deber sacratísimo, que no puede infringirse sin el sacrificio de la conciencia, seria obedecido en todo y por todo, como lo es defacto en cuanto manda y dispone ó salvo de la leí de Dios y de la Iglesia, Permítame, pues, V. E, que en desempeño de una obligación tan estrecha y tan grata pira mí, distraiga su atención y la del Exmo. Sr. Presídeme con la manifestación franca y respetuosa de las razones en que me fundo para creerme obligado a no cumplir con lo dispuesto en el supremo decreto del 25 del pasudo en lo relativo a corporaciones eclesiásticas,
Yo debo comenzar, Exilio. Sr., invocando un principio antiguo como la verdad, intergiversable como la justicia de las cosas, un principio que si en épocas de turbulencia y bajo el influjo de opiniones extrañas y pasiones políticas ha sido combatido, lejos de haber sucumbido jamás en el terreno de una discusión franca y concienzuda, siempre ha triunfado en [a cuestión de derecho, sin que hayan podido nada contra él los hachos que se han consumado en diferentes épocas por el influjo de la fuerza. Este principio es que “los bienes que la Iglesia posee son una propiedad suya, independiente de la voluntad da los gobiernos; y el derecho de adquirirlos, conservarlos y administrarlos nace, no de las concesiones del poder temporal, sino de la institución misma, de la razón social de la Iglesia católica”. Este concepto, Sr. Exmo., es obvio pata cuantos reconocen los principios constitutivos y los derechos esencia! es de la Santa Iglesia de Jesucristo; pero como el decreto dé 25 de Junio importa nada menos que la abolición del derecho de propiedad, pues convierte a la Iglesia de propietaria que es, en simple usufructuaria, me permitirá Y, E, el llamar su atención hacia la antigua, sólida y brillante defensa que de tiempos muy atrás han hecho los prelados eclesiásticos en otros países, de este derecho sagrado. La misma Iglesia mejicana tuvo que defenderle, y le defendió defacto, el año de 1847 con motivo de la leí de 11 de Enero y la circular del 13 del mismo mes. El actual Sr. Arzobispo escribió un sabio opúsculo sobre el particular, dedicándole a los fieles de Sonora, en 5 de Abril del mismo año. En este opúsculo prueba concluyentemente “que la forma del tesoro de la Iglesia, son sus palabras, comenzó en Jesucristo, quien sin contar para nada con otro poder que con el suyo propio, dio a la Iglesia un derecho cierto y de justicia para adquirir los bienes necesarios a toda sociedad entre hombres, para administrarlos, invertirlos y enajenarlos con pleno poder y sin dependencia de nadie: que este poder de la Iglesia tan cierto é indudable fue en tiempo de la persecución como fuera de él: que el Derecho humano pudo reconocer o no reconocer este derecho dé la Iglesia pudo protegerlo ó resistirlo; pero que ni pudo ni podrá jamás quitarle un ápice de la justicia interna y solidez con que lo „posee la Iglesia ni darle fuerza alguna intrínseca mayor que la que , ¡tiene desde su principio según voluntad de Jesucristo.,,
A estos argumentos fundados en la misma institución divina de la Iglesia, sobre los cuales no me extiendo para no repetir lo que se ha dicho tío ha mucho tiempo por los Illmos. señores obispos al supremo gobierno de la nación, puede agregarse la prueba fundada en el derecho constitutivo de la sociedad civil y en el respeto que en todos tiempos y aun en el mismo decreto de 25 de Junio se ha tenido a la propiedad individual.
El goce libre de la propiedad, sin otras restricciones que lasque pueden llamarse de rigurosa justicia, es un derecho que han reconocido siempre las sociedades constituidas, un punto de contacto en las legislaciones de los pueblos civilizados y por consiguiente un principio que nace del derecho que preside a las leyes humanas y debe subsistir por la naturaleza misma de las cosas. Hoy mismo, Sr. Exmo., que la Iglesia es privada de su propiedad, no solo se respeta la de los particulares por la ley, sino que se trata de multiplicar el número de los propietarios a costa de la Iglesia. ¿Por qué causa, pites, cuando se inscribe la propiedad de coda uno en el número de las garantías, únicamente la Iglesia queda, no solo sin garantía, sino aun despojada de su propiedad por un decreto? ¿Será porque no puede adquirir? Todo argumento de imposibilidad se destruye a tu vista del hecho, y de hecho la Iglesia ha adquirido desde su misma cuna: hecho universal, antiguo, constante, ante el cual de nada sirve la metafísica de ciertos economistas. ¿Se dirá que no le es lícito adquirir? La Iglesia está compuesta de individuos sujetos a las necesidades comunes de la vida y consagrados al servicio del culto y a las necesidades espirituales de los fieles: para que a la Iglesia no le fuese lícito adquirir, seria pues necesario afirmar que a sus ministros no les es lícito comer, vestir, conservarse en suma. Mas Jesucristo los considera no solo con facultad, sino con derecho en este punto, comparándolos con los que trabajan para la subsistencia: “Digno es el operario de su jornal”, dijo, y esta palabra, para el que tiene fe, vale más que todos los códigos humanos. ¿Se dirá que no es capaz de conservar lo que tiene, que no es capaz de administrar? La Historia toda está en pió para desmentir esta pretendida incapacidad y probar al mismo tiempo que, cuando ha sido la Iglesia privada de administrar por sí misma sus rentas, éstas han desaparecido casi momentáneamente. ¿Se pretenderá, por último, introducir una reforma eclesiástica en favor de los mismos objetos de la institución? Esto no es del resorte de los gobiernos temporales sino del de la notoriedad de la Iglesia, puesto que a esta y no a aquellos ha confiado Jesucristo el poder, el derecho y la autoridad para el caso.
