Palacio Nacional. México, Julio 26 de 1846
MARIANO PAREDES Y ARRILLAGA, GENERAL DE DIVISIÓN Y PRESIDENTE INTERINO DE LA REPÚBLICA MEXICANA, A LA NACIÓN.
Como Presidente Interino de la República, anuncié solemnemente en el Manifiesto que dirigí á la Nación en 23 de Abril de este año, que el Gobierno de los Estados Unidos de América, sin respetar ningún principio de justicia, á la ofensa de haber admitido la incorporación de Texas á aquella República, había añadido la invasión de otros Departamentos: que á pesar de tantos y tan notorios agravios, no decretaba, sin embargo, la guerra, porque esa atribución no es del Ejecutivo, sino del Congreso de la Nación; pero que no podía dejar de ordenar, en cumplimiento de mis deberes y juramentos, que mientras ésta resolvía sobre la reparación de las ofensas recibidas, la fuerza fuese repelida con la fuerza, y el territorio mexicano y sus poblaciones defendidas á todo trance. No alcé, pues, el pendón de la guerra; proclamé solamente la resistencia á la invasión, y dejando aparte por entonces la cuestión de Texas, sobre la que habían intervenido contestaciones diplomáticas con los Estados Unidos, mandé intimar á las fuerzas que habían acampado sobre el territorio del Departamento de Tamaulipas, que retrocediesen, si no querían empeñar el choque de las armas, inevitable para los mexicanos en defensa de su propio suelo. Estas últimas palabras de paz no fueron escuchadas. Los invasores, sin miramientos á la justicia, y sin temor del fallo severo é imparcial del mundo civilizado, que no puede dejar de condenar las conquistas, bajo ningún pretexto ni apariencia, se negaron á retirarse á Texas, mientras que por negociaciones podía terminarse pacíficamente la cuestión sobre aquél territorio mexicano: permanecieron á la vista de nuestras tropas, fortificándose al alcance de nuestros tiros, tomando posición á la margen izquierda del Río Bravo, y en el caserío mexicano de Santa Isabel, cuyos moradores, sin medios de resistir á la invasión, incendiaron sus casas antes de abandonarlas, para que en ellas no se abrigasen los enemigos de su patria. El campo colocado entre aquellos escombros del caserío del Frontón, que siempre ha dependido de la jurisdicción de Matamoros, y las aguas del Bravo, ha sido ya el teatro de encuentros sangrientos.
Estos hechos hostiles y la ocupación posterior de Matamoros y otros puntos de nuestro territorio, precedieron á toda declaración de guerra, por parte de los Estados Unidos, cuyos actos y manifestaciones posteriores son también de guerra y amenazas de una agresión decidida sobre nuestro país. El Congreso de la Nación no ha podido, por tanto, sin oprobio y sin mengua, dejar de decretar la defensa de la República, y de prevenir los medios todos de hacerla eficaz.
Esta declaratoria del Congreso mexicano, contenida en el decreto de 6 del presente mes, no es un acto de la ambición que se lanza á las conquistas, para engrandecerse á expensas de otras naciones; es solamente el proveer á la propia conservación, por la cual se deben arrastrar, como menores, los mismos males de la guerra. Decretándola, los Representantes de la Nación ceden á la necesidad, mirándola como rescate de mayores desgracias, y como el medio de conservar el ser, la independencia y el honor nacionales.
Esta necesidad y la justicia de la causa que pone las armas en nuestras manos, ha ordenado el Congreso que se manifiesten á los habitantes de la República, que deben hacer los sacrificios que la guerra requiere, y á las naciones todas del mundo que van á presenciar nuestra lucha, pues que tienen intereses en la paz, y en que las usurpaciones del tiempo de la barbarie no reaparezcan formuladas bajo apariencias que de ninguna manera pueden justificar los despojos de la fuerza.
Esta resolución del Congreso, consignada en el decreto de 6 de este mes, es la que voy á cumplir, exponiendo breve y sencillamente las causas de la guerra que el pueblo mexicano se vio obligado á hacer, y que sostendrá por todos los medios autorizados por el derecho de gentes.
