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Selección de textos y documentos:

Doralicia Carmona Dávila

© Derechos Reservados
ISBN 970-95193

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1847 Mensaje del presidente Polk al Congreso de los Estados Unidos. (Fragmento).

Washington, diciembre 7 de 1847.

 

 

Conciudadanos del Senado y de la
Cámara de Representantes:

La reunión anual del Congreso es siempre un acontecimiento interesante. Los representantes de los Estados y del pueblo regresan de haber estado con sus electores para deliberar con ellos sobre materias de interés público.

Después de una existencia de cerca de tres cuartos de siglo como República libre e independiente, no nos queda ya por resolver el problema de si el hombre es capaz de gobernarse por sí mismo. El éxito de nuestro admirable sistema es una refutación concluyente de las teorías de aquellos que en otros países sostienen que unos cuantos favorecidos nacen para gobernar y que la masa de la humanidad debe ser gobernada por la fuerza. El pueblo, sin ninguna sujeción a ninguna autoridad arbitraria hereditaria, es el único soberano reconocido por nuestra Constitución. Un gran número de emigrantes de toda clase de linajes y de lenguas, se acumulan en nuestras costas atraídos por la libertad civil y religiosa de que gozamos y por nuestra feliz situación, y trasladan su corazón, al mismo tiempo que su homenaje, al país en donde la soberanía pertenece solamente al pueblo.

Ningún país ha sido tan favorecido ni reconoce con más profunda reverencia las manifestaciones de la Divina protección. El Omnisciente Creador nos dirigió y cuidó en la infancia de nuestra lucha por la libertad, y ha vigilado constantemente nuestro sorprendente progreso hasta habernos convertido en una de las grandes naciones de la tierra. En un país favorecido así y bajo un gobierno en que las ramas del Ejecutivo y del Legislativo mantienen su autoridad por períodos limitados, derivándola del pueblo, y donde todos son responsables ante sus respectivos electores, es donde vengo a cumplir nuevamente con el deber de comunicarme con el Congreso sobre el estado de la Unión y la situación actual de los negocios públicos.

Durante el año pasado se presentaron las pruebas más satisfactorias de que nuestro país ha sido bendecido con una amplia y universal prosperidad. No ha habido período, desde que el gobierno quedó establecido, en que hayan tenido más éxito las empresas industriales de nuestro pueblo, o en que el trabajo en todas las ramas de los negocios haya recibido una recompensa mejor y más justa.

Debido a nuestra abundancia, hemos estado en condiciones de cumplir con el agradable deber de proporcionar alimentos para los millones de seres hambrientos de los países menos favorecidos. En el goce de las liberalidades de la Providencia en el interior, que raras veces caben en suerte a los pueblos, es causa de satisfacción que nuestras relaciones con todos los poderes de la tierra, excepto México, continúen siendo de un carácter amistoso. Ha sido siempre nuestra constante política cultivar la paz y la buena voluntad con todas las naciones, y esta política ha sido proseguida invariablemente por mí.

No ha ocurrido ningún cambio en nuestras relaciones con México desde que entró en receso el último Congreso. La guerra que los Estados Unidos se vieron obligados a emprender con el Gobierno de ese país, continúa todavía.

Creo innecesario, después de la completa exposición contenida en mi Mensaje de II de Mayo de 1846 y en mi Mensaje Anual, al principio del período de sesiones del Congreso en Diciembre último, reiterar las graves causas de queja que teníamos contra México antes de que éste comenzara las hostilidades.

Basta decir en la presente ocasión que las injustificadas violaciones a los derechos de la persona y de la propiedad de nuestros ciudadanos cometidos por México, sus actos repetidos de mala fe durante una larga serie de años, y su desprecio de los Tratados solemnes que estipulaban la indemnización para nuestros ciudadanos agraviados, no solamente constituían amplia causa de guerra de parte nuestra, sino que fueron de tan grave carácter que nos habrían justificado ante el Mundo entero si hubiésemos acudido a este extremo remedio. Con sincero deseo de evitar una ruptura entre los dos países, nos abstuvimos durante varios años de defender nuestros indiscutibles derechos por la fuerza, y continuamos tratando de obtener reparación de los agravios que habíamos sufrido, mediante negociaciones amistosas, en la esperanza de que México cedería ante nuestra prudencia pacífica y ante nuestras demandas de justicia. En esta esperanza nos vimos defraudados. Nuestro Ministro de Paz enviado a México fue rechazado insultantemente. (1) El Gobierno Mexicano rehusó escuchar los términos de arreglo que aquél estaba autorizado a proponer, y finalmente bajo pretextos enteramente injustificados, envolvió a los dos países en la guerra, invadiendo el territorio de Tejas, dando el primer golpe y derramando la sangre de nuestros ciudadanos en nuestro propio suelo.

Aunque los Estados Unidos eran la nación agraviada, México comenzó la guerra y nos vimos obligados, en defensa propia, a repeler al invasor y a vindicar el honor y los intereses nacionales, prosiguiendo la guerra con vigor hasta que pudiésemos obtener una paz justa y honrosa.

Al saber que las hostilidades habían sido comenzadas por México, comuniqué inmediatamente al Congreso este hecho, acompañando una sucinta exposición de las demás causas de queja que teníamos contra México, y ese cuerpo, por Decreto de 13 de Mayo de 1846 declaró que "por actos de la República de México existe un estado de guerra entre ese Gobierno y el de los Estados Unidos".

Este decreto declarando que "existe la guerra por actos de la República de México" y proveyendo a su prosecución "hasta una conclusión rápida y feliz" fue aprobado con gran unanimidad por el Congreso, habiendo solamente dos votos negativos en el Senado y tan sólo catorce en la Cámara de Representantes.

Habiéndose declarado así por el Congreso la existencia de la guerra, era de mi deber conforme a la Constitución y a las leyes, dirigirla y proseguirla. He cumplido con ese deber; y aunque a cada etapa de la guerra he manifestado mi buena voluntad para terminarla por medio de una paz justa, México ha rehusado acceder a cualesquiera términos que pudieran ser aceptables para los Estados Unidos y compatibles con el interés y el honor nacionales.

El rápido y brillante éxito de nuestras armas, y la vasta extensión del territorio enemigo que ha sido invadido y conquistado antes de la clausura del último período de sesiones, fueron plenamente conocidos por este Cuerpo. Desde aquel tiempo la guerra se ha proseguido con creciente energía y me es satisfactorio afirmar que su éxito se gana la universal admiración. La historia no presenta un paralelo de tan gloriosas victorias realizadas por nuestra nación dentro de tan corto lapso. Nuestras tropas regulares y voluntarias se han cubierto de honores imperecederos. Dondequiera y cuandoquiera que nuestras fuerzas se han enfrentado al enemigo, éste ha sido derrotado, aun cuando fuese considerablemente superior en número, y estuviese muchas veces atrincherado en posiciones fortificadas a su elección, de considerable fuerza. Nunca será exagerado el elogio que se tribute a los oficiales y a las tropas regulares y voluntarias por su bravura, disciplina, valor indómito y perseverancia, que buscaban siempre los lugares de peligro y rivalizaban unas con otras en hazañas de noble intrepidez.

