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Selección de textos y documentos:

Doralicia Carmona Dávila

© Derechos Reservados
ISBN 970-95193

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1856 La cuestión del veto. Francisco Zarco.

Junio 28 de 1856

Al haber sido los primeros en llamar la atención pública hacia la necesidad de resolver de una manera terminante la cuestión del veto, que se suscitó con motivo de haber hecho el ministerio de la guerra observaciones al decreto del congreso que declaró insubsistentes los artículos de la ley de Santa Anna, sobre recompensas por servicios prestados en la guerra con los Estados Unidos hemos estado muy lejos de querer suscitar un conflicto entre el gobierno y el congreso, así como de pretender que quede humillado uno de los dos poderes. Nuestro ánimo ha sido solo, que se resuelva una cuestión de orden, que la asamblea conserve intactas sus prerrogativas, y que se eviten las serias dificultades que en lo sucesivo pudieran presentarse.

Siempre hemos estado persuadidos de que el orden público consiste, no en que un poder subalterno a los demás, sino en que cada uno se circunscriba a sus atribuciones, sin translimitarlas, ni invadir las de los demás. Del mismo modo que nos oponemos a que se ensanchen las facultades del ejecutivo, y a que se extiendan hasta tener el veto, nos opondríamos a que el cuerpo constituyente se arrogara el poder legislativo que no le concedieron los pueblos.

No hay otro medio, por más que se busque, de conservar el equilibrio entre los poderes y de mantener la paz, que la exacta y puntual observancia de la ley a que cada autoridad debe su origen, y que al propio tiempo le señala sus atribuciones. Desde el momento en que una autoridad tiende a ensanchar sus facultades, rompe el título legal de su existencia, y da el primer paso a la subversión de los mismos principios que pudieran servirle de apoyo.

Hemos dicho mil veces, y no nos cansaremos de repetirlo, que actualmente no hay motivo fundado de desavenencia entre el gobierno y el congreso, y que el plan de Ayutla, en vez de querer el perpetuo antagonismo entre los dos poderes, quiso por el contrario, establecer entre ellos la más perfecta armonía, para que así pudieran cumplirse las promesas de la revolución, y realizarse las esperanzas del pueblo. Cualquier dificultad, la más ligera desavenencia, paraliza la marcha de la administración, que debe ser activa, inteligente y progresista, y retarda la obra del congreso, que debe ser de reparación, de justicia y de moralidad, al ejercer su facultad revisora; y de libertad, de reforma y de civilización, al expedir el código fundamental. En períodos de transición y revolucionarios, como lo es esencialmente el que estamos atravesando, detenerse es retroceder, y es una verdad inconcusa, que las revoluciones que retroceden se falsean, se desnaturalizan, se pierden, y pierden consigo a los pueblos.

Esta convicción, que es muy íntima y sincera en nuestro ánimo, es la que nos hace desear ardientemente el pronto y satisfactorio arreglo de todas las cuestiones que origine la imprevisión o la imprudencia, y que si es necesario, aún a costa de mutuos sacrificios, se mantenga la unión liberal, y el acuerdo entre el gobierno y el congreso.

La prensa conservadora, que estuvo vilmente vendida a los opresores del país, y que no comprende que los amigos de un gobierno puedan tener lealtad y buena fe, suficientes para decirle la verdad; la prensa conservadora, que se empeñó en llamarnos ministeriales, y en atribuir a nuestro periódico un carácter semioficial, acusándonos de defender a un gobierno que profesa nuestros mismos principios, salta de gozo, anunciando que hemos roto lanzas con el ministerio, que nos hemos pasado a las filas de la oposición; que nuestras miras son innobles e interesadas, y dando por supuesto que atacamos al gabinete, emprende su defensa, olvidando que nosotros hemos sido de los que con más calor lo han defendido de las gratuitas inculpaciones de esa prensa reaccionaria e inconsecuente, que no tiene ni siquiera el mérito de presentar los nombres de sus escritores, que se parapetan siempre tras de un miserable firmón.