Texas fue sin contradicción parte íntegra del territorio de Nueva España, que es hoy el de la República Mexicana. Los Estados Unidos reconocieron ese hecho por el tratado de límites celebrado en Washington en 22 de Febrero de 1819, entre los Plenipotenciarios de aquel gobierno, por una parte, y por los del gobierno español, por la otra; y ese mismo tratado, ratificado solemnemente entre ésta y aquella República, por el que se ajustó en esta ciudad á 11 de Enero de 1828, y que de nuevo se ratificó en 5 de Abril de 1831, es el reconocimiento de que Texas pertenece á la República Mexicana. Sin embargo, los Estados Unidos tenían desde entonces el designio de apropiarse aquel territorio, según lo ha declarado terminantemente un representante autorizado de aquel gobierno cerca de éste, en una nota oficial que no ha sido desmentida, y á este fin protegieron la insurrección de los colonos que México admitió en aquel territorio; los auxiliaron para resistir á las tropas que fueron á reducirlos á la obediencia, apoyaron su independencia absoluta, y aceptaron por último su agregación á la Unión, no obstante la protesta que el representante de México hizo, de que tal agregación sería considerada como una declaración de guerra.
Estos hechos, comprobados por documentos oficiales y públicos, aunque ejecutados con la disimulación exigida por los compromisos de aquel gobierno con México y con las miras combinadas de asegurar la agregación sin los reproches de una usurpación sin disfraz, forman las primeras ofensas á nuestra nación. Fue el primer efecto de esos ataques á nuestros derechos, la interrupción de las relaciones de amistad entre ambos gobiernos; nuestro enviado en Washington pidió sus pasaportes, y se retiró al aprobarse en el Senado el decreto de incorporación de Texas. Bajo las protestas de paz y de los deseos de conservar nuestra amistad, que siempre han acompañado á los agravios, Texas fue guarnecido por tropas de la Unión americana: y como si no fuese ya bastante ofensa aquella aprobación, para conservarla en negociaciones que se iban á iniciar, un ejército considerable se internó y pisó el territorio de otros Departamentos de esta República, pasando el río de las Nueces, que fue siempre el límite del territorio de Texas, y la marina americana se presentó amenazante delante de nuestros puertos.
De una manera privada se preguntó entonces al Ministro de Relaciones Exteriores, si el Gobierno estaría dispuesto á recibir un enviado, que arreglase amistosamente todas las cuestiones que se controvertían entre ambos países. Estando las relaciones interrumpidas entre esta República y la del Norte, no podía aceptarse la misión de un enviado residente; pero deseando la paz, para establecerla si era posible, sin recurrir á las armas y tratar pacíficamente la cuestión de la agregación de Texas, que México había declarado miraría como declaración de guerra, se contestó que el Gobierno estaría "dispuesto á recibir al comisionado que el de los Estados Unidos enviase á esta capital, con plenos poderes para arreglar de un modo pacífico, razonable y decoroso, la contienda presente, dando con esto una prueba de que aun en medio de los agravios y de su firme decisión para exigir la reparación competente, el Gobierno de México no repele ni desprecia el partido de la razón y de la paz á que le invita su contrario".
Claro era, pues, y terminante, que se quería negociar pacíficamente, y que se prestaba el Gobierno Mexicano á recibir un comisionado especial; mas por un acto que no puede explicarse, supuesta la voluntad para el arreglo, el Gobierno de los Estados Unidos no envió un comisionado ad hoc, como se había ofrecido recibirle, sino un Ministro ordinario, como si estuviesen ambos países en relaciones de amistad, estando ya interrumpidas. El designio de tal proceder era bien notorio; la misión de un Ministro, en éstos términos acreditado, era de hecho el restablecimiento de la amistad, sin que precediese la reparación de la ofensa que la había turbado; y la no admisión del Ministro, debía prestar un motivo á aquel Gobierno para llamarse ofendido, y consumar bajo este pretexto lo que ya se había comenzado sin él.
Comprendiendo esa conducta insidiosa, el Gobierno Mexicano no vaciló en seguir la que indicaba el honor, sin temor de las amenazas. Una Nación más grande que la nuestra, podrá tal vez ocupar nuestro territorio, hacernos inmensos males y destruirnos, si se quiere; pero jamás humillarnos y envilecernos impunemente. Esto no será dado á ninguna Nación del mundo. No fue, pues, admitido el enviado americano en los términos que venía acreditado, reiterándole el ofrecimiento ya hecho, de que lo sería cuando sus poderes fueren contraídos á restablecer la armonía y la amistad interrumpidas entre ambos Gobiernos.
Mientras esto pasaba, el ejército americano salido de Texas, había venido ocupando el territorio del Departamento de Tamaulipas, hasta fijar sus banderas en el frontón de Santa Isabel, y acamparse en la margen izquierda del Río Bravo del Norte, apoderándose entonces de la navegación de éste por buques de guerra, y desarmando una partida de nuestras tropas que estaba de observación en la vía de Laredo.