Si bien es cierto que el corazón de todos los patriotas debe regocijarse, y que un justo orgullo nacional debe henchir todos los pechos al contemplar las altas pruebas de valor, de destreza militar consumada, de firme disciplina y de humanidad para el enemigo vencido, de que dio pruebas nuestro valiente ejército, la Nación tiene que lamentar la pérdida de muchos bravos oficiales y soldados que han caído en defensa del honor y de los intereses de su país.

Las denodadas víctimas han hallado su triste destino en tierra extranjera desempeñando noblemente sus deberes y con el estandarte de su patria ondeando triunfalmente frente al enemigo. Sus patrióticas hazañas se aprecian justamente y serán recordadas durante mucho tiempo por sus compatriotas agradecidos. Los cuidados paternales del Gobierno a quien amaban y servían, deberán extenderse sobre sus familias supervivientes.

Poco tiempo después de clausurarse el último período de sesiones del Congreso, se recibieron gratas noticias de la señalada victoria de Buena Vista y de la caída de la ciudad de Veracruz, y con ella el Fuerte de San Juan de Ulloa [Ulúa], por el cual estaba aquélla defendida. Creyendo que después de éstos y otros éxitos tan honrosos para nuestras armas y tan desastrosos para México, era propicio el momento para proporcionar a éste otra oportunidad, si creía conveniente aceptarla, de entrar en negociaciones de paz, se nombró un comisionado que marchara al Cuartel General de nuestro Ejército con plenos poderes para entrar en negociaciones y concluir un tratado de paz justa y honorable. (2) No recibió instrucciones de hacer una nueva proposición de paz, sino que era portador de un despacho del Secretario de Estado de los Estados Unidos, para el Ministro de Relaciones Exteriores de México, de 22 de Febrero de 1847, en contestación a uno que se había recibido de este último. En ese despacho, el Gobierno Mexicano quedaba informado de su nombramiento y de su presencia en el Cuartel General de nuestro Ejército, y de que estaba investido de plenos poderes para celebrar un Tratado de Paz, siempre que el Gobierno Mexicano manifestara deseo de hacerlo así. Aunque no quería yo exponer a los Estados Unidos a otra repulsa bochornosa, estaba yo resuelto sin embargo a que no se prolongaran los males de la guerra ni un día más de lo que el Gobierno Mexicano considerara como absolutamente necesario.

Se tuvo gran cuidado de no dar instrucciones al Comisionado que pudieran entorpecer en ningún sentido nuestras operaciones militares o aflojar nuestras energías en la prosecución de la guerra.

El Comisionado no tenía autoridad de ningún género para influir sobre esas operaciones. Estaba autorizado para mostrar sus instrucciones al General en Jefe del Ejército y en el caso de que pudiera celebrarse y ratificarse de parte de México un tratado de paz, tenía instrucciones de dar aviso de ese hecho. Al ocurrir semejante contingencia y al recibirse noticia de ella, el General en Jefe tenía instrucciones de la Secretaría de la Guerra de suspender las operaciones militares hasta nuevas órdenes. Estas instrucciones se le dieron con objeto de hacer cesar temporalmente las hostilidades hasta que el tratado ya ratificado por México pudiese ser transmitido a Washington y sometido a la acción del Gobierno de los Estados Unidos. El Comisionado recibió también instrucciones de que al llegar al Cuartel General del Ejército entregara al General en Jefe el despacho que llevaba del Secretario de Estado para el Ministro de Relaciones de México, y, al recibirlo, el General tenía instrucciones del Secretario de la Guerra para mandar transmitirlo al Comandante de las fuerzas mexicanas con encargo de que lo comunicara a su Gobierno.

El Comisionado no llegó al Cuartel General del Ejército hasta después de que otra brillante victoria hubo coronado nuestras armas en Cerro Gordo.

El despacho que llevaba del Secretario de la Guerra para el General en Jefe del Ejército fue recibido por éste que se hallaba en Jalapa, el 7 de Mayo de 1847, juntamente con el despacho del Secretario de Estado para el Ministro de Relaciones Exteriores de México, los cuales le fueron remitidos desde Veracruz. El Comisionado llegó al Cuartel General del Ejército unos cuantos días después. Su presencia en el Ejército y su carácter diplomático se hicieron del conocimiento del Gobierno Mexicano desde Puebla el 12 de Junio de 1847, retransmitiéndosele el despacho del Secretario de Estado al Ministro de Relaciones Exteriores de México.

Muchas semanas pasaron después de su recibo, sin que el Gobierno Mexicano hubiera hecho proposiciones, ni mostrado deseos de entrar en negociaciones de paz.

Nuestro Ejército continuó su marcha sobre la capital, y cuando se acercaba a ella, encontró formidable resistencia. Nuestras fuerzas se enfrentaron desde luego con el enemigo y obtuvieron señaladas victorias en las batallas duramente peleadas de Contreras y Churubusco.

No fue sino después de que estas acciones militares se habían convertido en decisivas victorias y que la capital del enemigo estaba a nuestro alcance, cuando el Gobierno Mexicano manifestó disposición de entrar en negociaciones de paz; y aún entonces, como lo han probado los acontecimientos, hay razón para creer que era insincero y que al consentir en los trámites de las negociaciones, su objeto era ganar tiempo, fortificar las defensas de la capital y prepararse para nueva resistencia.

El General en Jefe del Ejército creyó conveniente suspender las hostilidades temporalmente, pactando un armisticio con objeto de que pudieran abrirse las negociaciones. Se nombraron comisionados de parte de México para reunirse con el Comisionado de los Estados Unidos. El resultado de las conferencias que tuvieron lugar entre estos funcionarios de los dos gobiernos para concluir el tratado de paz, fue un fracaso.

El Comisionado de los Estados Unidos llevaba consigo un proyecto de Tratado previamente preparado, conforme a cuyos términos la indemnización que pedían los Estados Unidos era una cesión de territorio.

Es bien sabido que la única indemnización que México puede pagar para satisfacer las justas y largamente aplazadas reclamaciones de nuestros ciudadanos y el único medio por el cual puede reembolsar a los Estados Unidos los gastos de guerra, es una cesión a los Estados Unidos de una parte de su territorio. México no tiene dinero para pagar y no tiene otros medios de satisfacer la indemnización requerida. Si nosotros rehusamos esto, no podremos obtener nada más. Rechazar la indemnización, rehusando aceptar una cesión de territorio, equivaldría a abandonar nuestras justas demandas y a emprender la guerra cargando con todos sus gastos sin propósito u objeto definido. (3)

Un estado de guerra abroga los tratados previamente existentes entre los beligerantes, y un tratado de paz pone fin a todas las reclamaciones de indemnización por actos injustos cometidos bajo la autoridad de un Gobierno contra los ciudadanos o súbditos de otro, a menos que se tomen en cuenta en sus estipulaciones. Un Tratado de Paz que hubiera terminado la guerra existente sin proveer a la indemnización hubiera proporcionado a México, el deudor reconocido y el agresor en esta guerra, la ocasión de librarse de sus justas responsabilidades.

