Home Page Image
 

Edición-2020.png

Selección de textos y documentos:

Doralicia Carmona Dávila

© Derechos Reservados
ISBN 970-95193

Este Sitio es un proyecto personal y no recibe ni ha recibido financiamiento público o privado.

 

 
 
 
 


1846 Programa de la mayoría de los diputados del Distrito Federal. Manuel Crecencio Rejón, Fernando Agrega, José María del Río.

Noviembre 29 de 1846

Emitidas por los electores primarios del Distrito Federal las principales ideas que han considerado dignas de consagrarse en el nuevo código fundamental de la nación, e interpelados por ellos para que hagamos una solemne manifestación de las nuestras, imitando su noble ejemplo y correspondiendo a sus deseos, vamos a proclamar a la faz de la República nuestra profesión de fe, para que así se sepa con anticipación lo que se tiene que esperar de nosotros, en la misión augusta de representantes del pueblo.

Demostrados por la experiencia los graves inconvenientes de la centralización administrativa, establecida desde mediados del año de 34 sobre las ruinas de las libertades y franquicias provinciales, temeridad sería no convenir con los citados señores electores en la necesidad urgentísima que hay, de restablecer de una manera sólida el principio federativo bajo reformas democráticas, para reparar los males que desde entonces se empezaron a sentir, y poner por este medio a la República en camino de salvación. Vasto, inmenso nuestro territorio, con una población de siete a ocho millones de habitantes dispersa en él, centralizar la dirección de todos los negocios públicos sin fraccionar la soberanía para el cuidado de los intereses especiales de las localidades, sería acumular la vida de la sociedad en un punto y dejar lo restante que constituye la fuerza principal de la nación, frío, inerte y en un verdadero estado de parálisis. Porque un poder central constituido de este modo, no pudiendo abrazar todos los detalles de la vida social de una extensa República, aniquilada la energía colectiva de los ciudadanos que deja en la inacción, para obrar por medio de agentes indiferentes o injustos, que o le sublevan los pueblos por sus iniquidades, o que a lo menos pueden proporcionarle resultados incompletos en los mejores proyectos de administración que se proponga desarrollar.

Además, acostumbrándose el ciudadano según ese sistema a no tomar parte en la suerte de su provincia o su ciudad, y a que todo se haga sin su concurso, se persuade de que nada de lo público le toca, y que todo pertenece a un extranjero poderoso que se llama gobierno y que tiene tan lejos de sí que no le afecta ni le interesa. Así es que se muestra indiferente a cualquier mejora social que se proyecte, y aun tranquilo espectador en los grandes peligros de la patria, en que o cree no necesitarse de su cooperación para salvarla, o supone, cuando se le exigen, tener derecho para rehusarlos. Pruebas tristes de esta verdad hemos tenido antes del restablecimiento del sistema federal, pues que muerto entonces el patriotismo de las localidades, el gobierno pidió recursos a los pueblos para defender su territorio, su nacionalidad sumamente comprometida, y le respondieron con una indiferencia glacial, dejándolo reducido a los miserables arbitrios que por la fuerza se pudo proporcionar. La España misma da un testimonio irrefragable del poder enérgico de las libertades locales; abandonada de sus reyes, sin gobierno, o más bien, con uno contrario establecido en su capital, halló su salud en sus provincias, que en un momento se organizan y luchan a brazo partido con el coloso del siglo, que tenía aterrado al viejo mundo. Pero, ¿a qué debió el cuerpo de la Grecia su larga prosperidad? A la sombra de sus confederaciones ¿no embistieron los romanos, como dice Montesquieu, con el orbe entero, y a la sombra de ellas no se defendió el orbe entero contra los romanos? Y cuando Roma llegó al colmo de su grandeza, ¿no pudieron los bárbaros resistir a los romanos con el auxilio de las confederaciones, que el espanto había formado a la otra parte del Rhin y del Danubio?

