Marzo 1 de 1848
EXPOSICIÓN
dirigida al Supremo Gobierno por los Comisionados que firmaron el Tratado de paz con los Estados- Unidos.
En los momentos de remitir al Supremo Gobierno el tratado de paz que firmamos con el comisionado de los Estados-Unidos la tarde del 2 de Febrero último en la ciudad de Guadalupe, nos fue imposible por falta de tiempo acompañar a él la exposición de los motivos y razones que nos han obligado a estipular cada uno de sus artículos. Aunque Vuestra Excelencia advertiría a la primera lectura de aquel documento que en el desempeño de nuestra comisión nos hemos ajustado a las órdenes é instrucciones que sucesivamente se nos han ido comunicando por el Ministerio de su cargo, creemos sin embargo oportuno elevar al Gobierno la exposición indicada, ya porque es de nuestro deber darle cuenta final de nuestros trabajos, ya porque acaso no será superfluo que en una pieza oficial queden consignados algunos puntos que puedan servir para mejor conocer el espíritu é intención de los convenios que acaban de celebrarse. Para México las relaciones más delicadas y trascendentales son las que mantiene con el pueblo vecino, y ellas en adelante deben arreglarse a esos convenios, que han de formar la ley suprema entre las dos Repúblicas, si merecieren la aprobación de sus Gobiernos. Son, pues, bajo este aspecto una de las piezas más graves e importantes de nuestro derecho público y digna por lo mismo de que se la conozca a fondo.
El tratado firmado en Guadalupe pone término a una guerra fatal que jamás debería haber existido, guerra emprendida, norabuena, por una parte sin títulos suficientes; pero aceptada por la otra con sobra de imprevisión. La sola circunstancia de ser nosotros dueños de remotas y apartadas posesiones (como Californias) que no podían conservarse, interrumpida la paz, sin una marina poderosa de que absolutamente carecíamos, debiera haber bastado para retraernos de probar la suerte de las armas: esas posesiones eran perdidas el día que se disparara el primer tiro. Por otro lado nuestra situación, comparada con la del enemigo, estaba prediciendo el éxito del combate. Sin alianza ni apoyo alguno de fuera, en días de turbación y discordia interior, resintiéndose por todas partes la administración pública del desconcierto que es natural después de un largo período de anarquía, y cuando a los pueblos trabajados y fatigados con treinta y seis años de revueltas civiles no era cuerdo pedir nuevos y grandes sacrificios, entonces medimos nuestras fuerzas con una potencia llena de vida y lozanía, próspera y floreciente en todos ramos; triple quizá en población de la nuestra, respetada y tal vez temida de los primeros gobiernos del mundo, preparada con oportuna anticipación para la guerra, poseedora de grandes fuerzas navales y en situación de levantar cuantas necesitase de tierra, presidida por un gobierno asentado hace medio siglo y libre de zozobras domésticas; pudiendo disponer en el acto de grandes sumas y con holgura para procurarse cuantas en adelante hubiere menester, si la lucha se prolongaba. El testimonio de todos los mexicanos dirá si nuestra situación a la fecha en que nuestras tropas recibieron la orden de pasar el Bravo era en algo parecida a ésta.
No se nos oculta lo que México defendiendo sus propios hogares habría podido hacer para repeler la invasión y tenemos muy presentes como todo mexicano, los ejemplos honrosos que en sus buenos días ofrece la historia de nuestro país. Al recordar la obra que en siete meses se consumó el año de 21, la cordura y sabiduría que presidia a las determinaciones, el pulso y buena traza en la ejecución, el valor que relucía en todos los lances, el feliz concierto y la unanimidad con que se iba al fin propuesto, es imposible no persuadirse de que el pueblo mexicano es capaz de cosas nobles y dignas. Pero para ello se necesita, como hubo entonces, un conjunto de circunstancias oportunas; ahora en la ocasión presente los antecedentes eran todos contrarios, y el suceso por desgracia ha correspondido plenamente a ellos. La guerra vino a hacerse toda dentro de nuestra casa; un bloqueo fácil y que no encontró ni podía encontrar la menor tentativa de resistencia, cerró para el erario y para el comercio nuestros puertos, que uno tras otro cayeron luego en poder del enemigo: sus ejércitos de tierra se apoderaron no solo de los territorios que el gobierno americano apetecía en nuestra abierta frontera del Norte, sino de Estados de primera importancia en el corazón mismo de la República; y diez y seis meses después de las acciones de la Resaca y Palo-Alto pudieron en las puertas de la capital y tomada ya la línea exterior de defensa, presentarnos sus primeras proposiciones de paz. A la nación en días más serenos toca juzgar si se hizo bien o mal en dejar pasar aquella sazón, prolongando una lucha desigual en la que México lo estaba aventurando todo, cuando el enemigo no jugaba otro azar que el de la mayor o menor extensión de las adquisiciones que haría. El hecho es que rehusadas las propuestas del comisionado americano y empeñadas de nuevo las hostilidades, la ciudad de México sucumbió y perdimos allí nuestros últimos medios de resistencia. Por algunos días aún fue dudoso si sobreviviría a la catástrofe algún gobierno, centro de unidad nacional, que pudiera dar desenlace a la complicada situación en que nos encontrábamos. Al fin se instaló, no sin contradicciones y embarazos, el que llamaba la ley; y a su noble resolución y patriotismo se debe el que la Nación tenga hoy un tratado que poder examinar, suspenso el ruido de las armas; es decir, le debe la República el poder elegir entre la paz y la guerra, con conocimiento de causa, pesados los bienes y males de una y otra, pues sin el tratado no habría lugar a elección.
El que hemos celebrado representa sin duda una gran desgracia, la que han tenido nuestras armas en la guerra; pero creemos poder asegurar que no contiene ninguna de aquellas estipulaciones de perpetuo gravamen o de ignominia a que en circunstancias tal vez menos desventuradas han tenido que someterse casi todas las naciones. Nosotros sufrimos un menoscabo de territorio; pero en el que conservamos nuestra independencia es plena y absoluta, sin empeño ni liga de ningún género. Tan sueltos y libres quedamos, aceptado el tratado, para ver por nuestros propios intereses y para tener una política exclusivamente mexicana, como lo estábamos en el momento de hacerse la independencia. La pérdida que hemos consentido en el ajuste de paz era forzosa é inevitable. Los convenios de esta clase realmente se van formando en el discurso de la campaña, según se ganan o se pierden batallas; los negociadores no hacen luego sino reducir a formas escritas el resultado final de la guerra. En esta, no en el tratado, se había perdido el territorio que queda ahora en poder del enemigo. El tratado lo que ha hecho es no sólo impedir que crezca la pérdida, continuando la guerra, sino recobrar la mejor parte del que estaba ya bajo las vencedoras armas de los Estados-Unidos: más propiamente es un convenio de recuperación que de cesión. Y, en verdad, es preciso tener gran fe en la fortuna para esperar que ese recobro, tan amplio como lo hemos pactado, pudiera haberse hecho por otra vía que la de las negociaciones, supuesto el punto infeliz a que habían venido a dar nuestras cosas. Aun cuando la suerte en lo venidero nos fuese menos adversa que hasta aquí y aún cuando en lo interior del país lográramos algunas ventajas, ¿quién puede asegurar con mediana probabilidad que ellas se extenderían a procurarnos todo lo que en el convenio se ha conseguido?; ¿quien se lisonjeará de que por medio de las armas pudiéramos volver a poner nuestra bandera, no ya en San Francisco de Californias o en las márgenes del Sabina, sino siquiera sobre las almenas de Ulúa? En nuestro juicio debemos mirar como un beneficio de la Providencia que nuestras pérdidas no hayan crecido después de la toma de la capital y que la paz no se compre ahora a más alto precio que el que habría sido indispensable dar en Agosto del año anterior. Poseíamos entonces a México con sus grandes recursos, con su nombre de prestigio, con más de diez y ocho mil hombres y artillería bastante, último resto de nuestro ejército, con buenas fortificaciones y con un pueblo que no se mostró indiferente en la contienda nacional. Delante de todas estas fuerzas se nos hicieron las últimas propuestas a que podía extenderse el Ministro americano para firmar un ajuste: lo perdimos luego todo; y en el que hemos celebrado seis meses después no se ha cedido un palmo de tierra, no se ha contraído un solo compromiso, fuera de lo que entonces se nos pedía. Raro es y de pocos ejemplos en casos de esta especie que las negociaciones no se resientan de tan notable mudanza en la situación relativa de los contendientes.
