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Selección de textos y documentos:

Doralicia Carmona Dávila

© Derechos Reservados
ISBN 970-95193

Este Sitio es un proyecto personal y no recibe ni ha recibido financiamiento público o privado.

 

 
 
 
 


1842 El gallo pitagórico

Juan Bautista Morales

Señores editores del Siglo XIX.— Muy señores míos: Ustedes sabrán muy bien, como tan instruidos que son, que hubo en la antigüedad un filósofo llamado Pitágoras, inventor del sistema de la trasmigración de las almas. Esta doctrina se reducía a que nuestros espíritus, después de nuestra muerte, quedan algún tiempo en el aire, y vuelven a animar otros cuerpos. Hasta hoy nadie ha habido que no tenga por ridículo semejante sistema. Yo era uno de los que más me burlaba de él; pero me ha hecho suspender mi juicio acerca de su verdad o falsedad cierto caso que me ha ocurrido, y que paso a referir a ustedes por si quisieren insertarlo en su apreciable periódico, quedando de ustedes servidor afectísimo.— Erasmo Luján.— Abril 12 de 1842.

Paseaba yo una tarde por la Viga, y por casualidad me detuve junto de un corral, en donde había algunas gallinas y un gallo. Me divertía con ver a aquéllas y a éste pepenar los restos de unas coladuras de maíz, cuando observé que el gallo se encaraba hacia mí, con una expresión que no pudo menos de llamar mi atención. Olvidó su comida y sus gallinas, y manifestaba como que quería reconocerme. Por fin se puso de un brinco sobre la punta de un palo en que yo estaba recargado, y me dijo con voz clara y terminante: —¿Eres tú Erasmo Luján? Ustedes, señores editores, se harán cargo de mi sorpresa al oír hablar al gallo. Maquinalmente y sin saber lo que decía, le respondí: —Yo soy el mismo, un servidor de usted. A lo que me contestó: —Yo lo quiero ser tuyo, y aun tu amigo, si me lo permites: no te espantes de que me oigas hablar, cómprame, llévame a tu casa, y cuando aclares este misterio, cesará tu sorpresa.

A pesar de esta protesta, yo acá para mí creí que tenía al diablo en el cuerpo; pero la curiosidad pudo más que el miedo. Me informó él mismo de quién era su dueño: le supliqué me lo vendiera: se hizo del rogar por vendérmelo a buen precio: en efecto, se lo pagué bien en clase de gallo: aguardé a que oscureciera, tomé mi gallo debajo del brazo, y marché con él a mi casa. Lo coloqué en mi propio gabinete: le puse una cazuelita con maíz, y otra llena de agua limpia, y en el silencio de la noche cuando ocupa el dulce sueño a los mortales me contó su historia en los términos siguientes:

—Dentro de este gallo que tienes delante, está encerrada el alma de Pitágoras. ¡A ver si ahora ríes de mi sistema! Ustedes los ignorantes siempre se burlan de lo que no entienden.

—¿Pues cómo —le dije— has venido a dar a este país?

—Te lo diré brevemente —me respondió—. Cansado de animar cuerpos de griegos, viéndolos que ya ni aun sombra son de lo que fueron mis contemporáneos, determiné viajar por la Europa culta, —habitando en cuerpos de individuos de varias naciones. En efecto, pedí licencia al Mónade para pasar a Europa, y me la concedió. Oí decir que los ingleses eran los mayores filósofos de estos tiempos modernos; pues aquí entra bien mi oficio, como decía vuestro don Quijote; heme aquí encajada en el cerebro de uno de los más cogitabundos ingleses, que me hacía pensar bastante todos los momentos, que no eran pocos, que no estaba con la chispa.

 

INGLESES

No puede haber peor habitación para el alma de Pitágoras, que la cabeza de un inglés. ¿Qué me parecería que mi patrón se engullera dos veces cada día, media vaca sancochada, muy confortable, cuando yo en mi escuela tenía prohibido a mis discípulos que se alimentaran de carne? Pues agrega a esto que cada cinco minutos me encontraba sumergida en una nube de vapores de té, que beben por agua de tiempo. Pero sobre todo, yo no sé cómo puede vivir a gusto una alma que a cada momento está con el Jesús en la boca, —esperando salir del cuerpo por el agujero que le hagan con un pistoletazo en un desafío, o por el que él mismo se abra el día que se le antoje hacer algo nuevo.