Por otra parte, la expropiación eclesiástica es también un ataque a la propiedad particular; porque si el derecho no muere como el hombre, es claro clarísimo que no puede atacarse la propiedad eclesiástica sin herirse en la parte más noble la propiedad particular. Aun cuando no se trate sino solamente de esas fundaciones debidas a la piedad y caridad de los fieles, el derecho de estos vive, digámoslo así, en la conservación del que han trasmitido, muere en su destrucción, y en consecuencia el despojo de la propiedad eclesiástica es el mismo que sufrirla el heredero forzoso, voluntario o extraño a quien se privase de la propiedad que posee por la trasmisión del testador y bajo la gantía necesaria de las leyes. Resulta de aquí, por una parte, que no hay un propietario particular con mayor derecho que el de la Iglesia sobre sus bienes; y por otra, que esta tiene, además del derecho común a todo propietario, el que leda su institución divina, su autoridad canónica, su independencia social y el sagrado objeto a que se destinan los bienes que posee.
El decreto de 25 de Junio último no puede hallar pues mas diferencia entre ambas cosos que la que hay entre la propiedad de Dios y la propiedad del hombre. Mas esta diferencia, lejos de autorizar el despojo que aquel ha sancionado, es mi empeño nuevo para un gobierno católico de protegerla, respetarla y defenderla con el poder que Dios ha puesto en sus manos. A este propósito me permitirá V. E. citarle la amonestación eficacísima que hizo a los gobiernos el Santo Concilio de Trento en el Cap. 20 Sesión 25 sobre la reforma, „para que con la mayor religiosidad veneren cuanto es de derecho eclesiástico, como que es peculiar del mismo Dios, y está bajo su patrocinio.”
Yo me abstendría de hacer esta cita, si no me dirigiese a un gobierno cristiano, si la muy respetable persona en cuyas manos está depositado el poder no se preciara de ser y llamarse católico, si las disposiciones canónicas de este Santo Concilio no estuviesen incorporadas en nuestra legislación civil, y por último, si no me hallase persuadido de que al dar este decreto pudo suceder muy bien que el Gobierno, lejos de imaginar hacer algún perjuicio a los derechos de la Iglesia, creyese dejarlos a salvo con solo conservarla el uso libre de los réditos. A lo menos da lugar a formar este concepto la circular con que el ministerio de hacienda dirigió el decreto a los gobiernos de los Estados. En ella se manifiesta que el Exmo. Sr. Presidente vio este asunto bajo dos aspectos, el económico y el hacendario. No habiéndole visto bajo el aspecto canónico y moral, es claro que lo que pueda decirse contra la ley en estos dos últimos sentidos, no entró en su intención al tiempo de dictarla: porque no podía creerse nunca que se propusiere inferir un ataque a la justicia intrínseca, cuando, según la expresión de la misma circular, no ha querido adoptar ninguna de esas medidas violentas que -para igual intento, se han empleado en otros países con ofensa de los principios eternos de la justicia y de la moral pública, ni seguir las ideas que en otras épocas se han pretendido poner en planta con el mismo fin, expropiando absolutamente a las corporaciones poseedoras de esos bienes en provecho del gobierno.
Esta franca manifestación de máximas tan sanas en materia de moral, este respeto profundo a los principios de la ¡justicia y esta calificación de las leyes que se han dado en otros países, y aun en Méjico en otras épocas, con el mismo doble objeto de resolver el problema económico y aumentar los ingresos del erario, nos da motivo a todos los prelados de la Iglesia mejicana para esperar que, si el gobierno llegare a persuadirse de que el decreto de 25 de Junio estriba en los mismos principios que los otros a que alude la circular, lejos de hallar inconveniente, descubrirá ventajas muy positivas en su derogación.