Por semejante tratado nuestros ciudadanos, que tienen justas reclamaciones contra México, no tendrían recurso ni contra él ni contra su gobierno. Nuestro deber hacia estos ciudadanos debe impedir semejante paz, y un Tratado que no provea los medios amplios de cumplir con esas demandas, no puede recibir mi autorización.

Un tratado de paz debería zanjar todas las diferencias existentes entre los dos países. Si se hiciera una adecuada cesión de territorio conforme a ese Tratado, los Estados Unidos librarían a México de todas sus responsabilidades y asumirían el pago que debe hacerse a nuestros propios ciudadanos. Si en vez de esto los Estados Unidos tuvieran que consentir en un Tratado por el cual México se comprometiera otra vez a pagar las pesadas sumas que constituían una justa indemnización a nuestro Gobierno y a nuestros ciudadanos, es notorio que aquel no posee los medios para hacer frente a semejante empresa. Con semejante Tratado no podría anticiparse otro resultado que las mismas desilusiones irritantes que hasta aquí han acompañado a las violaciones de estipulaciones semejantes de parte de México. Ese tratado no sería más que una suspensión temporal de hostilidades sin restaurar la amistad y la buena inteligencia que deben caracterizar las futuras relaciones entre los dos países. (4)

Es obvio que el Congreso tenía la intención de adquirir una indemnización territorial cuando este Cuerpo hizo provisión para la continuación de la guerra. El Congreso no pudo haber pensado que no se obtendría de México una indemnización al terminar la guerra, cuando en Mayo de 1846 autorizó el gasto de 10.000,000 de dólares y facultó al Presidente para emplear la milicia y las fuerzas navales y militares de los Estados Unidos y para aceptar los servicios de 50,000 voluntarios que lo pusieran en aptitud de proseguir la guerra, y cuando en su último período de sesiones, y después de que nuestro Ejército había invadido a México, decretó nuevas autorizaciones de fondos y autorizó el reclutamiento de tropas adicionales con el mismo fin; y sin embargo, era seguro que si no se adquiría ningún territorio de México, no podía obtenerse ninguna indemnización.

Es además claro que el Congreso tuvo el propósito de obtener una indemnización territorial, puesto que en su último período de sesiones se aprobó un decreto, por recomendación del Ejecutivo, autorizando el gasto de 3.000,000 de dólares con ese propósito explícito.

Esta autorización se hizo "para poner al Presidente en aptitud de concluir un tratado de paz de límites y de fronteras con la República de México para que éste. lo usara en el evento de que dicho Tratado, al ser firmado por los agentes autorizados de los dos gobiernos, y debidamente ratificado por México, autorizara el gasto de esa cantidad o de una parte de ella". El objeto de pedir esta autorización de fondos está claramente expuesto en los diversos mensajes sobre el punto que dirigí al Congreso. Las autorizaciones similares dadas en 1803 y 1806 a que se hizo referencia, tenían por objeto que los fondos se aplicarían como consideración parcial por la cesión de la Luisiana y de Las Floridas. De la misma manera era de preverse que al ajustarse los términos de un tratado de "límites y fronteras" con México, podría obtenerse una cesión de territorio que se calculaba sería de mucho mayor valor que la suma de nuestras demandas contra ese país, y que el pronto pago de esta suma (de tres millones) como parte de la compensación por el territorio cedido a la conclusión de un tratado y su ratificación por parte de México, podría ser un aliciente para que éste hiciera una cesión de territorio que fuese satisfactoria para los Estados Unidos; y aún cuando el fracaso de semejante Tratado hizo innecesario usar parte de los tres millones autorizados por aquel Decreto, y la suma entera permanece en la Tesorería, todavía queda en disponibilidad para ese objeto por si ocurriere la contingencia para la cual se otorgó la autorización de fondos.

La doctrina de no-territorio equivale a la doctrina de no-indemnización; y si se sancionara sería un reconocimiento público de que nuestro país no había tenido razón y de que la guerra declarada por el Congreso con extraordinaria unanimidad era injusta y debería abandonarse, admisión no fundada en hechos y degradante para nuestra reputación nacional. (5)

Los términos del tratado propuesto por los Estados Unidos no solamente eran justos para México, sino que deben considerarse como de un carácter muy liberal, teniendo en cuenta la naturaleza y el monto de nuestras reclamaciones, el injustificado principio de las hostilidades comenzadas sin provocación, los gastos de la guerra a que nos hemos visto obligados, y el éxito que han obtenido nuestras armas.

El Comisionado de los Estados Unidos estaba autorizado para convenir en el establecimiento del Río Grande como frontera desde su desembocadura en el Golfo hasta su intersección con la línea fronteriza meridional de Nuevo México, como a los 32° de latitud, y para obtener la cesión a los Estados Unidos de las provincias de Nuevo México y las Californias y el privilegio del derecho de paso a través del Istmo de Tehuantepec. La frontera del Río Grande y la cesión a los Estados Unidos de Nuevo México y la Alta California constituían un ultimátum del cual no podía apartarse nuestro Comisionado en ningún caso.

Nuestro Comisionado quedó autorizado para la devolución a México de todas nuestras conquistas, a fin de que quedara de manifiesto no sólo para México, sino para todas las otras naciones, que los Estados Unidos no estaban dispuestos a sacar ventaja de un país débil, insistiendo en arrebatarle todas las otras provincias, incluyendo muchas de sus principales ciudades y poblaciones que habíamos conquistado y mantenido en ocupación militar, sino que estábamos dispuestos a concluir un tratado con espíritu de liberalidad.(6)

Como el territorio que se pretende adquirir por la línea divisoria propuesta, podría ser [seguramente era] de mayor valor que el equivalente equitativo de nuestras justas demandas, nuestro Comisionado quedó autorizado para estipular el pago de la compensación pecuniaria adicional que se creyera razonable. (7)

Los términos de un tratado propuesto por los Comisionados Mexicanos fueron absolutamente inadmisibles. Negociaban como si México fuese la parte victoriosa y no la vencida.

