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Selección de textos y documentos:

Doralicia Carmona Dávila

© Derechos Reservados
ISBN 970-95193

Este Sitio es un proyecto personal y no recibe ni ha recibido financiamiento público o privado.

 

 
 
 
 


1855 El presidente y sus Ministros Francisco Zarco.
Francisco Zarco

De las instituciones políticas mexicanas, ninguna tan lucidora como la Presidencia de la República, máxime en el periodo inmediatamente anterior al liberal. De las semblanzas de la presidencia preliberal, ejercida por un mílite, ninguna tan exacta como la hecha por el famoso periodista Francisco Zarco (1829-1869) que apareció en La Ilustración Mexicana en 1855.

Hemos visto ya el Palacio Nacional en conjunto, y quedándonos en las puertas como si pidiéramos justicia. Tenemos que ver algo por dentro, y bueno es que comencemos por lo que presenta más dificultades.

Pasando con rapidez por el cuerpo de guardia, no vayamos a buscar un documento importante al archivo general, porque sólo se franquean a los que saben desfigurados en grandes tomos, tan indigestos como los cronicones de la Edad Media; no nos detengamos tampoco a agitar un pago en la tesorería, porque ya se acabó la indemnización; ni mucho menos en la alta secretaría de Estado que está más abajo que todas las de-más. Atropellando pretendientes, diputados-correos, viudas plañideras y patriotas-agiotistas, entremos de rondón a la Presidencia, como se llaman los salones en que la nación hospeda, generosa, al ciudadano que se elige para regir sus destinos.

Al acabar de subir la escalera se atraviesa un pasillo estrecho; de un lado el barandal de fiero, que es gloria de un antiguo presidente, del otro vidrieras cerradas que se abren de cuando en cuando, para dar salida a un ordenanza, o algún individuo de los que entran sin que nadie los vea.

En el otro lado del ángulo del pasillo se ven unas persianas, que muy de tarde en tarde se abren. Son las ventanas de la capilla del presidente o del Palacio; el diamante puede caer en el cieno más inmundo: así engastado entre los salones presidenciales hay una especie de oratorio en que nadie ora; hay un altar, que no inspira respeto, que no tiene apariencia religiosa. Las paredes de la capilla se han visto decoradas con los pasajes de la vida militar de Napoleón; en ella hay sillones y sofás como en una habitación cualquiera. ¿Para qué sirve esa capilla?... Es el templo del perjurio; allí es donde los llamados a los ministerios han jurado guardar y hacer guardar las leyes que han estado de moda; allí arrodillándose por mera fórmula es donde delante del presidente se profana lo más sagrado, y allí es donde el supremo magistrado del país proclama en voz alta: "Es secretario de Estado y del despacho tal o cual, el señor don Fulano." ¡Como él es quien hace nuevos secretarios, sucede muchas veces que a la hora de la proclamación olvida el nombre del electo y cuál es la secretaría que le encomienda!

Pero nos hemos metido por la ventana por mera distracción. Volvamos a nuestro camino con más calma, con más tranquilidad. Después de las persianas, otro balcón más; es el de los ayudantes del presidente, o más bien del ayudante de guardia. Este cuartito no presenta siempre el mismo aspecto; unas veces reluce a lo lejos un enjambre de entorchados áuricos, y los ayudantes son generales famosos; otras son jóvenes que comienzan la carrera de las armas, porque para ayudar al presidente quién sabe a qué, es preciso ser militar.

En México se cree todavía que honra estar cerca de los grandes personajes. Sólo así puede explicarse que ciertos hombres sean ayudantes, cuando sería mejor para ellos y para el país que se consagraran a las faenas de la guerra. Un ayudante tiene obligación de permanecer un día de cada seis u ocho en aquel cuarto, vestido de riguroso uniforme; tiene que acompañar al presidente en las circunstancias más difíciles, es decir, cuando concurre a la puerta o a la clausura de las sesiones, cuando va al teatro, a los toros, a la exposición, etcétera.

Debemos decirlo para honra de muy pocos; el presidente que ha tenido un número fabuloso de ayudantes, tuvo la ocurrencia de sacarlos de Palacio y llevarlos delante del enemigo extranjero. Entonces, todos lo abandonaron, excepto dos o tres que con él afrontaron toda clase de peligros.