Yo he meditado atentamente este decreto, y he buscado en vano, para descubrir su basa moral, principios diversos de los que el gobierno mismo reprueba según el tenor de la circular del ministerio. Verdad es que el decreto dispone que la Iglesia siga percibiendo los réditos para invertirlos en los usos a que están destinados los rendimientos de las fincas que se la obliga forzosamente a enajenar; pero esta circunstancia, que nos brinda ron I» ocasión muy feliz de probarle prácticamente al Gobierno y a la Nación que nuestra resistencia no es hija de la codicia ni del interés, sino de la conciencia y del deber; que la Iglesia no transigirá nunca por una reserva de esta dase; y que el oro del mundo no bastaría para hacerla prescindir de sus principios y de su autoridad; esta circunstancia, digo, no quita al presente decreto ni el efecto de destruir el derecho de propiedad como lo hicieron aquellos, ni el principio único bajo que tal destrucción puede efectuarse, que es el de negarle a la Iglesia su propiedad, su dominio y su jurisdicción. Porque en efecto, Sr. Exmo., substráigase del derecho de propiedad el dominio, esto es el derecho de disponer y usar de las cosas que nos pertenecen: ¿qué queda? dos cosas nada mas: una palabra sin idea y un usufructo precario; porque la propiedad eclesiástica solo conservará el nombre, y el derecho de percibir los réditos no durará más tiempo que el que tarde en presentarse una nueva combinación económica cuya ejecución exija una medida que prive a la Iglesia aun de percibir los réditos de sus fincas: operación que será tan fácil para lo venidero a cualquiera gobierno que determine hacerla, como lo es tomar y arrojar donde quiera una rama del árbol que ya se ha cortado de raíz. Es necesario decirlo: una vez desapropiada la Iglesia por una leí civil, nada le queda que esperar; su despojo absoluto es un hecho consumado; y el accidente momentáneo de percibir réditos no es más que un accidente: la sustancia, el fundamento, la basa cardinal y lo esencial del derecho está en la propiedad. Las garantías que la Iglesia tiene como propietaria y dueña de su derecho consisten en el derecho mismo, consisten en la inviolabilidad de los principios que le sostienen, consiste en la legitimidad con que los adquiere, las garantías con que los conserva, la libertad legal con que los distribuye y la autoridad canónica con que los administra: los réditos, vuelvo a decir, son otra cosa. ¿Se desapropió a la Iglesia? ¿Se le quitó la libertad de disponer libremente de sus bienes? ¿Se le privó del derecho de conservarlos ó enajenarlos según lo estime justo, con arreglo a los cánones-? ¿se le quitaron los recursos legales para conservar y asegurar su valor? ¿se le obligó a que venda aunque no quiera, a que venda a determinada persona, aún cuando no le dé ninguna garantía, a que venda a reconocer aun cuando necesite ó quiera percibir, ó que venda en cierta cantidad, aun cuando haya lesión enorme? ¿Se arrastra su propiedad a pesar suyo ante una autoridad política, para que ésta la venda, no a nombre del Gobierno, que esto por lo menos fuera más lógico, sino a nombre de la Iglesia cuando reprueba, de la Iglesia cuando reclama, de la Iglesia cuando resiste de la Iglesia en fin cuando censura? Pues acabó todo, Sr. Exmo.; derecho de propiedad, dominio pleno, uso libre, administración canónica, autoridad eclesiástica sobre rentas; iodo concluyó: el golpe es decisivo, el despojo es absoluto; y eso de percibirlos réditos es una inconsecuencia lógica, si aun se quiere respetar algo en la Iglesia, ó una concesión gratuita y precaria, si aun se invocan principios para justificar la expropiación.