Sabían que su ultimátum no podría ser aceptado. Pedían a los Estados Unidos que desmembrara a Tejas, entregando a México aquella parte del territorio del Estado que se encuentra entre el Río

Nueces y el Río Grande, incluido dentro de sus límites conforme a sus leyes, cuando era una República independiente y cuando se anexó a los Estados Unidos y fue admitido por el Congreso como uno de los Estados de nuestra Unión. No contenía disposición ninguna para el pago que debiera hacer México de las justas reclamaciones de nuestros ciudadanos. Exigía una indemnización a los ciudadanos mexicanos por perjuicios que hubieran sufrido por nuestras tropas en la prosecución de la guerra. Pedía para México el derecho de cobrar, conforme a la tarifa mexicana de impuestos, los que se hubiesen causado sobre mercancías importadas por sus puertos cuando estaban ocupados militarmente por nosotros durante la guerra, y cuyos propietarios habían pagado a los funcionarios de los Estados Unidos las contribuciones militares que se habían impuesto sobre esos efectos; y se ofrecía ceder a los Estados Unidos por una consideración pecuniaria, la parte de la Alta California que quedara al norte del grado 37. Tales eran los términos irracionales propuestos por los comisionados mexicanos.

La cesión que México hiciere a los Estados Unidos de las provincias de Nuevo México y las Californias, tal como fue propuesta por los comisionados de los Estados Unidos, se creía (por el Gobierno de Estados Unidos) más de acuerdo con la conveniencia y los intereses de ambas naciones que cualquiera otra cesión de territorio que pareciera probable que México estuviera dispuesto a hacer.

Es manifiesto para todos los que han observado la condición real del Gobierno Mexicano durante los años pasados y en la actualidad, que si esas provincias las conservara México éste no podría continuar durante mucho tiempo reteniéndolas y gobernándolas.

México es demasiado débil para gobernar estas provincias que están situadas a una distancia de más de mil millas de su capital, y si intentara retenerlas constituirían por poco tiempo, y sólo nominalmente, una parte de su territorio. Este sería particularmente el caso de la Alta California. La sagacidad de poderosas naciones europeas ha dirigido su atención desde hace tiempo hacia la importancia comercial de esa provincia, y hay poca duda de que en el momento en que los Estados Unidos abandonaran la ocupación actual de ella y su pretensión a una indemnización, se haría un esfuerzo de parte de algunas potencias extranjeras para apoderarse de ellas, sea por conquista o por compra. Si ningún gobierno extranjero la adquiriera por cualquiera de estos medios, probablemente los habitantes y los extranjeros que quedaran, o que se radicaran en ese lugar tan pronto como se supiera que los Estados Unidos la habían abandonado, establecerían en ella un gobierno revolucionario independiente.

Semejante gobierno sería muy débil para mantener su existencia separada e independiente por largo tiempo, y finalmente llegaría a anexarse o a convertirse en una colonia dependiente de algún estado más poderoso.

Si algún gobierno extranjero tratara de apoderarse de esa provincia como colonia, o de incorporársela de algún otro modo, tendríamos que mantener el principio proclamado por el Presidente Monroe en 1824, y reafirmado en mi primer mensaje anual, de que no permitiríamos que ninguna potencia extranjera asentara o estableciera una nueva colonia o dominio en ninguna parte del Continente Norteamericano. Al sostener este principio y al resistir la invasión de cualquiera potencia extranjera, nos veríamos envueltos en otras guerras más costosas y más difíciles que ésta en que ahora nos encontramos comprometidos.

Las provincias de Nuevo México y de las Californias son contiguas a los territorios de los Estados Unidos y si las pusiéramos bajo el gobierno de nuestras leyes, pronto se desarrollarían sus recursos minerales, agrícolas, manufactureros y comerciales.

La Alta California está limitada al norte por nuestras posesiones de Oregón, y si estuviera en poder de los Estados Unidos pronto quedaría poblada por una parte de nuestra población, fuerte, emprendedora e inteligente. La Bahía de San Francisco y otros puertos a lo largo de la costa de California, proporcionarían abrigo a nuestra Marina, a nuestros numerosos barcos balleneros y a otros barcos comerciales empleados en el Océano Pacífico, y en muy poco tiempo se convertirían en mercados de extenso y provechoso comercio con China y con otros países del Oriente.

Estas ventajas, de las cuales participaría todo el mundo comercial, las obtendrían los Estados Unidos por la cesión de este territorio; y en cambio es cierto que mientras permanezcan formando parte de los dominios mexicanos, no podrán ser aprovechadas ni por México mismo, ni por ninguna otra nación.

Nuevo México es una provincia fronteriza y nunca ha sido de considerable valor para México. Por su localización está conectada naturalmente con nuestros establecimientos occidentales. Los límites territoriales del Estado de Tejas, tales como los definían sus leyes antes de su ingreso en el seno de nuestra Unión, abarcan también aquella porción de Nuevo México que queda al Oriente del Río Grande, mientras que México reclama todavía ese territorio como parte de sus dominios. El arreglo de esta cuestión de límites es importante.

Hay otra consideración que induce a creer que el Gobierno Mexicano podría y aún desearía colocar esta provincia bajo la protección del Gobierno de los Estados Unidos. Numerosas bandas de salvajes feroces y belicosos merodean en sus inmediaciones.

México ha sido y continuará siendo demasiado débil para reprimirlos e impedir que cometan depredaciones, robos y asesinatos, no solamente contra los habitantes de Nuevo México mismo, sino contra otros Estados del norte de México. Sería una bendición para todos estos Estados del Norte que sus ciudadanos estuvieran protegidos contra los indios salvajes por la fuerza de los Estados Unidos. En este momento muchos mexicanos, sobre todo mujeres y niños, se encuentran cautivos entre los salvajes. Si Nuevo México fuera retenido y gobernado por los Estados Unidos, podríamos impedir efectivamente que esas tribus cometieran semejantes atentados y obligarlas a soltar a sus cautivos, y a volverlos al seno de sus familias y de sus amigos.

Al proponer la adquisición de Nuevo México y de las Californias, se sabía ya que una porción poco considerable del pueblo mexicano tendría que traspasarse juntamente con el territorio, puesto que el país que abarcan estas provincias es mayormente una región deshabitada.

Estas fueron las consideraciones fundamentales que me indujeron a autorizar los términos de paz que se propusieron a México. Estos fueron rechazados, y habiendo terminado las negociaciones se renovaron las hostilidades. Se hizo un asalto por nuestro valiente ejército contra los lugares fuertemente fortificados que se hallan a las puertas de la ciudad de México, y contra la ciudad misma, y después de varios días de dura lucha, las fuerzas mexicanas, muy superiores en número a las nuestras, fueron arrojadas de la ciudad y ésta fue ocupada por nuestras tropas.

Inmediatamente después de que se recibieron informes del resultado desfavorable de las negociaciones, determiné retirar a nuestro Comisionado, creyendo que su continuada presencia con el Ejército no podría conducir a nada bueno. El despacho para este efecto le fue enviado con fecha 6 de Octubre último. El Gobierno Mexicano quedará informado de su retiro y de que en el actual estado de cosas, yo no considero conveniente hacer ningunas otras proposiciones de paz; pero que en cambio, estaré dispuesto en cualquier momento a recibir y considerar cualesquiera proposiciones que haga México.

