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Selección de textos y documentos:

Doralicia Carmona Dávila

© Derechos Reservados
ISBN 970-95193

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1855 Concordato. Francisco Zarco

Octubre 16 de 1855

Es sabido que el gobierno de Santa Anna tuvo el mayor empeño en celebrar un concordato con la corte pontificia, no por un espíritu de catolicismo, sino porque quiso encontrar en el clero un auxiliar a su opresión, y un muro a todo progreso y a todo adelanto. Sabido es también que las negociaciones entabladas en Roma por el señor Larrainzar como plenipotenciario de México estaban muy adelantadas, que se seguían conforme a las instrucciones de los ministros Lares y Bonilla, y se asegura que tenían por base el concordato firmado con la República de Guatemala, país subyugado a los principios conservadores. De muchísimos asuntos de tanta gravedad como éste no hemos podido ocupamos mientras no había gobierno nacional, pues nuestras observaciones hubieran pasado desapercibidas; pero ahora que por fortuna existe ya la administración provisional prometida por el Plan de Ayuda, y que son ministros de Relaciones y Justicia ciudadanos tan patriotas y tan ilustrados como los señores Ocampo y Juárez, creemos oportuno llamar su atención hacia la necesidad de interrumpir las negociaciones comenzadas en Roma, o de reprobar el resultado en el caso de que el concordato haya sido ya firmado por el ministro de México.

No tenemos datos positivos en este particular, pero creemos muy probable que el concordato sea idéntico al celebrado con Guatemala, pues el gobierno de Pío IX, se ha negado a tratar con algunas potencias bajo condiciones diferentes. Esas condiciones son inaceptables a todo gobierno que estime en algo su propia dignidad y la independencia y soberanía del país cuyos destinos está llamado a regir; esas condiciones son perjudiciales al Estado y de ningún provecho a la religión.

Basta darles una ligera ojeada para convencerse de que son de todo punto inadmisibles, sobre todo en un país que proclama como fundamento de sus instituciones la libertad política y la libertad civil.

Se establece en el concordato que la religión católica, apostólica romana continúe siendo la del Estado y se conserve siempre con todos los derechos y prerrogativas que debe gozar según la ley de Dios, y las disposiciones de los sagrados cánones. Nadie nos ganará en ferviente catolicismo, pero no aprobamos que la ley mande en las conciencias, ni creemos que la religión tenga prerrogativas que reclamar.

Veamos cuáles son las consecuencias que el concordato deriva de esas prerrogativas: que la enseñanza en las universidades, colegios, escuelas públicas y privadas y demás establecimientos de instrucción será conforme a la doctrina de la religión católica y que a este fin los obispos y ordinarios locales tendrán la libre dirección de las cátedras de teología y derecho canónico y de todos los ramos de enseñanza eclesiástica y a más de la influencia que ejercerán en virtud de su ministerio en la educación religiosa de la juventud, velarán porque en la enseñanza de cualquier otro ramo no haya nada de contrario a la religión y a la moral.

Quien recuerde que siempre fuimos partidarios de la libertad de enseñanza y que en estos últimos días la hemos estado defendiendo al atacar el monstruoso plan de estudios expedido por D. Teodosio Lares, comprenderá que estamos absolutamente en contra de la pretensión de Roma de poner la instrucción pública bajo la vigilancia de los obispos. Aceptamos en materias de enseñanza la intervención del Estado que fija los requisitos indispensables para el ejercicio de varias profesiones y que tiene la dirección de los establecimientos públicos; pero ni en el Estado reconocemos derecho para mezclarse en los establecimientos privados. Consecuentes con estos principios que son los de la escuela liberal vemos una degradación para el gobierno y un atraso para el país en admitir la condición del concordato que quiere que toda clase de establecimientos sufran la vigilancia del clero en todos los ramos de enseñanza. No se necesita entrar en apreciaciones sobre la ilustración del clero, ni sobre los abusos a que tal concesión daría lugar, para que salte a los ojos el absurdo de que un obispo fijara el programa de estudios de una escuela de medicina, de un colegio de minería, de un colegio militar o de una escuela de ingenieros civiles. Aun en materias literarias que están más al alcance del clero tenemos un triste ejemplo en una de las naciones más cultas del mundo, en Francia, donde una gran parte del clero, la más celosa en defender las prerrogativas de la Santa Sede, lleva como tres años de oponerse al estudio de los clásicos griegos y latinos, creyendo que la lectura de las obras inmortales de Hornero, de Sócrates, de Jenofonte, de Sófocles, de Eurípides, de Teofrasto, de Demóstenes, de Virgilio, de Cicerón, etcétera, etcétera, pueda resucitar el paganismo y destruir y debilitar en los espíritus la fe católica. El clero ultramontano en Francia ha condenado así los más bellos monumentos de la inteligencia humana, las lecciones de la moral más pura, los modelos de lo bello en los ramos todos de la literatura. La Francia entera, y sus más ilustrados obispos han frustrado esos conatos de volver a hundir en la barbarie a los espíritus, pero la sola contienda que se ha suscitado es argumento bastante para desechar la intervención del clero en la instrucción pública, como contraria al progreso de la civilización, y como origen de lamentables errores. En nuestros colegios vemos que en las cátedras de derecho internacional, adoptado como texto la obra de Vattel, se prohíbe al estudiante la lectura de capítulos enteros, cuando si en ellos hay errores, el deber del maestro era combatirlos para así ilustrar a sus discípulos. No insistimos más en este punto, porque lo creemos innecesario, y porque la instrucción pública es uno de los puntos que en otros artículos examinaremos con más detención.