Soy bastante franco, Sr, Exmo., y debo a la verdad y a la justicia manifestar en ocasión tan solemne, que la leí de 11 de Enero de 1847, aquella leí memorable por la universal reprobación que cayó sobra ella, aquella leí tan enérgicamente protestada por toda la Iglesia mejicana, aquella ley que acaba de ser tan justamente comprendida en la calificación que ha hecho el Exmo. Sr. Ministro de Hacienda en nombre del Gobierno, de ser, como las otras, contraria a los principios eternos de la moral y de la justicia, me parece menos depresiva de la dignidad y hasta cierto punto aun de la jurisdicción de la Santa Iglesia de Jesucristo, que el decreto de 25 de Junio del presente año. La ley de 11 de Enero se escuda con la necesidad estrechísima, y urgentísima de la época, con la guerra extranjera y apela a la medida como a un recurso indispensable; el decreto de 25 de Junio no se apoya en la necesidad sino en la simple conveniencia: la leí de 11 de Enero exceptúa los bienes de los hospitales, hospicios, casas-de beneficencia, colegios y establecimientos de instrucción pública, de ambos sexos, capellanías, beneficios y fundaciones en que se sucede por derecho de sangre etc.; el decreto de 25 de Junio no exceptúa ninguno de estos bienes: la ley de 11 de Enero da basas para tos remates, dejando a los interesados los recursos legales para que las ventas sean a su justo precio; el decreto de 25 de Junio quito, estos recurro?, diciendo quiénes han de ser los compradores, y cuál ha de ser el propio; el decreto de 11 de Enero, expropiando, no toca ni menciona siquiera el concepto que merezca por mi aptitud y probidad la autoridad que los administra, sino antes bien, fijando los límites de la acción del ejecutivo sobre los bienes eclesiásticos, deja libre y expedita la jurisdicción de la Iglesia, sobre sus bienes, tanto respecto de los intereses que queden, cubiertos que sean los quince millones, como respecto de los que exceptúa; el decreto de 25 de Junio, expropiando a la Iglesia y dejándola solo percibir los réditos, no solo la despojado su propiedad y jurisdicción, sino que tampoco deja muy bien puertas, su aptitud, su probidad y sus títulos a la confianza pública; el decreto de 11 de Enero dejó intacta la libertad de la Iglesia para adquirir y poseer nuevas propiedades; el decreto de 25 de Junio se la quita del todo, pues según el tenor de este decreto nunca podrá ya la Iglesia ser otra cosa que simple usufructuaria: la ley de 11 de Enero deja intacta la legislación civil en materia de procedimientos, inmenso recurso con que las instituciones mejor establecidas han procurado en todos tiempos garantizarlos intereses que se versan en las contiendas judiciales; el decreto de 25 de Junio la destruye casi toda, pues libra todos los pleitos que con motivo de su ejecución puedan suscitarse, al simple fallo del juez de primera instancia en juicio verbal, quitando sus recursos de nulidad ó apelación y súplica, y demás con que se cuenta en la práctica ordinaria y común de los tribunales: consideraciones muy fuertes, Sr. Exmo, y argumentos bastantes para comprobar la exactitud del concepto comparativo que he formado sobre ambas leyes.
Pero no es esto todo; el decreto de 25 de junio importa, no solamente la privación del derecho de propiedad en su fundamento y parte más noble, sino un verdadero despojo de jurisdicción a la Iglesia. V. E. me permitirá el observar que entre la propiedad particular y la He la Iglesia, que en cuanto a propiedad son perfectamente: iguales, Inri una diferencia inmensa con respecto a la administración ¿Cuál? Que el propietario particular maneja sus intereses con toda la libertad de su derecho, mientras el prelado eclesiástico administra como autoridad y con todas las trabas de la legislación canónica. La facultad de disponer más ampliamente de estos intereses está, no en el obispo, que solo administro, sino en la Santa Sede, en los concilios ge» dorales aprobados por ella, por último, en la supremacía canónica, único punto donde la propiedad eclesiástica existe con toda la plenitud de su derecho. He aquí la razón por qué la administración de los bienes eclesiásticos es un punto de disciplina general, no cae bajo el derecho pleno de los obispos, ni puede ser atacada por una ley civil sin que se hiera en su fundamento la disciplina canónica y los derechos propios de la Santa Sede. Si los cánones han dado reglas fijas a los obispos y demás prelados para la administración de los bienes de la Iglesia, ¿podremos nosotros abandonar estas reglas para seguir las que nos traza el decreto de 25 de junio? Si los cánones prohíben la enajenación en muchos casos sin licencia de la Silla Apostólica, ¿podremos los obispos enajenarlo todo, conculcando este código sagrado, despedazando los títulos de nuestra jurisdicción y anonadando en cierto modo nuestro personalidad canónica, para obsequiarlo dispuesto en el decreto de 25 de Junio? Sin buscarla, Sr. Exmo., se me está viniendo a la imaginación esa idea de que los réditos se siguen percibiendo, aniquilada la propiedad: triste idea, por cierto, que no serviría cuando mucho, sino para hacer más perceptible el sentimiento del inmenso despojo que se padece. ¡Pluguiese al cielo, Sr, Exmo., que las relaciones importantes que entre sus dos obras puso el Divino Fundador de la Iglesia, el Autor y Supremo Legislador de la sociedad civil, no tuviesen que padecer también con ocasión de tan sagrados intereses! Mas ya que ellos existen, ya que son indispensables para la subsistencia y conservación de este cuerpo moral a cuya manutención y objetos están destinados ¿porqué destruirlos en su parte fundamental cuando tienen un origen tan legítimo, una subsistencia tan legal, tina aplicación tan útil, una administración tan económica, unas reglas tan fijas y un derecho tan sagrado? El Santo Concilio de Trente en el capítulo XI de la sesión XXII sobre la refirma pronuncia su anatema contra todo despojo de la propiedad eclesiástica, de loa derechos que ella da, de la plena jurisdicción con que se administra, y en esta censura comprende a cualquiera, sea eclesiástico sea secular, aun cuando esté distinguido con la dignidad regia: queda sujeto a la excomunión, dice, por todo el tiempo que no restituya enteramente a la Iglesia y a su administrador ó beneficiado, las jurisdicciones, bienes, efectos, derechos, frutos y rentas que haya ocupado ó que de cualquier modo hayan entrado en su poder, aun por donación de persona supuesta, y además de esto haya obtenido la absolución del Romano Pontífice”.
