Mayo de 1846
La guerra con México
Sr. presidente:
Algunos, si no es que todos los caballeros al otro lado de la sala quienes se han dirigido al Comité durante los dos últimos días, lo han hecho más bien a manera de queja, si es que los he entendido de manera correcta, acerca del voto otorgado hace una semana o diez días, declarando que la guerra con México era innecesaria y fue iniciada de manera inconstitucional por el presidente. Admito que dicho voto no se debió otorgar de manera imprudente por el partido, y que es justamente censurable si es que no existe otro o un mejor fundamento. Soy uno de los que se sumó a dicho voto; y lo hice bajo mi mejor impresión de la honestidad del caso. Cómo obtuve tal impresión y cómo puede ser eventualmente retirada es lo que trataré ahora de demostrar.
Examiné cuidadosamente el mensaje del presidente para precisar lo que él mismo había dicho y comprobado sobre el punto. A resultas de este examen tengo la impresión de que, aun dando por cierto todo lo que el presidente especifica como hechos, se queda corto en probar su justificación; y que el presidente hubiera ido más lejos con su prueba, de no ser por el pequeño detalle de que la verdad no se lo permitiría. Bajo esa impresión otorgué el voto antes mencionado. Y me propongo ahora explicar de manera concisa el proceso del examen que efectué y cómo llegué a tal conclusión. El presidente en su primer mensaje de guerra, de mayo de 1846, declara que el territorio donde México inició las hostilidades era nuestro, y repite esa declaración, casi con las mismas palabras, en cada mensaje sucesivo anual, mostrando que considera esencial ese punto. En la importancia de ese punto coincido totalmente con el presidente. A mi juicio, es precisamente en ese punto en el que debe ser justificado o condenado. En su mensaje de diciembre de 1846 parece que se le ocurrió a él, como es seguramente cierto, que el título de propiedad de la tierra no es un simple hecho sino una conclusión que sigue a uno o más hechos simples, y que era de su incumbencia presentar los hechos según los cuales concluyó que nos pertenece el territorio donde fue derramada la primera sangre de esta guerra.
Quiero demostrar que esto es, de principio a fin, el mayor engaño. El plantea el asunto en estos términos: “Hay quienes, aun concediendo que todo esto sea cierto, asumen el hecho de que la verdadera frontera oeste de Texas está en el río Nueces y no en el Bravo, y que por lo tanto, al marchar nuestro ejército a la orilla oriente de este último, cruzamos el límite de Texas e invadimos el territorio de México”. El mayor engaño es que se asume como verdad que un río u otro es necesariamente la frontera; y hace trampa por completo a quien razona superficialmente con la idea de que posiblemente se encuentra en algún punto entre los dos y no en uno de ellos. Un planteamiento fiel de parte del presidente sería más o menos como sigue; “Afirmo que el territorio donde fue derramada la primera sangre es nuestro; hay quienes aseguran que no lo es”.
Ahora procedo a examinar la evidencia del presidente como se aplica a tal asunto. Bien analizada, está incluida íntegramente en los siguientes puntos:
1.- Que el río Bravo era la frontera occidental de Luisiana cuando la adquirimos de Francia en 1803.
2.- Que la República de Texas siempre reclamó el río Bravo como su frontera occidental.
3.- Que por diversos actos, lo ha reclamado por escrito.
4.- Que Santa Anna, en su tratado con Texas, reconoce el río Bravo como su frontera.
5.- Que Texas, antes, y los Estados Unidos, después de la anexión, había ejercido jurisdicción más allá del río Nueces, entre los dos ríos.
6.- Que nuestro Congreso tenía entendido que la frontera de Texas se extiende más allá del Nueces.
Ahora veamos cada punto y en orden.
Su primer punto es que el río Bravo era la frontera occidental de Luisiana, cuando la adquirimos de Francia en 1803; y al parecer en espera de que esto se disputara, argumenta en más de una página sobre esto para demostrarlo como verdadero; al final nos hace saber que, por el tratado de 1819 le vendimos a España todo el país desde el río Bravo hacia el este, hasta el Sabino. Ahora, admitiendo al presente que el río Bravo era la frontera de Luisiana, ¿qué tenía que ver eso con la frontera entre nosotros y México? Cómo, señor presidente, ese límite que dividió su tierra de la mía puede aún ser la frontera entre nosotros después de haberle vendido a usted mi tierra, es algo que rebasa mi entendimiento.
