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Selección de textos y documentos:

Doralicia Carmona Dávila

© Derechos Reservados
ISBN 970-95193

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1847 El Presidente de la República a los habitantes de su capital y al ejército que la defiende.

9 de agosto de 1847

El enemigo, ciego por su orgullo, emprendió su marcha para esta capital. ¡Mexicanos! Yo me congratulo con vosotros, porque se aproxima el gran día en que afianzaréis los destinos de la patria, vengando sus injurias y escarmentando para siempre al pérfido invasor. Engreído él por las lisonjas de la fortuna, viene á desafiar vuestro denuedo, y se precipita á buscar su sepulcro en el magnífico valle que nuestros antepasados ilustraron con su heroico valor.

Sí: trescientos veintiséis años ha que un pueblo de valientes asombró al mundo con sus proezas; que luchó contra enemigos superiores en el arte de la guerra y divinizados por el error; que peleó día á día, palmo á palmo, hasta ganar un nombre inmortal.

Cierto es que sucumbieron al fin los aztecas; mas la historia, al cubrir de luto la página en que transmitió la catástrofe de su imperio á las edades futuras, dejó consignados los hechos de los preclaros varones, que dominados por un destino injusto, supieron morir con gloria. Herederos sois de ella: vosotros, mexicanos, los igualaréis en constancia y en firmeza, y la Providencia os concederá el triunfo, porque vuestra causa es santa, y porque el enemigo no os excede ni en número, ni en pericia, ni en el arrojo que decide la suerte de los combates..

¡Mexicanos! La conquista os hizo pertenecer á la raza noble y generosa que se honra con la memoria de Numancia y de Sagunto, y que en tiempos más modernos os presenta ejemplos que imitar en las defensas de Zaragoza y de Gerona. Ha llegado para vosotros la época en que manifestéis que los descendientes de los héroes, son también héroes bajo el hermoso cielo del Nuevo Mundo.

¡Mexicanos! Hijos sois de los campeones que bajo la inspiración del anciano de Dolores guerrearon once años continuos, y probaron la indomable energía de un pueblo que quiere ser libre. Vosotros acompañasteis al ínclito caudillo de Iguala en la empresa colosal de convertir una menguada colonia en Nación independiente, y siete meses os bastaron para vencer un poder que se apoyaba en antiguos hábitos y prestigios. Nuevos laureles escogisteis en las márgenes del Pánuco, donde fui el primer testigo de vuestra decisión en los campos de batalla. Los recuerdos os ensalzan: vuestras propias hazañas fundan vuestro orgullo, y no desmentiréis la fama que habéis alcanzado.

Una nación que osó apellidarse nuestra hermana y amiga para adormecernos, usurpó traidoramente una rica parte de nuestro territorio, y nos ha traído la guerra con todos sus desastres y horrores, porque hemos defendido los mismos derechos que tenía reconocidos en solemnes tratados. No ha habido astucia, no ha habido engaño, ni artería que no haya empleado, para arrancamos una posesión reconocida, y ha apelado á la fuerza cuando consideró seguro el golpe, y que debilitados por las contiendas civiles, no podríamos resistir. La sangre de nuestros hermanos se ha derramado con profusión en Palo Alto, La Resaca, Monterrey, en Veracruz y en Cerro Gordo; y todavía se atreven los asesinos de los mexicanos, á proclamar con escándalo de la civilización, que promueven nuestra dicha. ¿Cuál dicha? ¿La de imponer sobre: las frentes de la raza africana el degradante sello de la esclavitud? ¿La de levantar templos, rivales de los templos del culto verdadero? ¿La de exterminar la raza de los indígenas, así como han destruido las de los Seminoles y Cherorokies? ¿La de desterrar las costumbres dulces y sencillas del Mediodía, para reemplazarlas con las ásperas de los habitantes del polo helado? ¿La de hacer desaparecer todas las leyes y las instituciones ante los vergonzosos patíbulos de Linch? ¿La de reemplazar á un pueblo hospitalario con otro pueblo que todo lo sacrifica al interés y á la codicia? ¿Será, en fin, la ventura que prometen, la de derribar de su solio á una Nación soberana para aumentar ese Zodiaco, símbolo de la violencia y de la usurpación? Una Nación esclava de otra, no puede prosperar, y México comprende bien los humildes destinos del vencido y humillado.

¡Soldados mexicanos! Las esperanzas de la Patria se cifran hoy en el entusiasmo con que os preparéis á defender la independencia, que es vuestra más gloriosa conquista. La victoria que tantas veces ha coronado nuestras sienes, va á ser la recompensa de vuestros afanes, y llega él día en que la historia se apodere de vuestros nombres para inmortalizarlos. Si os espera la suerte de los valientes, vuestros hijos contemplarán que vuestro sepulcro es el altar de la Patria y el blasón de su nobleza. Si fuerais mutilados, sobreviviréis á vuestra gloria, vuestra será la admiración de todos los camaradas en el campo del honor. Después del triunfo, una nación os deberá su existencia: esta nación es vuestra Patria, y os recompensará con generosidad. El cobarde no pertenece á vuestras filas; arrojad de ellas al que vacile, despojadlo de las insignias que son el emblema del patriotismo, de la disciplina y del valor, y maldecidle siempre. Enmudecerán, si, enmudecerán vuestros calumniadores y vuestros émulos; y cuando adviertan que se asocian en el peligro y en la gloria las milicias del pueblo y los veteranos del Ejército, confesarán que las armas son la defensa y no la amenaza de la República.

Bendigo á la Providencia porque me ha concedido presidir á un triunfo decisivo, ó morir, como lo prometí, desde 1821. Cuento con la cooperación de los habitantes de la primera Ciudad del Continente Americano; cuento y confío en el esfuerzo de los bravos que han jurado vencer ó perecer conmigo. ¿Podrán imponernos diez ó doce mil soldados que se lanzan al centro de una población que los detesta? No; los castigaremos y los castigará el Dios que protege la justicia de las naciones.

¡Mexicanos! ¡Compañeros de armas! Valor y constancia. Grandes intereses nos están encomendados; los salvaremos, y también el nombre y dignidad de la gran nación á que pertenecemos. Será nuestra divisa en el combate: INDEPENDENCIA ó MUERTE.

México, Agosto 9 de 1847.-Antonio López de Santa-Anna.