Estas hostilidades fueron contestadas y repelidas sobre la margen izquierda del Río Bravo. Nuestras partidas batieron á las de los Estados Unidos; se interpusieron después nuestras tropas entre el frontón de Santa Isabel y el mismo río, en cuyos puntos se habían fortificado los invasores, quienes á consecuencia de una acción en que la fortuna no nos fue favorable, ocuparon la ciudad de Matamoros, abandonada por nuestras fuerzas.
Estas escenas de guerra han sido sobre una parte del Departamento de Tamaulipas, que nunca ha pertenecido al de Texas. Para llamarlo suyo los Estados Unidos, y pretender hacer pasar por una agresión contra su territorio la defensa de nuestro suelo, han supuesto, no sólo que Texas les pertenece, sino que aquel territorio se extiende hasta las márgenes del Río Bravo. Para abstraer la cuestión de Texas, y que sea de esta manera más patente la ofensa y el atentado de la invasión, debo patentizar aquí que el suelo en que se acampó y fortificó el ejército de los Estados Unidos y en el que ha corrido la sangre mexicana, no es ni ha sido jamás parte del territorio del Departamento de Texas.
Este nombre tenía en tiempo del Gobierno español una de las provincias que formaban la intendencia de San Luís Potosí, y sus límites estaban definidos al Sur por el río de las Nueces en la parte más oriental, siendo esa demarcación más estrecha hacia el grado 101 de longitud de Londres. Así marca los términos de aquella provincia la carta geográfica de J. B. Poirson, impresa en París en 1811, levantada sobre la del célebre y acreditado viajero barón de Humboldt.
Esta carta antigua, formada sobre los datos de los archivos del virreinato de Nueva España que el Sr. Humboldt tuvo á la vista, es un testimonio incontrovertible de que Texas jamás se extendió, más acá del río de las Nueces, y las leyes de la República Mexicana independiente, han confirmado y no alterado esta división territorial. El decreto del Congreso de 9 de Septiembre de 1823, contiene esa confirmación, especialmente respecto de las provincias que formaron la antigua intendencia de San Luís Potosí, de una manera explícita. Esta es la división que, con sólo la variación de nombres dados después de la Independencia, se ve en los mapas de la República Mexicana levantados en los Estados Unidos en 1828, organizados y definidos, dicen sus autores, según varias actas del Congreso de la República, y de las mejores autoridades. Está la que había antes que llegasen los primeros colonos á Texas; está la que regía y servia á todos los actos de la administración pública, cuando éstos enarbolaron el estandarte de la rebelión, y cuando se proclamaron independientes.
Esta división, esos límites, no están sólo escritos en las leyes de todas las épocas, y en las cartas geográficas levantadas antes y después de la independencia de México; están sancionados por su observancia no interrumpida antes y después de la insurrección" de Texas. El Gobierno de los rebelados allí, no era obedecido en pueblos situados más acá del Río de las Nueces. Al organizarse la representación popular en Texas, no han concurrido á formarla los vecinos de Laredo y de Santa Isabel, quienes, por el contrario, han sufragado siempre para el nombramiento de Diputados en el Congreso y Asamblea Departamental de Tamaulipas. Todas las poblaciones y rancherías situadas entre la margen izquierda del Bravo y la derecha del Río de las Nueces, han obedecido antes y después de la escisión de Texas á las autoridades de Tamaulipas y Coahuila, bajo cuyos límites estaban constituidas por las leyes, y han concurrido á elegir representantes en el Congreso y en sus respectivos departamentos. Las mismas proclamas del General de las tropas invasoras de los Estados Unidos, anunciándose de paz más acá del Río de las Nueces, y ofreciendo respetar la religión y las propiedades, dan ese testimonio de la agresión, bajo el nombre de ocupación.
¿Cuáles, pues, son los títulos por que han ocupado las tropas de los Estados Unidos los pueblos y los terrenos que habían estado sin interrupción bajo el Gobierno mexicano, que no concurrieron á formar el de Texas, ni á su agresión, manejada y consumada por los Estados Unidos?