En la cuestión del veto han dicho que queremos la omnipotencia del congreso, la dictadura de la asamblea, un golpe de Estado contra el gabinete, el pupilaje del gobierno a los caprichos de la mayoría parlamentaría. Nada de eso: lo que queremos es simplemente, que nadie se salga de la órbita de sus facultades; que se observe el plan de Ayutla como única ley política del país, y que el gobierno y el congreso, cada uno en su esfera, puedan cumplir la misión que les corresponde. Si el congreso, traspasando sus facultades, quisiera dar leyes ordinarias, arrogándose facultades que solo tiene hoy el presidente de la república, seriamos los primeros en condenar semejante acto de usurpación. Del mismo modo, y sin dar tan severa calificación a los avances del gobierno, es nuestro deber contrariarlos, porque revolucionario como es el actual orden de cosas, se funda en verdaderos y claros principios de legalidad.

No nos detendremos en refutar las lamentaciones exageradas de la prensa absolutista, que delira soñando un golpe de Estado, sin comprender que el caudillo que hoy ejerce la suprema magistratura de la nación, es el más firme apoyo del sistema representativo y de la causa democrática.

En vano esos escritores que lo apellidaban bandido y latro-faccioso cuando en los campos de batalla afrontaba la muerte para redimir a su patria del yugo conservador, en vano pretenderán extraviarlo ahora con sus vanas adulaciones; más ha de valer en su ánimo la voz sincera de la verdad. Bien quisieron lisonjearlo cuando ascendió a la presidencia, para que anulara las reformas que consumó la administración del general Álvarez; nada lograron, y el Sr. Comonfort fue poco después el brazo y la fuerza del partido liberal para ahogar a la reacción. Trabajo perdido es el de los que quieren separarlo del congreso constituyente, y apartarlo del partido liberal que tiene fe en sus juramentos, y que espera de su administración grandiosas y positivas reformas políticas, sociales y económicas.

Pero en la prensa liberal se ha dicho de una manera vaga y sin aducir el menor argumento, que es prudente conceder al gobierno la facultad de hacer observaciones, que semejante atribución la tiene el ejecutivo en otros países, y que la ha tenido en el nuestro en tiempos institucionales. Habrá muy buena intención en los que así discurren; pero el mismo gobierno por medio del señor ministro de la guerra ha declarado en el seno del congreso, que no se cree con derecho para hacer observaciones a los decretos de la asamblea, y cuando esto ha ocurrido, solo debemos advertir a algunos de nuestros colegas, que no es prudente ni acertado ser más realista que el rey, ni más papista que el papa.

Pero se dirá: "Si el gobierno mismo se declara sin facultades para hacer observaciones, ¿qué necesidad hay de que el congreso dicte un acuerdo en el mismo asunto?" A esto contestamos que si bien tenemos la más plena confianza en las protestas del digno ministro de guerra, porque conocemos sus honrosos antecedentes, su sinceridad y su consecuencia política en esta cuestión; más deben valer las consideraciones de interés público que las puramente personales, y como el hecho real y efectivo consiste en que un decreto del congreso no se ha publicado por el ejecutivo; para que esto no ocurra en lo de adelante, y para atacar toda dificultad es indispensable que el congreso se muestre celoso de sus propias prerrogativas. Si las cuestiones públicas hubieran de tratarse como las puramente privadas, la declaración del señor ministro de la guerra sería más que suficiente para dar por terminado este asunto, pero cuando se trata de principios, cuando se trata de asegurar el orden público y la subsistencia de la legalidad, no hay precaución que esté por demás, y es menester llegar a resultados definitivos.

Hasta ahora sólo se ha alegado en defensa del veto, que lo tienen otros gobiernos, que lo conceden algunas constituciones. Pero esto mismo prueba que hay grandes diferencias entre un orden constitucional y uno transitorio en que existe el poder constituyente.

