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Selección de textos y documentos:

Doralicia Carmona Dávila

© Derechos Reservados
ISBN 970-95193

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Mariano Arista renuncia ante el Congreso a la Presidencia de la República.

Enero 5 de 1853

El General Arista, al renunciar la Presidencia de la República, en 5 de Enero de 1853.

 

SEÑORES:
Llamado por el voto de mis compatriotas á ocupar la primera Magistratura de la República, otorgué en el tiempo y forma que sus leyes previenen, el sincero y solemne juramento de consagrarme enteramente á su servicio, tomando por mi divisa el fiel y estricto mantenimiento del código que rige á la Nación. Esperando que su observancia bastaría á cicatrizar sus heridas y á reparar los quebrantos que le Había traído la perpetuación del régimen revolucionario, encaminé todos mis esfuerzos á restablecer la confianza y buena correspondencia entre las autoridades locales y las del Centro, convencido de que solamente la unión y la armonía dan fuerza y estabilidad, y de que asociaciones políticas como la nuestra sólo pueden conservarse con la concordia entre los encargados de velar sobre sus comunes intereses.

Las instituciones federales, lo mismo que el globo que habitamos, no se mantienen sino por la sola é íntima cohesión de sus propias partes componentes. Con este convencimiento he administrado los negocios de la República durante los dos años que van á cumplirse dentro de pocos días; sostenido por él presté mis juramentos; y con la conciencia de no haber perdonado medios, diligencias ni aun sacrificios personales para llegar al intento propuesto, me dirijo también hoy á los representantes de la Nación para devolverles el Poder que olla puso en mis manos.

Al tomar una resolución de carácter tan extremo, no cedo ni á las emergencias que amenazan al Gobierno y á las instituciones, ni á los peligros que presentan, ni menos á sentimientos de que por favor divino siempre me he encontrado libre: cedo sí, á la falta total de medios para dominarlas, y cedo, sobre todo, ante la imposibilidad legal de adquirirlos.

Los acontecimientos que hoy ponen a la Nación y á sus instituciones al borde de un abismo, se anunciaron desde mi advenimiento al Poder con la crisis del Tesoro, y con ella nacieron también la oposición y las dificultades que, cultivadas después empeñosamente por el espíritu de partido, han venido últimamente á dar por tierra con todo, inclusos el respeto, la estimación y la fuerza moral de la autoridad.

Deseoso de restaurarlas y de reparar los efectos del grave error cometido en un punto de legislación y de la más vital importancia para el mantenimiento de las instituciones, me decidí, como última y extrema medida, á implorar la cooperación de los que más interés debían tener en salvarlas; mas allí no encontró el Gobierno sino una amarga ironía, que perdiéndolo, preparó la ruina de los demás.

La oposición, como de costumbre, había tomado por pretexto el Ministerio, haciéndolo el blanco de sus tiros. Aunque persuadido de su sinrazón, lo cambió; y haciendo una novedad en nuestras prácticas políticas, me desnudé aun de la prerrogativa de llenar todas las vacantes, trayendo á mi lado personas exentas de prevenciones de partido y que tenían honrosos antecedentes, consagrándome con ellas á los puros y meros asuntos de administración, esquivando todas las cuestiones teóricas que pudieran despertar las pasiones de partidos. Este Ministerio desapareció bajo los mismos influjos, y tras él se han sucedido con espantosa rapidez los llamamientos, las provisiones y las vacantes, sin que se haya podido encontrar el medio de contrastar las invencibles resistencias que al fin han paralizado la acción del Gobierno, mientras de día en día crece y se fortifica el número de sus enemigos.

Las dificultades que rápidamente he reseñado, podrían dejar alguna esperanza de remedio, en la total abnegación con que yo  sobrellevaba los sucesos, apurando las. medidas de lenidad y prudencia para evitar el escándalo y las contingencias de un rompimiento; mas aquélla fué enteramente perdida, desde el día en que la persona y la dignidad del primer Magistrado de la Nación pudieron ser vilipendiadas y escarnecidas, sin que los culpables sufrieran un condigno y saludable escarmiento. Esto acaba de un golpe, no solo con su poder, sino con el Gobierno mismo, porque cuando tiros de tal carácter se asestan á la persona del Presidente, hieren inevitablemente al Poder Ejecutivo, que es una institución y la clave del edificio social.

El empeño dé los enemigos del Gobierno y de los míos, se dirigió de preferencia á poner en pugna á las autoridades supremas. Nada perdonó para evitarlo; nada para reparar el inmenso mal que habían hecho, reduciendo al Gobierno á la precisión de escoger entre dos extremos igualmente peligrosos para salir de la violenta situación en que se le colocaba: ó la dimisión del Presidente ó la revolución.