Como consecuencia de las prerrogativas se quiere también que los obispos conserven el derecho de censura sobre todos los libros y escritos que tengan relación al dogma, a la disciplina de la Iglesia y a la moral, y que el gobierno concurra con toda su autoridad a sostener las disposiciones de los obispos. De esta cláusula resulta la previa censura para las obras de todas clases, pues no hay una sola de que no pueda decirse que tiene relación con la moral. Acaba así la libertad de emitir el pensamiento y los obispos se convierten en jueces de
imprenta, quedando la autoridad reducida al papel de alguacil del obispo que mande perseguir y recoger un libro cualquiera.

Por ser el pontífice jefe de la Iglesia por derecho divino, quiere el concordato que los obispos, el clero y el pueblo tengan libre comunicación con la Santa Sede, es decir, sin intervención alguna del gobierno que queda así privado de las facultades de conceder o negar el pase a las bulas y rescriptos pontificios, etcétera, organizándose un Estado independiente dentro del Estado.

El concordato quiere la coacción civil para el pago del diezmo, quedando exclusivamente al clero la administración de los productos de ese impuesto, que no podrá, variarse sin previa aprobación de la Santa Sede y que sea considerado como propio de la Iglesia y forme una renta decorosa e independiente. En México hace tiempo que cesó la coacción civil para el cobro del diezmo, restablecerla traería serios inconvenientes, grandes perjuicios para la agricultura y para el pueblo. Y, todavía, además del diezmo se pretende la subsistencia de los derechos de estola en tanto que el gobierno no asigne a los párrocos congruas seguras e independientes, de manera que a pesar de las rentas decorosas se quiere que las necesidades espirituales de los fieles les cuesten su dinero, o que el gobierno mantenga a los curas.

En cambio de todo esto se concedió al Presidente de Guatemala el derecho ya reconocido en el de México de hacer la presentación de obispos, y además el de hacer nombramientos para las prebendas y el de curas a propuesta en terna, después de concurso abierto conforme al Concilio de Trento. Creemos que a la Iglesia conviene más independencia del poder temporal, y que estas atribuciones eclesiásticas conferidas a los gobiernos, no compensan en nada los mil inconvenientes que dejamos marcados en las cláusulas de que hablamos más arriba.

Sobre la erección de nuevas diócesis, curatos y seminarios conciliares, se establece que la Santa Sede obre de acuerdo con el gobierno y en esto no encontramos dificultades.