Por otra parte, me moría de tristeza: yo creo que los dioses, permitiendo que habitase el cuerpo de un inglés, me castigaron por el silencio de cinco años que imponía a mis discípulos. Semanas enteras se me pasaban sin hablar una palabra. Allá cada ocho días, solía mi huésped pronunciar un very well, o un yes, y pare usted de contar. Su mujer era una muchacha linda y confortable; pero son tan adustos los ingleses, que no oí que el mío le dijera un mi alma, ni aun en el día de la boda. Por fin, una mañana que se levantó con el spleen más negro que otras veces, tuvo la bondad de plantarse en una sien un pistoletazo tan confortable, que no hubo menester más para verme libre por esos aires de Dios.

FRANCESES

Descansé algunos días, y habiéndome acordado de que los franceses son en todo diametralmente opuestos a los ingleses, inferí que pues me había ido tan mal en la cabeza de un inglés, me iría perfectamente en la de un francés; pero, amigo mío, hice la cuenta sin la huéspeda, y conocí por mi propia experiencia que todos los extremos son malos. El día que me fastidié de hallarme en la atmósfera inglesa, que fue muy pronto, porque el humo del carbón de piedra, los vapores del Támesis, y las nieblas diarias, la hacen tan densa, que positivamente se masca; di un brinco, atravesé el canal de la Mancha, y heme aquí en la atmósfera de la turbulenta Francia.

Elegí un cuerpo bien formado, y me metí dentro de él. En mi vida me he visto en una agitación más continua que en el cerebro de un francés. Para que me puedas entender, me explicaré en la frase que usan ustedes los mortales, y te diré que cuando Dios me hizo el gran favor de sacarme de aquel presidio, no tenía un hueso sano, y me estuve más de un año acostada en un rincón de la atmósfera, descansando de tantas fatigas como sufrí con mi patrón. Los franceses lo emprenden todo, se mezclan en todo, y lo que es peor, disputan de todo.

Su pronunciación es muy fuerte, su idioma muy nasal; cada francés habla más que ocho locos: dos franceses disputando meten más ruido que diez perros que siguen a una perra. La comparación entre éstos y los franceses es exacta, por lo que respecta a su modo de ladrar y hablar; pues así como los perros cuando se pelean mantienen un gruñido constante, que interrumpen de trecho en trecho con un ladrido agudo; así los franceses mantienen un sonido confuso y nasal constante, que cuando se exaltan en la conversación, interrumpen con unos gritos capaces de taladrar, no diré los oídos de un animal de carne, sino los de uno de bronce, como el del caballo que conservan ustedes en su Universidad.

No había ópera, comedia, concierto, paseo ni espectáculo público que yo no presenciará y concurriera con mi contingente de vivas, aplausos y aun versos: porque no hay nación debajo de las estrellas más propensa a la diversión que la francesa. Y ¿qué diré de la galantería? Jamás pierde un francés la ocasión de requebrar a una dama, aunque siempre todo el gasto lo hace la lengua y ninguno la bolsa: Beaucoup de bons mots y point d'argent. Y ahí me tiene usted continuamente aguzándome para ministrar bastante material a la tarabilla de mi patrón, a fin de que pudiera enamorar a cuantas cómicas, operistas, casadas, viudas frescas y doncellas encontraba al paso. Yo misma reía unas veces, y otras me escandalizaba de las enormes mentiras con que procuraba interesarlas en su correspondencia. Son naturalmente afectuosos, y cuando están apasionados, no hay hipérboles que les parezcan exageradas, ni promesas que juzguen impracticables.

Los franceses en su mayoría, no sólo aman, sino que veneran con cierta especie de fanatismo a Napoleón, principalmente si alguno de ellos ha tenido la imponderable dicha de servir, aunque haya sido de pito o de tambor en el ejército imperial. Julio César, en concepto de cualquiera de éstos, no pasaría en las filas de Bonaparte de un cabo de escuadra, y Alejandro Magno de un sargentón. Ésta fue precisamente la causa de la muerte de mi huésped. Tuvo acerca de su héroe una disputa con un inglés, que para aquí entre nos, pensaba lo mismo que yo, que el tal Napoleón había sido en sustancia un malvado con fortuna, que deslumbró con apariencias, como todos los conquistadores afortunados. A pocas palabras se exaltaron nuestros disputadores, y concluyó la cuestión por el desafío de costumbre. Disparó el francés, erró; la bala del inglés pasó el corazón de mi huésped, y yo volví a los aires a descansar de la movilidad continua en que me tenía mi desgraciado huésped.