En el pedazo de corredor que está entre la Presidencia y el Senado, hay cómodos asientos para los que esperan audiencia, y no nace mucho se veían decorando la entrada cuadros en que de una manera vaga estaban representadas algunas virtudes, como el patriotismo, el honor, la fortaleza, la caridad, el valor, etc., como si todas estas zarandajas debieran acompañar al escogido del pueblo hasta el umbral de su alta magistratura y nada más. Pero todos esos emblemas han sido desterrados del Palacio, como si también formaran corrillos de murmuradores. O todo o nada, esto me gusta; y además, ¿quién no sabe que las virtudes de los candidatos son como la humildad del porquerizo Sixto V, que alzó los ojos en cuanto halló las llaves de San Pedro?

Difícil es pasar de aquí a cualquiera que no sea ministro de Estado, diputado o periodista no ministerial, sino presidencial, adjetivo que si no se usa es sólo por no introducir novedades en el estilo. Sólo a la hora de audiencia es permitido al ciudadano contemplar a sus anchas al supremo magistrado del país. ¿Iré yo a la audiencia? No, porque nada tengo qué pedir ni qué decir... pero a pesar de esto, lectores queridos, por mí sabréis lo que es la Presidencia, lo que es ser presidente.

Os diré de paso que no me refiero a un momento dado, que no quiero conformarme con apariencias ni con adjetivos oficiales, y que deseo interrogar el pasado de todos los presidentes. Intrincada y atrevida empresa, ¿no es verdad? Sin embargo, adelante...

Suponed que es la hora que gustéis; el presidente por su-puesto ha dormido, ha almorzado con tranquilidad, se ha vestido y se ha resignado a sufrir un nuevo día de su gobierno. A Palacio nadie va temprano, excepto uno que otro ministro que quiere adquirir reputación de actividad. El presidente puede, pues, por la mañana tomar el aire del jardín, puede pasearse por sus habitaciones, puede recostarse sobre un sofá y hojear los periódicos buscando impaciente los elogios que se ha mandado hacer desde la víspera, o irritarse o mirar con desdén los gritos de la oposición. Pocos presidentes aman la lectura; los más de ellos sólo tienen tiempo para dar un vistazo a los avisos: ¿para qué es más?

Un hombre que gobierna a una nación entera ha de emplear su tiempo leyendo, ¡qué desatino!

Por la mañana es cuando los presidentes suelen concebir sus grandes medidas, como quitar los asientos del patio, o plantar un árbol en un rincón, o que haya tres centinelas en vez de dos, o que la guardia nacional añada a su vestuario una o dos tiras coloradas, y que las mochilas de la tropa se llenen de paja en una procesión, o que se les haga guantes con brin o con calcetines. Después de haber tenido estas grandes concepciones, el presidente no tiene más que esperar la visita cotidiana de sus ministros, de esas manos que le da la Constitución y que le dan y le quitan los partidos.

Entretanto llegan esos señores, el presidente puede recorrer su habitación, puede mirar sus cuadros (las campañas de Napoleón) y admirarse a sí mismo. La habitación toda está amueblada de cuenta de la nación, cosa justa una vez que el presidente es su hijo más querido, y a veces la nación cuida tanto y con tanto amor del presidente, que en la tesorería se pagan las cuentas de la tina en que se baña, del carbón que sirve para calentar el agua, y le paga hasta paja y cebada, para sus caballos, se entiende.

Los dos primeros salones son puramente de tránsito, en el tercero ya hay una mesa con papeles y tintero: allí suele reunirse el ministerio, y allí lo oye el presidente.

Los ministros, como sabéis, son o deben ser cuatro, número que no todos pueden tener completo. Los ministros, o son notabilidades de los partidos, y entonces el presidente es un estafermo a quien ellos engañan, o son buscados por él, y entonces son unos infelices, unos miserables lacayos que están al lado del jefe del ejecutivo como máquinas de firmar. De manera que en nuestros gobiernos, o hay presidentes o hay ministerio: las dos cosas a la vez casi parecen imposibles.

Las juntas de ministros tienen dos aspectos diversos: o son una discusión fingida para hacer creer al presidente que él resuelve lo que ya está resuelto, o son una orden terminante a cada uno, una orden de cabo de escuadra, a que no hay nada que contestar.

En esas juntas muchas veces un ministro tiene el arduo trabajo de engañar a sus colegas, porque la perversidad se avergüenza de sí misma, y nunca tiene valor para presentarse a cara descubierta. Un ministro puede allí ponderar sus esfuerzos, su celo, su vigilancia por el orden público, a todo lo que se debe el haber descubierto una conspiración infame; dirá que sabe todos los detalles, que ha interceptado la correspondencia, que la revolución es inevitable; pero que él puede parar el golpe obrando con prudencia y sin dar un escándalo.