Desde que en Abril último se decidió hacer estas liberales proposiciones de los Estados Unidos, se han causado considerables gastos y se ha derramado la preciosa sangre de muchos de nuestros patriotas conciudadanos en la prosecución de la guerra. Esta consideración y la obstinada terquedad de México para prolongar la guerra, debe influir sobre los términos de paz que anteriormente se había considerado conveniente aceptar.

Habiendo salido victoriosas nuestras armas en todas partes, estando sometido a nuestra ocupación militar gran porción del territorio enemigo, incluyendo su capital, y habiendo fracasado las negociaciones de paz, surge el problema importante de la manera como la guerra debe proseguirse y cuál debería ser nuestra futura política. No me cabe duda de que deberíamos afirmar y aprovechar las conquistas que ya hemos hecho y que con esta mira debiéramos retener y ocupar por nuestras fuerzas militares y navales todos los puertos, ciudades, villas y provincias que ahora ocupamos o que en lo sucesivo caigan en nuestro poder; y que deberíamos seguir adelante con nuestras operaciones militares e imponer contribuciones militares al enemigo, hasta donde sea posible, para sufragar los gastos futuros de la guerra.

Si el Gobierno de México hubiera accedido a los términos equitativos y liberales que se le habían propuesto, ese modo de arreglo habría sido preferible. Pero habiéndose rehusado México a hacer esto y no habiendo ofrecido ningunas otras condiciones que pudieran ser aceptables para los Estados Unidos, el honor nacional y los intereses públicos requieren que se prosiga la guerra con creciente energía y fuerza hasta que se pueda obtener una paz satisfactoria y justa. Entre tanto, como México ha rehusado pagar indemnización alguna, deberíamos adoptar medidas para indemnizamos nosotros adjudicándonos permanentemente una porción de su territorio. Muy al principio de la guerra nuestras fuerzas tomaron posesión de Nuevo México y de las Californias. Nuestros comandantes militares y navales recibieron instrucciones para conquistarlos y retenerlos con sujeción a lo que dispusiera un tratado de paz.

Estas provincias están ahora bajo nuestra indiscutida ocupación y así lo han estado durante muchos meses, habiendo cesado toda resistencia de parte de México dentro de sus límites. Estoy convencido de que nunca deberemos devolverlas a México. Si el Congreso está de acuerdo conmigo en esta opinión y en que deben retenerse por los Estados Unidos como indemnización, no veo razón para que la jurisdicción civil y las leyes de los Estados Unidos no deban extenderse desde luego sobre ellas. No sería una buena política esperar hasta que se celebre un tratado de paz tal como estamos dispuestos a hacerlo y por virtud del cual nuestras relaciones hacia esas provincias no podrían cambiar; mientras que nuestro propio interés y el de la gente que habita esas provincias requiere que se establezca tan pronto corno sea posible y bajo nuestra autoridad un gobierno libre, estable y responsable. Si el Congreso por consiguiente determina que retengamos esas provincias permanentemente y que en lo sucesivo se consideren como partes constitutivas de nuestro propio país, será muy importante para mejor protección de las personas y de las propiedades el establecimiento de gobiernos territoriales en ellos. Contribuirá a promover la paz y la tranquilidad entre los habitantes el aliviarlos de todo temor que todavía pudieran tener de que esas provincias volvieran a la jurisdicción de México. Solicito la pronta y favorable consideración del Congreso sobre este importante problema.

Además de Nuevo México y de las Californias, hay otras provincias Mexicanas que han sido sometidas a nuestro poder por medio de la conquista. Esas otras provincias Mexicanas están ahora gobernadas por nuestros comandantes militares y navales conforme a la autoridad general que a un conquistador le confieren las leyes de la guerra. Deberá continuarse reteniéndolas como medio de obligar a México a acceder a las justas condiciones de paz. Se necesitan funcionarios, tanto civiles como militares, para establecer ese gobierno. Debería fijarse por medio de la ley una compensación adecuada para esos funcionarios, que debería tornarse de las contribuciones impuestas al enemigo. Las demás medidas que sea necesario tornar respecto a esas provincias y el destino final que sea conveniente darles, dependerá del progreso futuro de la guerra y de la conducta que México crea conveniente seguir en lo sucesivo.

Dada mi manera de pensar no puedo favorecer la política que se ha sugerido de retirar el Ejército completamente o de retirarlo hasta determinada línea simplemente para mantenerla o defenderla. Retirar nuestro Ejército por completo de las conquistas que se han realizado mediante actos de bravura no igualada y a costa de tanta sangre y dinero, en una guerra justa por nuestra parte, y provocada por actos del enemigo que no pudimos evitar honrosamente, sería rebajar a la nación en su propia estima y en el concepto que de ella tiene el mundo. Retirarse a determinada línea para limitamos a mantenerla y defenderla, no haría terminar la guerra.

Por el contrario alentaría a México a perseverar y tendería a prolongarla indefinidamente. No es de esperarse que México, después de rehusarse a establecer una línea como frontera permanente cuando nuestros ejércitos victoriosos están en posesión de su capital y se hallan en el corazón del país, permitiera después que mantuviéramos esa línea sin resistencia. No puede haber duda de que México continuaría la guerra de la manera más vejatoria y más molesta, se tendría constantemente una guerra de frontera a lo largo de una extensa línea, que requeriría mantener en el campo un considerable ejército estacionado en puestos y guarniciones a lo largo de esa línea para protegerla y defenderla. El enemigo, aliviado de la presión de nuestras armas en sus costas y en las partes más populosas del interior, dirigiría su atención a esa línea, y eligiendo un punto aislado para el ataque, concentraría sus fuerzas sobre él. Esto crearía una situación que los mexicanos, continuando su sistema favorito de guerrillas, preferirían a cualquiera otra.

Si tuviéramos que asumir una actitud defensiva en esa línea, todas las ventajas de semejante estado de guerra estarían de parte del enemigo. No podríamos imponerle contribuciones ni hacerle sentir de ninguna otra manera la presión de la guerra, sino que permaneceríamos inactivos y esperaríamos su aproximación estando en constante incertidumbre respecto del punto de la línea y del momento en que se le ocurriera atacar. El enemigo podría reunir y organizar una fuerza arrolladora en el interior, de su propio lado de la línea, y, ocultando sus propósitos emprender un ataque repentino sobre alguno de nuestros puestos, que, estando distantes uno de otro, nos privaría de la posibilidad de enviar socorros o refuerzos oportunos; y de este modo nuestro valiente Ejército estaría expuesto al peligro de ser batido en detalle; o si por su bravura no igualada, y las proezas de que ha dado muestras en todas partes durante esta guerra, rechazara al enemigo, el número de las tropas estacionadas en cualquier puesto sería sin embargo demasiado pequeño para emprender una persecución. Si el enemigo se viera rechazado en algún ataque no tendría otra cosa que hacer sino retirarse de la línea hacia su propio lado y sin el temor de que un Ejército que lo persiguiese pudiera reorganizarse con comodidad para otro ataque en el mismo o en otro lugar. Podría también cruzar la línea entre nuestros puestos, hacer incursiones rápidas en la comarca que estuviera en nuestro poder, asesinar a los habitantes, cometer depredaciones contra ellos, y luego retirarse al interior antes de que pudiera concentrarse una fuerza suficiente para perseguirlo. Tal sería probablemente el carácter molesto de una guerra meramente defensiva de parte nuestra. Si nuestras fuerzas, al ser atacadas o amenazadas con un ataque, tuvieran que cruzar la línea para hacer retroceder al enemigo y dominarlo, esto equivaldría nuevamente a invadir el territorio enemigo después de haber perdido todas las ventajas de las conquistas que ya hemos hecho, abandonándolas voluntariamente.

