Abril 30 de 1847
I
La paz es una indeleble ignominia
Honorable Congreso. Hay un temor que contrista todos los ánimos, que lentamente corroe y destruye todo entusiasmo, que produce el peor de los estados en que pueden hallarse los pueblos o los individuos: el de la incertidumbre: y el origen de tan grave mal es el vago rumor, porque no quiero decir funesto presentimiento, de que hay en México una porción infame de la sociedad que piensa hacer a todo trance la paz con Norteamérica, por no perder las materiales ventajas que esta paz produce; por no hacer en obsequio del honor nacional y de la dignidad humana, tan vilmente hollados en nosotros, el insignificante sacrificio de cambiar por unos cuantos meses el régimen de vida; por ceder al pueril e inconcebible susto que le ha inspirado la noticia de armas de algún poder. Un inexplicable sentimiento de vergüenza, de indignación y despecho, impide hoy al Ejecutivo del Estado a depositar en el seno de la representación michoacana sus dudas y temores; dudas, no de lo que debe hacer; temores, no de lo que debe arrostrar, sino de la funesta influencia que sobre los espíritus tímidos, sobre las almas pacatas, sobre los hombres comodines, puede ejercer el infame rumor que esparcen el miedo de algunos y la casi universal corrupción.
Hay quienes quieran hacer la paz; ¿y saben estos insensatos lo que hoy sería la paz para la República? Hay quienes quisieran hacer la paz. Y quienes tal pretenden, ¿se han formulado siquiera las consecuencias de semejante infamia? Hay quienes quieran hacer la paz; ¿y se ignora acaso o se aparenta ignorar, que éste sería el último medio a que podía acudirse como conveniencia pública, cuando hubiésemos llegado al último punto de la desesperación? Si hoy que sólo hemos perdido algunas ciudades, algunas ridículas batallas; si hoy que todavía no hemos ensayado el único sistema que pudiera sernos provechoso, el de las guerrillas, y aún nos queda mucho que emprender; si hoy que el enemigo no hace más que amagar a la capital de la República, ya se piensa en pedirle una paz oprobiosa, ¿qué se dejaría para cuando verdaderamente hubiésemos padecido por la guerra; para cuando hubiésemos hecho todo aquello de que somos capaces Y viésemos que resultaban inútiles nuestros esfuerzos? En nombre de Dios y de cuanto hay de santo, que cada uno ponga la mano en su conciencia, y que en un momento en que callen sus pasiones se pregunte imparcialmente: ¿he hecho yo cuanto estaba en mi arbitrio para corresponder a la sagrada obligación social de defender esta patria a la que debo cuanto soy civilmente? Y cuando la conciencia le diga, como infaliblemente debe decimos a todos, que bien poco o nada se ha hecho, ¿habrá resolución para tratar de paz? ¿Será posible un tal desentendimiento de todos los deberes sociales, una tal abnegación sobre todo lo que es grande y generoso, una tal renuncia de todo lo que honra a los pueblos? ¿Podrán los rastreros y mezquinos intereses de conservar en pie cuatro adobes, algunas cabezas de ganado o algunos puñados de semillas, anteponerse al fallo inexorable de la historia? ¿Qué hemos hecho? ¿Qué podíamos hacer todavía? Esto era lo que debía discutirse, y no entregarse maniatados, como tímidas y estúpidas ovejas, a la insultante rapacidad de nuestros enemigos.
La paz, la paz no sería para México sino al tiempo mismo que el sello de una indeleble ignominia, la condición más ventajosa para su nuevo conquistador. Examinemos por un momento, ¿cuáles serían las condiciones de éste? Coger de nuestro territorio tal y tal parte que le permitiese establecerse sobre el Pacífico, por comunicaciones directas con sus posesiones del Atlántico: hacerse pagar los gastos de la guerra procurando aumentarlos más con intereses y premio de anticipaciones y cambios de plazas; y por último, coger una garantía para el pago puntual de tal demanda; y en punto a garantía ninguna más conveniente que la que tiene ya indicada, de conservar intervenidos todos nuestros puertos. Ahora bien; todo esto para México significaría perder hasta la esperanza de satisfacer su enorme deuda nacional; perder la parte más grande, y acaso la más rica de su territorio; perder con los productos de las aduanas marítimas la posibilidad de hacer sin grandes vejaciones sobre los ciudadanos, ni aun los gastos de su administración interior, perder el título de nación y con él todas las ventajas de ser una, porque ningún pupilo puede representar tal carácter. Para los Estados Unidos, la paz sería la saciedad de su injusto odio y de su exagerado desprecio, de su insaciable rapiña y de su espíritu de expansión; sería en vez del desenlace de una guerra, el producto de un cálculo mercantil, cuyos elementos no fuesen ya materia prima, máquinas y mercados, sino hombres y armas, batallas y una paz pingüe: sería no sólo consagrar en parte los derechos que con la fuerza pretende adquirir, sino quitar a tal pretensión toda su odiosidad: consintiéndola nosotros, sería ahorrarles aun los cuidados y gastos de conservar su conquista; sería, en una palabra, volvernos a una condición peor que la de los mismos esclavos que hoy manchan sus instituciones, porque ésos, al menos, sólo dan a sus amos el producto de su trabajo, mientras nosotros les daríamos el del nuestro y el de nuestras propiedades.
