Washington, Abril 3 de 1948
Señor:
Comisión del Gobierno de Yucatán en Washington.
En cumplimiento de muy especiales órdenes que acabo de recibir de mi Gobierno y siguiendo exactamente sus instrucciones, tengo hoy nuevamente el honor de dirigirme al Honorable Secretario de Estado acerca de un asunto, el más importante, grave, delicado y que no admite demora; pues de lo contrario resultarían las más fatales consecuencias al infortunado Yucatán, tan digno de mejor suerte. Seré breve, hasta donde me sea posible, en un asunto que reviste tan inmenso interés para mi país.
En ocasión anterior, y especialmente en mi nota de fines de marzo último, invoqué en favor de mi país los sagrados nombres de Humanidad, Libertad y Civilización, sentimientos todos que caracterizan al pueblo de los Estados Unidos. Vuelvo, señor, a invocar aquellos nombres y además el de Justicia. Solicito la intervención formal, la activa y eficiente cooperación de los Estados Unidos a consecuencia de la guerra sangrienta, la más cruel que sufre el pueblo de Yucatán. Y si conforme a la Constitución y a las leyes de la República el Poder Ejecutivo no tiene la facultad necesaria para determinar acerca de este punto, pido formalmente que esta mi nota junto con las que a ella se refieren y que ya entregué al Departamento de Estado, sean sometidas a cualquiera de los Cuerpos de la Legislatura, como memorial dirigido por el Gobierno de Yucatán en nombre de la nación que representa.
La guerra de los bárbaros, la salvaje y atroz guerra en que ni el sexo ni la edad son reparados por aquellas furias, reviste al presente para Yucatán un carácter verdaderamente formidable, Los bárbaros han destruido por medio de las llamas cuatro pueblos y más de cincuenta aldeas; han arrasado como doscientas haciendas y muchas otras plantaciones de algodón y de azúcar; han saqueado inmensos campos de cereales; han matado cientos de familias blancas y por último, son dueños de toda la parte oriental y casi toda la occidental de Yucatán. Obras que la civilización de trescientos años y los esfuerzos de nuestros abuelos levantaron, han desaparecido donde quiera que ha posado su sacrílego pie la raza maldita, que hoy paga con fuego y sangre los inmensos beneficios que ha recibido del pueblo de Yucatán.
Las hordas numerosas de aquella raza caen sobre las poblaciones indefensas, dejándolas reducidas a cenizas y después se ocultan en los montes impenetrables, burlándose de nuestras tropas, aniquilándolas, desalentándolas y entregándolas a la desesperación. Lo limitado de las necesidades de esta raza, la facilidad con que soporta toda clase de privaciones, la extraordinaria rapidez de sus movimientos, son circunstancias que le han dado una superioridad casi irresistible. Además, su número ha aumentado de modo extraordinario y sus elementos para sostener la guerra, en vez de disminuir han aumentado. Ciertamente mi Gobierno envió al de Belice un comisionado para tratar de que se impidiese la venta de armas y municiones de guerra a aquellos bárbaros, y éste ofreció que así se haría. Pero, señor, conociendo como conozco las condiciones de los indios de mi país, creo que allí nada se les vende. Las armas y municiones que tienen se las dan y continuarán dándoselas gratuitamente. El Gobierno británico de Belice puede obrar como lo ha prometido sin que por ello disminuyan en modo alguno los recursos de los indios. Recuerde usted, señor, lo que está pasando en Centro América relativamente a la indigna e intolerable farsa del reino de los Mosquitos.
El resultado de esto ha sido paralizar todas las comunicaciones en el país; destruir una gran parte de los productos del suelo; extinguir los ingresos de las aduanas; hacer imposible el pago de las deudas públicas; aniquilar el comercio y la industria y, finalmente, hundir al país entero en la miseria, prostitución [postración] y desaliento. El gobierno, sin recursos de ningún género, carente de los medios de hacer la guerra eficazmente a fin de terminarla, se encuentra ahora en la posición más embarazosa y difícil a pesar de la activa cooperación de todos los ciudadanos que han puesto a su disposición sus personas y sus bienes, pero que se hallan imposibilitados de sacar nada de ellos por estar destruidos y arruinados. El Gobierno no puede sostener el inmenso número de tropas que necesita ni tiene armas ni municiones para darles, porque se le han agotado; ni tiene modo de comprarlas fuera. En fin, señor, el país está yendo a la ruina y su población blanca está a punto de ser exterminada por los salvajes, a menos que reciba la simpatía, protección y ayuda de las naciones civilizadas.