Aquel Gobierno lo ha dicho á la faz del mundo, sin pararse á considerar que la evidencia y la publicidad de los hechos, serían pronto una contestación de esa falsedad. Ha dicho que el territorio de los Estados Unidos llega hasta las aguas del Río Bravo, porque así lo declaró el Congreso de los rebelados en Texas, en 18 de Diciembre de 1836; porque su jurisdicción se había ejercido más acá del Río de las Nueces; porque el país situado entre éste y el Bravo, había sido representado en el Congreso y en la convención de Texas; porque el Congreso de los Estados Unidos había reconocido lo mismo por la acta de 31 de Diciembre de 1845, en que mandó establecer una Administración de Rentas en dicho territorio, agregando que, por lo mismo, y porque era más fácil la defensa de Texas, situándose las fuerzas en el brazo de Santiago y á la izquierda del Río Bravo, se mandaron ocupar estos puntos el 31 de Enero, es decir, á los trece días de la creación de la Administración de Rentas, decretada por el Congreso. Así se ve que los títulos de la invasión se fundan en la invasión misma.
Los decretos del Congreso de Texas, se quiere que sirvan de título de adquisición de aquellos que no poseían los texanos, ni han poseído jamás, ni aun por una ocupación de hecho, y qué corroboren este título los decretos del Congreso de los Estados Unidos, dictando reglas de administración sobre los puntos que se iban á ocupar, para que así unos actos de usurpación, ejercidos en forma legislativa, justifiquen la usurpación hecha por medio de las armas.
Si Texas decretando sus límites en el Río Bravo era una nación independiente, comprendiendo en ellos poblaciones actualmente bajo la obediencia de México, Texas ejecutaba un acto de hostilidad, y un acto que no podía llevar á efecto sin una agresión sobre las poblaciones que pretendía dominar. Los Estados Unidos, obrando en nombre de los pretendidos derechos de Texas, han cometido esa hostilidad, tomando sobre sí la responsabilidad de la invasión á mano armada, sin que de ella pueda acusarlos la hipocresía de las palabras con que pretenden haber sido invadido el que llaman su territorio, cuando al entrar en el país la primera vez sus tropas de ocupación, han encontrado humeando los escombros de las casas de los mexicanos que no quisieron sufrir la ignominia de ser conquistados, y han establecido que una nación puede con las armas ir á poner sus límites más allá de las poblaciones que reconocen y han reconocido de tiempo inmemorial y sin contestación, al gobierno de la nación vecina.
No hay un solo antecedente en que fundar la extensión de los límites de Texas más acá del río de las Nueces. Si los Estados Unidos hubieran tenido, sin embargo, cualquiera razón para pretender derecho á agregarse territorios y poblaciones que estaban de facto bajo el poder del Gobierno mexicano, ¿no debería haber precedido á su entrega? El uso de los medios violentos antes de aquel preliminar necesario y establecido en los tratados existentes entre México y los Estados Unidos, ha sido otra ofensa y otra violación más de estos mismos tratados.
¿Qué sería de la justicia internacional, si las naciones pudiesen alegar como títulos á los territorios vecinos, sus propias declaraciones de pertenecerles? ¿Qué de la paz del mundo, si antes de toda discusión se procediese á las ocupaciones, y si la resistencia y la guerra contra ellas se llamase ultraje, agresión é invasión cometida por los gobiernos poseedores de los pueblos y territorios ensangrentados por ambiciosos conquistadores?
La cuestión podrá ser obscurecida ante el mundo que nos juzga con datos, con relación á los territorios despoblados á las inmediaciones del río de las Nueces; pero ¿cómo paliar la agresión del Frontón de Santa Isabel y la Boca de Santiago, la de Laredo, y la de las márgenes del Bravo? La sangre mexicana ha corrido en el campo que media en el Frontón de Santa Isabel y el Río Bravo, y á ese campo vino el Ejército de los Estados Unidos, saliendo de Santa Isabel, á atacar nuestras tropas que estaban acampadas en el territorio mexicano. Este hecho habla más alto que las tergiversaciones de nuestros enemigos.
Jamás, repito, el caserío de Santa Isabel nombró diputados para Texas ni concurrió á la convención; jamás el gobierno texano ejerció jurisdicción sobre él ni sobre el de Laredo, donde fueron desarmados nuestros soldados por sorpresa; jamás el brazo de Santiago ha sido un puerto texano, sino del comercio de la República, en que han anclado los buques americanos después de la insurrección de Texas, sujetos á los empleados de esta República, ni en estos puntos había existido hasta la invasión ningún funcionario de los Estados Unidos. Esas poblaciones jamás fueron administradas por el Gobierno de Texas, y no están ni han estado nunca dentro de la demarcación de aquella provincia. Si la situación de las tropas americanas en aquellos puntos, convenía al éxito de la agresión, y por eso fueron ocupados, así como la navegación del Bravo, las conveniencias de la ocupación no son títulos para ejecutarla, sino medios de ataque y de guerra. Entre dos de nuestras poblaciones las fuerzas mexicanas no podían estar pisando territorio extranjero, y aquel gobierno no podrá persuadir jamás que las funciones de guerra que en ese terreno intermedio ha habido entre sus tropas y las nuestras, se verificaron en suelo de los Estados Unidos, y que es de los mexicanos ese acto de agresión y la responsabilidad de la guerra que allí tuvo principio.