ANGLOAMERICANOS

Como te dije antes, me estuve un año reponiendo del cansancio, y tuve suficiente tiempo para pensar en la habitación que debía elegir en lo venidero. Viendo que me había ido tan mal en las dos naciones más cultas de la Europa, se me quitaron las ganas de recorrerla toda, y me propuse pasar a América. Allí, decía yo, se ha comenzado a plantar la libertad: esos gobiernos se han de conformar mejor con mi genio y mi primera educación, que estas viejas monarquías, en las que no se encuentran más que apariencias de hombría de bien y una religión superficial. Acá, los hombres se suscriben a alguna creencia, no porque estén convencidos de su verdad, sino porque les es útil para sus miras temporales. Se ha hecho un punto de etiqueta y de moda el no parecer incrédulos, y de aquí es que por fuerza ha de pertenecer un individuo a una religión, si no quiere ser mal visto en la sociedad. Pues ya sabes que el mismo Locke, patriarca de tolerantismo, no quiere que la sociedad admita a los ateos, porque respecto de ellos no tienen ninguna garantía los vínculos sociales. La libertad de muchos declina en libertinaje, y no faltan sostenedores del despotismo real, a que los arrastra la fuerza de la costumbre.

En las repúblicas nuevas que no han visto más formas monárquicas que las de la opresión, como que todas han sido colonias, en que hábitos no pueden ser los de su genio y carácter particulares, sino de pura imitación, en que tienen casi a la vista las desastrosas escenas de la revolución de Francia, es muy de esperarse que la libertad esté bien dirigida y arreglada. Estas consideraciones me hicieron pasar el Atlántico y situarme en los Estados Unidos del Norte. Elegí esa nación antes que a la tuya porque creí que estuvierais padeciendo aquellas oscilaciones que son consiguientes a la variación, no sólo de un gobierno, sino de opiniones y costumbres. Quise dejar que el primero se consolidara, que las segundas se rectificaran, y las terceras se formaran originales, y que perdierais las de imitación.

He aquí que me planté de patitas en el cerebro de un angloamericano. Jamás he llevado mayor chasco. Observé que el cerebro de mi huésped se iba endureciendo a proporción que crecía, hasta llegar a metalizarse completamente. Este fenómeno me sorprendió, y mucho más cuando vi que igual transformación había sufrido su corazón. Procuré indagar la causa de esto, y averigüé que todos los angloamericanos tienen el corazón y el cerebro de plata, porque a fuerza de no amar otra cosa que el dinero, ni de pensar en otra cosa que en el dinero, llegan a metalizarse sus cerebros y corazones. Y es una providencia de Dios que ellos no sepan esa metamorfosis, porque si la supieran, se matarían unos a otros y aun a sí mismos, por sacarse del pecho o de la cabeza un dollar.

En efecto, no pudo menos que repugnarme infinito ese desenfrenado apetito de dinero. Este es el único dios que adoran, y al que sacrifican todos sus deberes. Allí no hay buena fe, no hay generosidad, no hay hospitalidad; el engaño, la intriga, la falsedad, todos los medios lícitos o ilícitos se ponen en movimiento para adquirir caudales. Nunca se indaga la procedencia de éstos, ni las cualidades de las personas. Únicamente se pregunta ¿cuánto vale Fulano? y la respuesta a esta pregunta es la que constituye el mérito o demérito de una persona. Si es acaudalada, aunque sea la de un asesino o ladrón que se haya levantado con los bienes ajenos en otros países, nada importa, es un hombre excelente; pero si es pobre, es un bribón despreciable, aunque posea las virtudes más relevantes, y mucho más si fuere negro, aun cuando sea rico; porque por una anomalía inconcebible y una contradicción monstruosa, en el país que debe reputarse por el emporio de la libertad y de la igualdad, es donde se halla más marcada la diferencia entre los negros y los blancos. Horroriza a cualquier hombre sensible, no sólo el trato que los primeros reciben de los segundos, sino el que haya leyes que lo autoricen. En ninguna parte es más infeliz la suerte de los negros que en los Estados Unidos del Norte. Tal es el carácter de los angloamericanos.

Ellos son los contrabandistas natos del seno Mexicano, que es uno de los ramos de industria con que hacen bastante dinero. Mi huésped se apoderó de una goletita que estafó a unos pobres alemanes, que con toda su sinceridad y honradez andaban comerciando en ella: la cargó de efectos prohibidos y nos dirigimos a las costas de esta república: navegamos con viento en popa hasta avistarlas: los americanos conocen mejor vuestras costas que vosotros los contornos de vuestra hacienda. Esperamos la noche para anclar en una rada, y descargar en la playa: llegó la noche; pero con un fuerte norte y una horrorosa borrasca nuestra goleta fue encallada en un banco de arenas, las olas la hicieron mil pedazos, todos los que venían en el barco se ahogaron; yo dejé el cuerpo de mi huésped que se disputaban dos tiburones y por entre las olas me escapé a la atmosfera de tu república, abominando a los angloamericanos.