Algunos han querido disputar la facultad de las supremas autoridades en la sociedad política para hacer cesiones territoriales: disputa vana y más propia del ocio de la escuela, que de las ocupaciones serias y de los pensamientos positivos de un hombre de estado. Si se preguntase si una persona en sana salud tiene derecho de hacerse cortar un miembro antojadizamente y sin necesidad, la pregunta se tomaría tal vez por signo de demencia en quien la hiciera; pero el instinto de la propia conservación ha dicho a todo el mundo que cuando una parte no puede ya vivir con el resto del cuerpo sin peligro de muerte, es preciso salvar la vida separando aquella parte, por más dolorosa que sea la operación. En el caso en concreto, cuestionar la facultad del gobierno mexicano para ajustar un tratado como el que se ha firmado, es en sustancia disputarle el derecho de disminuir los quebrantos de la nación, o en otros términos, es poner en duda su derecho de rehacerse por la única vía posible de la porción más granada de lo que estaba perdido. Y no importa que la pérdida se hubiese sufrido en una guerra injusta por parte de nuestros enemigos, pues no por eso dejaba de ser tan real y positiva como si la justicia toda hubiese estado del lado de ellos. Los tratados de paz tienen por su esencia el carácter de transacciones: en ellos se prescinde de la justicia con que han obrado los contendientes: se toman los hechos tales como existen, y sin decidir sobre derechos anteriores, se ajustan amigablemente las diferencias y se crían derechos para el porvenir. Obligación es de cada gobierno sacar en ese ajuste la condición más favorable que sea posible para su pueblo, atendidas las circunstancias; y ese deber lo ha llenado cumplidamente el gobierno actual en las órdenes é instrucciones que se ha servido darnos para el tratado convenido. Su alta misión respecto de la sociedad toda era salvar a cualquiera costa la vida, o llámese nacionalidad de ella misma, haciendo al efecto los menores sacrificios posibles, es decir, conservando o recobrando lo más que fuese dable. Ponerle por condición necesaria que lo recobrara todo seria exigirle que desbaratara en la negociación lo que estaba ya concluido en la campaña. Seria además pretender una cosa injusta en todos sentidos. Lo es en efecto rehusarse a salvar en un naufragio un cierto número de personas, por cuanto no hay arbitrio de salvar a todas las que amenaza la tormenta. Los habitantes mismos de la parte del territorio que no ha podido rescatarse en la negociación, tenían derecho, a nuestro modo de pensar, para exigir del gobierno que ajustase algún concierto. No pudiendo ya ampararlos con la fuerza de las armas, debía ejercer para con ellos el último acto de paternidad y tuición, impidiendo que quedasen en la condición de pueblos conquistados y asegurándoles por medio de convenios solemnes, garantidos con la fe de las naciones, la mayor suma de bienes y derechos que permitiese el estado de las cosas. Estos son los dictámenes de la razón despejada, esto inspira el sentido común, esto han practicado todos los pueblos en ocasiones semejantes, cualesquiera que hayan sido su organización política y sus leyes constitucionales.
Hubo un tiempo en que fue posible resolver la fatal cuestión a que da término el tratado, con condiciones muy diversas de las que él contiene; ¿pero qué hombre puede hacer volver la hora que ya pasó? De los recuerdos de atrás sólo debemos sacar útiles lecciones para el porvenir. Cada negocio tiene un momento de madurez, y si ese momento se desaprovecha, infaliblemente se sufre la pena de la imprevisión: el tiempo no desanda jamás su camino. Al presente la paz, que es la primera necesidad del pueblo mexicano, no ha podido adquirirse a menor precio, ni con otras estipulaciones que las que están escritas en el tratado.
Convenida ella en los términos de estilo en el artículo primero, producirá inmediatamente los beneficios que deben resultar del armisticio o suspensión de armas, cuya celebración se ha pactado en el segundo. El ajuste de sus condiciones está confiado por el gobierno a manos hábiles y expertas, que sin duda tendrán concluida su obra en breves días y la someterán a la aprobación de la superioridad. El armisticio parará los rápidos progresos de la ocupación militar; procurará a la parte de territorio ya ocupada por el enemigo el bien de ser regida por las leyes y autoridades nacionales; hará entrar efectivamente al tesoro público las contribuciones de esa misma parte; y suspendiendo el ruido de las armas, dará la calma, el silencio y la seguridad que son necesarios para que la representación nacional pueda resolver con madurez y dignidad la ardua cuestión de la paz o de la guerra.
Los pactos entre naciones no reciben su complemento sino por medio de la ratificación de los gobiernos respectivos: la constancia de ella se obtiene en el acto solemne del canje. Pero como entre una y otra operación podría mediar algún tiempo, debiendo practicarse la segunda en la ciudad de Washington, conforme a lo convenido en el artículo último, hemos estipulado en el tercero que luego que se sepa que el tratado ha sido aceptado por ambas naciones, aún cuando todavía no se halla llenado la ritualidad del canje, expida órdenes el gobierno americano para que se alce el bloqueo de todos nuestros puertos y para que sus tropas evacúen el interior del país y se concentren en una faja litoral que no tenga mayor anchura que treinta leguas. Además, el gobierno nacional entrará al momento en posesión de las aduanas marítimas. Se obtuvo, por último, que aún antes de la ratificación por ambas partes, y solo en virtud de la de nuestro gobierno, los productos de dichas aduanas sean ya para México, sin otro descuento que el de los gastos de recaudación. Esta condición la procuramos por si la buena suerte quiere que nuestro congreso se reúna y delibere antes que lo haga el Senado americano.
La utilidad y la decencia de que el gobierno supremo se presente cuanto antes en su residencia propia en el distrito federal, nos obligaron a pactar por cláusula particular que la evacuación de la ciudad de México quede consumada dentro de un término corto y prefijo.
Los efectos ordinarios y comunes del tratado de paz vienen por sí mismos en el acto de canjearse las ratificaciones. Sin embargo, para precaver las disputas que tan a menudo se han suscitado en esta materia, conviene explicar y fijar esos efectos al menos en los puntos que más pueden dar lugar a controversias. Por eso hemos cuidado de pactar lo que se ve en el artículo cuarto. En él, a más de quedar asegurada la restitución de cuanto yace dentro de nuestros límites, sin excepción de un palmo de tierra, lo está también la de la artillería, armas, aparejos de guerra, municiones y en general toda propiedad pública existente el día de la firma del tratado, en los castillos y fortalezas que cayeron durante la campaña en poder del enemigo. La estipulación abraza a la ciudad de México, dentro de cuyo recinto se perdió un tren considerable. Las órdenes convenidas en el mismo artículo para la guarda y conservación de lo que ha de restituírsenos fueron expedidas por el general en jefe del ejército americano con fecha 12 de Febrero anterior y las ha visto ya el público en los periódicos de la capital.
Está también fijado en el mismo artículo cuarto el término máximo dentro del cual los ejércitos americanos deben haber evacuado todo el territorio de la República; ese término es el de tres meses, o sean noventa días, contados desde el del canje de las ratificaciones. Pudiera acaso parecer excesivo este señalamiento en caso de que se realice lo convenido en el artículo anterior, esto es, que el canje venga a encontrar a las tropas americanas concentradas ya en la faja litoral que allí mismo se fija; pues para caminar treinta leguas y embarcarse, sin duda no son necesarios noventa días. Pero puede también suceder lo contrario, esto es, que ratificándose el tratado en Washington antes que en México, a la fecha del canje el enemigo se encuentre todavía en todos los puntos que hoy ocupa en el centro de la República; entonces, para retirarse de ellos hasta los puertos con el inmenso tren que acompaña a este ejército y para consumar su embarque, tres meses no son un plazo sobrado. Ahora, tratándose de fijar un término máximo, era necesario designar uno que fuese adecuado a los dos casos posibles: por eso pusimos el de noventa días.