Tal es la verdad de los agravios que proclaman contra nosotros los Estados Unidos: tal es también el que el General Taylor, que manda el Ejército invasor, ha expresado en su comunicación de 22 de Abril último, dirigida al jefe de las fuerzas mexicanas situadas en Matamoros, asentando que había visto el incendio de las casas de Santa Isabel, hecho por los moradores á su aproximación, como un acto directo de guerra. ¡Reputar ofensa el acto heroico de incendiar la población sus propios habitantes para no sufrirla! ¿Cómo podría calificarse este hecho, si no se mirase como el sarcasmo añadido á la ofensa?
No hay una sola que se haya excusado hacer á México por parte de los Estados Unidos. Su territorio ha sido ocupado, sus tropas y poblaciones hostilizadas, sus puertos atacados, su comercio obstruido por bloqueos, sus rentas marítimas anuladas, y las amenazas de invasión repetidas.
Pero no es precisamente en el poder material en el que confía un enemigo, que hace consistir en la seducción su principal fuerza. El General Taylor en sus proclamas, en las publicaciones que. dirige en Matamoros y en su correspondencia, no tiene más objeto que desacreditar vil é indignamente al Gobierno mexicano: excitar á la desobediencia, fomentando todas las semillas de sedición, para que reducida la Nación mexicana á un estado de completa anarquía, caiga fácil presa de las miras ambiciosas de los Estados Unidos: con este fin promueve abiertamente la escisión de los Departamentos del interior, con el halago de proporcionarles que formen bajo la protección de los Estados Unidos una pequeña república que ya denomina del Río Grande, ofreciendo en ella un porvenir de felicidad, no siendo otro su intento sino que esa separación sea el preliminar cierto de su agregación á los Estados Unidos, como se hizo en Texas: intenta persuadir, que sólo por unión á aquéllos pueden ser felices los pueblos, no sólo de México, sino de Centro América y de las demás Repúblicas del Sur, del Imperio del Brasil, y de las posiciones inglesas del Canadá, formando todas así unidas una sola nación, de que espera y se promete una representación omnipotente para los mismos Estados Unidos. Protesta en su proclama, fechada en Matamoros el 15 de Mayo, que no viene á invadir el territorio mexicano, hablando desde él, y declara que la República de Washington no emprende conquista, sino que con el derecho del primer ocupante, toma cuanto la civilización no posee, y agrega cuanto quiere unírsele, para extender hasta donde pueda ser, la benéfica influencia de los principios que profesa.
Así obra el General de una Nación que se llama grande y generosa, sirviéndose del mismo idioma ruin que contra el Gobierno han empleado las facciones interiores, tratando de lisonjearlas, atizando la rebelión y la anarquía, que fueron siempre los mejores aliados de un invasor extranjero. Así se intenta amortiguar el odio cierto con que debe contar un Ejército invasor, queriendo convertirlo y volverlo contra el Gobierno nacional. Ofrecen los norteamericanos dar en cambio de su dominación la libertad y la democracia, la paz y la abundancia. Sí, la libertad, la paz y la abundancia que han llevado á las tribus indígenas, precisándolas á vivir errantes; la democracia de que goza la gente de color en los Estados Unidos, privada de todo derecho civil y político y excluida de todos los actos públicos y aun de los religiosos.
Indignos son ciertamente esos medios reprobados con que se siembra la división para alcanzar la dominación sin riesgos; pero lo que es más alarmante, más inexplicable y de escándalo inaudito, es el proclamar en nombre de la civilización los principios de rapacidad de los usurpadores. Decir que una Nación tiene derecho de agregarse todas las poblaciones que se le quieran incorporar, es predicar la perturbación de la paz del Universo. El mundo civilizado, interesado en conservarla, combatirá, no hay duda, ese principio trastornador. Los límites de las naciones quedarían así inciertos y alterables por las sediciones del descontento de algunos súbditos, convirtiéndose la rebelión en título de adquisición, para los vecinos fuertes, que llegándose á hacer omnipotentes por las usurpaciones, amenazarían después aun á las naciones de primer orden. ¿Qué sería entonces de los tratados de límites? ¿Qué de la integridad del territorio de las naciones?
