7 de Diciembre de 1844
CONCIUDADANOS:
Un suceso horroroso me lanzó del hogar doméstico a la campaña. El incendio y la devastación de las principales poblaciones del rumbo del Sur, por la ignorancia y la estupidez de los indígenas, me obligaron de nuevo a tomar la espada en defensa de la propiedad y la vida de mis conciudadanos.
Esta guerra notoriamente justa ocupaba toda mi atención, y en estas circunstancias sonó en el Departamento de Jalisco la voz de reclamación por el cumplimiento de uno de los convenios de Tacubaya que sirvieron de cimiento al gobierno provisional.
Yo no quise oirla por no desatender el recobro de la tranquilidad pública que era mi objeto.
Descansé en el testimonio de la conciencia de las personas encargadas de la administración, y muy principalmente en la sinceridad con que se manifestaban las protestas hechas en la ciudad de Guadalupe de Hidalgo por el primer magistrado de la república, considerando que tanta circunspección no la había de contradecir el decreto de 19 del próximo pasado, y que menos se había de pretender apoyar con el expedido el 2 del corriente para que todos invocasemos un juramento en la destrucción de la representación del Pueblo; pero desgraciadamente no han correspondido las palabras con los sucesos, y los intereses personales se han venido a confundir en menosprecio de los de la Patria, para que los hombres de quienes pudiera esperar honor y gloria se lancen cada cual al campo de la revolución, confundiendo un orden constitucional establecido con la más funesta anarquía.
Cualquiera otro mexicano podría circunscribirse al límite que me demarcaba el encargado de comandante general del Sur; pero yo que estoy hace más de treinta y cuatro años consagrado al honor y defensa de la Patria, no puedo manifestarme indiferente en las circunstancias en que se halla, ni posponer sus intereses generales al bienestar de una localidad muy pequeña respecto del gran todo a quien aflije y amaga la anarquía; porque antes quiero ser víctima de los enemigos de nuestro nombre, que ver tildada la nación del número de las civilizadas del Orbe.
Me presento á mis conciudadanos como el último de los primeros caudillos de la independencia y la libertad, á quienes ya ha arrebatado la muerte; y si la Divina Providencia me reserva todavía, no es para solamente llorar lo infructuoso de los sacrificios de mis antiguos compañeros, sino para señalaros el estandarte de justicia y de la razón que para salvaros deberéis de seguir.
No habrá uno que pueda dudar de la buena fe con que extiendo la mano para sacar á la nación del precipicio en que la hunde el vértigo fatal de sus mandatarios, porque nadie me puede acusar de ambición, porque estoy muy lejos de vivir con profusión y con escándalo, y porque jamás he transigido en la tiranía sultánica ni con la demagogia desorganizadora: todos mis deseos han sido por el justo medio, y creí haberlos conseguido con el establecimiento de las Bases Orgánicas.
Ellos salvaron los principios adoptados por los pueblos, que nos presiden en la civilización, y los combinaron con nuestra situación, queriendo que no se sacrifiquen, y huyendo de que su exageración volviese a encender la guerra civil.
Con este pacto se había librado la nación de la agonía y del suspiro de la muerte. ¿Por qué, pues, se le quiere volver a reducir ahora a ese cruel marasmo?
¿Por qué se destruye el vínculo que nos estrechaba como hermanos para la participación de los bienes y de los males inevitables en las sociedades humanas?
¿Por qué se despedaza ese pacto en el que está consignado el medio de promover leyes convenientes sin necesidad de nuevas revoluciones?
Dícese que el congreso se hacía insoportable por su oposición calculada y sistemática: que sojuzgado por el gobierno no podía dar un paso para sofocar la revolución que no fuera censurado y contradecido por una cámara revolucionaria que fermentaba en su seno la discordia con el fin de entronizar la demagogia; pero este mismo congreso ¿no tenía marcadas las materias que lo debían ocupar?
Y si caminaba a la demagogia, si se separaba del sendero trazado por las Bases, y se traslucía en su seno un partido feroz de desorganización, ¿es acaso el remedio destruir esas propias Bases, disolver a la representación nacional y volver á constituirse las personas del ejecutivo en un poder absoluto?
La nación responde que no: porque desde que tal cosa ha acaecido, se ha aumentado el sistema del descontento; y esa misma revolución que se ha querido combatir con el terror, se ha convertido en el recurso único que queda á la Patria para defender sus derechos.
Estos sagrados derechos son el restablecimiento del orden constitucional y la efectiva responsabilidad de los que lo han infringido: tal es el pendón de libertad que ha enarbolado.
Con su sombra convido a la representación nacional, y están en su apoyo divisiones respetables que marchan a mis órdenes sobre la capital.
Ningún mexicano podía dudar de mis sentimientos, ni dejará de unir sus votos a los que consagro en el particular por la felicidad pública.
Fuente:
Román Iglesias González (Introducción y recopilación). Planes políticos, proclamas, manifiestos y otros documentos de la Independencia al México moderno, 1812-1940. Universidad Nacional Autónoma de México. Instituto de Investigaciones Jurídicas. Serie C. Estudios Históricos, Núm. 74. México, 1998. p. 250-251.
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