16 de septiembre de 1847
Con el pesar más profundo os anuncio, que después de continuos y extraordinarios esfuerzos, y al cabo de quince horas de continuo combate, me vi obligado á abandonar la capital cuando nuestras filas se habían disminuido tan notablemente, para salvar á ese digno pueblo de los estragos de los proyectiles del enemigo que había penetrado á nuestras líneas más cercanas, regando el paso con sus cadáveres y con los de los dignos mexicanos que defendían heroicamente, palmo á palmo; el honor y derechos de su patria. Testigos habéis sido de que creando recursos donde no los había, trabajando día y noche, preparé las defensas á la ciudad de México; de que formé y reuní un poderoso ejército, á fin de arrancar algún favor á la fortuna tan esquiva con nosotros. La insubordinación de un General trastornó todo mi plan de operaciones, como ya lo sabéis. En el convento y puente de Churubusco recibió entonces el enemigo duras lecciones reproducidas dos veces en el fuerte de Chapultepec, también en las garitas de Belem y San Cosme, y últimamente en la Ciudadela. Mas el valor de muchos de nuestros soldados de la guardia y del Ejército no siempre fue secundado; y si bien á fuego y sangre, el enemigo, en día funestísimo para la Nación, se hizo dueño de su capital. Yo he buscado ansioso la muerte por todas partes, porque pérdida tan grande excitaba mi más justo despecho. En Chapultepec recibí una contusión, en Belem traspasaron mi vestido las balas enemigas, y á mi derredor desaparecieron los mejores soldados de la República. ¿Qué me puede restar en medio de este duelo y angustia universal? La estéril satisfacción de la conciencia, la de haber sostenido personalmente el combate hasta el último extremo, la de haber vendido cara al enemigo su sorprendente victoria. El me vio de frente en la Angostura, en Cerro Gordo, en Churubusco, en Chapultepec, en Belem, en San Cosme y en la Ciudadela, y me encontrará, yo os lo juro, doquiera que fuere útil y glorioso combatir.
Debo también anunciaros que acabo de renunciar espontáneamente la Presidencia de la República, llamando á ella, con arreglo á la Constitución, al Presidente de la Suprema Corte de Justicia con dos acompañados, que serán los depositarios del Poder, mientras que el Congreso Nacional designe quién ha de regir en lo futuro nuestros destinos. Cuando el Poder se me confió en muy aflictivas circunstancias, lo acepté para combinar los elementos de resistencia que pudiera haber en el país; y al avanzar el enemigo sobre la capital, reasumí también el mando militar para oponer una acción fuerte y concentrar todos nuestros recursos para su defensa; mas las circunstancias han cambiado después de la ocupación de México, y la separación de mandos es ya conveniente para servir á los mismos objetos. Combatir al enemigo en la línea de comunicación con Veracruz desde la capital, es una necesidad urgente, y para mí debí tomar esta responsabilidad, por qué mi puesto es siempre el de mayor peligro. La Magistratura Suprema no podía exponerse á los azares de la guerra, y era preciso fijada en el centro de la población y de la riqueza, para que la República no se entregue á los desórdenes de la anarquía, y para que pueda alzarse otra vez con poder y con gloria contra sus injustos invasores. He aquí por lo que he dimitido un poder que me era tan afanoso y tan amargo; y así, al recibirlo como al dejarlo, no he aspirado más que al bien de mi cara patria. Errores habré cometido en el desempeño de mis obligaciones civiles; mas estad muy seguros de que mis deseos y mis esperanzas no han conocido otro estímulo que el noble de sostener el rango de la Nación en que vi la luz primera y que me ha colmado de honores y beneficios. Dije antes solemnemente, y repito ahora, que no desconfío jamás de la suerte de mi patria. Si callan las facciones alguna vez para escuchar su voz soberana, si reunimos nuestros votos y nuestros afanes, aun es tiempo de arrojar al enemigo del suelo que mancha con su presencia. Os consta que yo resistí una paz deshonrosa que reducía á la República á la nulidad más absurda y más completa. La Nación ha apetecido, y aun apetece, la guerra: continuémosla, pues, con gran denuedo, y mi ejemplo será el más fervoroso. Las facciones no me disputarán ya el Poder que gustoso abandono; si me disputaran el campo de batalla, allí me encontrarán sereno y firme, consagrado como siempre á la más generosa y santa de las causas. ¿Qué importan las desgracias? El infortunio es el crisol de las naciones, y nunca es más grande la mexicana que cuando lucha con el destino para arrancarle la victoria, que Dios y la justicia le prometen. ¡Mexicanos! Treinta y siete años ha que proclamasteis vuestra Independencia entre escarmientos y peligros: sostenedla para siempre.
Villa de Guadalupe, Septiembre 16 de 1847.-Antonio López de Santa-Anna.
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