Cortés, aherrojando al desgraciado Moctezuma, azuzando unas contra otras las naciones que aquí encontró, destruyendo los dioses del país y disponiendo de todo él con más libertad que de sus bienes propios, nos trajo al menos otra civilización diversa y superior a la que tenía aquella rama de nuestros padres; pero los representantes de Washington, ¿qué nos traen? Los que aquí debieran representar esa civilización de cuya falta nos acusan, de esa libertad y ese progreso de que se jactan, ¿vienen a damos algo?
¿Puede consentirse esto? El que hoy deposita el poder ejecutivo de Michoacán consentiría antes en ver su degradación física de la especie a que pertenece en la escala de los seres, que consentir moralmente en esa misma degradación. Súfrala México, capital, si su corrupción llega al punto no sólo de haber causado la mayor parte de los males que pesan, sobre el infeliz México, país; sino al de renunciar la última ocasión que acaso le presente nuestra historia para mostrar algún rasgo de dignidad; pero que no lo sufra Michoacán, señor; que Michoacán empobrecido por haber tenido el honor de defender con heroica constancia el principio federal, no se abata por la miseria en que ha caído, y que combata hasta su completa destrucción, que cierto no le vendrá por conservar un principio de muy más alta importancia, el de la nacionalidad en la pobre México. Se ha dicho, señor, que las naciones ya no mueren; que la historia del hombre ya no presenta ejemplos como los de Troya, Babilonia y Cartagena; pero esto no es cierto. En nuestros mismos días la Polonia ha dejado de ser nación, y deje en buena hora Michoacán de ser estado, cese su hermoso, variado y rico territorio de ser pisado por la planta humana, antes que consentir en la paz con Norteamérica, porque esta paz destruye lo que hoy somos y lo que podíamos ser, nuestros intereses materiales y nuestra dignidad en la historia.
Dígnese, pues, ese Honorable Cuerpo, en representación del Legislativo de Michoacán, protestar, como el Ejecutivo protesta ante la República y el mundo, que jamás, jamás, jamás reconocerá cualquiera tratado que sobre paz se haga con los Estados Unidos, si previamente no desocupan sus fuerzas todo nuestro territorio; y si aquel Gobierno no reconoce nuestro derecho a la competente indemnización de los males que nos ha causado.
Dios, libertad e Independencia. Morelia, Abril 29 de 1847. Melchor Ocampo.
II
El sistema de guerrillas como defensa nacional
Exmo. Sr. Aun las personas de criterio que han contribuido directamente al nombramiento de Presidente sustituto, lo acusan de imbecilidad y apatía porque nada hace: este Gobierno sabe que tal acusación es injusta porque sí hace; pero sabe igualmente que es bien poco lo que pueda y deba hacerse en el sentido en que se le inculpa.
La situación de la República, que no pudo ocultarse años hace sino a los que no veían más que a través de su buena voluntad, si había buena fe, de su pasión si había intereses innobles, o de su ignorancia y la limitación de sus capacidades, impide que se haga la guerra de masas, que se den batallas y que así se pueda destruir un ejército compacto, bien disciplinado y mejor asistido. Todos los hombres pensadores, todos los que gustan de mirar las realidades que presenta una reflexión fría, han tenido hace mucho tiempo el convencimiento de que tal guerra era imposible, y algunos tuvieron la fuerza de alma y la energía necesarias, para arrostrar el ciego sentimiento de los predicadores de ella. En público y en secreto hubo varios de estos hombres pensadores que quisieron oportunamente desviar a la República del fatal sendero en que la guiaba a su perdición por la guerra, el mal entendido orgullo de los unos y la malicia de otros que explotaban en beneficio suyo el solo sentimiento que conservaba alguna nacionalidad, el sentimiento de la independencia: en aquella época los hombres pusilánimes y poltrones, que con tanta falta de pudor hablan hoy de paz, debieron esforzar sus razones para que México se manifestara digno del nombre de civilizado. Sí, la guerra es un resto de barbarie, y los pueblos que han llegado a un alto grado de civilización la huyen como el peor de los azotes, como lo que más los desviaría de su objeto. Pero México se manifestó entonces lo que era; y probó que no tenía la previsión ni la cordura que hubieran impedido la guerra, manifestando así aquel grado de civilización en que más se estima el valor y el orgullo de los guerreros que la tranquilidad de las ciencias y de las artes.
Justo, lógico, necesario es por tanto que México conserve el mismo carácter, sin lo cual se deshonra para siempre, porque probará que no tiene las virtudes de ninguna de las situaciones de la humanidad.