Yo habría desde luego adoptado el primero á no encontrar que era deshonroso á mi persona á la vez que terrible y funesto atentado como precedente político; porque, ¿ante quién huía el primer Magistrado de la República? Ante la grita  destemplada que lo perseguía desde su inauguración, es decir, en los momentos de recibir el público ó inequívoco testimonio de la alta confianza de la Nación, en cuya virtud ocupaba su primer asiento. Era, pues, un acto de ruin cobardía retroceder ante tales obstáculos, y era también el mayor daño que podía hacerse al orden social; porque si los Presidentes deben bajar de su solio al primer alarido de las pasiones ó de los mezquinos intereses que aquí usurpan el nombre de la opinión, las épocas presidenciales se podían contar por días y aun por horas. Mi honor y mi deber exigían, por consiguiente, mantenerlo hasta en tanto que la imposibilidad de gobernar se manifestara legalmente y de una manera patente ó invencible.

He dicho legalmente, invencible, porque nunca entró en mis principios la adopción de los medios revolucionarios, prefiriendo ser sacrificado á ellos como actualmente lo soy. La calumnia, que nada ha perdonado para falsearme, me supone todavía la pretensión de aspirar al mando absoluto, atribuyéndome el intento anterior de dar lo que en el nuevo lenguaje político se llama golpe de Estado. Cierto es que tuve los estímulos para hacerlo, que conté con todos los recursos y elementos necesarios para darlo, y que oportunidades mil se presentaron para consumarlo sin dificultades ni resistencias; mas también es cierto que nunca obtuvo mi asenso, y que á mi sola voluntad y á mi vivo deseo de poner término á las revoluciones, se debió únicamente el evitarlo.

Yo no quería sino el orden legal, y en pos de él me determiné á continuar recorriendo la senda de privaciones, sacrificios y aun humillaciones que se multiplicaban sobre el Gobierno y sobre el Presidente, para nulificar su poder y vilipendiar su dignidad.

Tras el descrédito de la autoridad, viene siempre la revolución, que se abre camino por el lado que encuentra más flaco, ó con el pretexto que juzga más plausible. En la anarquía que destrozaba á los Poderes de la Federación- y de los Estados, todo, cosas y personas, habían caído en el último desprecio, y las consecuencias no se hicieron esperar mucho tiempo. La guerra civil asomó, y, ¡cosa bien singular! no fué ni por derrocar al Gobierno, ni para lanzar de su puesto al que lo ejercía: lejos de eso, se buscaba su más íntima dependencia y su más inmediata protección. Yo hice cuanto pude para conjurarla sin ensangrentar la cuestión; y cuando mis esfuerzos fueron infructuosos, pedí, insté y rogué por la concesión del poder y recursos que necesitaba para domarla con la fuerza.

La revolución, como era natural, se vengó de mí; y tornándose contra el que así la desdeñaba y combatía, cambió de rumbo y de carácter, buscando sus aliados en las comuniones rivales y en las pasiones de los que serán víctima de su propio encono.

El Gobierno, lejos de desalentarse, tomó mayores bríos, porque concibió la esperanza de que un peligro común y tan inminente abriría los ojos para hacer sentir la necesidad de la concordia y de la unión. Hizo cuanto estaba en su  mano para llegar á este intento; mas todos sus esfuerzos sólo producían continuas y mayores pérdidas en los elementos de su poder físico y moral, á la vez que en igual proporción engrosaban los de sus enemigos.

Creósele un sistema en cuya virtud no pudo ni transigir las diferencias, ni sofocar los avances de la guerra civil. Así ha luchado, no pensando en dejar el puesto sino cuando ha visto agotados los últimos recursos, y perdida toda esperanza de adquirirlos por los medios legítimos. Yo he podido y debido arrostrar con las resistencias que me presentaran las turbas revolucionarias; pero no debo ni puedo traspasar la barrera que me opone la Constitución, garantizada con mi palabra y juramento.

Presidente de la República, y como tal fiel guardián de su Ley Fundamental, la cumplo y obedezco hasta el último momento, resignando, conforme á ella, la alta Magistratura que me confirió la Nación, pues que el nombre y las prerrogativas son una carga gravemente pesada y un título estéril  cuando no las acompañan el poder y los respetos que le son inherentes.

Como á los motines políticos que justifican mi dimisión se reúnen los quebrantos de mi salud, unos y otros exigen que la resolución adoptada sea efectiva y tenga su más pronto cumplimiento. Abreviándola en la parte que toca, manifiesto á las augustas Cámaras que he llamado al Exmo. Señor Presidente de la Suprema Corte de Justicia, para que se encargue del Gobierno mientras el Congreso llena la vacante conforme á la Constitución. Si yo era el único obstáculo, queda removido; y como una última gracia, suplico á las Cámaras se constituyan en sesión permanente hasta declarar admitida la renuncia que reitero de la Presidencia de la República. (98)

 

Rivera Cambas Manuel. Los gobernantes de México. Galería de biografías y retratos de los virreyes, emperadores, presidentes y otros gobernantes que ha tenido México desde don Hernando Cortes hasta el C. Benito Juárez. México. Imprenta de J. M. Aguilar Ortiz.  1873. Vol.II.