Y cómo cualquier hombre con sólo un propósito honesto de probar la verdad pudo haber pensado en introducir tal hecho para demostrar dicho asunto, es igualmente incomprensible. Su siguiente evidencia es que “La República de Texas siempre reclamó este río (el Bravo) como su frontera oeste”. Esto no es verdad, de hecho Texas lo ha reclamado, pero no lo ha reclamado siempre. Existe, por lo menos, una señalada excepción: Su constitución estatal, el acto más solemne y bien considerado, ése que puede, sin impropiedad, ser nombrado su último deseo y testamento revocando todos los demás, no hace tal reclamación. Pero, suponiendo que siempre lo hubiera reclamado, ¿México no ha reclamado siempre lo contrario? Por lo que sólo existe reclamación contra reclamación, sin dejar nada probado sino hasta que regresemos de los reclamos y encontremos cuál tiene un mejor fundamento.
Aunque no en el orden en que el presidente presenta su evidencia, ahora considero que esa clase de declaraciones son, en esencia, únicamente el que Texas tiene, por varios actos de su convención y Congreso, reclamado como su límite por escrito el río Bravo. Si yo reclamara su tierra de palabra, ciertamente eso no la haría mía; y si la reclamara por una promesa hecha a mí mismo, y con la que usted no haya tenido nada que ver, la reclamación sería lo mismo en esencia; totalmente inexistente. Ahora considero la declaración del presidente respecto a que Santa Anna en su tratado con Texas reconoce al río Bravo como la frontera oeste. Además de la postura tan frecuentemente asumida de que mientras Santa Anna fue prisionero de guerra, un cautivo, no podía comprometer a México por ningún tratado, algo que yo considero concluyente además, quiero decir algo respecto a este así nombrado “tratado” entre el presidente y Santa Anna. Si algún hombre quisiera divertirse con ver esa pequeña cosa a la que el presidente da ese gran nombre, lo puede obtener dirigiéndose al Nile’s Register volumen 50, página 336. Y si alguien supusiera que el Nile’s Register es un curioso depósito para tan poderoso documento como un tratado solemne entre naciones, sólo puedo decir que he averiguado, hasta un grado sportable de veracidad, por medio de investigación en el Departamento de Estado, que el mismo presidente jamás lo vio en ningún otro lado. A propósito, no creo equivocarme si digo que durante los diez primeros años de la existencia de dicho documento nunca nadie se llamó a sí mismo a tomar las armas por él, ni influyó en los mexicanos para tomar las armas contra Texas mientras duró la guerra de independencia; el tratado no reconoció la independencia de Texas; no asumió el poner fin a la guerra; sino que indicó con claridad que esperaba que continuara; no dijo una palabra sobre fronteras y muy probablemente nunca lo pensó. Ahí está estipulado que las fuerzas mexicanas deberían evacuar el territorio de Texas, pasándose al otro lado del río Bravo; y en otro artículo se estipula que, con el fin de prevenir enfrentamientos entre los ejércitos, el ejército texano no debería acercarse a más de cinco leguas. Ahora, si éste es un tratado que reconoce el río Bravo como el lindero de Texas, contiene la característica singular de estipular que Texas no deberá acercarse a más de cinco leguas de su propio límite.
Después viene la evidencia de que Texas, desde antes de la anexión, y los Estados Unidos después, han ejercido jurisdicción más allá del Nueces y entre ambos ríos. Esta maniobra de la jurisdicción es precisamente la clase o calidad de evidencia que deseamos. Es excelente hasta donde va, pero, ¿va lo suficientemente lejos?
Nos dice que fue más allá del Nueces; pero no nos dice que hasta el Bravo. Nos dice que la jurisdicción se llevó a cabo entre ambos ríos, pero no nos dice que fuera ejercida sobre todo el territorio entre ellos. Algunas personas de mente sencilla piensan que es posible cruzar un río e ir más allá sin ir hasta el siguiente río; esa jurisdicción puede ser aplicada entre dos ríos sin cubrir todo el territorio existente entre ellos. Conozco a un hombre, no muy diferente a mí, que ejerce jurisdicción sobre un pedazo de tierra entre el Wabash y el Misisipi y aún así lejos está de abarcar todo lo que hay entre esos ríos. Tiene vecinos entre él y el Misisipi, o sea atravesando la calle en esa dirección, a quienes estoy seguro nunca persuadiría ni forzaría a entregarle su lugar de habitación; pero, sin embargo, ciertamente podría anexarlo si es que tuviera que hacerlo, por el simple expediente de reclamarlo desde su lado de la calle y, es más, sentándose a escribir un título de propiedad que lo amparara.