MEXICANOS

Determiné quedarme en este país, pues aunque los consideraba todavía en la época de las revoluciones, que siempre preceden a la consolidación de un gobierno, y más en una nación nueva, en que la falta de experiencia es preciso que la haga incurrir en mil defectos en política; como tenía, y en efecto conservo, una alta idea de la generosidad, de la hospitalidad, del desinterés, de la dulzura del carácter de los mexicanos, supuse que con una poca de constancia, y amaestrados por la experiencia de vuestras mismas aberraciones, llegaría el día en que ocupaseis en el mundo civilizado, el distinguido lugar que merecéis por vuestras virtudes, y por los elementos de vuestro suelo, cuyo desarrollo promete una prosperidad sin límites. He aquí mi historia hasta llegar a vuestras costas.


—Muy agradable me ha sido oírla —le respondí—; pero falta sin duda una gran parte de ella. Si mi curiosidad no te es molesta, querría saber ¿por qué motivo te has metido en el cuerpo de este gallo, pudiendo haber elegido otra mejor habitación?

—Esto es lo que yo no quería decirte, porque ya sabes que yo soy muy ingenuo. Adular sería para mí un gran crimen: hablarte la verdad me parece impolítica, porque estoy muy obligado a las almas de tus paisanos, y no querría saliese de mi boca la menor palabra que pudiera interpretarse en contra vuestra; por lo que te suplico me dispenses de continuar mi narración. Por otra parte, si tuvieras la imprudencia de publicar algunos pasajes de nuestra conversación, podrías acarrearte el odio de algunas personas; porque los malvados, que de todo se espantan, y en las palabras más sencillas, y vertidas sin la más ligera intención de zaherir a persona determinada, encuentran alusiones y tal vez retratos perfectos de sus vicios, creen que el autor no ha tenido otro ánimo que satirizarlos, cuando ellos mismos son los que se aplican el cuadro que el autor trazó en un puro ideal; de suerte que sus mismos defectos son los que les ajustan el saco que les viene, no porque el escritor lo cortó expresamente para ellos. Si fueran virtuosos no se encontrarían retratados; así como no se encuentran en las sátiras de Horacio, Percio, Juvenal, Quevedo, padre Islas, Bioleau o Amato Benedicto, los que no han incurrido en las faltas que estos autores critican.

—No creo —respondí— que mis paisanos sean tan necios; saben que en todas las clases del estado son siempre, y en todas las naciones del mundo, más los malos que los buenos; y así, cuando se escribe contra una clase en general, ya se sabe que se habla de sus malos respectivos, no de toda la clase, ni mucho menos de los buenos que hay en ella. ¡Dios nos libre de que si se hablara como habla Quevedo contra los jueces, los abogados y los médicos, encontraran su retrato perfectamente acabado, todos y cada, uno de nuestros jueces, abogados y médicos; que sí se trata de malos patriotas o funcionarios, no hubiera uno solo de nuestros patriotas o funcionarios que no pudiera ponerse el vestido como si se lo hubieran cortado a su medida! Así que, bien saben mis paisanos que esas sátiras generales tienen muchas excepciones, y ¡dichoso aquel a quien su conciencia lo incluye en la excepción y no en la regla general!

Conque, bajo este aspecto, no seas tan escrupuloso. Respecto de tu delicadeza para no hablar conmigo de los defectos de mis paisanos, a quienes te confiesas muy obligado, tampoco debes tener escrúpulo, porque a más de que yo conozco sus faltas, quizá esta conversación servirá a muchos de lección para que las corrijan, y sean como deben ser y no como son. Ya ves que en lugar de hacerles con tus verdades un agravio, les haces un gran servicio; porque ¿qué mayor puede hacérsele a un hombre que volverlo bueno, de malo que era?

—Tienes razón —me contestó—; y confiando en el buen juicio de tus paisanos, continuaré la relación de mi historia. Me quedé, como te decía, en la atmósfera de tu república: anduve vagando algunos días por aquí y por allí, hasta encontrar el lugar en que se hallaban juntas las almas de los que mueren en este país, esperando cuerpos en que volver a introducirse. Llegué por fin a donde estaban y me recibieron con tanta cortesía, afabilidad y dulzura, que cuanto había oído acerca de la generosidad de los mexicanos me pareció poco en comparación de lo que yo misma experimentaba, y a sus consejos debo hallarme en este cuerpo de gallo.

—¡Cómo así! —le interrumpí—, pues qué, ¿no encontraron otra habitación más digna de ti que proporcionarte?

—No te precipites —me respondió—; escucha y no empieces a culpar a mis queridas amigas las almas de tus paisanos.