El pueblo de Yucatán no puede permitir que se le mate y destruya sin emplear todos los medios que están a su alcance para evitarlo. Debe, por lo tanto, hacer un llamamiento a alguna potencia extranjera, invocando en su favor los derechos de Humanidad y simpatía que un pueblo ilustrado y civilizado debe tener para otro de la misma clase: ¿y a qué nación podemos llamar, si no es a la poderosa República que se halla a la cabeza de la civilización americana, que tenemos en tanta estima y de la que esperamos derivar nuestra futura prosperidad y adelanto? México nos mira como enemigos suyos y además se halla postrado por los acontecimientos del año pasado: España nos ha ofrecido noble y generosamente su ayuda, pero todavía no hemos hecho uso de ella; Inglaterra probablemente se halla dispuesta a ayudarnos, como mi Gobierno tiene poderosas razones para creer. Cualquier auxilio que alguna de aquellas dos potencias pudiera darnos, sería para ella de muy pequeña importancia y ocasionaría poco gasto, mientras que para Yucatán sería de infinito valor. Fíjese usted bien, señor, y cuando vea que lo que pedimos no es mucho, se convencerá de que España e Inglaterra no necesitan gran esfuerzo para otorgarlo.
Pero a más de las razones que he expuesto para acudir de preferencia a los Estados Unidos, hay otras consideraciones que usted me permitirá explicar concisamente. Hay una declaración hecha por Mr. Monroe, presidente de los Estados Unidos, en su Mensaje al Cuerpo Legislativo en diciembre de 1823, en la que se establece que el Gobierno americano considerará cualquier medida por parte de las potencias europeas para intervenir en los asuntos de las naciones independientes de América, intentando extender su sistema político a aquellas naciones, como dañosa y perjudicial a la seguridad y a la paz públicas. En el Mensaje anual dirigido al Congreso por el actual Presidente Mr. Polk, en diciembre de 1846, está repetido y confirmado este mismo principio de no intervención de las naciones europeas. De suerte que conforme a estas doctrinas el Gobierno de los Estados Unidos se opondría a la intervención de Inglaterra o España en los asuntos de Yucatán. Si, pues, tal intervención tuviese lugar como es más probable que suceda, Yucatán quedará envuelto en dificultades y su condición sería infinitamente más infortunada que ahora; pues a más de todas las calamidades de la presente guerra, estaría expuesto, por otro lado, a ser el teatro de otra guerra, desde el momento que aun siendo estas doctrinas de Mr. Monroe y Mr. Polk una declaración de los principios de los Estados Unidos, las otras potencias pueden aceptarlas o no, según sus propias miras políticas y fines.
Con estas consideraciones, no puedo convencerme de que los Estados Unidos, obrando además por otros motivos más nobles que los de la política, no se apresuren a proteger a sus hermanos de Yucatán y redimirIos de la miserable condición en que están sumidos. La cooperación, la intervención directa, si la pidiese Yucatán, nada costaría a esta poderosa nación si se compara con las infinitas ventajas que a Yucatán producirían.
Aunque parezca importuno, haciéndolo gastar su tiempo, no puedo prescindir de copiar aquí, literalmente, un párrafo del último despacho de mi Gobierno. Es como sigue:
"Considerando que se ha demostrado tanto entusiasmo, especialmente en los Estados Unidos, en favor de los griegos, cuya condición no era en manera alguna tan triste ni cuya perspectiva tan espantosa como las que hoy amenazan a Yucatán; considerando que las más vivas simpatías se manifiestan ahora por Italia y no ciertamente para librar a este país de la destrucción, sino para mejorar su condición política, apoyando las miras generosas de un sabio pontífice; ¿es posible que Yucatán no reciba un auxilio que costaría tan poco, pero que sería de inmensa importancia para salvarIo de tan terrible peligro? Tal indiferencia sería indigna de las naciones civilizadas".
Señor: la situación actual de Yucatán es ciertamente precaria y miserable, pues está reducido a la absoluta necesidad de pedir extraña ayuda para salvar a su pueblo del exterminio. Pero en sus días de prosperidad, en aquellos días que creo en Dios volverán, tenía entradas anuales por un millón de pesos, suficientes para cubrir todos sus gastos. Todavía tiene una riqueza pública considerable y tierras fértiles y ricas, de las que puede disponer. Con esto quiero decir que, si ese país está ahora arruinado y en la miseria, es a consecuencia de la guerra de los bárbaros; vendrá la paz y con ella todos los recursos del país se restablecerán y todos los gastos y contrariedades que los Estados Unidos tengan hoy por ayudarlo y protegerlo, serán repagados.
Así, pues, señor, termino mi solicitud en nombre del Gobierno de Yucatán y con el mayor empeño y urgencia, de que se le dé auxilio a aquel país: l.-En armas y municiones de todas clases; y 2.-En tropa armada, en el número y clase que este Gobierno estime conveniente.
Ruego al Honorable Mr. Buchanan que me favorezca con una respuesta para calmar la ansiedad de mi Gobierno y mi país. La situación de Yucatán es horrible y cada día que pasa esperando auxilio es de agonía y desdicha.
Tengo el honor de repetir al Honorable Mr. Buchanan la seguridad del respeto y gran consideración con que soy su más obediente servidor.
JUSTO SIERRA.
Al Honorable James Buchanan, Secretario de Estado.
Fuente: Sierra O'Reilly Justo, Diario de Nuestro Viaje a los Estados Unidos.
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