Pero después el presidente nos dice que el Congreso de los Estados Unidos entendió que el estado de Texas que fue admitido en la Unión se extendía más allá del río Nueces. Bien, supongo que sí lo hizo, y desde luego que así lo entiendo. Pero ¿qué tanto más allá? Que ese Congreso no entendió que se extendiera hasta el río Bravo es muy cierto por el hecho de sus resoluciones conjuntas de admisión de Texas a la Unión, en las que expresamente deja todo lo relacionado con la frontera sujeto a futuros ajustes. Y se puede agregar que Texas lo entendió exactamente igual que nuestro Congreso, por la circunstancia de la cabal conformidad de su nueva constitución a dichas resoluciones.
La extensión de nuestro territorio en esa región no dependía de ningún tratado de límite o frontera (ya que ningún tratado lo había intentado establecer) sino de una revolución. Gente de cualquier lado, con inclinaciones y poder, tiene el derecho de alzarse y sacudirse al gobierno existente para formar uno nuevo que le sea más conveniente. Éste es un muy valioso, muy sagrado derecho, un derecho que deseamos y creemos que es para liberar al mundo.
Y tampoco está este derecho confinado a casos en que toda la gente de un gobierno existente pueda elegir ejecutarlo. Cualquier porción de dicha gente que pueda hacerlo debe subvertirse y hacer propio el territorio que habitan. Más aún, una mayoría de dicha gente puede modificar la situación haciendo a un lado a la minoría que se oponga al movimiento. Tal fue precisamente el caso de la delimitación del territorio en nuestra revolución. Es una cualidad de las revoluciones no guiarse por viejos lineamientos o viejas leyes, sino romper con ambos y crear nuevos. Respecto al territorio en cuestión, lo adquirimos de Francia en 1803 y se vendió a España en 1819, de acuerdo con la declaración del presidente. Después de esto, todo Mexico, incluido Texas, se sublevó contra España. Más tarde, Texas hizo su propia revolución contra México. Ahora, desde nuestro punto de vista, nada más hasta donde llevó a cabo su revolución obteniendo como resultado de manera gustosa o no la sumisión de la gente, hasta ahí el país era suyo y nada más. Ahora, señor, con el fin de obtener la mejor de las evidencias en cuanto a que si Texas había llevado a cabo su revolución hasta donde las hostilidades de la presente guerra dieron inicio, permita que el presidente conteste las interrogantes que propuse u otras similares.
Permítale contestar de manera total, justa y franca. Permítale contestar con hechos y no con argumentos. Permítale recordar que está sentado donde Washington se sentó y, recordando esto, permítale contestar como Washington contestaría. Como una nación no debería ser rehuida, y el Todopoderoso no lo será, que no intente evasivas ni ninguna ambigüedad. Y si al responder así puede demostrar que el territorio donde la primera sangre de guerra fije derramada era nuestro, que no fue dentro de un país deshabitado o, si fue así, que los habitantes se hallan sometidos a la autoridad civil de Texas o de los Estados Unidos, y que lo mismo aplica al sitio de Fort Brown, entonces estoy con él para su justificación. En tal caso gustosamente revertiré el voto que otorgué en días pasados.
Tengo un motivo egoísta para desear que el presidente haga esto. Espero dar algunos votos en conexión con la guerra, los cuales, de no hacerlo él así, resultaría en una propiedad dudosa a mi juicio, pero que estará libre de duda si así lo hiciera. Pero si no puede o no lo hiciera; si bajo algún fingimiento, o ningún fingimiento lo rechaza o lo omite, entonces estaré totalmente convencido de lo que sospecho profundamente: que él está profundamente consciente de estar equivocado, que siente que la sangre de esta guerra, al igual que la de Abel, clama al cielo contra él. Que teniendo originalmente un fuerte motivo del cual no me detendré ahora a dar mi opinión, respecto a involucrar a los dos países en una guerra, y esperando escapar al escrutinio desviando la mirada pública hacia el brillo excesivo de la gloria militar, ese atractivo arco iris que surge de la lluvia de sangre, ese ojo de serpiente que cautiva para destruir se lanzó a ella y ha barrido más y más hasta que, decepcionado de su cálculo de la facilidad con que México se pudo someter, ahora se encuentra no sabe dónde. En su último mensaje, la guerra es como el murmullo delirante de un sueño febril.