Jamás he visto tanta multitud de almas reunidas como en la atmósfera de México: no pude menos que preguntar la causa. Consiste, me dijo una alma de un aspecto interesante, pero que manifestaba estar poseída de un grave dolor, en que nosotros parece que hemos dedicado todos nuestros conatos a destruirnos, más bien que a reproducirnos. Oaxaca, Tolomé, la Acordada, los Pozos del Carmen, el Gallinero, el Alamo; San Jacinto, la gloriosa jornada del 15 de julio de 1840, la regeneración de 1841, etc., etc., han poblado de almas este lugar; de suerte que si nos convirtiéramos en pesos al salir de nuestros cuerpos, la hacienda pública de México tuviera cada año un superávit en vez de un déficit. Yo, que naturalmente soy pacífica, lamento la suerte de los mexicanos, y pido a Dios con ansia que venga un gobierno que no piense en soldados, sino en labradores y artesanos, y que no se ocupe de la guerra, sino de la población y colonización: mientras que esto no suceda, ha de haber un remanente de almas que en cada revolucioncita se ha de aumentar, y llegará el caso de que hasta nosotras nos pronunciemos unas contra otras, para apoderarnos del primer cuerpecito que veamos formado.

—Triste idea me das de tu país —le respondí—, y poca esperanza me queda de colocarme en algún cuerpo. —Eso no —me contestó—; nosotros los mexicanos somos muy generosos. A más de que apreciamos mucho a los extranjeros y acaso más de lo regular, principalmente si vienen de Londres o París. Tú serás preferida, te cederemos el lugar, te acomodarás primero que nosotras, aunque nos quedemos en el aire per omnia saecula saeculorum; y no sólo esto, sino que te cedemos la elección. Escoge el cuerpo que más te agrade, y desde ahora te lo cedemos.

Di gracias a una alma tan generosa, y a las demás, que convinieron con toda sinceridad en lo que ella me había ofrecido, y en seguida les dije: almas nobles, que acreditáis el concepto que en todas partes se tiene de la generosidad y beneficencia de los mexicanos; ya que tan bien dispuestas estáis en favor de este extranjero, que ningún mérito tiene para hacerse recomendable a vosotras, yo os suplico y os conjuro por vuestra misma bondad, que me sirváis de consejeras para buscar habitación. He llevado muchos chascos en los cuerpos donde he vivido, por haberme entrado de rondón en el que según las apariencias, o el juicio que había formado de su nación, me parecía excelente. Pero ¡cuánto va de lo vivo a lo pintado! No quisiera que me volviese a suceder lo mismo en vuestra república, por lo que os insto de nuevo para que os dignéis servirme de guía. —Con mucho gusto —respondieron todas nemine discrepante, protestándome que no abusarían de la confianza que yo hacía de ellas, y que me dirían ingenuamente la verdad, aun cuando fuera en contra de sus propios paisanos. Con esta seguridad me expliqué en estos términos: —Sería yo una ingrata si no procurara en cuanto esté en mi arbitrio corresponder a vuestras bondades. Advierto que estoy en un país en que acaba de sembrarse la semilla de la libertad: es preciso cultivarla y protegerla, para que algún día produzca óptimos frutos. Elijo por tanto el cuerpo de un guerrero, para ayudaros con mi valor y esfuerzos a defender vuestra naciente libertad.

MILITARES

-¡Loables deseos! —me respondió una alma, en cuyo semblante se dejaban ver todavía algunos rasgos de la desesperación con que había salido del último cuerpo en que habitó—; pero ¿sabes lo que pretendes? ¿Crees por ventura que nuestros guerreros son de la raza de tus Leónidas, Epaminondas y Temístocles? No les falta valor y disposiciones para imitarlos; pero la corrupción de las costumbres difícilmente les permitirá conseguirlo. Aquí la estrategia está reducida a la intriga. El que limpio juega, limpio se va a su casa, o lo que es peor, limpio y desnudo queda muerto en el campo de batalla. Dígalo mi último patrón, que por meterse a héroe y pelear con espada blanca, fue muerto por sus mismos soldados.

—¿Cómo así? —le pregunté asustada—. ¿Pues de qué modo se hace la guerra entre vosotros? —Del siguiente —me contestó—. Aunque entre nosotros hay diversos partidos, siempre los beligerantes se encierran en dos, el gobierno y los pronunciados: cada uno de éstos procura engrosar el suyo, fundiendo en él aquellos con quienes tiene más simpatías, y procurando neutralizar los contrarios. Si las oportunidades son favorables al gobierno, ganó éste; pero si son favorables a los pronunciados, perdió indefectiblemente, aunque lo venga a sostener el mismo Aquiles. Nuestra estrategia se pone en obra más bien en los preliminares que en la campaña abierta. Me explicaré.