El presidente se alarma, porque para aterrar a un presidente hay tres cosas infalibles: una conspiración, una reclamación extranjera, y las amenazas del clero.

Los otros ministros quieren saber pormenores, uno de ellos propone prisionero y que se haga sentir todo el rigor de la ley. Pero el que lo sabe todo no puede decir nada, necesita para salvar al país unos cuantos miles de pesos; el presidente, por conservar su puesto, consiente en dar la suma de gastos secretos, firma un acuerdo, y los ministros sonríen con aire de burla, mientras el descubridor de conspiraciones está ufano y contento de sí mismo.

Repite este ardid varias veces, pero al fin el presidente en un lúcido intervalo, le dice: "Pues bien, que se pronuncien, usted y yo saldremos a caballo para batirlos." No le da ya dinero, el ministro pronostica la ruina del gobierno; pasan días y meses, y la revolución no estalla...

Los presidentes no pueden abrazar los ramos todos de la administración pública; prefieren algunos de ellos, y fían los demás al ministerio. Lo que miran con más predilección es la hacienda, y los contratos todos en que hay intereses que salvar.

Unos gustan de la guerra, y tienen una especie de consejo en que se habla sólo de forrajes y pezuñas, de cajas y de paso redoblado, de imaginaria y de masita. En todo esto, por su-puesto, el ministerio no es oído, ni consultado.

Los que se dedican a la hacienda, generalmente conservan vacante esa secretaría; en todo lo que es finanzas es difícil que dos se pongan de acuerdo. Los descuentos de libranzas, las visitas de aduanas, la revisión de presupuestos, son asuntos que divagan y entretienen a los presidentes. De esto puede sacarse partido.

Las grandes cuestiones se dejan al gabinete; el presidente las más veces ignora cuál es el estado del país, no tiene más informes que los que le dan sus ministros; así, pues, una revolución, una invasión de indios, un ultimátum o una amenaza de algunas de nuestras amigas de extranjis, el último que lo sabe, si a saberlo llega, es el presidente de la República.

Cuando una carta particular, un periódico o una visita imponen al presidente algo muy importante, al principio duda, pero después de oír a los ministros, vuelve a su habitual tranquilidad.

Un presidente es en México un ídolo envuelto en el misterio, como los dioses de los brahamanes; ni el pueblo, ni la opinión, ni nada llega hasta él. Hay cuatro hombres encargados de abusar de su nombre, y cuando esto no es así, 61 abusa de la bajeza de ellos. ¿No podrá encontrarse un término medio entre estos dos extremos tan vergonzosos?

Los presidentes generalmente son soldados, y, o son enérgicos y déspotas, o débiles, o muy virtuosos, o astutos e intrigantes.

El presidente enérgico debe hablar el lenguaje más soez; sus confidentes íntimos son los jefes que fueron sargentos y los agentes de policía. Su energía debe desplegarse contra el débil, contra la viuda y contra el meritorio, contra el subteniente; y contra los que algo pueden sólo prorrumpe en blasfemias.

El presidente virtuoso, siempre sonríe, oye misa todos los días y es un tipo de moderación. Debe no obstante padecer accesos de mal humor, que asusten a los que lo rodean. No gasta lujo para ahorrar todos sus sueldos, y entabla amistad con todos los que han sido sus enemigos.

El presidente astuto es el que engaña al ministerio; el que lo cambia exabrupto; el que ofrece empleos para captarse amigos, y cuando lo han servido no cumple sus promesas; el que en todo parece juglar o jugador de dados.

Los presidentes se dividen además en constitucionales, interinos, provisionales, etc., denominaciones todas que nada significan, pues tanto valen unos como otros.

El presidente, por regla general, es el hombre más nulo y más estúpido que halló un partido para gobernarlo a su antojo, o un soldado modelo de insubordinación y cobardía que intenta convertir al país en cuerpo de guardia.

La carrera para presidente ha sido siempre la de los pronunciamientos; un héroe de toda clase de regeneraciones, al fin tiene que llegar al poder a viva fuerza.

En los tiempos pacíficos y cuando el pueblo elige, está probado que lo que conviene a un candidato es tener entrada a los fondos públicos para comprar electores y sostener periódicos, para fabricar en fin, opinión nacional.