¿Qué podemos hacer los obispos, Sr, Exmo., en el concurso de esto disposición canónica con el decreto de 25 de Junio? ¿Qué recurso nos queda para obsequiarle sin perjuicio de nuestro deber y de nuestra conciencia? El Cap. 2. ° De rebus Ecclesia non alienandis in 6° impone la pena de suspensión de oficio y administración al prelado que consienta en cualquiera enagenacion semejante a las prescritas por el decreto de 25 de Junio, y la de excomunión a los seglares, sean de la categoría que fueren, que compelan a hacerlas; y esto es muy digno de fijar la atención del Gobierno,
Por otra parle, todos los obispos al recibir la consagración nos hemos ligado a la Iglesia con un nuevo y estrecho juramento, prometiendo solemnísimamente llenar nuestros deberes episcopales, permanecer en la obediencia de la Santa Sede Apostólica, del Romano Pontífice y sus legítimos sucesores, conservar, defender, etc. los derechos, honores, privilegios y autoridad de la santa Iglesia y su jefe visible; guardar y hacer guardar por todos los medios canónicos y con la mayor eficacia y celo las reglas de los Santos Padres, los decretos, disposiciones, reservas, provisiones y mandatos apostólicos. La Bula en que se prescribe tal juramento pasó por la vista del Gobierno y fue cumplida previo el requisito de su pase. Pues bien, Sr. Exmo., si con conocimiento y consentimiento del Gobierno de la Nación contraje las obligaciones consiguientes a este juramento, ninguna ley civil posterior puede venir después a obligarme a quebrantarle: seria retroactiva en todo rigor, porque destruye el efecto esencialmente permanente de una ley anterior, y sería también gravosa para la conciencia, pues que obligaba a perjurar. Esta consideración es muy grave, Sr. Exmo., y debe ser de mucho peso para el Supremo Gobierno; porque es un gobierno católico, y porque aun al dictar esta ley, ha detestado, según se ha visto en la circular del ministerio de hacienda, todo lo que pueda ser contrario a los intereses eternos dé la justicia y de la moral. ¿Habrá justicia y moral en un perjurio? ¿Dejará de ser perjurio el faltar a la obligación que se ha contraído con juramento? ¿La autoridad temporal tiene acaso derecho ni recurso alguno para relajar esta clase de obligaciones?
Sr. Exmo., en este grave asunto está interesada la conciencia de todos; y como el poder civil, por muy extenso que sea, no puede alterar en lo más mínimo el sistema de las obligaciones morales, ni yo ni los fieles de mi diócesis tenemos arbitrio para sujetarnos a la disposición del decreto repetido. Si yo no fuera obispo, si por razón de mi oficio no tuviese la obligación de guardar y hacer guardar las leyes de la Santa Iglesia, no por esto con el carácter de ciudadano tendría libertad ninguna en mi conciencia para cumplir la ley civil a salvo de la censura canónica; porque ella comprende, no solamente a los obispos, sino laminen a los simples fieles. Así como yo, si consiento en la enajenación forzada prescrita en el decreto a que me refiero, quedo incurso bajo el carácter de prelado en la pena eclesiástica, así también cualquiera inquilino que pida y reciba la adjudicación, ó cualquier postor en quien finque el remate, dado caso que el inquilino no se quede con la finca, cualquiera que por su oficio, empleo etc. coopere a esto despojo de la propiedad y derechos de la Iglesia, todos están sujetos a la excomunión fulminada por las dos disposiciones canónicas que acabo de citar.
Por muy felizmente resuelta que hubiese quedado la gran cuestión económica con la concepción y expedición de este decreto; por mili conveniente que fuese bajo ciertos respectos, si es que la conveniencia pública bien entendida puede hallarse alguna vez en oposición con los imprescriptibles derechos de la justicia, cosa que no puede suceder aun en sentir de los publicistas paganos, como Cicerón; por grandes ventajas que trajese al interés particular, y el tesoro público este decreto; de nada serviría todo ello, si para obsequiarle se necesitaba , como defacto se necesita, conculcar las leyes de la Iglesia y aceptar las consecuencias de la ejecución de un verdadero delito. Pero ¿hay en efecto esta combinación feliz de intereses? ¿serán reales y positivas las ventajas que el Exmo. Sr. Ministro de Hacienda entiende que tal decreto debe fogosamente producir? Si después de haber visto esta grave cuestión en lo relativo al dominio, a la jurisdicción y a la conciencia, me es lícito descender a considerarla exclusivamente bajo el aspecto de los interesé?, yo diré sin vacilar que no alcanzo con mi pobre razón a columbrar siquiera esa utilidad prodigiosa, y que lejos de hallar en el decreto citado lo integridad del interés de la Iglesia y la parte positiva del de loa individuos a quienes el decreto intenta favorecer, miro en la ejecución de este una palpable ruina para la propiedad eclesiástica y un compromiso gravoso de no pocas trascendencias para los inquilinos y arrendatarios.