Aun aquel sentimiento que antes nos unía, el amor de un suelo libre, se encuentra hoy desvirtuado, como se encontró en 1845, entre esa clase abyecta e insensata, que pensó encontrar el remedio de los males de México en la importación de un amo exótico: el despecho de no poder triunfar del torrente de la civilización, el culto interno que algunos conservan al rey su amo, y el odio a los principios y a los hombres de 1824, formó este bando. El mismo despecho contra estos siervos, contra sus máximas retrógradas, contra sus principios ultramontanos, contra su criminal egoísmo y su ignorancia, ha hecho pensar a muchos que aceptando la dominación de nuestros vecinos del Norte, la humanidad da un paso entre nosotros, el doble despotismo de la espada y el incensario se cura radicalmente, y México, la infortunada, la despreciable, la befada México, se convierte así en parte integrante de ese coloso de poder, que contra la voluntad de cuantos quisieran ahogar el germen de la perfección humana, da, aun en medio de los extravíos a que lo ha conducido el engreimiento de su prosperidad, una prueba diaria de que la libertad es el más noble dote del hombre, de que su ejercicio le conduce a la plenitud de la verdadera ciencia, a la posesión del verdadero arte, de que sólo ella puede, poniendo al hombre en el mundo de las realidades, hacerlo dueño de la naturaleza y engrandecer sus facultades. Estos mismos creen que más ventajoso será para México enviar sus diputados a Washington, que seguir la tempestuosa vida en que nos hemos arrastrado cinco lustros, sin gozar los bienes materiales.
Perdido así el sentimiento de la independencia, perdido del todo el espíritu público, es necesario que estos dos resortes vuelvan a templarse con el infortunio, y que no sea, sino después de pasado éste, cuando los verdaderos amantes de la República, conservando en ella todo lo que es bueno y destruyendo en los días del infortunio mismo todos esos abusos que se lo han originado, puedan restablecer a México en el lugar que la Providencia le destina, y a la porción de humanidad que sobre él vive en el verdadero camino del progreso.
Pero mientras, ¿cómo hacer la guerra? ¿Tenemos masas organizadas? ¿Podemos, reuniéndolas, improvisar su disciplina? ¿Tenemos armas con que hacer útil ésta? Por triste que ello sea, es necesario decirlo: nada tenemos y el enemigo lo sabe, por la íntima persuasión de que la guerra es nuestro único recurso, la voluntad de hacerla y la certeza de que una paz que hoy se firmara, no produciría ni las bajas y mezquinas ventajas que sus partidarios pretenden sacar de ella. Por fortuna el Soberano Congreso Extraordinario, con una prudencia y tino que lo hará pasar honrosamente a la historia, ha proveído anticipadamente a las tentativas de esa infamia. Michoacán, como los demás estados en donde la corrupción no es tan grande, como en esa capital, en donde la dignidad humana se estima en más que las comodidades materiales de la vida; si por desgracia, y el oprobio de México, hubiese traidores que parodiando un gobierno hablaran de paz, peleará contra ellos lo mismo que contra sus enemigos. ¿Qué harán entonces éstos?
Hagamos, pues, la guerra; pero del único modo que nos es posible. Organicemos un sistema de guerrillas, ya que nos las ha formado el entusiasmo popular, que en otras naciones ha sido su origen: abandonemos nuestras grandes ciudades, salvando en los montes lo que de ellas pueda sacarse, porque perjudicial, a más de estéril, sería su defensa, si alguna se pretendiese, pues que sólo produciría la destrucción material de sus edificios, por la dotación pirotécnica de nuestros enemigos, y el aumento de sufrimiento para los infelices que en ellas queden, porque la resistencia no haría sino irritar al enemigo; y ya que no nos es dado imitar el bárbaro y selvático, pero heroico y sublime valor con que los rusos incendiaron su capital sagrada; ya que la de una República de 1847 ha de mostrar menos apego a la independencia que la de un pueblo de esclavos en 1812; imitemos por lo menos la táctica de nuestros padres en su gloriosa lucha contra el brillante tirano del siglo XIX.
Al dar cuenta V. E. con ésta mi opinión al Exmo. Sr. Presidente sustituto, dígnese manifestarle que sabré no insistir en ella, siempre que un sistema más cuerdo que haya ocurrido a su alta penetración, me convenza de la inutilidad del mío; pero que unido en sentimientos con ese gabinete en cuanto a la necesidad y conveniencia de hacer la guerra, aun cuando la República deje de hacerla; aun cuando Michoacán consintiera en la paz; aun cuando por esto se convirtiera en un ridículo, mi aversión por ésta consentiría primero en expatriarme que vivir en mi patria deshonrado.
Acepte V. E. con este motivo las seguridades de mi mayor aprecio.
Dios y libertad. Morelia, Abril 30 de 1847. Melchor Ocampo.
Exmo. Sr. Ministro de Relaciones. México.
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