Noviembre de 1855
Mexicanos:
Al aproximarme con fuerzas respetables a la capital de la República, en estas circunstancias graves y solemnes en que la nación se encuentra acéfala y expuesta a ser destrozada por la anarquía y encadenada a la voluntad caprichosa del más fuerte, creo de mi deber dirigiros la palabra para calmar vuestros temores sobre el objeto y deseos que me dirigen: temores justos y fundados, si se recuerda que en tantas cuantas revoluciones que se han sucedido en nuestro país, en el largo período de 25 años, se han hecho promesas que no se han cumplido, juramentos que se han traicionado, y la nación, que guiada por el deseo de mejorar la situación cooperaba al triunfo de revueltas, era engañada en sus esperanzas y recibía por único premio de su aquiescencia, la anarquía, la deshonra y la esclavitud. Testigo de tantos infortunios, disculpo vuestros recelos y quiero prevenirlos descubriéndoos con lealtad mis intenciones.
Sabéis, compatriotas, que restablecida en 1847 la forma de gobierno que la nación adoptó en 1824 para su régimen interior, el país comenzaba a marchar haciendo las reformas administrativas que eran indispensables para restablecer la paz y conquistar gradualmente los derechos que necesitan los mexicanos para ser verdaderamente libres, y aunque la carta de 24 no era la más adecuada para esta empresa por los contraprincipios que contenía y que causaban el desnivel de la sociedad, sin embargo, los hombres juiciosos y patriotas esperaban purgarla de esos vicios por medio de reformas lentas discutidas en la calma y sancionadas por los legítimos representantes del pueblo; pero la impaciencia de algunos, la falta de resignación de otros para someterse a las decisiones de la mayoría, y la mala fe de muchos, hicieron estallar la revolución de Jalisco, de que una facción astuta y maligna se supo aprovechar llamando a regir los destinos de México al hombre que tantas pruebas había dado de su incapacidad para gobernar. No obstante, la mayoría de la nación quiso dar una tregua a la resistencia para detener el curso de la guerra civil con la esperanza de que la edad avanzada, la experiencia y los reveses de la fortuna, haciendo más cuerdo al caudillo de la facción triunfante, lo inclinarían a escuchar los consejos sanos del patriotismo y a legitimar con medidas justas y prudentes el poder usurpado que ambicionaba. Aquella esperanza se alentó cuando en un documento solemne el general Santa Anna ofreció, a presencia del mundo entero, aceptar el poder a condición de emplearlo en beneficio de la sociedad sin permitirse venganzas por agravios infundados que fingió perdonar y sin proteger partidos ni facciones. Con promesas tan explícitas como halagüeñas, la nación toleró que se depositase en manos de aquel hombre el poder más amplio e ilimitado que jamás mexicano alguno había obtenido. ¡Promesas engañosas! ¡Vanas ilusiones que pronto se disiparon!
Testigos habéis sido, mexicanos, de que apenas se posesionó el Gral. Santa Anna de la silla presidencial de la República, cuando se convirtió en jefe y protector de la facción que ha deshonrado nuestra historia con sus excesos y que para dominar sobre esclavos envilecidos ha sacrificado, a su feroz encono, a los ilustres defensores de la libertad. Instrumento y cómplice de facción patricída, el Gral. Santa Anna comenzó su gobierno aprisionando y desterrando a ciudadanos pacíficos y honrados, sin otro motivo que el de satisfacer su deseo innoble de vengar supuestos agravios. De aquí nació la alarma y el descontento públicos. A las primeras reclamaciones que el patriotismo le hizo de la fe prometida, contestó con la hacha del verdugo y comenzó a correr la sangre de víctimas inocentes en Veracruz, en Guanajuato y en Yucatán. Y como si se quisiera agregar el insulto al agravio, se cubrieron las filas del ejército con aventureros españoles y se solicitaron regimientos extranjeros para que el amor de la patria no detuviera la sangrienta cuchilla de los soldados del despotismo. Se hizo más: se desmembró el territorio nacional, vendiéndose por la miserable suma de 10 millones el valle de la Mesilla.