Cuando la leí no impusiese a la Iglesia otro gravamen que el de obligarla forzosamente a enajenar sus bienes en el brevísimo periodo que se asigna, dejándola sin embargo los recursos legales para buscar comprador, convenir el precio y estipular las seguridades del reconocimiento, esto solo bastaría para perjudicarla; pues ya se sabe que la venta forzosa y angustiadas de muchas propiedades es de suyo una especie de bancarrota, y este concepto se debe, no a los profundos y exquisitos cálculos de la economía político, sino al sentido común, a la experiencia constante de lo que pasa. Porque si en este caso la circunstancia de no venderse a exhibir haría menos ruinosa la enajenación; la necesidad de hacerlo forzosamente y en cono tiempo debilitaría notablemente aquellas seguridades indispensables para la conservación de la propiedad. Pero esto es nado respecto de lo que va a suceder, pues aquí la Iglesia en todo pierde; en el precio, en la garantía personal, en la seguridad de la hipoteca etc. etc. Tres clases de fincas tiene la Iglesia; unos que valen incomparablemente más de lo que capitalizaría la renta, otras que valen lo mismo poco más ó menos, otras, por último, que rentan más de lo que redituarían. Brindando el decreto a los inquilinos con el derecho de tomar las fincas en lo que capitaliza la rento, les hace una donación pura é irrevocable de la diferencia que hay entre el precio de la finca y el precio de la ley. Aun en mi diócesis, que no es la más abundante en esta clase de arrendamientos, acaba de suceder un caso. Una persona de aquí tiene arrendado por 360 pesos anuales el rancho de Cuincho: viendo yo que este vale mucho mas, le he vendido, antes que la ley fuese publicada en Morelia, en 15000 pesos. Sé que se trata de anular esta y otras enajenaciones semejantes, sin embargo de haber sido-hechas antes que la primera autoridad política de este partido publicase aquí la ley; que tratan de anularse porque, a pesar de la necesidad de que la promulgación y publicación de las leyes sea muy solemne, a pesar de lo que dispone el Estatuto orgánico en el art. 115 atribución 2ª, que es por ahora la constitución del país, una circular que no conocen sino aquellos a quienes se circula, dice que las leyes se entienden publicadas y producen obligación desde que aparecen en un Periódico que no conocen sino solamente algunas de las autoridades principales de la República y los que tengan los recursos y la voluntad de suscribirse a él. Supóngase, pues, que se anule esta venta, y no con los derechos del erario, que pueden y deben hacerse valer sin tocar para nada la validez de un contrato cuya esencia consiste en el mutuo consentimiento de las partes, por ser consensual, sino por los derechos del arrendatario, que según la expresión literal y especialísima del decreto comienzan, no cuando este aparece en el Diario del Gobierno; sino desde el día en que se publica la ley en cada cabecera de partido. ¿Qué sucede? ¿Cuál es el resultado final de todos estos procedimientos? ¿En qué viene aparar todo? En que no se malogre la oportunidad de que el arrendatario de Cuincho, por ley de adjudicación, adquiera (cosa que sinceramente creo no pretenderá él nunca) y la Iglesia pierda 9000 pesos valor de la diferencia entre el precio justo en que ha vendido, y el precio de la enagenacion forzada, que sería poco menos de seis mil. Si pues en este obispado, en una sola finca y no da mayor importancia, la Iglesia tiene que perder nueve mil pesos tan solo porque se la despoja del derecho de buscar comprador y asignar precio, ¿qué va a suceder con la ejecución de la ley en todas las fincas de la Iglesia? No hay aquí, Sr. Exmo., ninguna exageración: cuantos licúen algún conocimiento del estado que hoy guardan los arrendamientos de fincas de la Iglesia están palpando estas pérdidas que va necesariamente a sufrir en consecuencia del decreto, y no para subvenir a las necesidades de la nación, sino para enriquecer de improviso a muchos particulares. ¿Y es posible, Sr. Exmo., que esta inmensa quiebra se haya de efectuar y precisamente por la disposición de una medida legislativa? ¿Podrá ésta concertarse con los principios eternos de justicia y de moral que invoca el Exmo. Sr. Ministro cíe Hacienda en elogio del decreto, a que me refiero? ¿Qué ley civil habrá que pueda nunca sacar estos daños irreparables de los dominios de la moral y eximir al que los aprovecha del deber de la restitución? ¿Por ventura el precepto divino que consagra la propiedad con una prohibición absoluta y una sanción eterna, estará sujeto u las vicisitudes del tiempo y a las variedades de la legislación civil? Por lo que a mí toca, si bien reconozco en todo gobierno el derecho de pensionar la propiedad de cada uno para formar el erario y atender a las necesidades de la administración, no creo que pueda jamás darle a nadie lo ajeno. Esto sucede con la primera clase de fincas, y este es el primer argumento de la ruina que sufre la Iglesia.