Si en todo caso sería inhumano y contrario a los sentimientos que deben resaltar en un tratado de paz exigir que tropas extrañas y no aclimatadas se entrasen en nuestros mortíferos países calientes, llegada la estación mal sana, el ponerlo por condición a un ejército triunfante, enseñoreado de nuestras mejores tierras y de nuestras poblaciones más importantes fuera desacuerdo. Por eso nos prestamos a que en caso de que no se haya consumado el embarque de todo el ejército antes de que venga el mal tiempo, pueda demorarse la salida de los que queden, hasta la vuelta de los meses sanos. Mas, en primer lugar, esta demarcada con precisión en el mismo artículo la duración de la estación enfermiza (de 1º de Mayo a 1º de Noviembre) para precaver todo abuso: en segundo lugar, la residencia de las tropas a quienes comprenda la estipulación ha de ser precisamente en una zona que no diste más de treinta leguas del mar, y aún dentro de ella se han de fijar de común acuerdo, es decir, con consentimiento del Gobierno Mexicano, los puntos de residencia. Creemos que de esta manera se ha ocurrido, en cuanto es dable, a todos los inconvenientes.
Vuestra Excelencia recordará que no admitidas por México las primeras propuestas que sobre límites presentó el comisionado americano la tarde del 27 de Agosto del año anterior en la villa de Azcapozalco, después de varias conferencias con la comisión mexicana en la casa de Alfaro, las redujo el mismo 2 de Setiembre, abandonando su primera pretensión sobre la antigua California y presentando por línea divisoria la que se marca en el artículo que vamos a copiar textualmente: "La línea divisoria entre las dos repúblicas comenzará en el Golfo de México, tres leguas de tierra frente a la boca del Río Grande; de ahí para arriba, por medio de dicho río, hasta el punto donde toca el límite meridional de Nuevo-México: de ahí hacia el poniente, a lo largo del límite meridional de Nuevo-México al ángulo de suroeste del mismo: de ahí hacia el norte, a lo largo del límite occidental de Nuevo-México, hasta donde esté cortado por el primer brazo del río Gila, o si no está cortado por ningún brazo de este río, entonces hasta el punto de dicho límite más cercano al tal brazo, y de ahí en una línea recta al mismo y para abajo, por medio de dicho brazo y del río Gila, hasta su desagüe en el río Colorado: de ahí para abajo por medio del Colorado, y por medio del Golfo de Californias, a un punto directamente enfrente de la línea divisoria entre la Alta y la Baja California; y de ahí rectamente al oeste, a lo largo de dicha línea (que corre al norte del paralelo grado 32 y al sur de San Miguel) hasta el Océano Pacífico."
Aunque esta nueva línea dejaba dentro de los límites de México la península de la Baja California, sin embargo ella presentaba todavía gravísimos embarazos. En primer lugar, la dicha península quedaba absolutamente cortada del resto del suelo nacional y sin comunicación por tierra con Sonora, puesto que el límite divisorio entre ambas Californias había de comenzar por la parte de oriente en un punto de la costa del Golfo de Cortés, y no más arriba. En segundo lugar, el límite divisorio se hacía concluir por el poniente al sur de San Miguel, con lo cual no solo perdíamos ese puerto, sino que tal vez nos exponíamos a quedar excluidos de la bahía de Todos Santos, que parece ser de importancia en la costa occidental de la península. En tercer lugar, se trazaba un límite que podría resultar imposible sobre la tierra. Algunas cartas sitúan a San Miguel debajo del grado 32; si esto fuese así (y no hay certeza de que no sea), entonces no se podría tirar una línea que corriese al sur de aquel puerto y quedase al norte del 32: la contradicción sería palmaria. En cuarto lugar, la línea de separación entre Chihuahua y Nuevo-México se presentaba en el articulo absolutamente vaga e indefinida y podía dar lugar a disputas y altercados en adelante, los cuales probablemente se decidirían contra los intereses y tal vez contra derechos claros de la parte más débil: ni en el texto del artículo propuesto se marcaba con algunas señas esa línea de separación, ni se hacía referencia a algún mapa donde apareciera trazada. De manera que quedaba abierta la puerta para formar luego en ese particular las pretensiones que se quisiera.
Debe también notarse que en las conferencias de la casa de Alfaro no llegó a desistirse formalmente el Sr. Trist de la otra pretensión relativa al istmo de Tehuantepec, que está explicada en el artículo 8o. de su primer proyecto: pretensión de gravísimos inconvenientes para México y que quizá habría hecho fracasar toda la negociación, si al fin no se hubiese conseguido que el enviado de los Estados-Unidos se apartara de ella.
Es, por último, de observarse que, si bien el Sr. Trist en las dichas conferencias llevó su buen deseo de paz hasta comprometerse a someter a nuevo examen de su gobierno el punto concerniente al territorio entre el Bravo y Nueces, jamás se aventuró a firmar un tratado sobre la base de conservar nosotros ese territorio. Además, la indicación se recibió en Washington de tal manera, que a la primera noticia que allí hubo por los impresos de México, el gobierno americano con liviandad de juicio supuso ser todo una falsedad inventada por los comisionados de la República, pues no podía creer que su plenipotenciario se hubiese decidido a pedir nuevas instrucciones sobre punto tan resuelto y acabado como aquel. Ya se supone que cuando por los despachos del mismo Sr. Trist se cercioraron de que los comisionados mexicanos no habían cometido la villanía de fingir hechos, la reprobación que de allá vino fue la más expresa y significativa.
Propuesta, pues, y hasta cierto punto como un ultimátum, la línea divisoria de que hemos hablado; no abandonada la pretensión sobre el istmo de Tehuantepec, y repelida definitivamente por los Estados- Unidos la indicación de dejarnos las tierras de la orilla izquierda del Bravo, se abrió la segunda negociación después de la pérdida de México. En ella se nos propuso desde luego una línea que seguiría el curso del Río Grande hasta tocar el grado 32, y de ahí para delante correría por sobre este grado hasta el Océano Pacífico. Semejante límite tenía el triple inconveniente de dejarnos por barrera única en toda la extensión de la frontera una línea matemática; de cercenarnos tal vez posesiones tan importantes como Paso del Norte y la margen izquierda del Gila, y de cortar la comunicación por tierra entre Sonora y la península de Californias. Nosotros, pues, las repelimos decididamente, manifestando que sobre aquella base era imposible levantar un ajuste. Se volvió entonces a la línea propuesta por el comisionado americano el 2 de Setiembre; y adoptado como preliminar el principio de que se harían en ella modificaciones que México juzgaba indispensables y de que quedase abandonada por el Sr. Trist toda tentativa sobre adquisición en Tehuantepec, se entró a trabajar y se logró al fin convenir el artículo 5° del tratado. Como este tal vez es el capítulo más importante de la negociación, Vuestra Excelencia disimulará que entremos sobre él en algunos pormenores.
Recorriendo de poniente a oriente la línea que se ha convenido, Vuestra Excelencia notará que su punto de arranque en la costa del Pacífico se ha fijado, no al sur de San Miguel (lo cual sufría los embarazos que quedan indicados arriba), sino a una legua marina, o sean tres millas de San Diego. En el plano adjunto, copiado al trasluz del que levantó en 1782 el piloto español D. Juan Pantoja, está indicado con tinta roja el curso de la línea por esa parte. Acerca de la latitud de San Diego hemos encontrado discordes los libros y cartas que pudimos consultar. Antes del año de 1769 se le colocaba con variedad entre 33 y 34 grados, y esta fue la causa de que la misión que allí se mandó en aquel año sufriese en la arribada una demora no corta, pues anduvo buscando a la altura indicada un puerto que no existía. Cuando de recalada dio al fin con él, los pilotos aseguraron que su verdadera situación era la de 32° 34’: así lo refiere el meritísimo fundador de las misiones de la Alta California, Fr. Junípero Serra, en carta de 3 de Julio del mismo año. (1) Mas el piloto D. Juan Pantoja, en el plano que hemos adoptado, lo coloca en 32° 40' 7". El virrey conde de Revillagigedo en un excelente informe sobre misiones de Nueva-España, enviado a la Corte en Diciembre de 93, dice que la de San Diego está en 32° 42'. En otro plano del puerto, que se publicó en México de orden del gobierno nacional el año de 1826, se le da la altura de 32° 39': esta misma pone Mofras en su Atlas. Finalmente el capitán inglés D. Juan Holl, enviado en estos últimos años por su gobierno, para hacer observaciones sobre aquella costa, pretende que la verdadera situación de San Diego es en 32° 51': así resulta de la carta que levantó, y ha publicado Alejandro Forbes en su historia inglesa de ambas Califonias, impresa en Londres el año de 39.