Para mantener con éxito y con seguridad semejante línea se requeriría un ejército tan grande como el que se necesitaría para retener todas las conquistas que ya hemos hecho y para continuar la guerra en el corazón del país enemigo. Y ni siquiera es seguro que los gastos de la guerra pudieran disminuir mediante esa política.

Estoy persuadido de que el mejor medio de vindicar el honor y el interés nacionales y de llevar la guerra a una conclusión honrosa, es proseguirla con creciente energía y fuerza en las partes vitales del país enemigo.

En mi Mensaje Anual al Congreso de Diciembre último, declaré que:

"La guerra no se emprendió con propósito de conquista, pero habiendo sido comenzada por México, ha sido llevada hasta el territorio enemigo, y será proseguida victoriosamente ahí con objeto de obtener una paz honorable, y por consiguiente, asegurar una amplia indemnización tanto por los gastos de guerra, como para nuestros ciudadanos que mucho han sufrido y que tienen grandes reclamaciones pecuniarias contra México".

Tal debe seguir siendo a mi juicio nuestra verdadera política; la única política, en verdad, que probablemente producirá una paz permanente. Nunca me he propuesto como objeto de la guerra emprender la conquista permanente de la República Mexicana, o anular su existencia individual como nación independiente. Por el contrario, ha sido siempre mi deseo que México mantenga su nacionalidad y que bajo un buen gobierno adecuado a sus condiciones sea una República libre, independiente y próspera. Los Estados Unidos fueron los primeros que reconocieron su independencia, siempre han deseado mantenerse en términos de amistad y buena vecindad con México. Esto no lo permitió y, debido a su conducta, nos hemos visto obligados a entrar en la presente guerra.

Al proseguir ésta no pretendemos el derrumbamiento de México como nación, sino que para vindicar nuestro honor nacional tratamos de obtener reparación de los agravios que nos ha inferido y una indemnización por nuestras justas reclamaciones contra él.

Pedimos una paz honrosa, y esa paz debe traer consigo una indemnización por el pasado y una garantía para el futuro. Hasta ahora México ha rehusado todo arreglo por medio del cual hubiera podido obtenerse la paz.

Mientras nuestras armas han avanzado de victoria en victoria, desde el principio de la guerra, han llevado siempre la rama de olivo en la mano y ha estado México en posibilidades de detener las hostilidades en cualquier momento con sólo aceptarla.

Un gran obstáculo para la consecución de la paz ha sido indudablemente el hecho de que México haya estado por mucho tiempo sometido a facciones o usurpadores militares uno tras otro; y tal ha sido la situación de inseguridad en que sus gobiernos sucesivos se han visto colocados, que cada uno de ellos se ha visto desalentado para hacer la paz por temor de que a causa de esto, otra facción rival lo expulsara del poder. Tal fue la suerte de la administración del Presidente Herrera en 1845, sólo por estar dispuesto a escuchar las proposiciones de Estados Unidos para impedir la guerra, como se confirmó plenamente por una correspondencia oficial que se cruzó en el mes de Agosto último entre él y su gobierno, y de la cual acompaño copia. "Por esta causa únicamente emprendió el General Paredes la revolución que lo derrocó del poder". Esa misma puede ser la situación de inseguridad del gobierno actual.

No puede haber duda de que los habitantes de México pacíficos y bien intencionados, están convencidos de que el verdadero interés de su país consiste en celebrar una paz honrosa con los Estados Unidos; pero el temor de ser víctimas de alguna facción militar o de algún usurpador, les ha impedido manifestar su manera de sentir por medio de una declaración pública. La eliminación de ese temor daría quizás ocasión a que pudieran manifestar sus sentimientos libremente y a que adoptaran las medidas necesarias para la restauración de la paz. Con un pueblo desorganizado y dividido por facciones contendientes y un gobierno sujeto a constantes cambios por sucesivas revoluciones, el éxito de nuestras armas podría no lograr una paz satisfactoria. En esas condiciones sería conveniente que nuestros comandantes generales en el campo dieran aliento y seguridades de protección a los amigos de la paz en México para el establecimiento y mantenimiento de un gobierno republicano libre que ellos eligieran y que fuese capaz y estuviera dispuesto a concertar una paz justa para ellos y que nos garantizara la indemnización que pedimos. Este sería el único modo de obtener la paz. (8)

Si ése pudiera ser el resultado, la guerra a que México nos ha obligado, se convertiría en una bendición perdurable para él. Después de haberlo encontrado hecho pedazos, aturdido por las facciones y gobernado por usurpadores militares, lo dejaríamos con un gobierno republicano gozando de una verdadera independencia, y de paz y prosperidad domésticas, cumpliendo con sus deberes en la gran familia de las naciones y promoviendo su propia felicidad por medio de leyes prudentes fielmente aplicadas.

Si después de proporcionar este aliento y protección, y después de todos los esfuerzos sinceros y perseverantes que hemos hecho desde el momento en que comenzamos la guerra con México, y aún antes para zanjar nuestras diferencias con él, fracasáramos al fin, entonces habremos agotado todos los medios honrosos de conseguir la paz y deberemos continuar ocupando el país con nuestras tropas, fijando nosotros mismos la plena medida de la indemnización y haciendo valer las condiciones que nuestro honor exige.

Obrar de otro modo en las condiciones actuales de México y retirar nuestro Ejército sin lograr la paz, no solamente dejaría sin reparación todos los agravios de que nos quejamos, sino que sería la señal para nuevas y más crueles disensiones civiles y para nuevas revoluciones, -todas igualmente adversas a las pacíficas relaciones con los Estados Unidos-. Además, hay el peligro, si nuestras tropas fueran retiradas antes de que se concluyese la paz, de que el pueblo mexicano, cansado de las sucesivas revoluciones y privado de protección para sus personas y propiedades, a la larga se sintiera inclinado a ceder a las influencias extranjeras y se echara en brazos de algún monarca europeo para protegerse contra la anarquía y el sufrimiento que tendrían que seguirse. Contra esto nos veríamos obligados a oponernos por nuestra propia seguridad, y en acatamiento a nuestra política establecida. Jamás podríamos consentir en que México se convirtiera en una monarquía gobernada por un príncipe extranjero.