En cuanto a la segunda clase de fincas, nada importa que el precio de la enajenación sea exacto ó aproximado, cuando la Iglesia, desprovista de otra garantía que la que da la ñuca, no tiene más hipoteca para la seguridad de sus réditos que la voluntad y las circunstancias particulares del inquilino ó arrendatario. En cuanto a las terceras, de que subasten comunidades muy miserables, la baja del ingreso en clase de rédito respecto del que ahora tienen en clase de arrendamientos, va a reducir los fondos a una completa nulidad. Está visto, pues, que el decreto de 25 de Junio forzosamente arruina la propiedad eclesiástica. Mas he negado que esta ruina traiga sólidas y positivas ventajas a los arrendatarios é inquilinos, y para esto me fundo en que el decreto, al tocar estos intereses, ó los destruye, ó los grava, ó los desmoraliza. Los destruye para todos aquellos que no quieran sacrificar la leí eclesiástica al interés propio, la conciencia al dinero, la salvación a la comodidad: los grava para los nuevos arrendatarios de la propiedad eclesiástica pasando al dominio de los particulares; porque ya se sabe lo que va de la Iglesia al simple particular en materia de intereses, y la mejor prueba de esto es lo que acabo de decir hablando de la pérdida que la Iglesia va a sufrir en el precio de las ventas; si la Iglesia pierde, es porque los arrendatarios é inquilinos de la Iglesia pagan mucho menos incomparablemente que los de los particulares: los desmoraliza, por último, no solo por el daño que recibe la justicia moral y aun legal a causa de las diferentes lesiones ó pérdidas que se sufran, sino también porque pone a los individuos que quieran hacer uso de tos medios que la ley les proporciona para enriquecerse y hacerse propietarios, en el caso preciso de gravar su conciencia, sufrir la censura eclesiástica y poner en manifiesto peligro su eterna salud.
No creo, vuelvo a decirlo, y con mucha sinceridad lo repetiré siempre, que se hayan presentado estas dificultades a la vista del Exmo; Sr. Presidente; porque siendo de tanta gravedad y consecuencia, no podían menos de haber sido atendidas. S. E. profesa principios muy sanos, para que la moral y la justicia tuvieran que temer de su intención, y esto me da mucho motivo de esperar que con la rectitud que le es propia, y que tan debidamente manifiesta el Exmo. Sr. Ministro de Hacienda en su repetida circular, derogará un decreto que ha derramado tanta amargura en la Iglesia y agitado tan vivamente las conciencias de los fieles.
Estando, pues, la propiedad eclesiástica legitimada por el mismo Jesucristo, nuestro Señor, y garantizada por los principios del Derecho público: teniendo a su favor los mismos títulos y aun mayores que la propiedad particular tan respetada en todas las legislaciones civiles; estando su custodia, defensa y conservación muy eficazmente recomendadas a los Soberanos, como uno de sus más sagrados deberes, por el Santo Concilio de Trento: siendo el decreto de 25 de Junio último destructor de esta propiedad, pues que solo deja subsistir el derecho ni usufructo: estribando esta disposición, aunque sin duda contra la intención del Supremo Gobierno, en los principios falsos que el mismo Gobierno reprueba, pues tal decreto es más gravoso para la Iglesia que la misma ley de 11 de Enero de 1847: atacando la jurisdicción y la disciplina general de la Iglesia en uno de sus puntos cardinales: imponiendo a los obispos una obligación que no pueden cumplir sin violar el juramento solemnísimo que con consentimiento del mismo Gobierno y bajo la garantía de las leyes hicieron al recibir la consagración: colocando a tos fieles en la alternativa de gravar su conciencia y aun sufrir la censura eclesiástica, ó de padecer todos los perjuicios consiguientes al abandono forzado y repentino de fincas que disfrutan con derecho, y en cuya conservación estará en muchos casos comprometida toda su fortuna y la de su familia: infiriendo pérdidas irreparables a la propiedad eclesiástica, y aun gravámenes de consideración al derecho de los mismos arrendatarios é inquilinos; creo Sr. Exmo. que hay razones muy poderosas para inclinar el ánimo de un gobierno que se muestra dispuesto a favorecer todos los intereses legítimos, y ha ofrecido a los mejicanos toda clase de garantías. Fundado, pues, en ellas y animado de tan justa esperanza, suplico al Exmo. Sr, Presidente, por el digno conducto de V. E., que se digne derogar el repetido decreto, y en caso de que su resolución sea la de llevarle a efecto, escuchar las protestas que en unión de mi Venerable Cabildo, con quien estoy enteramente de acuerdo, voy a hacer contra el decreto repetido de 25 de Junio último, lio con la intención de faltar en lo más mínimo a los muy justos acatamientos que se deben a su autoridad, ni a las consideraciones que merece su respetable persona, sino para Henar uno de aquellos deberes que más interesan la conciencia, y cuya infracción nos haría cometer un grave delito contra Dios y contra su Iglesia. En tal virtud, en consorcio del M. I. y Venerable Cabildo de mi Santa Iglesia Catedral,
Protesto: que reconozco la suprema autoridad de la República y el deber de conciencia que tenemos de acatarla y obedecerla en cuanto lio se oponga a la ley de Dios y de la Santa Iglesia, -y en consecuencia la respeto y acato conforme a tan santo deber.