Aún cuando esta diferencia (que en los autores que más discrepan es de 17’, o sean cinco leguas y dos millas) no provenga, como puede provenir, de haberse hecho las observaciones en diversos sitios, y aún cuando la verdadera posición sea la más austral de todas las indicadas (32° 34'), la línea divisoria comenzará por el Poniente en 32° y veinte y tantos minutos, puesto que su principio ha de ser a una legua marina, o sean 3' del punto más meridional de San Diego. Debe ella correr luego, según lo estipulado, rectamente hasta donde se juntan los ríos Gila y Colorado. El docto jesuita Kino supuso que el punto de confluencia (que parece distar 6 ú 8 leguas de la desembocadura de ambos ríos en el golfo de Cortés) estaba a la altura de 35°: en adelante se advirtió el error, y los jesuítas mismos, en la última noticia que publicaron de la California, colocan la junta en 32 grados y medio. Dos misioneros apostólicos del colegio de Querétaro, que visitaron y reconocieron aquellos parajes por orden del gobierno en los años de 75 y 76 del siglo pasado, se acercan mucho a esta designación; pues el primero de ellos, Fr. Juan Díaz, sitúa el punto de que vamos hablando en 32° 34', y el segundo, Fr. Pedro Font, en 32° 47'.(2) Las observaciones de ambos misioneros son hasta ahora lo más fidedigno que se conoce en la materia, a juicio del barón de Humboldt. Descansando, pues, en ellas, puede decirse que la línea de corte de ambas Californias irá en dirección casi paralela al Ecuador, desde su principio al Sur de San Diego, hasta su término en el paraje llamado las Juntas. Ella deja dentro de nuestros límites, no solo el puerto de San Miguel, sino la bahía entera de Todos Santos en el Pacifico, las dos costas del golfo de Cortés y la faja de tierra que baña por ambos lados el Colorado desde su unión con el Gila, la cual faja puede servir para la comunicación por tierra entre Sonora y la Baja California.
En la negociación no perdonamos arbitrio para subir la línea divisoria más arriba de San Diego y conservar a la República este interesante puerto; pero todo fue en vano: las instrucciones del gabinete de Washington no dejaban albedrío al Sr. Trist para abandonar un punto tan importante y que sin controversia ha pertenecido siempre a la nueva California. Una vez se prestó a ceder la mitad de él, haciendo el corte en el sitio que llaman Ranchería de las Chollas; pero ponía la doble condición de que la entrada del puerto la conservaran exclusivamente los Estados-Unidos y de que se les diese por compensación un espacio de una legua en cuadro dentro de nuestro territorio, a la margen derecha del Colorado, para formar allí un establecimiento americano. A tal precio no creímos que debía adquirirse un pedazo del San Diego.
Nosotros ignoramos si la autoridad pública, sea bajo el gobierno español, sea bajo el independiente, ha trazado alguna vez una línea divisoria completa entre las dos Californias; pero creemos poder asegurar que los jesuítas catequizadores de la Baja, nunca formaron establecimiento alguno en San Diego ni en sus inmediaciones; que aún en el año de 93 la misión más septentrional de la California vieja era la de Santo Tomás, sita en 31° 32' (3); que la de San Diego se ha contado en todo tiempo por la primera de la nueva, (4) como fundada por el padre Serra el año de 69, dos después de la expulsión de los jesuítas; y finalmente que los geógrafos, como el barón de Humboldt, cortan las dos Californias todavía más abajo, esto es, en la bahía de Todos Santos.
Desde el punto donde juntan sus aguas el Colorado y el Gila, la línea divisoria convenida corre a Oriente por mitad del segundo de estos ríos, hasta la frontera occidental de Nuevo-México. El Gila en su dilatado curso, que acaso excede de 150 leguas geográficas, forma un excelente límite natural, sin los inconvenientes que ofrecen los que lo son puramente de convenio. Bajo el gobierno español terminaba en su márgen izquierda la provincia de Sonora: así consta de los documentos oficiales de mayor autoridad (5) y lo traen los geógrafos (6). Hecha la independencia y erigida en Estado aquella provincia juntamente con la de Sinaloa, su congreso constituyente en el artículo primero de la constitución, promulgada en 31 de Octubre de 825, declaró que el Estado y su territorio se componen de todos los pueblos que abrazaba la que antes se llamó provincia y gobierno político de Sonora y Sinaloa, Luego en el artículo 3º divide el dicho territorio en cinco departamentos, de los cuales el más septentrional, que es el de Arispe, se divide en tres partidos, y de estos el que cae más al Norte (el Altar) se ve en cualquier mapa que queda de este lado del Gila. El gobierno nacional, en el tomo primero de la parte legislativa de la guía de hacienda, publicó una carta de la República dividida en Estados, y en ella marca con puntos el límite septentrional de Sonora aún más abajo del río, advirtiendo por nota que la parte que queda sobre el límite expresado pertenece a indios gentiles. En efecto, jamás se ha fundado allí población alguna española o mexicana; jamás se ha ocupado el terreno, y en las historias se cuenta siempre como hecho notable el que algún viajero resuelto y animoso haya pasado el Gila y penetrado en las incultas regiones que yacen a su derecha. De manera que la especie que ha comenzado a propagarse en algunos papeles, sobre que adoptándose por lindero aquel río, se cercena en una mitad el Estado de Sonora, pertenece a los medios reprobados de que suele valerse el bando de oposición, a falta de buenas razones con que atacar al gobierno.
Sigue luego la línea divisoria el linde que ciñe hoy por las dos bandas de Poniente y Sur al territorio de Nuevo-México, hasta ser cortado en este segundo viento por el Bravo. En tiempos atrás la raya que dividía aquel territorio del de Chihuahua consistía en una curva que abrazaba en su sinuosidad la jurisdicción de Paso del Norte. Así es que en las descripciones del país hechas oficialmente bajo el gobierno español, esa jurisdicción se aplica siempre al reino de Nuevo-México (7). Y el barón de Humboldt nota el error de algunos que, confundiendo el Paso del Norte con el presidio de Juntas, llamado también del Norte, sito más al Sur en la desembocadura del Conchos, comprenden al Paso en la demarcación de Chihuahua (8). Naturalmente, al levantar su carta de Nueva-España se guardó de caer en semejante error y expresó por medio de una curva el lindero entre esa provincia y Nuevo-México.
Mas esto se varió después de la independencia. Por un decreto de 6 de Julio de 24, el congreso constituyente separó de la Nueva-Vizcaya a Chihuahua, para erigirla en Estado; y luego por otro decreto de 27 del mismo mes, señaló sus límites diciendo que consistían en líneas rectas tiradas de Oriente a Poniente del punto o pueblo llamado Paso del Norte, con la jurisdicción que siempre ha tenido, y la hacienda de Río Florido por el lado de Durango, con su respectiva pertenencia. A pesar de la poca precisión que en este deslinde se nota, hay en él una cosa bien expresa y otra indicada: la expresa es que el límite entre Chihuahua y Nuevo-México no consiste ya en una curva, sino en una línea recta tirada de Levante a Poniente: la indicada, que esa línea corre encima del Paso del Norte, dejando este punto dentro del territorio de Chihuahua. Y de hecho a ese Estado ha pertenecido desde aquella época hasta la presente; lo cual desvanece cualquier duda a que pudieran dar lugar los términos poco precisos del decreto. Es, pues, un error grave el de algunas cartas de México impresas en Francia, que copiando servilmente la del barón de Humboldt (exacta en su tiempo) incluyen todavía hoy el Paso del Norte dentro del Nuevo- México. Los límites meridional y occidental de este territorio nos han parecido trazados con puntualidad en el mapa de la República que el año de 1828 publicaron en Nueva-York White, Gallaher y White y ha reimpreso por segunda vez en la misma ciudad el año próximo pasado J. Disturnell. Al menos los datos que hemos podido recoger en la estadística de Chihuahua del Lic. D. Agustín Escudero y en la del general D. Pedro García Conde, que llegó luego a nuestras manos, no nos han dado motivo para dudar de su exactitud en el punto de que vamos hablando. En este punto, pues, y solo en él (es decir, en cuanto a límites de Nuevo-México por el Sur y Poniente) nos hemos referido a dicho mapa en el texto del tratado. Sin embargo, la importancia que se nos hizo entender que tiene el Paso del Norte como llave de Chihuahua, nos obligó a no conformarnos con sola la referencia a la carta de Disturnell, aunque ella quizá bastaría, sino que además cuidamos de expresar en el artículo 5° que la línea divisoria corre al Norte de aquel pueblo. Con esto creemos que no habrá lugar a que sobre él se forme jamás pretensión de ningún género por los Estados-Unidos.