Se comienza por desacreditarse mutuamente en los periódicos ministeriales y de oposición. Así que se logra que uno de ellos haya perdido el prestigio, comienzan las intrigas: se seduce a la tropa prometiendo grados y empleos; se reparte el dinero que se puede entre los agentes subalternos y emisarios, para lo que los agiotistas abren sus arcas, aunque con el moderadísimo premio de un 5 o 6 por ciento mensual. Luego que está la cosa frita y cocida, como suele decirse; que se sabe a punto fijo los jefes y cuerpos de tropa que se han de pasar, la hora en que se han de pronunciar los sargentos (alféreces o tenientes in fieri), y han de amarrar a su comandante si no quiere seguir su partido; entonces arma, arma, guerra, guerra; a ellos, a ellos, valeroso Cortés. Se forma una escaramuza en la que bailan una contradanza los que se pasan de un partido a otro, y victoria por Federico.

Al día siguiente, primera remesa de premios, que consiste en grados. Los sargentos aparecen de alféreces, los alféreces de tenientes, éstos de capitanes, etc.; las barrigas que ayer no tenían color, aparecen hoy rojas, las rojas verdes, y las verdes azules. A continuación se hace una iniciativa a la cámara para que apruebe los grados, reconozca la deuda contraída con los señores agiotistas, y que además conceda una cruz o un escudo para los que se han distinguido en la campaña. Todo se concede como lo pide, y queda formada la segunda remesa de premios.

Agraciados de este modo los que prestaron un servicio positivo de armas, entran las solicitudes de los altiqueños, que componen la tercera remesa. Yo estaba en el ministerio y revelaba las órdenes y disposiciones más reservadas, por lo que el pobre gobierno no podía hacer letra; yo intercepté un correo muy interesante; yo remití al partido vencedor tantos fusiles, seduje tal número de tropa; yo hice esto; yo hice aquello. A cada uno se va dando su premio según sus obras. He aquí nuestra estrategia. ¿Qué te parece?

—Horrible, ciertamente —respondí—. No sé cómo tienen ustedes tan poca filantropía (perdóname, alma noble; este lenguaje), que se premien por haber teñido sus manos en la sangre de sus hermanos en guerras civiles. Luto deberían ponerse los vencedores, y exequias fúnebres deberían celebrarse, en vez de Te Deum y repiques. Pero lo que más me hace fuerza es que se premie al crimen, y a un crimen tan detestable como el de faltar a la confianza de sus superiores y vender sus secretos. Es verdad que en la guerra, alguna ocasión es necesaria esta medida; pero el alma baja que sirve de instrumento, conténtese con dinero, satisfágase su codicia en lo reservado; mas nunca aparezca en público como un mérito lo que es un positivo y feo delito. —Pues amiga mía— me dijo el alma de aquel desgraciado guerrero— aquí no se conoce otra estrategia. —Siendo eso así —contesté—, jamás me veréis en las filas de vuestros militares. Elijo el cuerpo de un patriota, para formar una junta de excelentes patriotas, pronunciarme por la verdadera libertad, y enseñar a vuestros paisanos a ser republicanos, a ser héroes, y merecer, no parches ni grados, sino coronas cívicas y laureles que nunca se marchitan.

PATRIOTAS

-Magna petis Phaeton —me contestó una alma pensativa que, según supe, había animado el cuerpo de un fiel patriota. —¿Pues qué —le pregunté—, tampoco hay patriotas en vuestra tierra? —Amiguita —me respondió—, nuestro patriotismo va a la par con nuestra estrategia. No hay aquí muchos ni pocos Arístides, ni Scévolas. Hace algún tiempo que estuvo aquí una alma paisana tuya, que nos contó que las de Hidalgo, Allende, Morelos y otros grandes patriotas promovedores de la independencia, no habiendo hallado después de su muerte en la república cuerpo que les viniera, habían marchado a Grecia, creyendo que los encontrarían en el país de los héroes; pero por algunas conversaciones que tuvo con ellas, supe que se habían llevado allá el mismo chasco que tú acá.

¿Piensas que porque hay tantos revoltosos, hay muchos patriotas? ¿Crees que todos los que gritan ¡Viva la libertad, muera el despotismo, federación o muerte! están animados de sentimientos desinteresados y movidos unicamente por el bien público? No, amiga mía, no es oro todo lo que reluce. Uno se pronuncia porque ha quebrado con la caja de su regimiento; otro por ver si saca algún partido en sus pretensiones; otro por hacer dinero y vivir a costa ajena; otro por adquirir rango en la sociedad y darse tono; y todos por mejorar de suerte. ¡Ah! ¡Si no fuera por las revoluciones, cuántos personajes que figuran en los primeros puestos de la república estarían desfigurados!