Hay presidentes que olvidan todo lo pasado, y otros que quieren saciar cualquier resentimiento. Esto es facilísimo recurriendo a falsas delaciones y a bajas intrigas. Atendiendo a la experiencia, parece que los requisitos lega les para que un ciudadano pueda ser presidente, son modales bruscos, terca obstinación, mala ortografía, y a veces otras virtudes, como amor a lo ajeno, etcétera.

Tales han sido y serán, hablando en general, los rasgos característicos de los presidentes de México. Admiraos luego de que el gobierno nada haga en bien del país!

Antes se subía por medio de una revolución y se descendía por medio de otra; el presidente pasaba a la condición de proscrito, y era después la esperanza de los descontentos. Restableciendo el orden, ha cesado esta peripecia, y el presidente se procura una para-caída, cómoda, un empleo con buen sueldo.

En los salones presidenciales es donde son recibidos en toda forma los ministros extranjeros; un discurso en una lengua y otro en otra, y muchas cortesías es todo lo notable que presenta esta ceremonia.

A las comidas que suele dar el presidente nunca son muchos los convidados, y los gastos los paga la nación.

Hay un cuartito estrecho embutido en el baluarte; este cuartito es el retrete que prefieren todos los presidentes, y el blanco de los fusiles y de los cañones en tiempo de asonadas. Suele haber al lado del presidente cuando es activo, una oficina en que se escriben todas las cartas que él dirige a sus amigos; ésta es la secretaría particular del presidente, y a pesar de ese adjetivo quien la paga es la nación. No creáis que n esa secretaría hay sólo secretos no; también es fábrica de diputados y de desórdenes.

Los bailes en la presidencia van cayendo en desuso, son in necesarios: ¿hay acaso lugar alguno en la tierra en que se baile más?

¡Y éste es el Poder Ejecutivo del país! ¡Y así se quiere que se cumplan las leyes y que haya administración!

Si sembráis ortiga, ¿cómo queréis recoger grano?...

El presidente es inviolable, es decir, no puede ser juzgado por sus faltas, ni censurado por sus necedades. ¡Bueno! Todo lo podemos murmurar, excepto el origen de nuestros males. Esto se parece a la fábula india, que supone que la Tierra es conducida en el espacio por un dragón; el dragón por una tortuga, y la tortuga... es crimen tratar de saber quién la sostiene.

Hay otros detalles curiosos en la Presidencia. La audiencia pública es una ceremonia cansada; generalmente los pretendientes se quejan de los ministros, el presidente toma informes de estos últimos, y se fía de ellos. En lo demás, sería preciso quitarle su aire distraído y olvidadizo para que hiciese caso de cuanto se le dice.

El presidente puede descender hasta chancearse con sus ministros; pero con otra clase de gentes debe tener siempre un aire demasiado severo. Con los ministros extranjeros suele tener algo de amabilidad.

El presidente sólo tiene que hablar en público cuando se abren y se cierran las cámaras. Lleva un discurso en la bolsa, que le ha escrito cualquier ministro. Cuando esos discursos eran puramente saludos y cortesías, bien pudiera pensarse que eran obras del primer hombre del país; pero los ministros, al introducir la moda de los mensajes a la americana, han disipado toda duda en este punto.

En cuanto a costumbres, las del presidente o son aristocráticas, o de soldado, o democráticas. El que se llama a sí mismo decente, sólo trata con obispos y canónigos, y con gentes que suspiran por la dominación española; el que no quiere perder su aire militar, habla un lenguaje de taberna, y siempre lanza juramentos e imprecaciones; el que aspira a pasar por republicanísimo, cree que la libertad consiste en tratar con facinerosos, y se empeña en salir a la calle envuelto en un sarape, o quiere ir a almorzar a un bodegón. En lo que toca a la vida privada siempre se tocan los extremos, o un ascetismo causado por los años y por la poca salud o un cinismo espantoso. No faltan memorias de aventuras galantes; pero no tienen esos escándalos el aire de las cortes de Luís XIV o de Carlos IV, sino que los presidentes pueden cuando más compararse a los héroes más vulgares de las novelas de Pigault Lebrun o de Paul de Kock.

No quiero seguir, porque tendría yo que ver cosas vergonzosas. He descorrido sólo parte del lienzo que cubre el cuadro.

Habrá quien diga que hay algo en este artículo de personalidades; pero ¿tengo yo la culpa de que ciertos entes pasen por personas?