Nos dice en una ocasión que México no tiene nada que podamos obtener, más que territorio; en otra nos enseña cómo podemos apoyar la guerra aplicando contribuciones a México. En una ocasión insta al honor nacional, la seguridad del futuro, la prevención de interferencia extranjera, y aun apela al buen México, dentro de los objetivos de la guerra; en otra, dice que rechazar una indemnización y negarse a aceptar una cesión de territorio sería abandonar todas nuestras justas exigencias y librar una guerra cargando todos sus gastos sin un propósito u objeto definitivo. ¡Entonces, el honor nacional, la seguridad del futuro y la indemnización territorial pueden considerarse objetos sin propósito e indefinidos de la guerra! Pero teniendo entendido ahora que la indemnización territorial es el único objetivo, se nos insta a asir, por medio de una legislación local, todo aquello que gustosamente quiso tomar hace unos meses y además toda la provincia de Baja California y aun continuar con la guerra para conseguir todo y continuar combatiendo, y no cuando tengamos suficiente y que cuadre nuestros libros. De nuevo, el presidente está decidido, bajo cualquier circunstancia, a tener indemnización territorial por los gastos de la guerra; pero se le olvida decirnos cómo hemos de obtener el excedente una vez que dichos gastos hayan superado el valor de todo el territorio mexicano. Así que, una vez más insiste en que la existencia de México como nación se mantendrá; pero no nos dice cómo puede hacerse, una vez que hayamos tomado todo su territorio. Para que no haya preguntas —aquí sugiero se considere meramente como especulación—, permítaseme consentir por un momento el tratar de demostrar que no lo es. La guerra ha durado unos veinte meses; para los gastos de la cual, junto con un insignificante viejo pagaré, el presidente ahora reclama cerca de la mitad del territorio mexicano; y, por mucho, la mejor mitad, en lo que concierne a nuestra habilidad de convertirlo en algo. Está relativamente deshabitado, por lo que podríamos establecer oficinas de venta de terrenos y así sacar algo de dinero.
Pero la otra mitad ya está habitada y para tomar todas sus tierras, o todas las que son de valor, ¿haremos a un lado el estorbo? Supongo que nadie dirá que deberíamos matar a la gente, o sacarlos, o convertirlos en esclavos, o aun confiscar su propiedad. ¿Cómo entonces podemos hacernos de esa parte del territorio?
En cuanto a la forma de poner fin a la guerra y asegurar la paz, también el presidente divaga y se muestra indeciso. Primero, debe hacerse por medio de un más vigoroso proceso de la guerra en la parte vital del país enemigo; y después de aparentemente haberse cansado de hablar de este punto, el presidente nos dice a medias tintas que “con gente distraída y dividida por facciones de lucha, y un gobierno sujeto a constantes cambios por revoluciones sucesivas, el éxito continuo de nuestros brazos puede fallar en el aseguramiento de una paz satisfactoria”. Luego sugiere el decoro de que con zalamerías los mexicanos abandonen los consejos de sus propios líderes y que, confiando en nuestra protección, establezcan un gobierno del que podamos asegurar una paz satisfactoria, diciéndonos que “ésta puede ser la única forma de obtener dicha paz”. Pero luego le entra duda sobre esto también y regresa al medio olvidado terreno del “más vigoroso proceso”.
Todo esto muestra que el presidente no está, de manera alguna, satisfecho con sus propias posiciones. Primero elige una y al intentar argumentar para meternos en ella, se sale él mismo; luego se afianza de otro argumento y sigue el mismo proceso; y luego, confundido de no poder pensar en nada nuevo, se “agarra” del viejo otra vez, al que había anteriormente rechazado. Está yendo de aquí para allá como criatura torturada, en una superficie ardiente, sin encontrar lugar en el que se pueda quedar y estar a gusto.
De nuevo, es una singular omisión en este mensaje el que de ninguna manera indique cuándo espera el presidente que termine la guerra. En un principio, el general Scott fue llevado por este mismo presidente a no ser visto con buenos ojos por insinuar que la paz no podía ser alcanzada en menos de tres a cuatro meses. Pero ahora, al final de cerca de veinte meses, tiempo en que nuestros brazos nos han brindado los más espléndidos triunfos, cada departamento y cada parte, de tierra y agua, oficiales y soldados rasos, regulares y voluntarios haciendo todo lo que los hombres podían hacer, y cientos de cosas que nunca antes se había pensado que el hombre pudiera hacer, después de todo esto, este mismo presidente nos brinda un largo mensaje sin demostrarnos que al final él mismo no tiene siquiera la más remota idea. Como he dicho antes, no sabe dónde está. Es un hombre desconcertado, confundido y miserablemente perplejo. Que Dios le permita mostrar que no hay algo en su conciencia más doloroso que toda su perplejidad mental.
Fuente: National Archives and Records. Administration Records of the U.S. House of Representatives. RG 233, HR 30 A-B 3.
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