Se establece que las causas concernientes a la fe y a los sacramentos, a las funciones sagradas, a las obligaciones y a los derechos anexos al sagrado ministerio pertenezcan exclusivamente al juicio de la autoridad eclesiástica; pero al mismo tiempo la Santa Sede, atendiendo a las circunstancias de los tiempos, consiente que se difieran a los tribunales laicos las causas personales de los eclesiásticos, en materia civil, así como las causas concernientes a las propiedades y otros derechos temporales, tanto de los clérigos como de las iglesias, de los beneficios y demás fundaciones eclesiásticas. Llamamos mucho la atención sobre este particular, pues el consentimiento que atendiendo a las circunstancias de los tiempos ha hecho la Santa Sede de reconocer la autoridad civil, prueba que los que quieren la preponderancia de esta autoridad en negocios civiles, aún cuando se trate de los clérigos, o de las iglesias, no son anticatólicos, ni enemigos de los pontífices. Y como el mismo Pontífice no podría en un concordato disimular ni tolerar nada que fuera contrario a la Iglesia, creemos que cualquier Estado puede por sí solo restablecer la dignidad de la autoridad civil sin traspasar en nada los límites de lo lícito y de lo justo. El concordato pone una taxativa a la jurisdicción ordinaria para el caso de que la demanda civil sea entre eclesiásticos, estableciendo que los tribunales del Estado no puedan darle curso sin que antes los obispos intervengan como árbitros. Esta condición nos parece que se opone a las circunstancias de los tiempos, y que está en pugna con el mismo reconocimiento de la autoridad civil.
En materia criminal, la Santa Sede ha reconocido la jurisdicción que sobre los individuos del clero tienen los tribunales ordinarios, reclamando que en los juicios de segunda y de última instancia entren a hacer parte del tribunal, como con jueces, al menos dos eclesiásticos nombrados por el ordinario, que los juicios no sean públicos, y que las sentencias en caso de condenación a pena capital, aflictiva o infamante, no se ejecuten sin aprobación del supremo magistrado del país. Lo importante de esta estipulación es el reconocimiento de la potestad civil en materia criminal, sobre los individuos del clero. Todo lo que en este asunto tienda a conservar la moral y las buenas costumbres, no debe omitirse; pero preguntamos, ¿es conforme a los principios del cristianismo ya la misión de los sacerdotes católicos, ser miembros de tribunales que puedan pronunciar la pena capital?.. En cuanto a los requisitos para la ejecución de la sentencia, esto depende de la organización que en cada país tenga el poder judicial. La aprobación del supremo magistrado equivale a la denegación de la gracia de indulto, donde concederla esté en sus atribuciones; pero donde esa atribución es de! Congreso, un concordato no puede alterar e! orden establecido.

El concordato quiere que se reconozca en la Iglesia el derecho de adquirir, y que sus adquisiciones y las fundaciones piadosas sean respetadas y garantidas, a la par de las propiedades de todos los ciudadanos, sin que se pueda suprimir ninguna fundación sin previa anuencia de la Santa Sede. No admitiríamos esta cláusula, porque el derecho de adquirir y el reparto de la propiedad, sobre todo la territorial, deben ser arreglados por la legislación interior, en vista de las circunstancias de cada país.

La Santa Sede en vista de las circunstancias actuales, consiente en que los fondos o bienes eclesiásticos queden sometidos a las cargas públicas, y contra esto nada hay que decir.

En el concordato con Guatemala hay un artículo muy notable en que "el Santo Padre para proveer a la tranquilidad pública, decreta y declara que las personas que durante las vicisitudes pasadas hubiesen comprado bienes eclesiásticos, o redimido censos en los dominios de ella, autorizados por las leyes civiles vigentes en aquellos tiempos, tanto los que se hallen en posesión cuanto los que hayan sucedido o sucediesen de derecho a dichos compradores, no serán molestados en ningún tiempo y de ninguna manera por Su Santidad, ni por los santos pontífices, sus sucesores; de modo que los primeros compradores, lo mismo que sus legítimos sucesores, gozarán segura y pacíficamente de la propiedad de dichos bienes, de sus respectivos emolumentos y productos". Creemos que aquí no estamos en el caso de este artículo; pero bien merece llamar la atención, pues cuando la Santa Sede acepta tal cláusula, prueba que no es tan grave como algunas veces, la enajenación de los bienes eclesiásticos en virtud de leyes civiles.

Además de todas estas estipulaciones, hay otra que asegura la conservación de los monasterios de ambos sexos, sin que el gobierno pueda impedir el establecimiento de otros nuevos, y otra que establece en el país misiones autorizadas por la Congregación de Propaganda Fide.

Las demás prevenciones son de una importancia secundaria, como que los prelados juren obediencia al gobierno establecido por la Constitución, que después de los oficios divinos se haga una oración por la República y por el Presidente, y que se concedan a los ejércitos las exenciones y gracias conocidas por e! nombre de privilegios castrenses.        

Lo más grave para nosotros es todo lo relativo a la instrucción pública, a la libertad de imprenta, al diezmo y a las limitaciones de la autoridad civil.

Tales estipulaciones nos parecen perjudiciales al Estado y a la libertad, sin ser convenientes a la Iglesia.

Creemos que bajo idénticas bases se habrá seguido en Roma la negociación con México, y por tanto debemos pedir a los ministros de Relaciones y Justicia, que sin pérdida de tiempo hagan cesar esas negociaciones, y no admitan en caso de haberse concluido el concordato, ninguna cláusula que vulnere en lo más mínimo la independencia nacional, dando al clero la menor intervención en materias que no son de su competencia.

En caso de emprender negociaciones con Roma, deben tender a la reforma de perniciosos abusos, al interés bien entendido del Estado y de la Iglesia, y de ninguna manera a erigir al clero en cuerpo político.

 

 

 

 

El Siglo Diez y Nueve, 16 de octubre de 1855, pp. 1 y 2.