México es nuestro vecino inmediato y sus fronteras son colindantes con las nuestras en toda su extensión a través del Continente Norteamericano de Océano a Océano. Por eso es que política y comercialmente tenemos el más vivo interés en su regeneración y prosperidad. A la verdad es imposible que teniendo en cuenta nuestra propia seguridad pudiéramos llegar a sentimos indiferentes respecto a su destino.

Es posible que el gobierno y el pueblo mexicanos hayan malinterpretado o malentendido nuestra indulgencia y nuestros propósitos al desear un ajuste amistoso de las diferencias existentes entre los dos países. Quizá supongan que podríamos sometemos a condiciones degradantes para nuestra nación o que hayan llegado a falsas deducciones por la supuesta división de opiniones en los Estados Unidos respecto a la guerra, y que hayan pensado ganar algo prolongándola, o que ultimadamente pudiéramos abandonarla por completo sin insistir en alguna indemnización territorial o de otra naturaleza. Cualesquiera que sean las falsas impresiones conforme a las cuales hayan obrado, la adopción y la prosecución de la energía política que propongo deberá desengañarlos muy pronto.

En la futura prosecución de la guerra debe hacerse sentir al enemigo el peso de esta, más de lo que hasta ahora lo ha sentido. Al principio se creyó conveniente proseguir la guerra con un espíritu de indulgencia y magnanimidad. Con este propósito a la vista al principio se adoptaron medidas para propiciarse, hasta donde lo permitiese el estado de guerra, a la masa de la población mexicana; para convencerla de que la guerra se había declarado, no contra los pacíficos habitantes de México, sino contra su gobierno desleal que había comenzado las hostilidades; para apartar de sus mentes la falsa impresión que sus gobernantes interesados e intrigantes habían tratado hábilmente de comunicarles, de que la guerra de nuestra parte era una guerra de conquista, de que era una guerra contra su religión y contra sus iglesias, que serían profanadas y derribadas, y que los derechos de las personas y la propiedad privada serían violados. Para disipar estas falsas impresiones nuestros comandantes en campaña recibieron instrucciones de respetar escrupulosamente su religión y la propiedad de sus iglesias, que de ninguna manera deberían de ser violadas; recibiendo también instrucciones de respetar los derechos de las personas y la propiedad de todos aquéllos que no tomaran las armas contra nosotros.

El Mayor General Taylor dio al pueblo mexicano seguridades a ese respecto por medio de una proclama expedida por instrucciones del Secretario de Guerra en el mes de Junio de 1846; y más tarde el Mayor General Scott, obrando por propia convicción sobre la conveniencia de expedirla, lanzó otra proclama en el mismo sentido con fecha 11 de Mayo de 1847.

Así fue como la guerra fue emprendida por parte nuestra con este espíritu de liberalidad y de conciliación, y con la mira de impedir que la masa de la población mexicana tomara las armas contra nosotros. Las provisiones y otros abastecimientos proporcionados a. nuestro Ejército por ciudadanos mexicanos eran pagados a precios equitativos y liberales por convenio entre las partes.

Después de unos cuantos meses se vio claro que estas seguridades y este trato moderado había fallado en cuanto a producir el efecto deseado sobre la población mexicana. Mientras que la guerra había sido manejada por nuestra parte de acuerdo con los más humanos y liberales principios que observan las naciones civilizadas, de parte de México se llevaba adelante con un espíritu muy diferente. Sin apreciar nuestra indulgencia, el pueblo mexicano se hizo generalmente hostil a los Estados Unidos y aprovechó toda oportunidad de cometer los más salvajes excesos contra nuestras tropas.

Grandes masas de población se levantaban en armas y emprendían una guerra de guerrillas, robando y asesinando de la manera más cruel a los soldados aislados o a pequeños pelotones que por accidente o por otras causas habían quedado separados del Cuerpo de nuestro Ejército; bandas de güerillas y de ladrones infestaron los caminos, hostigaron nuestros convoyes y cuantas veces pudieron cortaron nuestros abastecimientos.

Habiéndose mostrado los mexicanos enteramente incapaces de apreciar nuestra indulgencia y nuestra liberalidad, se creyó conveniente cambiar la manera de manejar la guerra, haciéndoles sentir su peso de acuerdo con las costumbres observadas en circunstancias similares por las demás naciones civilizadas.

Por consiguiente, desde el 22 de Septiembre de 1846 se dieron instrucciones por el Secretario de la Guerra al General Taylor para que "exigiera abastecimientos del enemigo" para nuestro Ejército, "sin pagar por ellos", y para que cobrara contribuciones para su sostenimiento si de esa manera creía que pudieran obtenerse abundantes provisiones para sus fuerzas. Al ordenar la ejecución de estas instrucciones se dejó necesariamente mucho a la discreción del oficial comandante, que estaba mejor enterado de las circunstancias que lo rodeaban, de las necesidades del Ejército y de la posibilidad de poner en vigor la medida. El General Taylor el 26 de Octubre de 1846 contestó desde Monterrey que "habría sido imposible en el pasado y lo sería ahora sostener el Ejército por medio de contribuciones en dinero o en provisiones". Por las razones que exponía no adoptó la política de sus instrucciones, pero declaró que estaba dispuesto a hacerlo "si el Ejército en sus futuras operaciones llegaba a alguna región del país en la cual pudiera obligarse a aprovisionar a las tropas con largueza". Y así fue como continuó pagando los artículos de abastecimiento que se requisicionaban en la comarca enemiga.

Instrucciones semejantes fueron enviadas al General Scott el día 3 de Abril de 1847, quien contestó desde Jalapa el 20 de Mayo de 1847 que si se esperaba "que el Ejército pudiera sostenerse por medio de contribuciones forzosas impuestas a la comarca, pronto arruinaríamos y exasperaríamos a los habitantes y nos moriríamos de hambre". A éste se le había dado la misma discreción que al General Taylor a ese respecto, y el General Scott, por las razones que expuso, continuó pagando los artículos de aprovisionamiento para el Ejército que se tomaban del país enemigo.

Cuando el Ejército hubo llegado al corazón de la región más rica de México se suponía que los obstáculos que antes lo habían impedido, no serían ya de tanta monta que hicieran impracticable la imposición de contribuciones forzosas para su sostenimiento; y el 1º de Septiembre y otra vez el 6 de Octubre de 1847, se repitió la orden en despachos enviados por el Secretario de la Guerra al General Scott, y se le llamó nuevamente-la atención sobre la importancia de hacer caer sobre el enemigo el peso de la guerra, exigiéndole que proporcionara los medios de sostener a nuestro Ejército, y recibió instrucciones de adoptar esta política, a menos que al hacerlo hubiera peligro de privar al Ejército de las provisiones. Copias de estos despachos se enviaron también al General Taylor para su gobierno.