Las constituciones más o menos democráticas, más o menos fundadas en desconfianzas, pueden restringir el poder legislativo, puede ensanchar el ejecutivo, pueden dar a este, parte en la formación de las leyes y aún autorizarlo a cerrar las asambleas como sucede en algunas monarquías moderadas; pueden también darle la facultad de hacer observaciones a las leyes y fijar ciertas condiciones para que el proyecto una vez votado, pueda ser ley a pesar de la resistencia del ejecutivo como sucede en los Estados Unidos, y como sucedía entre nosotros cuando estaba vigente la carta de 1824. Pero todas estas reglas nacen de la ley escrita, nacen de la constitución que demarca las atribuciones de todos los poderes y estamos seguros de que no puede citarse un solo ejemplo de una asamblea constituyente sujeta ai veto absoluto o suspensivo.

Tan absurdo es pretender hoy que el gobierno tenga esta atribución, como lo sería imponerle cualquiera de las trabas que han tenido nuestros gobiernos constitucionales, como no poder decretar impuestos, no poder ponerse el presidente a la cabeza del ejército sin previa autorización del congreso. ¿Qué se respondería a los que sostuvieran tales pretensiones? Simplemente no está en vigor ninguna constitución, y el plan de Ayutla que es hoy la sola regla de nuestro derecho público, ha investido de facultades discrecionales al jefe del Estado. Pues lo mismo respondemos nosotros a los defensores del veto; no hay constitución vigente y el plan de Ayutla no pone la menor taxativa a las resoluciones de la asamblea.

Preciso es observar que donde existe el veto, se funda precisamente en que el gobierno es el ejecutor de la ley, y por lo mismo puede mejor que nadie conocer sus inconvenientes, y en que la facultad legislativa reside en los representantes del pueblo. En las monarquías hay otra razón para la subsistencia del veto, y es, que el poder legislativo reside a un tiempo en la corona y en las cortes, y que la suspensión es la manera directa que tiene el trono para nulificar las leyes que le parecen desacertadas.

De esta observación que puede comprobarse examinando todas las constituciones y estudiando sus comentarios, resulta que tales reglas no son ni pueden ser aplicables a nuestra situación actual, puesto que aquí el gobierno no es ejecutor de la ley sino verdadero legislador, y que el congreso no tiene la facultad legislativa sino la constituyente que no puede dividir con ningún otro poder y la revisora para examinar los actos del gobierno pasado y del actual. Si el veto, pues, según sus defensores, tiene por objeto detener el espíritu de translimitación de las asambleas y evitar los extravíos del poder legislativo, conforme a esta teoría que es la de los publicistas de todas las escuelas ¿quién debe estar hoy en México sujeto al veto? ¿El gobierno, o el congreso? El segundo no es el poder legislativo; lo es sí, el primero, luego este es el que debe tener alguna taxativa; e invertidos los términos, como se dice, el plan de Ayutla al establecer la revisión, en realidad de verdad estableció una especie de veto para los actos del ejecutivo, vete absoluto, veto sin más guía que la conveniencia pública, veto que acaso es más conforme con los principios democráticos, puesto que no es el poder el que se opone a los decretos parlamentarios, sino el pueblo el que rechaza los actos impolíticos o desacertados del gobierno.

La cuestión presente, no es una cuestión de partido, no es una lucha entre el gobierno y el congreso; es más bien una cuestión teórica que debe examinarse con calma y con circunspección, conforme a los principios democráticos y conforme al orden legal que como transitorio estableció el plan de Ayutla.

No se trata, pues, de ajar la dignidad del gobierno, sino de fijar debidamente las atribuciones de los poderes que hoy existen, sin más mira que la de hacer posible el cumplimiento de los principios que proclamó la revolución democrática.

Pasado mañana es el día señalado para la discusión de este asunto en el congreso, y esperamos que acuerde una resolución tan prudente como acertada, tan propia de su dignidad como conforme con los principios de la democracia.

 

 

Fuente: El Siglo Diez y Nueve. México, sábado 28 de junio de 1856. Núm. 2730, primera plana.