Esta serie de atentados, entre otros muchos, haría comprender al hombre menos avisado que se intentaba esclavizar a los mexicanos, desnaturalizándose la obra que sellaron con su sangre los padres de la independencia. ¿Y podía yo permanecer indiferente a la vista de tanta ignominia? ¿Yo que había sido colaborador de aquellos héroes ilustres, debía resignarme a ver malogrado el fruto de sus afanes y sacrificios? No, compatriotas. El amor de mi Patria y el deseo de ver a mis conciudadanos felices bajo los auspicios de la libertad y de la paz, reanimaron mis fuerzas abatidas por la edad y por las enfermedades, y no vacilé en ocurrir al llamado de los valientes ciudadanos que en Ayutla y en Acapulco, lanzaron, los primeros, la voz de libertad y guerra a la tiranía. El programa que se me presentó llenaba mis deseos porque en su triunfo no sólo veía la caída del hombre que en su loca temeridad creía pender de su voluntad el destino de los mexicanos, sino la destrucción de los abusos y principios antisociales que dando al menor número beneficios y preeminencias con perjuicio de la comunidad, mantienen al país en constante agitación conduciéndolo a la degradación y a la muerte. Preveía que si la Providencia coronaba mis esfuerzos con la victoria, tendría la dulce satisfacción de ver a mi patria marchar próspera y feliz por la senda de la libertad y de la civilización y, si la suerte me era adversa, llevaría a lo menos al sepulcro, el consuelo de haberme sacrificado en defensa de sus sacrosantos derechos.
Con esta resolución me lancé al combate como se lanzó Hidalgo en 1810. Combate desigual pero noble y glorioso, porque contra los elementos formidables que la tiranía había reunido para sostener su despótica dominación, yo no tenía que un pueblo inerme; pero un pueblo que tenía la conciencia de sus derechos y quería ser libre. Se emprendió una lucha cruel, una guerra sin cuartel de parte del despotismo que juró mi exterminio y el de todos los que osaban hacer frente a sus demasías.
Llenáronse las prisiones de nuevas víctimas, se levantaron cadalsos en todas partes, se aumentaron las listas de proscripciones y destierros, y la delación, el incendio, el robo y el asesinato fueron autorizados y premiados con escándalo del buen sentido. Mas estos criminales atentados no bastaron a extinguir la chispa que brotó en Ayutla. La guerra era contra la nación y por esto es que los golpes del despotismo revivían el entusiasmo de los patriotas que cada (día) saltaban a la arena por todos los ángulos de la República, hasta que, generalizado el incendio después de una sangrienta lucha de 18 meses, el tirano, sobrecogido de espanto, buscó su salvación en la fuga, dejando a los cómplices de sus atentados la tarea infame de fomentar la anarquía y abrazar el partido de la revolución para ahogarla después con más facilidad y a mansalva. Ellos lo han procurado y no cesan de trabajar para realizar sus criminales designios. Se lisonjean de que la división de los patriotas les ofreciere el triunfo y la venganza; pero por fortuna la revolución se dio una enseña que la guiase para no extraviarse en su marcha y se creó una ley cuya exacta observancia debía salvarla de los embates de la anarquía y del aspirantismo. Esa ley salvadora es el Plan de Ayutla que juré sostener y he sostenido. Fiel a mis juramentos, como jefe de la revolución, la he venido a cumplir nombrando y convocando a los representantes del pueblo para que elijan al ciudadano que deba regir los destinos del país.
Luego que se instale el nuevo gobierno nacional, la revolución quedará consumada y yo terminaré mi sagrada misión ofreciendo al primer magistrado de mi patria el acatamiento que le es debido, mi profunda sumisión a sus altas determinaciones y mí débil pero sincera cooperación para sostener las reformas útiles y saludables que deban hacerse y que la patria demanda para afianzar su libertad, consolidar su independencia y procurarse la dicha de que es digna por sus elementos.
Habéis ya visto, mexicanos, los motivos que me han conducido a este lugar y las intenciones de que estoy animado. He cumplido mí deber luchando por la independencia y libertad de nuestra cara patria. A vosotros corresponde conservar esos preciosos objetos cooperando con vuestros esfuerzos al sostén de las autoridades que el voto público encargare la dirección de vuestros destinos y respetando los derechos del hombre, sean cuales fueren sus opiniones, sea cual fuere su origen. Y si el despotismo osare otra vez levantar su estandarte entre vosotros, uníos y volad al combate con la seguridad de que el triunfo será vuestro, porque el pueblo que unido pelea por su libertad, es invencible. Tened presente y no olvidéis jamás que nuestros padres conquistaron la independencia sin necesidad de extranjero auxilio y que nosotros hemos reconquistado hoy nuestra libertad siguiendo el noble ejemplo que nos dejaron. Conservad esta gloria que, felices o desgraciados, honrará siempre nuestra memoria y formará el orgullo de nuestros hijos.
Conciudadanos: próximo al sepulcro, pocos días me restan de vida, pero si en el momento del peligro pudiere aún empuñar la espada con que tantas veces he escarmentado a los tiranos, contad con vuestro compatriota y amigo.
(Noviembre de 1855)
(General Juan Álvarez)
PD. Fué escrito por Juárez.
|