En llegando al Bravo, ha sido necesario tomar por lindero su corriente hasta donde muere en el seno mexicano. Vuestra Excelencia sabe que era vana toda tentativa en contrario: aquí estaba la paz o la guerra, A su márgen izquierda queda todo el Estado de Tejas, la faja que corre hasta el Nueces, perteneciente al Nuevo-Santander, hoy Tamaulipas, desde que aquella tierra se quitó a los salvajes en mediados del siglo pasado, y, finalmente, una angosta zona de Coahuila que se prolonga entre los dos ríos. Algunos pretenden que de esta zona pertenece a Chihuahua la parte que queda entre el Bravo el Pecos, alegando por razón que algunas pequeñas aldeas sitas a la orilla reconocen el gobierno y leyes de aquel Estado: nosotros no hemos podido adquirir en el particular la certeza necesaria, mucho más después que su legislatura en la protesta que Vuestra Excelencia se sirvió enviarnos para que la tuviésemos a la vista, parece hablar del terreno intermedio entre el Pecos y Bravo como si no perteneciese en propiedad al Estado.
La designación del Bravo por límite es un hecho anunciado con claras señales hace doce años y que ahora habría sido imposible destruir. Desde la derrota de San Jacinto, en Abril de 36, fue aquel el territorio que se capituló evacuarían nuestras tropas y que efectivamente evacuaron, replegándose hasta Matamoros. En este puerto se ha estacionado después el ejército llamado del Norte; y si alguna vez se han hecho entradas y correrías, avanzándose hasta Béjar, muy pronto se ha tomado la vuelta, dejando absolutamente libre la tierra intermedia. Así la encontró el general Taylor cuando en los primeros meses del año anterior se entró por ella de orden de su gobierno.
Considerada ahora la línea convenida en su larga carrera, desde la desembocadura del Bravo en el golfo de México, hasta las inmediaciones de San Diego en la costa del Pacífico, encontraremos que la mayor parte de ella, con un exceso notable, está formada por dos ríos caudalosos, el Bravo y el Gila, que constituyen un límite natural seguro, indestructible, no sujeto a controversias. Si el resto de la línea no presenta igual ventaja, debe tenerse presente que en algunas partes la naturaleza misma es quien nos priva de ella; en otras no ha sido dable obtenerla después de nuestras desgracias.
Del otro lado de esa línea quedan ahora el Estado de Tejas, en el cual había, según los datos que sirven para las elecciones, cerca de veintiocho mil habitantes; Nuevo-México, al que se dan, quizá con exageración, cincuenta y siete mil, y la Nueva California, poblada de veintitrés mil personas, según pretenden algunos. Perdemos, pues, en población ciento ocho mil personas. Mucho mayor es el quebranto en territorio, atendida la extensión del que ha sido preciso ceder y las buenas dotes de alguna parte de él. Los ríos que cruzan el suelo de Tejas facilitan el tráfico interior y la exportación de sus apreciables frutos. Nuevo-México es buena tierra de ganadería, y los años pasados ayudaba a abastecer de carnes aún a la capital de la República, a pesar de que dista de ella quinientas leguas. El interior de la Alta California está yermo y es casi desconocido, pues los establecimientos que allí fundó el gobierno español desde el año de 69 hasta el de 98 se extienden solo en una faja de tierra sobre la costa, de diez a doce leguas de ancho y ciento de largo; pero en ese litoral hay puertos de la mejor calidad, como San Francisco y Monterey y el suelo es rico y feraz. Nosotros no queremos disimular nuestra pérdida: grande y dolorosa es sin duda. Tampoco quisiéramos que se exagerase, asegurando, como lo hacen algunos, que poco vale lo que nos queda. En poder actual nada perdemos, pues lo que se cede está casi todo despoblado é inculto. Por el contrario, de pronto los cuidados del gobierno serán menores, no teniendo que atender a tan lejanas posesiones. Perdemos en ricas esperanzas para el porvenir; mas si sabemos cultivar y defender la tierra que el tratado nos conserva o nos rescata, encontraremos en ella sobrado con qué consolarnos de los infortunios pasados.
En el mismo artículo quinto está convenido el nombramiento de una comisión científica que consigne en planos fehacientes la línea divisoria en toda su extensión. Con solas las cartas y los datos geográficos que ahora existen sería imposible trazarla con la exactitud y precisión debidas en materia tan importante: harto motivo hemos tenido nosotros de conocer la imperfección de aquellas y estos en el curso de la negociación. Además, deben plantarse sobre la tierra mojones que marquen y atestigüen los confines de ambas repúblicas. El nombramiento de la comisión, conveniente en sí mismo, es medida que se ha estipulado siempre en tratados de la naturaleza del presente: v. gr., el que ajustó España con los Estados-Unidos sobre límites el año de 1795 y el que celebró luego, cediendo las Floridas en 819, cuyo artículo tercero reprodujimos nosotros después de la Independencia, en convenio particular firmado en México el año de 28. Ojalá la indicada medida se lleve a ejecución en esta vez.
El artículo termina comprometiéndose solemnemente las dos naciones a guardar la línea convenida y a no hacer en ella variación alguna, sino de expreso y libre consentimiento de uno y otro pueblo, manifestado por el órgano legal de su gobierno supremo, conforme a su constitución respectiva. La historia de la separación de Tejas y de su violenta agregación al Norte, consumadas contra la voluntad bien notoria del pueblo mexicano, muestran la razón que ha habido para estipular esta parte del artículo, la cual pudiera acaso a primera vista parecer superflua.
En el sexto se concede a los ciudadanos y buques americanos el derecho de tránsito por el Golfo de Californias y la parte del río Colorado que queda dentro del linde de la República. Aunque el golfo puede reputarse un mar interno, sin embargo la navegación en él es hoy libre a todas las naciones, como que tenemos habilitados para el comercio interior varios puertos en sus costas. La del Colorado se ha concedido a los americanos con la cauta restricción que se lee en el mismo artículo y es la que Vuestra Excelencia tuvo a bien prevenirnos en sus instrucciones.
El uso libre y franco del Gila y el Bravo queda asegurado por el artículo sétimo a los ciudadanos de las dos repúblicas, sin que pueda exigirse a los navegantes ningún género de gabela, ni intentarse en los ríos obra alguna que no sea consentida y aprobada por ambos gobiernos.
Tanta atención y cuidado como el señalamiento de la línea divisoria (si no más) ha merecido al Supremo Gobierno la suerte de los mexicanos establecidos hoy en los territorios que van a quedar fuera de ella. Las estipulaciones contenidas en el artículo 8° del tratado, al mismo tiempo que hacen sumo honor al Gobierno, salvan y afianzan hasta donde ha sido dable la condición de aquellos hermanos nuestros, que por tantos títulos deben ser para nosotros objetos de miramientos y benevolencia. Si se comparan esas estipulaciones con las que ajustaron la república francesa y la corona de España al traspasar a los Estados-Unidos la Luisiana y las Floridas en 1803 y 1819, resaltará desde luego el mayor cuidado que ha tenido México de no lastimar los derechos de persona alguna, al arreglar sus diferencias con la nación vecina, así como su vigilancia maternal (disimúlese esta expresión) en favor de todos sus hijos, aun los más distantes. Y téngase presente que México ha tratado teniendo el puñal enemigo sobre el pecho, después de una guerra desgraciada y estrechado por las circunstancias más apremiantes que pueden figurarse, cuando España j Francia negociaban en medio de la paz, por simple cálculo de interés y colocada ya la segunda en altísimo punto de poder, bajo los felices auspicios de su primer cónsul. Al juzgar sobre si el convenio de Guadalupe es o no ignominioso, la justicia exige que se tengan muy presentes y entren en la cuenta estas circunstancias.