Con miras tan innobles, no es mucho que lo sea también su conducta. Las inconsecuencias más monstruosas se ven en ella. Hoy sostienen una opinión que ayer impugnaban. Hoy atacan a un gobierno que ayer defendían. Hoy le llaman déspota y tirano, cuando ayer lo nombraban paternal y justo. Hoy califican de eminentes patriotas a los que ayer de sansculotes intolerables, y al contrario. En fin, habrá muy pocos jefes de revolución que no puedan aplicarse a sí mismos estos versos:

    Ce qui semble forfait dans un homme ordinaire,
    En un chef de parti prend un aspect contraire:
    Vertueux ou méchant au gré de son projet,
    Il doit tout rapporter á cet unique objet.

    I doit se conformer aux moeurs de ses complices
    Porter jusqu'á l'éxces les vertus et les vices.

Éste es el carácter de la mayor parte de nuestros pronunciados y de sus caudillos: la virtud y el vicio sólo son medios de que se valen para llevar adelante su empresa: en nada reparan, nada los detiene, salgan con su intento, consigan su fin, y que arda Troya poco les interesa. ¿Se necesita por ejemplo la protección del estado eclesiástico? Se besa la mano con mucha reverenda a los señores sacerdotes, se defienden sus bienes, se les conceden prerrogativas. ¿Interesa congraciarse con el partido antieclesiástico? Los frailes son unos holgazanes zaragates, sus bienes son cuantiosos y pertenecen al público, sus prerrogativas son abusos insufribles en un gobierno liberal. ¿Qué tal?

—Peor está que estaba —dije yo—. Estoy desengañado de que las revoluciones y los pronunciamientos no son las escuelas en que se ha de aprender ni enseñar el patriotismo. Me meteré en un cuerpo destinado a la diplomacia, a ver si llego a ser ministro, y no con las armas, sino con los sabios consejos, ilustro al gobierno y consigo fijar la felicidad en esta república.

MINISTROS

-Si eso no más solicitas —me dijo una alma enjuta, que sin duda lo había sido de algún ministro—, bien puedes quedarte con nosotras, sin tocar a cuerpo humano alguno hasta la consumación de los siglos. —¿Pues qué, tan difícil es ser buen ministro en este país? —le pregunté. —No, no es tan difícil serlo; la dificultad consiste en que dure un ministro siendo bueno. Entre nosotros no hay anomalías. La estrategia, el patriotismo y la política hacen un terno que no parecen sino hijos de una propia madre. Casi es un milagro que se sostenga por largo tiempo un ministro recto y justo. Son muchas las personas con quienes tiene que contemporizar, los genios que tiene que estudiar, y los avances que debe reprimir.

No le basta adquirir ascendiente sobre el jefe de la república, es indispensable que lo adquiera sobre el partido que influye en el gobierno. Ese partido es casi imposible que falte, porque o el eclesiástico, o el militar, o el sansculote, o el liberal moderado, o el federalista, o el centralista, o el comerciante, etc., han de tener, no sólo simpatías, sino interés directo en el gobierno y han de influir en sus determinaciones. Para que se remediara este mal, sería necesario que todos esos partidos se fundieran en uno, que diese por resultado la amalgamación de todos sus hombres de bien respectivos; pues no hay partido, por infeliz que sea, que no tenga algunos. Pero esto es pedir peras al olmo.

Aquí tienes, que si el presidente de la república es inclinado al despotismo, es necesario repetirle frecuentemente:

    Che assoluto dispótico governo
    È buono per l'estate é per l'inverno.

Si se inclina al sansculotismo, es preciso decirle lo propio en otros términos. El mayor atentado que imagine, se ha de aprobar; mas con este principio: salus populi suprema lex esto. Si es afecto a los extranjeros, se han de sacrificar a sus pretensiones los derechos y bienestar de los nacionales. Si le agrada la muchedumbre de tropas, se han de sacar soldados hasta de los hormigueros, como si fueran mirmidones, etcétera.

Pero ¿juzgáis acaso que con esto habéis asegurado vuestra permanencia? Nada menos que eso. Es preciso contemporizar con el partido dominante. Si el ministro de guerra no concede todas las bandas, grados y empleos que solicitan los militares que hicieron la revolución, abajo ministro. Si el de hacienda niega la entrada a los agiotistas influyentes, o no paga sus sueldos a ciertas personas, abajo ministro. Si el de relaciones no se doblega a las solicitudes del extranjero, abajo ministro. Si el de justicia no toma providencias eficaces en ciertos negocios, para que su resolución sea favorable a ciertos personajes o a sus ahijados, abajo ministro.