Por otra parte, separadas nuestras provincias entre sí por largas distancias y desiertos, en una extensa superficie de ciento veinticinco mil leguas cuadradas, el amor de esa patria inmensa aparece vago, indefinido, y conviene fortificarlo, estableciendo focos que sirvan de apoyo al patriotismo nacional. Pero esos focos no pueden hacerse consistir en otra cosa que en las administraciones provinciales, en la soberanía de los estados que influye en cada momento, en cada instante, sobre el bienestar o la miseria de sus moradores y que obra en éstos por el poder de los recuerdos, el egoísmo de provincia y de familia, y reúne en fin todo lo que hace el instinto de la patria tan poderoso en el corazón del hombre. Robustecido, desarrollado entonces el patriotismo provincial, buscará a los demás miembros de la gran familia, que sin un poder central abusivo que la haga odiosa, se conciliará el afecto de las localidades por la comunidad de sus intereses materiales y las estrechará entre sí por los naturales de su origen y los morales de la identidad de sus ideas y sentimientos.

Útil pues, conveniente y necesaria la adopción de la descentralización administrativa para el cuidado de los intereses especiales de las provincias, el principio federativo es la base sobre que debe levantarse nuestro edificio social. Pero en posesión el centro de absorber lo más que puede del poder local, por la ciega obediencia que hasta aquí se le ha prestado, conviene precaver a éste de las continuas agresiones de aquel que hizo de su autoridad en otra vez y bajo el mismo régimen el derecho común, y el excepcional del de la soberanía de los estados. Así es que se arrogó, abusando de sus medios de acción, las facultades que no se le habían negado ni tampoco concedido por la constitución, y partiendo de este principio destructivo de la independencia de las localidades, anulaba las elecciones de los gobernadores y legislaturas, los sustituía con las autoridades de su confianza, valiéndose de las facciones interiores que servían de instrumento a sus designios, e invadía de otros modos diferentes las prerrogativas de las administraciones provinciales, hasta que al fin logró su completa destrucción. Es por lo mismo indispensable poner un dique a semejantes demasías, consignando en la constitución el principio contrario de que los poderes no delegados a las autoridades de la unión ni negados a los estados por el código fundamental de la república, se entiendan reservados a los estados respectivos; estableciéndose además, que cualquiera providencia, que dicte el ejecutivo o legislativo general, excediéndose de las facultades que se le hubiesen concedido en el mencionado código, pueda ser reclamada por las legislaturas, y anulada, si en un tiempo dado la mayoría de los estados, por los órganos referidos, la declarase no conforme con la constitución federal.

Poco eficaces serían sin embargo esas garantías legales, si no se proporcionasen a la vez a las localidades medios físicos para hacerlas respetar, proclamando el derecho que asiste a todos los mexicanos de tener y portar armas de guerra, y permitiendo para que puedan armarse, la libre introducción, circulación y fabricación de éstas en el territorio de la República, sin que el congreso general ni ninguna otra autoridad pueda en ningún tiempo restringir las citadas libertades. De otro modo, además de que la nación quedaría a merced de cualquiera usurpador que lograse hacerse de alguna fuerza para oprimirla, en un conflicto exterior se vería también en la imposibilidad de contribuir a la defensa de su honor y sus derechos. ¿Qué sucede hoy en que empeñada en una guerra que tiene tan seriamente comprometido su porvenir, sus hijos se levantan por todas partes para escarmentar la injusticia de su temerario agresor, y se encuentran desprovistos de armas, teniendo los habitantes de las costas que llorar de despecho, al ver en peligro sus hogares sin poderlos defender?