Protesto: que lo que he dicho y diga, no es con el ánimo ni la más leve intención de faltar a la obediencia y respeto que s -deben al Supremo Gobierno y leyes de la nación, sino para cumplir con mis deberes, como prelado de la Iglesia de Michoacán, y en clase de rigurosa defensa.
Protesto: que la Iglesia católica es soberana é independiente, y en consecuencia no puede ser privada de su propiedad, goce y administración libre de sus bienes por ninguna autoridad.
Protesto: que creo sinceramente que el decreto de 25 de Junio último, expropiando a la Iglesia, ataca sus derechos, su autoridad y su disciplina, y por lo mismo no puede ser obedecido por los prelados ni por los fieles sin atraer sobre ellos la censura eclesiástica.
Protesto y declaro: que no siéndome lícito prestar ninguna obediencia al decreto, rehusó en mi diócesis y términos de mi jurisdicción, ya ordinaria ya delegada, y rehusaré constantemente- mí licencia para las enajenaciones y adjudicaciones que él prescribe, y desde ahora para siempre las contradigo en toda forma, las décimo nulas y de ningún valor, y reservo a salvo los derechos de mi Iglesia.
Protesto: que no reconoceré ni consentiré en pagar ningunos gastos, reparaciones y mejoras que se hicieren por los que adquieran los bienes de la Iglesia a virtud de las enajenaciones y adjudicaciones decretadas; y que en ningún tiempo reconoceré ni consentiré las hipotecas, gravámenes ó enajenaciones que se hicieren, ya por las autoridades ya por los compradores a otros, sean en favor de la nación ó del extranjero, ó de los particulares, quien quieran que sean.
Protesto: que aunque de hecho se graven ó enajenen, el derecho, dominio y posesión legal lo conserva la Iglesia.
Protesto en fin: que es sola la fuerza la que privará a la Iglesia de sus bienes, y contra esta fuerza la Iglesia misma protesta del modo más solemne y positivo.
Dígnese V. E. de elevar al superior conocimiento del Exmo. Sr. Presidente sustituto de la República esta exposición y protesta respetuosa, y aceptar la expresión sincera de mi debida consideración. —Dios guarde a V. E. muchos años, Morelia, julio 16 de 1856. — Clemente de Jesús. —Obispo de Michoacán. —José Marta García, -Arcediano—Pedro Rafael Conejo, Chantre. —José Alonso de Terán, Maestrescuelas. —Mariano Mesa, Tesorero —José Antonio de la Peña, Canónigo. —Ramón Magaña, Canónigo. —José María Arízaga, Canónigo. — Ramón Camacho, Magistral—-José Guadalupe Romero, Doctoral. —Ignacio Antonio Romana Prebendado. — Antonio Marques de la Mora, Prebendado. — Vicente Reyes, prebendado. —José Alejandro Quezada, Prebendado. —Exmo, Sr. -Ministro de Justicia, Negocios eclesiásticos é Instrucción pública. —Méjico.
Es copia que concuerda con la protesta original remitida hoy mismo al Supremo Gobierno por el Ministerio de Justicia, Negocios eclesiásticos é Instrucción pública. Morelia, 16 de Julio de 1856,
Luis G. Sierra.
Secretario.
Exposición del Illmo. Sr. Obispo de Michoacán Clemente de Jesús Munguía y su M. I. y venerable cabildo con motivo del decreto de 25 de Junio de este año sobre expropiación eclesiástica, pidiendo su derogación, y en caso necesario protestando contra él. Guanajuato. Reimpreso por Juan E. Oñate. 1856
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