El citado artículo 8° asegura a los habitantes de los territorios enagenados el derecho de conservar el carácter de ciudadanos mexicanos, al mismo tiempo que les deja libertad para tomar, si quieren, el de ciudadanos americanos: de manera que no están precisados a desnaturalizarse, ni se les fuerza a entrar mal de su grado en otra sociedad política. Para hacer la elección entre ambas ciudadanías disfrutan el holgado plazo de un año. Los que no quieran perder el título que les dio su nacimiento, no por eso estarán obligados a abandonar sus hogares y dejar la tierra de sus padres; allí pueden permanecer, siendo para siempre mexicanos. Mas si prefieren retirarse dentro de los confines de la República, pueden en cualquier tiempo hacerlo, realizando sus bienes y trayéndolos consigo o conservándolos en el país extranjero, bajo la protección de las leyes y la fe del tratado; pues para todo les da libertad el artículo de que vamos hablando.
El mismo contiene otra estipulación importante. Por las leyes de varios Estados de la Unión americana, los que no son ciudadanos de ella no pueden poseer bienes raíces. De aquí podría redundar grave perjuicio a los mexicanos que, no residiendo ahora en los territorios cedidos, poseen allí propiedades. Para evitarlo, queda estipulado que los dueños de estas, sus herederos y los mexicanos que por contrato adquieran en adelante las mismas propiedades, disfruten respecto de ellas tan amplia garantía como la que disfrutarían si fuesen ciudadanos de los Estados-Unidos. Siendo el tratado la ley de la tierra, en el lenguaje de los tribunales americanos, y teniendo además por su naturaleza, como todo tratado, superioridad y preferencia sobre la legislación civil, la cláusula de que vamos hablando se sobrepone a las leyes particulares que antes mencionamos y precave el daño que podrían ocasionar a algunos propietarios en la República.
Si a pesar de cuanto se ha pactado en este artículo, todavía se dijere que el Gobierno ha abandonado a los habitantes de Californias y Nuevo-México, que los ha inmolado a la ansia de hacer la paz, que ha traficado con ellos como si fuesen una horda de esclavos o un rebaño de ovejas; si los reclamos que en este sentido se le han hecho, no se tienen por desvanecidos con una estipulación tan solemne y amplia como la que contiene el tratado, estipulación que no enseñaron otros gobiernos al mexicano, sino que le fue sugerida por el respeto con que ha visto los derechos de todos los ciudadanos, entonces será preciso concluir que hay acusaciones a las que no es dado satisfacer, porque son hijas del odio, no del juicio, y al odio no se satisface con razones, por buenas y cumplidas que ellas sean.
México habría llenado su deber para con los habitantes de Nuevo- México y Californias con solo el artículo 8°, pues en él quedan asegurados bajo todos respectos los mexicanos que conserven este título; y en cuanto a los que por su libre elección lo cambien por otro y se agreguen a una nueva sociedad política, parece que la República estaba descargada de toda obligación. Sin embargo, aún para ellos se han ajustado las favorables condiciones del artículo 9º. Sustancialmente son las mismas que en caso análogo pactaron Francia y España en los tratados de cesión de la Luisiana y las Floridas, como puede verse cotejando el artículo 3° del primero de esos tratados y el 5° y 6° del segundo, con el 9° del nuestro; pero en este se han desarrollado y amplificado, cuidándose de que nada quede ambiguo ni aún implícito, sino que todo sea expreso y bien claro. Nosotros creemos que en esta materia no podía hacerse más de lo que se ha hecho.
Pocos recuerdos hay tan amargos para nosotros como el de concesiones de tierras en Tejas, porque difícilmente se presentará ejemplo de que los beneficios y la munificencia hayan sido tan mal correspondidos. Toda colonia está destinada a adquirir temprano o tarde su independencia, como a todo hijo le llega el día de la emancipación. Pero que una colonia profese sentimientos de positiva malevolencia hacia la nación que la acogió en su seno y a quien debe su establecimiento; que cuando esta le ofrece poner un sello respetable sobre su acta de independencia se niegue a aceptarlo, y que en vez de esa última muestra de reverencia filial, traiga por la mano un enemigo poderoso y lo introduzca a la casa paterna para hacer en ella todo género de males, es infortunio que acaso solo México ha sufrido. El punto, pues, sobre validez de las mercedes de tierras hechas allí debiera ser para nosotros del todo indiferente: ningún interés mexicano se mezcla en él, y las personas a quienes toca han sabido tratar antes que nosotros y sin nosotros con el Gobierno de los Estados-Unidos. Eso no obstante, se incluyó en el convenio el artículo 10, más bien por lo que nos debemos a nosotros mismos, que porque entendamos deber nada a otros. Era en cierto modo punto de reputación que se reconociera el valor y fuerza legal de los actos de las autoridades nacionales mientras aquel Estado perteneció a la Unión mexicana.
En los otros territorios enagenados las concesiones, si algunas hay, son de leve importancia.
Lo contrario debe decirse de los pactos del artículo 11, uno de los más clásicos del tratado. Nuestros Estados fronterizos llevan largos años de ser teatro de las incursiones de los bárbaros; la condición de sus habitantes es la más desgraciada que puede figurarse: hombres civilizados, expuestos cada día y cada noche, no solo a ver desaparecer sus bienes, fruto tal vez de largos y honrados afanes, sino a ser víctimas personalmente de la brutal ferocidad de los salvajes y a sufrir en sus familias ultrajes más sensibles que la muerte. El riesgo con que se vive en aquellos países crecería en adelante si aposesionado el pueblo americano de los distritos que se les ceden, los indios fuesen lanzados de ellos para caer sobre nuestras tierras. Entonces esos Estados sufrirían la última devastación, la cual bien pronto pasaría a los inmediatos, hasta llegar al corazón de la República. Nosotros no solo hemos querido precaver este mal, sino mejorar positivamente la situación actual de los moradores de la frontera. Al efecto hemos estipulado en el artículo 11 que los indios no solamente no serán empujados de este lado de ella, sino que se les contendrá dentro de sus límites, impidiendo el gobierno americano invadan nuestro territorio: para lo cual ha de emplear el leal ejercicio de su influjo y poder. Queda comprometido aquel Gobierno a prevenir y a reprimir toda incursión con tanto celo y energía como si se ejecutase contra territorio suyo; a rescatar y devolvernos los cautivos que apresen los bárbaros y a obligar a estos, en cuanto sea posible, a reparar los daños que causen sus depredaciones. En fin, nosotros hemos incluido en el artículo 11 cuantas precauciones acertamos a discurrir y hemos cuidado de expresarlas en los términos más precisos y significativos; debiendo aquí tributar un homenaje de justicia al excelente Sr. Trist, que muy en particular en esta parte del tratado nos prestó la cooperación más franca y sincera: su ilustrado amor de la humanidad le hacía mirar nuestra causa como la causa de todas las naciones cultas, de la civilización contra la barbarie.
Sobre la indemnización pecuniaria que se ha convenido en el artículo 12 y siguientes son indispensables algunas explicaciones. Nosotros ofenderíamos el sentido común si nos empeñásemos en demostrar que esa indemnización no es precio de la población de los territorios cedidos, porque ningún hombre de sano juicio podrá figurarse (especialmente después de vistos los artículos 8 y 9) que el Gobierno mexicano ha entendido vender y que el de los Estados-Unidos ha pretendido comprar hombres. Especie es esta de tal jaez, que solo podrá hallar cabida entre las apasionadas declamaciones de algún folleto de oposición. Pero debemos protestar que la dicha indemnización tampoco es precio de los territorios que quedan para lo sucesivo fuera de nuestra línea. Esos territorios no han sido vendidos en el tratado; se habían perdido en la guerra: esta ha marcado ahora con la espada los límites entre los Estados-Unidos y México, como lo ha hecho casi siempre entre pueblos vecinos, por más que ello sea mengua y desgracia de la especie humana. Los cálculos que se han formado sobre el valor de lo que vamos a dejar de poseer, cálculos divinatorios en una parte, porque se trata de países inexplorados, y notoriamente erróneos en otra, porque abrazan toda la superficie y comprenden por lo mismo la propiedad privada que está solemnemente garantida a sus actuales dueños; esos cálculos, decimos, son ahora vanos y sin objeto, puesto que no se ha tratado de concertar y ajustar un negocio de venta. Si en tal caso nos halláramos, el Gobierno de la República seguramente no se habría resuelto a desmembrar por oro el territorio nacional.