Mas asegurado el principio federativo por los medios que acabamos de indicar, nos ocuparemos ahora de los que deben en nuestro concepto emplearse para desenvolver, robustecer y fortificar el imperio de la mayoría sobre el de las minorías siempre injustas y opresivas. Eminentemente populares las instituciones que deben establecerse, son incompatibles con ellas las elecciones indirectas de mandatarios del pueblo, ya para el ejecutivo y legislativo de la unión, ya para los gobiernos y legislaturas de los estados. Un sistema electoral tan vicioso sólo ofrece el simulacro de una representación democrática, porque ni los electores intermediarios pueden recibir instrucciones especiales de sus respectivos comitentes para nombrar a las personas que sean de su confianza, ni aunque pudiesen recibirlas, habrían de poder cumplir con ellas por la diversidad de las voluntades de los votantes, que los hubiesen investido del poder electoral. Es por lo mismo muy frecuente ver en las elecciones indirectas, electos para casi todos los destinos de nombramiento popular, sujetos en quienes el pueblo jamás habría pensado, si se le hubiese dejado obrar por sí; y de esto tenemos ejemplos prácticos entre nosotros, en que con motivo de haber sido nombrados funcionarios antipáticos a las masas hemos tenido que presenciar espantosas sublevaciones para mengua nuestra y descrédito de las instituciones republicanas.

Siendo además en tales elecciones corto el número de los electores, hay más facilidad al artificio y a la intriga, y nada es más común que esperarlos en las capitales para hacerlos plegar a la voluntad de los gobernadores o de otros magnates que viven en ellas. Pero difícil será que suceda otro tanto, cuando un estado, la república entera tenga inmediatamente que concurrir a la elección de sus funcionarios, porque entonces sólo podrá fijarse la atención de millares de ciudadanos por una reputación muy extensa, fundada en un mérito positivo. Defectuoso por tanto este sistema, debe a todo trance proscribirse y adoptarse en su lugar el de las elecciones directas, que siendo las únicas verdaderamente populares, son también las únicas capaces de investir a los funcionarios elegidos de que este modo de una verdadera fuerza, haciéndolos echar profundas raíces en la opinión.

Para esto puede cada estado dividirse en secciones de dos a cinco mil almas, en que los ciudadanos establecidos en ella elijan inmediatamente, en un mismo día y con la debida distinción, a sus diputados y senadores al congreso general, al presidente de ]a República, y además un escrutador que concurra con los otros de las demás secciones a la capital del estado a hacer el escrutinio general de los votos; así para declarar diputados y senadores a los que hubiesen reunido respectivamente para estos cargos la mayoría absoluta o relativa de los sufragios de los votantes, como para enviar al congreso de la unión el resultado de los votos emitidos en el estado para presidente, con el objeto de que allí se haga el cómputo general de los dados en toda la república para este destino, y se declare electo al que hubiese obtenido la pluralidad de los sufragios.

Del mismo modo que la elección de diputados y senadores al congreso general, puede hacerse la de los gobernadores de los estados, confiándose a las legislaturas el escrutinio de los votos emitidos en todas las secciones, si se quiere revestir de mayor autoridad el acto en que se proclame el nombramiento popular de tan altos funcionarios. Y en cuanto a los miembros de las legislaturas, sería conveniente que cada estado se dividiese en partidos o distritos, que cada uno de estos eligiese los representantes que correspondan a su población, y que los escrutadores de las secciones de que se ha hablado en el párrafo anterior, se reuniesen en las cabeceras respectivas a hacer el escrutinio general de los sufragios dados por los ciudadanos del partido y declarar electo a los que la mayoría de éstos hubiese nombrado. Tal elección seccionaria de representantes a las legislaturas traería la gran ventaja de oponer un correctivo a esa inclinación, que tienen los diputados de perder de vista en las capitales los intereses de sus comitentes; porque se les sujetaría así a una responsabilidad local de opinión, y se lograría que se tomasen en cuenta las exigencias de las municipalidades, de que generalmente se prescinde cuando no hay quien especialmente las represente.

Mas no basta lo dicho para poder obtener la verdadera popularidad en las elecciones. Es preciso también extender el derecho de sufragio a todos los mexicanos, exceptuando solamente a los que no hubiesen llegado a la edad de la razón, a los dementes y a los que estén procesados o sentenciados. De lo contrario, fácil sería que se nos condujese a un gobierno oligárquico a que tienden en todas partes ciertas clases de la sociedad, para quienes la soberanía del pueblo es el imperio absoluto de los grandes, y la abatida servidumbre de las masas.

