San Ángel, Noviembre de 1847.
“No pude soportar vivir en México, y me vine a este pueblo, con tía Angelita, a quien sabes que considero como a mi segunda madre.
Mi tránsito a San Ángel fue entre familias de gente que se guareció como pudo, en jacales, ranchos y rancherías, cadáveres insepultos, caballos muertos, carros rotos, gente llorando errante, despojo sangre y todos los rastros de la destrucción y de la muerte.
La casa del señor Mora, en San Ángel, se había convertido en hospital de sangre; y allí los doctores Gabino Barrera y Juan N. Navarro, atendiendo con suma diligencia y caridad a los heridos.
A la entrada de los americanos a San Ángel, las generosas señoras de la familia, quisieron ocultar a los heridos, e instaron, tijera en mano, porque los doctores se tusaran los bigotes; pero éstos se resistieron y desafiaron frente a frente el peligro. Los americanos dispensaron todo género de atenciones a médicos y a heridos, lo que dan alto mérito a su civilización y humanidad.
Lo que ha dejado en mí, profundísima impresión fue el suplicio de los prisioneros irlandeses de San Patricio. Como sabes, esos infelices pertenecían al Ejército americano, y fueron en mucha parte seducidos por la influencia religiosa, porque todos eran cristianos, por los escritos elocuentísimos de Martínez de Castro Luis, dirigido por los señores don Fernando Ramírez y Baranda.
Los de San Patricio se habían creado vivísimas simpatías por su conducta irreprochable y por el valor y entusiasmo con que defendían nuestra causa.
A la noticia de la ejecución de los irlandeses, cundió la alarma, se movieron todo género de resortes, se aprontó dinero y se pusieron en juego todo género de influencias.
Por último, las señoras más distinguidas y respetables, hicieron una exposición sentidísima a Scott, pidiendo la vida de sus prisioneros.
Nadie se arriesgaba a llevar la solicitud al general en jefe americano, por la manera cruel con que había tratado a los portadores de semejantes pretensiones, pero un fraile Fr... ofreció llevar el escrito y abogar hasta el último trance por aquellas víctimas, fuesen los peligros que fuesen.
Ni ruegos, ni lágrimas, ni respetos humanos fueron capaces de ablandar aquel corazón de hiena, y se dispuso fuese llevada la orden terrible de muerte a puro e ineludible efecto.
Detrás de la plaza de San Jacinto, a la espalda de las casas que ven al oriente, se pusieron de trecho en trecho y se macizaron gruesos vigones con trabas gruesas, tendidas horizontalmente en la parte superior, colgando otras reatas verticales de espacio en espacio.
Los prisioneros fueron puestos en carros distribuidos según los claros de las vigas; a cierta distancia, entre gritos y chasquidos de látigos ataron con soga corrediza el extremo de los lazos colgantes al cuello de los prisioneros... y en medio de gritos hicieron correr a los caballos que tiraban de los carros, quedando balanceándose en los aires entre horribles convulsiones y muestras de dolor aquellos defensores de nuestra Patria...
Por supuesto que la agonía de aquellos mártires duró mucho tiempo... Los cuerpos de las víctimas fueron sepultados en el florido pueblecito de Tlacopac, situado entre Mixcoac y San Ángel."
Fuente: Prieto Guillermo. Memorias de mis tiempos. Tomo II 1840-1853.
|