Los quince millones pactados en el artículo doce y lo que importen las estipulaciones del trece y catorce son la indemnización más alta que pudimos obtener como resarcimiento de los daños que resiente la República. Disminuida esta por el acrecentamiento que en territorio adquiere su vecina, van a pesar sobre menor número de habitantes y sobre un pueblo menos grande las mismas obligaciones que antes tenía y que por consiguiente son ya más gravosas. Así nuestra deuda interior y exterior habrá de satisfacerse exclusivamente por la porción del pueblo mexicano que conserva este nombre, cuando sin la cesión se derramaría sobre la República toda tal como era antes. Daños de esa especie son los que en la parte posible se reparan con la indemnización.
Por ella habrán de entregársenos, en el acto que ratifiquemos el tratado, tres millones de pesos en numerario, en la ciudad de México; deben además entregársenos otros doce millones, de una de las dos maneras que explica el artículo doce. Si la república se propusiera enagenar todo el crédito que adquiere contra los Estados-Unidos y hacerse de pronto de una gruesa suma, quizá debiera preferir el primer modo de pago: los bonos que en él se crían, con rédito de 6 por ciento anual y teniendo asegurado ese rédito a lo menos por dos años, deben gozar buena estimación en los mercados extranjeros y dentro de los mismos Estados-Unidos, supuesto que el papel de los préstamos que con igual interés ha contratado aquel gobierno durante la guerra, se enagenó siempre, según se nos ha informado, en más de su valor representativo. Mas si la república se propone destinar la indemnización a que sirva de base para un arreglo final y sólido de la hacienda, que pueda pensarse y plantearse con el sosiego necesario, contando para ello con una entrada independiente que cubra en parte considerable los gastos públicos y libre al gobierno de la estrechez de solicitar el pan de cada día, entonces será preferible el segundo. Como quiera que sea, habiéndosenos propuesto ambos modos por el comisionado americano, no teniendo nosotros órdenes para fijarnos en alguno de los dos y no pudiendo adivinar los pensamientos de la autoridad suprema sobre el destino final de este dinero, tuvimos por más conveniente asegurar a México el derecho de elección y reservar esta para que se haga al ratificarse el tratado.
Por convenio ajustado en la ciudad de Washington el 11 de Abril de 1839, la República se comprometió a pagar las cantidades que fallase una comisión mixta compuesta de individuos de ambas naciones, a cuyo juicio arbitral se someterían todas las reclamaciones de ciudadanos de los Estados-Unidos contra México, haciendo las funciones de tercero, en caso de discordia entre los árbitros, el ministro de Prusia en aquella capital. Las reclamaciones que examinó la comisión ascendían a la suma de ocho millones y pico de pesos; mas en sentencia final quedó reducido su valor a solos 2.017,963 pesos.
En el artículo 6o del convenio citado se pactó que si México no pagaba al contado la cantidad que en su contra se declarase, la satisfaría expidiendo libranzas contra sus aduanas marítimas, admisibles en un cincuenta por ciento de derechos y ganando un rédito de ocho por ciento anual. Cuando llegó el tiempo de cumplir este compromiso pareció muy gravoso al gobierno provisional, y por un segundo convenio, que se firmó en México el 30 de Enero de 1843, quedó estipulado que para fin de Abril de aquel año pagaría la República todos todos [sic] los réditos vencidos hasta entonces y que los que se causasen en adelante, así como el capital, se amortizarían en el espacio de cinco años, haciéndose cada tres meses el abono que correspondiera.
En decreto de 5 de Mayo del mismo año de 43 el gobierno declaró que lo que la nación tenía que pagar en todo el quinquenio, conforme al convenio segundo, eran 2.500,000 pesos, los cuales en el mismo decreto se prorratearon entre todos los Departamentos de la República. A esta capital se le exigieron ejecutivamente 270.000 pesos, los cuales se entregaron al comisionado americano, quedando por lo mismo reducida entonces nuestra deuda a 2.230,000 pesos. En las circunstancias en que hoy se halla México no nos ha sido posible aclarar si después se hicieron algunos otros abonos, aunque nos inclinamos a creer que al menos desde 1845, en que se cortaron las relaciones entre ambos gobiernos, nada se habrá pagado. No podemos, pues, asegurar cual es la cantidad precisa que hoy se debe; mas sea la que fuere, de su pago queda descargada para siempre la República por el artículo 13 de nuestro tratado.
El ministro prusiano en Washington no llegó a fallar por falta de tiempo sobre algunas reclamaciones importantes 1.864,939 pesos. Además, el día mismo que se vencía el plazo señalado para sus trabajos a la comisión mixta se presentaron otras reclamaciones que ascendían a la suma de 3.336,837 pesos, las cuales, así como las anteriores, quedaron indecisas. En el artículo 6º del segundo de los convenios citados atrás se dijo que para el arreglo de todos estos pendientes se ajustaría más adelante un tercer convenio. Y de facto se celebró uno en México el 20 de Noviembre de 1843; pero no habiendo sido ratificado, este punto aguardaba una determinación final.
El artículo 14 de nuestro tratado se la da, exonerando también a la República para siempre de toda responsabilidad en la materia y cargando sobre los Estados-Unidos la que pueda resultar. Y debe notarse que aunque por el artículo 15 la obligación de estos está restringida a pagar solamente hasta la suma cíe 3.250,000 pesos en satisfacción de las reclamaciones de que acabamos de hablar en el párrafo anterior, la exoneración de México no por eso es limitada, sino absoluta é indifinida, cualquiera que sea el monto a que dichas reclamaciones asciendan en liquidación final. Este concepto está expresado con repetición y con toda la precisión que nosotros alcanzamos a darle en los dichos artículos 14 y 15. El descargo a México y el pago por parte de los Estados-Unidos son dos actos diversos en sí mismos, cada uno de los cuales tiene sus calidades propias: aquel es mucho más amplio y extenso que este: la restricción puesta al segundo no destruye la ilimitada latitud del primero. En ese sentido hemos estipulado. Por lo demás, si ha de juzgarse de las reclamaciones pendientes por la suerte que tuvieron las ya decididas, los 3.250,000 pesos que a su pago deben destinar los Estados-Unidos bastarán muy holgadamente para cubrir todas las que tengan algún fundamento de justicia.
Siendo de exclusivo interés del gobierno de Washington la liquidación de ellas, México nada tiene que hacer con el tribunal de comisarios de que habla el artículo 15: es negocio extraño para nosotros. Únicamente se cuidó de que la obligación que contraemos de franquear los documentos necesarios para que el tribunal obre con luz y con justicia en sus fallos no se extienda a desprendernos de los originales que podrían ser de importancia en nuestras oficinas, sino que quede cumplida con proporcionar copias o extractos auténticos de ellos.
La verdadera utilidad de los pactos contenidos en los tres artículos no consiste precisamente en que la República se exima de pagar las cantidades a que ellos se refieren, sean de poca o mucha monta, sino en saldar todas sus cuentas con la nación vecina y en no tener pendiente cosa alguna que pueda alterar la buena inteligencia entre ambos gobiernos y dar lugar a contestaciones ocasionadas y peligrosas. Este es un bien de importancia suma.