Pero llamadas éstas a ejercer derechos políticos tan importantes que ninguna razón puede autorizar para negarles, interesa sobre manera proporcionarles los conocimientos necesarios, para que los puedan apreciar y hacer de ellos el uso conveniente a los intereses especiales de las localidades, o generales de la sociedad. Imposible vulgarizar la educación científica que para esto se necesitaría; preciso será atenerse a la práctica que puede facilitarse desarrollando la administración del poder municipal que puede decirse se halla desconocido entre nosotros, estableciendo la libertad de las reuniones populares para deliberar pacíficamente sobre toda clase de asuntos, desenvolviendo gradualmente el juicio por jurados, y proclamando el uso libre de la palabra impresa, oral y escrita, sin ninguna previa restricción. Únicos manantiales de luz que pueden ponerse al alcance de las masas, han dado al pueblo en la República vecina ese prodigioso aserto que se nota en la dirección de sus negocios.

Otro de los puntos dignos de tomarse en consideración, es la responsabilidad de los secretarios del despacho que se han querido sujetar hasta aquí a leyes determinadas y precisas, sancionándose así la impunidad para los graves males que pueden ocasionar aquellos funcionarios, abusando de su poder sin salir de los términos de la ley escrita. Debe ser por lo mismo ilimitada y darse para exigirla facultades discrecionales a las cámaras legislativas del congreso general respecto de las faltas oficiales en que incurran.

Hay mil modos, decía Benjamín Constant, a propósito de esta cuestión, de emprender injusta o inútilmente una guerra, de dirigirla con demasiada precipitación, lentitud, o negligencia; de mostrarse inflexible o débil en las negociaciones; de hacer vacilar el crédito, ora con operaciones indiscretas, ora con insensatas economías, o bien con infidelidades enmascaradas bajo distintos nombres. Si cada uno de estos modos de delinquir contra el estado, debiera indicarse y especificarse por una ley, el código de la responsabilidad se convertiría en un tratado de historia política, y sin embargo sus disposiciones alcanzarían solamente a lo pasado y los ministros hallarían fácilmente para lo futuro nuevos medios de eludirlo.

Siguiendo la misma doctrina, decía el diputado Sedillez en la tribuna francesa: en esta misión (la de juzgar a los ministros) importa mucho que no se consideren las dos cámaras ni como tribunales ni como jueces, sino como un jurado supremo, que no podrá desempeñar tan dignamente sus altas funciones hasta tanto que se vea libre de todas las trabas legislativas y no conozca por regla de su conducta y decisión, más que su inteligencia y su conciencia.

Tal vez se creerá, dice en otra parte el citado Constant, que pongo a los ministros en una posición harto desfavorable, pues al paso que exijo para el simple ciudadano la salvaguardia de la exacta aplicación de las leyes, dejo a aquellos a merced de la arbitrariedad de sus acusadores y sus jueces. Mas esta arbitrariedad es inherente a la misma cosa, y debemos convencernos de que tales inconvenientes se disminuyen con la solemnidad de las fórmulas, el augusto carácter de los jueces y la moderación de las penas. Así es que de acuerdo con tan célebres publicistas y con la legislación y práctica observada en Inglaterra, Francia y los Estados Unidos, los que suscriben opinan, que debiendo ser discrecional el juicio que se siga a los ministros por faltas que cometan en el ejercicio de sus funciones oficiales, sean sus jueces la cámara de diputados, declarando contra ellos haber lugar a la formación de causa, y la de senadores, absolviéndolos o condenándolos a privación de empleo e inhabilitación temporal o perpetua para obtener otro alguno, o reserva de que para las otras penas se les sometía a los juzgados y tribunales ordinarios.