El 31 de Marzo último, mandé que se expidiera una orden a nuestros comandantes militares y navales para imponer y cobrar una contribución militar sobre todos los barcos y mercancías que entraran por alguno de los puertos de México ocupados militarmente por nosotros, y para que se emplearan esas contribuciones en sufragar los gastos de la guerra. En virtud del derecho de conquista y de las leyes de la guerra, el conquistador, consultando su propia seguridad o conveniencia, puede, o eliminar totalmente el comercio exterior de esos puertos, o permitirlo bajo los términos y condiciones que prescriba. Antes de que los principales puertos de México estuviesen bloqueados por nuestra Marina, los ingresos derivados de los derechos de importación conforme a las leyes de México se pagaban al Tesoro Mexicano. Después de que esos puertos cayeron en nuestro poder se levantó el bloqueo y se permitió el comercio conforme a ciertos términos y condiciones prescritas. Se abrieron dichos puertos al tráfico de todas las naciones mediante el pago de impuestos más moderados por su cuantía de los que México cobraba enormemente, y el ingreso que antes se pagaba al Tesoro Mexicano se ordenó que fuera cobrado por nuestros funcionarios militares y navales y que se destinara al uso de nuestro Ejército y Marina. Se tuvo cuidado de que los funcionarios, soldados y marineros de nuestro Ejército y Marina, estuvieran exentos de la aplicación de esa orden y como la mercancía importada a que se referían esas órdenes, tendría que ser consumida por ciudadanos mexicanos, la contribución exigida equivalía en efecto a la confiscación de los ingresos públicos de México y a la aplicación de ellos para satisfacción de nuestras propias necesidades. El objeto de esta medida era obligar al enemigo a contribuir hasta donde fuese posible a los gastos de la guerra.

Por cuanto al monto de las contribuciones que han sido cobradas en esta forma me refiero a los Informes anexos del Secretario de la Guerra y del Secretario de Marina, de los cuales aparece que se ha cobrado una suma que pasa de medio millón de dólares. Esta suma indudablemente habría podido ser mucho más grande si no fuera por la dificultad de mantener abiertas las comunicaciones entre la costa y el interior para permitir a los dueños de la mercancía importada transportarIa y venderIa a los habitantes del país. Se espera confiadamente que esta dificultad será vencida en gran parte por nuestras fuerzas que en creciente número han sido enviadas al interior.

Se han adoptado recientemente medidas por virtud de las cuales los ingresos internos y externos de México y de todos los lugares que están ocupados militarmente por nosotros, sean incautados y destinados al uso de nuestro Ejército y Marina. La política de imponer contribuciones al enemigo en todas las formas consistentes con el Derecho Internacional que puedan adoptar prácticamente nuestros comandantes militares, en mi opinión debería ser aplicada rígidamente, y por consiguiente, se han dado las órdenes para ese efecto. Por medio de esa política, a la vez que nuestra Tesorería se verá aliviada de una fuerte sangría, se hará sentir al pueblo mexicano el peso de la guerra, y si consulta sus propios intereses, podrá inducírsele a exigir más apremiantemente a sus gobernantes que accedan a una justa paz.

Después de la clausura del último período de sesiones del Congreso nos llegó noticia de acontecimientos en la prosecución de la guerra que en mi opinión requerían mayor número de tropas en campaña de lo que se había pensado. La fuerza del Ejército se aumentó por consiguiente, aceptando los servicios de todas las fuerzas voluntarias autorizadas por el Decreto de 13 de Mayo de 1846, sin dar a este Decreto una interpretación que había sido seriamente objetada. Las fuerzas voluntarias que ahora están en campaña, contando con las que han sido aceptadas al servicio durante doce meses y fueron licenciadas al fin de su término de enganche, agotan los cincuenta mil hombres autorizados por ese Decreto. Si hubiera sido claro que una apropiada interpretación del Decreto los autorizaba, se habrían pedido y aceptado los servicios de un número adicional de voluntarios; pero existiendo dudas sobre este punto no se ejercitó esta facultad. Se considera importante que el Congreso, en los principios de su período de sesiones, dé facultades para reclutar una fuerza adicional de soldados de línea que sirvan durante la guerra con México y que puedan ser licenciados a su terminación, al ratificarse un Tratado de Paz. Llamo la atención del Congreso sobre los puntos de vista presentados por el Secretario de la Guerra en su informe sobre este asunto.

Recomiendo también que por Ley se confiera autorización para aceptar los servicios de un número adicional de voluntarios para que esa autorización se ejercite en la época y en la estación que lo requieren las emergencias del servicio.

A la vez que se ha tenido el mayor cuidado en evitar justas causas de queja, que nunca se han presentado, de parte de las naciones neutrales durante la guerra con México, se han concedido privilegios liberales a su comercio en los puertos del enemigo que están ocupados por nosotros.

(Siguen aquí otras partes del Mensaje que se refieren a cuestiones interiores o exteriores de los Estados Unidos sin relación con la cuestión mexicana.)

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Invocando las bendiciones del Omnipotente Soberano del Universo sobre vuestras deliberaciones, será mi más alto deber al mismo tiempo que mi más sincero placer, cooperar con vosotros en todas las medidas que tiendan a promover el honor y el bienestar duradero de nuestra patria común.

James K. Polk

 

 

Traducción y notas de Luis Cabrera.

1. Se repite aquí el mismo epíteto usado por PoIk en su Mensaje Anual de 1846 para calificar la actitud de México de no recibir a Slidell.

2. El Sr. Nicholas P. Trist, quien traía consigo como base para sus negociaciones un proyecto de tratado de paz redactado por el Departamento de Estado.

3. Obsérvese que México no fue quien propuso la cesión de su territorio, sino que esto constituía un propósito del Gobierno Americano y particularmente del Presidente PoIk, muy anterior a la guerra entre los dos países. Si los Estados Unidos sabían de antemano que México no podría pagar les gastos de una guerra sino por medio de una cesión de territorio, entonces la guerra fue emprendida como guerra de conquista. (Véanse las instrucciones dadas a Slidell ello de Noviembre de 1845, antes de la guerra, en donde se trataba ya de que éste obtuviera la cesión de Nuevo México y California).

4. Todos estos argumentos del Mensaje constituyen una respuesta a la opinión pública americana que condenaba la adquisición de territorio mexicano.

5. He aquí una curiosa doctrina que consistía en exigir la cesión de territorio para no aparecer haciendo una guerra injusta.

6. Magnánima liberalidad la de no adueñarse de todo México.

7. Como probablemente el trozo de carne que tuviera que cortarse excedería con mucho de la libra estipulada, Shylock fijaría lo que deseara cortar, con la oferta de pagar la diferencia, estimada por él mismo.

8. He aquí una forma "diplomática" de insinuar que los Estados Unidos debieran intrigar para poner en el poder un gobierno que estuviera dispuesto a hacer la paz en los términos que ellos deseaban.

 

 

Fuente: Messages and Papers of the Presidents.