Antes de alzar la mano del punto de indemnización, permítasenos hacer una observación final. El monto de las tres partidas a que se refieren los artículos de que últimamente hemos hablado puede ascender a 20.000,000 de pesos. La Luisiana en 1803 costó a los Estados-Unidos 11.250,000 pesos y menos de cuatro millones que se destinaron a pagar reclamaciones de ciudadanos de los mismos Estados contra Francia: en todo, cosa de 15.000.000; siendo de advertir que los once no se entregaron de contado al gobierno francés, sino que se creó como ahora un papel que los representase. Por virtud de la cesión la República americana se hizo dueño de las dos orillas del Misisipí, de territorios feracísimos y de poblaciones de tan alta importancia como Nueva-Orleans, sin cuya posesión la República no valdría quizá la mitad de lo que vale. Pero hubo para nuestros vecinos otra ventaja: era la Luisiana un país inmenso, de límites indefinidos, y esta circunstancia bastó para que se la extendiera hasta donde convino al pueblo que la adquirió. Así es que habiéndose marcado por lindero occidental de los Estados-Unidos en el primer tratado de límites con España el año de 95, la corriente del Misisipí desde la frontera del Canadá hasta el grado 31, en el segundo tratado con aquella potencia el año de 19 ese mismo lindero occidental había ya avanzado hasta el Océano Pacífico, en la costa norte de la Alta California. Admira sobre el mapa la grandeza del terreno que entre uno y otro lindero corre: quizá no es menor que la que se ha cedido en el tratado de Guadalupe. Y en importancia, especialmente relativa para los Estados-Unidos, no cabe comparación entre ambas adquisiciones. Verdad es que para la Francia el desprenderse de la Luisiana era sacrificio menos gravoso que para México el hacer la cesión a que se nos ha precisado. Pero hay también una no pequeña diferencia entre comprar aquel país por solos quince millones y adquirir el que a nosotros nos pertenecía, por veinte y a más los gastos de las presente guerra, que, según se asegura, exceden de cincuenta. Como quiera que sea, el hecho de haberse ya erogado por los Estados-Unidos este fuerte gasto era un obstáculo invencible para que se nos aumentara la indemnización.
Pasando, por fin, al artículo 16, es bien sabido que la materia de fortificaciones, especialmente en las fronteras, ha dado lugar a desabrimientos y alguna vez a cosas más graves entre gobiernos vecinos. Esta experiencia fue tal vez la que hizo que en el tratado de paz general que se ajustó en Europa el año de 14, se pusiera por artículo expreso que cada nación se reservaba la completa facultad de fortificar dentro de su propio territorio los puntos que para su seguridad estimara convenientes. A nosotros nos pareció oportuno copiar esa condición en nuestro tratado.
Restablecida la paz y con ella las relaciones mercantiles entre ambos países, estas han de sujetarse a alguna regla. Lo más llano fue revivir el tratado de comercio que estaba vigente antes de comenzarse las hostilidades; y así lo hemos convenido en el artículo 17. Pero como ha sido política de la República de algunos años acá (y muy cuerda a nuestro modo de ver), no celebrar tratados de esa clase por tiempo indefinido, hemos limitado la duración del que ahora se restablece a un espacio de ocho años, pasados los cuales la República puede anunciar su conclusión, siempre que le convenga, haciéndolo con un año de anticipación.
El artículo 19 podría parecer superfluo consideradas las circunstancias: ¿quién iría a cobrar gabelas al ejército a quien ha favorecido la fortuna en el campo de batalla? El verdadero objeto de la estipulación ha sido el obtener para nosotros las garantías que allí se establecen contra cierto género de abusos en los puertos, que podrían causar gran daño a nuestra hacienda.
Al ocupar los puertos mexicanos y establecer en ellos un nuevo arancel, los Estados-Unidos se comprometieron para con todas las naciones a que los efectos que se importasen o exportasen durante la ocupación no sufrirían más impuesto que el que expresa el mismo arancel. Ni decente, ni hacedero habría sido que el gobierno americano faltase a su palabra, violando el compromiso; pero tampoco era justo que este se extendiera fuera del territorio ocupado por sus ejércitos. La combinación de esos dos principios ha producido las seis reglas del artículo 19.
Una consideración de equidad, más que un principio de rigorosa justicia, ha hecho entre nosotros que cuando se acuerda variar los aranceles, no se ponga desde luego en planta la variación, sino que después de publicada se concede todavía un espacio de tiempo, durante el cual, rigiendo aún la antigua tarifa, puede el comercio arreglar y combinar para lo de adelante sus especulaciones. El restablecer nuestros aranceles en el acto que se nos devuelvan las aduanas marítimas, si la devolución se efectúa muy breve, seria opuesto a esa consideración y podría causar graves quebrantos al-comercio. Por eso está convenido en el artículo 20 que si la tal devolución tiene lugar antes de sesenta días contados desde 2 de Febrero, es decir, antes del 2 de Abril próximo, entonces los efectos que lleguen a nuestros puertos hasta ese día se sujeten no al arancel de México, sino a la tarifa americana.
La religión y la humanidad claman a una porque se aleje del mundo el azote de la guerra, y que cuando ella desgraciadamente sea inevitable, se haga de la manera menos estragosa posible. Estos sentimientos nos han sugerido los artículos 21 y 22, los cuales no necesitan comentario ni recomendación. Solo diremos sobre el segundo que se tomó substancialmente del tratado que en 1785 celebraron los Estados-Unidos y Prusia. Ojalá sea un simple ornato en el que acabamos de ajustar y no llegue nunca el caso de que deba ponérsele en ejecución.
El término de cuatro meses señalado en el artículo último para el canje de ratificaciones nos parece suficiente. Sin embargo, en precaución de las contingencias que pueden ocurrir, lo hemos duplicado en el artículo adicional y secreto, aunque conocemos los riesgos que se corren prolongando por tanto tiempo la violenta situación en que se halla la República.
Tal es, visto en sus pormenores, el ajuste que hemos firmado. La obra que se nos encomendó por el Supremo Gobierno fue en sustancia la de recoger los restos de un naufragio: al contar y examinar estos preciso es que se extrañen no pocas cosas que perecieron en la borrasca. Nuestro territorio ha sufrido una diminución considerable; algunos hermanos nuestros quedarán quizá fuera de nuestra sociedad política; estas pérdidas son de las más sensibles que puede tener un pueblo. Sin embargo, si se considera la extensión, las calidades y ventajosa situación del territorio que conservamos, si se recuerda, por ejemplo, que solo la Baja California es igual en tamaño a Inglaterra, y Sonora a la mitad de Francia; que dentro de nuestro suelo quedan los ricos minerales de la cordillera y los frutos de las dos zonas; que en ambos mares poseemos un extenso litoral y que por él puede mantenerse un comercio provechoso con Europa, con América y con Asia, nos convenceremos de que si México no es algún día una nación muy feliz y aún una nación grande, su desgracia no provendrá de falta de territorio. Plegue al Todopoderoso que la dura lección que acabamos de pasar sirva para hacernos entrar en buen consejo y curarnos de antiguos vicios. Sin esto nuestra perdición es segura: por el camino que hemos seguido se llegará siempre al punto donde estábamos hace pocos días, y no siempre será dado salir de él. México acabará y acabará quizá en breve y con ignominia. Si este lenguaje pareciere áspero, nosotros hemos debido huir de toda lisonja y decir a la nación la verdad pura y sin disfraz. Los aduladores de los pueblos han hecho en el mundo mayores males que los aduladores de los reyes.
Permítanos Vuestra Excelencia manifestarle antes de concluir que el buen concepto que en la primera negociación se formó del noble carácter y altas prendas del Sr. Trist se ha confirmado cumplidamente en esta segunda. Dicha ha sido para ambos países que el Gobierno americano hubiese fijado su elección en persona tan digna, en amigo tan leal y sincero de la paz: de él no quedan en México sino recuerdos gratos y honrosos.
Sírvase Vuestra Excelencia aceptar nuestra atención y respeto. — Dios y libertad. México, Marzo 1º de 1848. — Bernardo Couto. — Miguel Atristain. — Luis G. Cuevas. — Excelentísimo Señor Ministro de Relaciones.
Notas:
(1) Palou. — Vida de Fr. Junípero, cap. 16
(2) Crónica seráfica y apostólica, tomo 2º, en el prólogo.
(3) Informe del conde de Revillagigedo, número 9.
(4) Idem.
(5) Véase el informe del conde de Revillagigedo, número 54.
(6) Véase Humboldt, Ensayo político, libro 3º, capítulo 8º, pár. XII. Diccionario geográfico de América, del coronel Alredo, art. Sonora.
(7) Teatro americano de D. José Antonio Villaseñor, cosmógrafo de Nueva-España, tomo II, págs. 359 y 416.
(8) Lib. III, cap. 8°, pár. 14.
Derecho internacional mexicano. Tratados y convenios concluidos y ratificados por la República Mexicana, desde su independencia hasta el año actual, acompañado de varios documentos que le son referentes. Edición oficial. México: Impr. de Gonzalo A. Esteva, 1878. Primera parte. 706 págs., pp. 228-250.
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