Materia es asimismo digna de llamar la atención del legislador la impunidad de tanto empleado público, cuyas faltas graves y peculados escandalosos son la causa de la ruina completa del erario nacional y del espantoso desorden que se nota en la administración de los negocios de la República. Infinitos también y de consiguiente indefinibles por las leyes los modos de abusar de sus destinos, son importantes para juzgarlos y reprimirlos jueces y tribunales comunes de justicia, que tengan que arreglarse a textos expresos y someterse al criterio de pruebas legales, calculadas para los delitos ordinarios de la vida privada, pero notoriamente, ineficaces para aquellos. No queda pues otro arbitrio para poder hacer saludables escarmientos y lograr por este medio el restablecimiento de la moral en la administración, que sujetar a todos los funcionarios públicos a un jurado supremo, que al conocer de sus malversaciones y demás faltas oficiales, obre de una manera discrecional.

Pero no puede haber para esto otro jurado más solemne ni que preste mayores garantías, que la cámara de representantes erigiéndose en acusadora, y el senado absolviendo o condenando en los mismos términos establecidos para exigir la responsabilidad de los secretarios del despacho por abusos de su encargo. Tal es el juicio político establecido en los Estados Unidos para separar del poder o de un empleo al que no le sirva con el celo y lealtad correspondiente, y el único que puede entre nosotros remediar esas defraudaciones sistemadas que tienen en la opulencia a tantos funcionarios inmorales, y a la hacienda en un estado de verdadera postración.

Pero difícil siempre hacer efectiva esa responsabilidad aun en los términos insinuados, conviene además para contener los excesos de los altos funcionarios y consultar a los derechos individuales, establecer que ella no excuse la de los agentes inferiores, que presten obediencia a las órdenes de los superiores que no se hallen en la órbita de sus atribuciones legales. Limitada así la responsabilidad a los casos de falta de autoridad por parte del superior que dispone, sin extenderse jamás a aquellos en que haya un abuso de facultades concedidas a este por la ley, no habrá esa confusión de ideas que pondría trabas a las medidas del gobierno y embarazaría su marcha. Determinar lo contrario adoptando el sistema de la obediencia pasiva, sería proporcionar medios a la arbitrariedad e instrumentos ciegos a la tiranía, poniendo tan alto la reparación de los abusos que muchas veces sería imposible lograrla.

En fin, atropelladas frecuentemente las garantías del ciudadano con la mayor impunidad por los funcionarios públicos, es de una urgente necesidad precaver para lo sucesivo la repetición de semejantes atentados, haciéndose al efecto una solemne declaración de derechos, y estableciéndose recursos eficaces para remediar desde luego las arbitrariedades que puedan en esta parte cometerse. Para lo primero debe a juicio de los que suscriben consignarse en la constitución ser derecho de todo habitante de la República, sea nacional o extranjero:

1º No poder ser preso ni arrestado sino por decreto de juez competente, dado por escrito y firmado, ni aprehendido por disposición del Presidente de la República o gobernadores de los estados, sino por medio de un juez civil a que se libre la orden correspondiente y en los términos que prescribe la constitución general de la República. Exceptuándose el caso de delito infraganti, en el cual puede cualquier otro prenderle, presentándole desde luego al juez que deba conocer de su causa.

2º No poder ser detenido por más de cuarenta y ocho horas, cuando le aprehenda su juez competente, sin proveer este el auto motivado de prisión y recibirle su declaración preparatoria.

3º No poder ser incomunicado, sino en el caso de que se califique bajo la responsabilidad del juez como indispensable esta providencia para la aclaración del hecho, sin que la incomunicación pueda jamás hacerse más que una sola vez ni exceder del término de tres días.

4º No podérsele juzgar ni sentenciar por jueces establecidos, ni por leyes dictadas después del hecho que haya motivado el litigio la formación de su causa.

5º No podérsele obligar a hacer lo que los funcionarios públicos le ordenen, cuando para ello no estén autorizados por las leyes.

6º No podérsele impedir practicar lo que las leyes no le prohíban.

7º No poder ser privado de su propiedad sino para objetos de utilidad pública y en el modo y forma que las leyes lo determinen.