No, no tienen estas el derecho de levantar una bandera de sedición y usurpar el territorio de las vecinas, á título de extender hasta donde se pueda, la benéfica influencia de los principios que profesan, ni tampoco pueden invadir todo lo que la civilización no posee. El diverso grado de esto sería luego un nuevo título que se pretendería hacer valer, y ¿quién definiría en la tierra cuáles pueblos exceden á otros en civilización?Proclamado ese principio por los Estados Unidos, su doctrina podría servir entre ellos mismos, porque efectivamente, la civilización condena la esclavitud autorizada en aquella nación con afrenta de la humanidad. Sean cuales fueren las leyes, la religión, las costumbres y los adelantos de un pueblo, los otros no tienen el derecho de invadirlo y dominarlo por decirse más cultos y mejor constituidos. El respeto debido á los límites de cada nación, según se hallan establecidos por el derecho positivo de los tratados es la garantía que asegura las posesiones respectivas de las naciones; proclamando el General en Jefe del Ejército de Ocupación de los Estados Unidos la usurpación en nombre de la civilización, ha dicho un escándalo que debe alarmar á todas las naciones, arrojando así la semilla de la perturbación entre ellas.
Los Estados Unidos, por lo pasado, han sido para México un amigo infiel y cauteloso, y por lo presente un enemigo que, al tiempo mismo que nos arrebata un Departamento, pone los ojos en los que nos ha de arrebatar mañana. A nadie puede ya ocultarse que la guerra que nos hacen no terminará definitivamente, sino cuando ya no tengamos territorios de que ser despojados. No es, pues, una guerra de límites, es una guerra de existencia para la Nación Mexicana, que se ve precisada á aventurarlo todo para conservar su nombre y su nacionalidad, y probar al Gabinete de Washington, que México podrá ser agobiado y destruido por la guerra que se le hace; pero nunca sometido, y menos reducido por imprevisión ó debilidad á hacer una transacción vergonzosa por cada usurpación: que tiene que hacernos una guerra desastrosa, ó que renunciar á sus conquistas sobre nuestro territorio.
Hemos tomado, pues, las armas por nuestra independencia, por nuestra seguridad y por nuestro honor; y si esto es duro, penoso y terrible, no por eso las dejaremos hasta afirmar nuestra nacionalidad y sus títulos, ó perecer con gloria. Males, y muy graves, podrá hacernos una nación que tiene más recursos, que la nuestra; pero sería intolerable y afrentoso el evitarlos á expensas de nuestro honor y de nuestra seguridad futura.
El Gobierno de los Estados Unidos, confiado en la debilidad que supone en nuestra República, y en las sediciones que él mismo fomenta entre nosotros para destruir con ellas todos los medios de resistencia, ha creído que podía hollar sin miramiento todo principio de justicia, y romper todos sus pactos más solemnes para con la Nación mexicana; pero cualesquiera que sean las ventajas de que se enorgullece, México, unido por la energía del Gobierno, por la realidad y crecimiento de los peligros, y por el odio á la invasión extranjera, hará sentir á sus enemigos, que no se ocupan las ciudades en el interior como los despoblados, y que nos quedan medios terribles con que volver daño por daño. El instinto de la defensa será mayor que el de los halagos de la seducción con que se atiza la anarquía para hacernos impotentes por ella; y la Providencia Divina, que siempre proteje la justicia, favorecerá, como no lo dudo, la más justa de todas las causas.
El Gobierno mexicano no ha buscado ni provocado los males de la guerra: no pudiéndolos evitar se resigna á ellos; y si ahora opone la fuerza á la agresión, no se rehusará á recibir y á escuchar proposiciones de paz; pero sólo aceptará las que teniendo por base la seguridad del territorio de la República, sean compatibles con el honor nacional.
Palacio Nacional. México, Julio 26 de 1846. — Mariano Paredes y Arrillaga.— Joaquín María del Castillo y Lanzas, Ministro de Relaciones Exteriores, Gobernación y Policía.
República Mexicana. Informes y manifiestos de los poderes Ejecutivo y Legislativo de 1821 a 1904. México, Imprenta del Gobierno Federal. 1905. Tomo III, pp. 281-288.
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