8º Poder dedicarse a cualquiera ramo de industria en los mismos términos en que puedan hacerlo los naturales de la República.

9º No poderse catear la casa de su habitación, su correspondencia ni papeles, sino con asistencia de un juez civil y declaración jurada de un testigo que deponga hallarse en determinado lugar de ella la cosa o persona solicitada.

10º Poder por sí, o reunido con otros ciudadanos, dirigir a las autoridades peticiones respetuosas.

Ahora bien: para hacer eficaz esta declaración, será a propósito prevenir en la constitución: primero: que los jueces de primera instancia amparen en el goce de los citados derechos a los que les pidan su protección contra cualesquiera funcionarios que no correspondan al orden judicial, decidiendo breve y sumariamente las cuestiones que susciten sobre los asuntos indicados. Segundo; que de la injusta negativa de los jueces a otorgar el referido amparo, así como de los atentados cometidos por ellas contra los mencionados derechos, conozcan sus respectivos superiores con la misma preferencia, remediando desde luego el mal que se les reclame, y enjuiciando inmediatamente al juez omiso a que conculque las citadas garantías. Y tercero; que los fallos de los jueces sobre el amparo de que se trata, sean puntualmente obedecidos y acabados por todos los funcionarios públicos de cualquiera clase y condición que sean, so pena de privación de empleo y sin perjuicio de las otras que demande el caso de la desobediencia o resistencia a cumplirlos, según la ley lo disponga.

Tales son los puntos más importantes, dignos a juicio de los que suscriben, de consignarse en el código fundamental. Pero debiendo procurarse por todos los medios posibles que este sea el resultado de la voluntad general, conviene someterlo a la sanción de los estados, de modo que sólo se considere obligatorio lo que apruebe o inicie la mayoría de las legislaturas, antes o al tiempo de revisarlo. Así se evitará que por no comprender los representantes del pueblo los verdaderos intereses o deseos de sus comitentes, aparezca una constitución no acomodada a las exigencias públicas y sea por lo mismo de poca estabilidad y duración. Por otra parte, conforme lo expuesto con lo practicado en la república vecina, que debe a tan sabia precaución la permanencia de sus leyes fundamentales, sin que hasta aquí hubiese habido necesidad de hacerles ni la más pequeña alteración, lo es también con el estado presente de la nuestra, en que atropellado el pacto de unión celebrado en 1824, debe concurrir a formar otro la mayoría de sus partes integrantes, dando para ello poderes a representantes de su confianza, y reservándose el derecho importantísimo de aprobar y modificar.

En fin, para concluir y después de haber emitido nuestro juicio sobre las disposiciones más esenciales que deben en nuestro concepto figurar en la nueva constitución de la República, tocaremos aunque ligeramente el grave asunto de la guerra en que nos hallamos comprometidos con los Estados Unidos. Tratándose en ellas de los futuros destinos de nuestra raza, expuesta a ser exterminada por un pueblo que enemigo de las demás, las proscribe, para hacer en el nuevo mundo exclusivo el imperio de la suya, ningún sacrificio por grande que sea, debe dejar de hacerse por nuestra parte para detenerlo en los pasos de gigante, con que se arroja contra el continente, considerándolo como una inmensa fortuna que por todo derecho le pertenece. Opinamos de consiguiente, que inexorables en el sostenimiento del territorio que hemos heredado de nuestros padres, jamás depongamos las armas, ni menos pensemos entrar en negociaciones de paz, mientras las falanges enemigas no hubiesen evacuado completamente nuestro suelo, inclusive el de la provincia de Tejas. Porque vale más cien veces imitar la heroica conducta de Sagunto y de Numancia, que dejar sin patria a nuestros nietos, y legarles la ignominia de la irresolución de sus abuelos.

México, 29 de noviembre de 1846

Manuel Crecencio Rejón, Fernando Agrega, José María del Río

Fuente: Manuel Crecencio Rejón. Pensamiento Político. UNAM. Biblioteca del Estudiante Universitario. 1968