Todavía no es esto lo peor, sino que ya en la escala de las revoluciones es costumbre que comience por pronunciarse contra el ministerio; sea porque éste firma los decretos, sea porque se teme que se desvirtúe la revolución, atacando de frente al presidente de la república, o sea porque se quiere que entren al ministerio personas adictas al partido revolucionario, el primer pronunciamiento es contra los pobres ministros; y ahí tienes a muchos que tal vez sin merecerlo sufren los primeros ataques.

¿Te parece que ya he concluido? Pues falta lo mejor. ¡Infeliz del ministro que con justicia o sin ella tiene por enemigo al congreso! Y ¿qué no cuesta tenerlo por amigo? Cada diputado quiere que a su Departamento se conceda tal o tal cosa, y pronto, y bien. Que se confieran los empleos en ellos a las personas que designa, que se renueven a las que le desagradan, etc., etc.; y el ministro que no tenga mucha prudencia y tino para librarse de estos compromisos, tendrá cada lunes y martes una acusación, y se verá obligado a andar buscando votos que lo absuelvan en el gran jurado. ¿Quieres todavía ser ministro?

DIPUTADOS

-No —respondí—, de ninguna suerte; pero sí seré diputado. He aquí que escudado con mi inviolabilidad, podré hablar la verdad en cualquiera asunto, y promover la felicidad de este país, a quien tengo un amor sincero, y por el que me anima un deseo vivo de su prosperidad.

—¿Qué es lo que pretendes? —me contestó una alma que sin duda había animado el cuerpo de algún diputado, pues aun conservaba una energía y entusiasmo para hablar, que no parecía sino que peroraba en la tribuna—. ¿No sabes —añadió—, que un diputado, en el acto de pisar el pavimento del salón de las sesiones, es un Alcide al bivio?

—Ignoro —le dije— lo que quieres darme a entender con esta expresión. —¿No te acuerdas —respondió— de que Metastasio en una de sus óperas nos pone a Alcides joven entre dos caminos, el uno de los placeres sembrado de rosas, el otro sembrado de espinas; aquel del vicio; éste de la virtud; en el primero nos brinda toda suerte de delicias, en el otro nos aterra toda suerte de penalidades? Pues ésta es la posición de un diputado. Del salón del congreso salen dos caminos: el uno muy corto que sólo tiene unas cuantas varas y termina en el gabinete del gobierno; el otro largo, larguísimo, pues se extiende y ramifica por toda la república.

El primero está sembrado, no de flores, que ésas abundan en las chinampas de la Viga y Jamaica, sino de otras cosas de más sustancia. Ese camino, aunque tan corto, está lleno de mayordomías de monjas, asesorías de comandancias generales o tribunales especiales, de administraciones, contadurías y tesorerías de aduanas marítimas; de oficialías de los ministerios; de jefaturas de hacienda, de prefecturas, de comandancias generales, de capitanías, coronelatos, bandas, etc., etc. Allí no tienes más que hacer sino tomar lo que mejor te acomode, véngate ajustado al cuerpo o no te venga. Pero sobre todo, lo que hay más especial es una cornucopia derramando pesos nuevecitos, nuevecitos, de los que cada mes te echa en el bolsillo tu sueldo íntegro, amén de otros percancillos.

—La pintura que me has hecho de ese camino y la ironía con que has hablado —le dije— me están anunciando que sin duda tiene alguna nulidad de gran tamaño.

—No —me contestó—; es una friolerilla. No tienes otra cosa que hacer, sino secundar toda iniciativa del gobierno, aunque sea en contra del interés general, y del bienestar de la nación: estar pronto y preparado para conceder facultades extraordinarias, aunque sean para echar a pique a la república; abrirle de par en par las arcas nacionales, para que las gaste en lo que quiera; si éstas no bastan, imponer contribuciones, aprobar préstamos y contratos a roso y velloso; si el gobierno pide facultades para levantar veinte mil soldados, añadir un piquillo corto de otros treinta mil, aunque para pagarlos sea necesario gravar a la nación más de lo que sufran los caudales de los ciudadanos: en fin, absolver a todo ministro, aunque sea más bribón que Pillo Madera. ¿No es verdad que esto no pasa de unas bagatelas?

—En efecto —le contesté siguiendo la ironía—, no pueden darse cosas más insignificantes ni más bien recompensadas. —Pues todavía falta —me dijo— la parte honorífica del premio, porque sólo te he manifestado la física. Aquélla consiste en que el diputado que obra de la manera indicada es tenido por hombre de bien, amigo del orden, timorato, religioso, prudente y, sobre todo, gran patriota. Los aristócratas no tienen embarazo en igualarlo a ellos, aunque pertenezca a la hez del pueblo; encompadra con grandes personajes; y en una palabra, es el totus homo del gobierno, el director del congreso, y el consejero nato del ministerio. ¿Qué tal?

—Magnífica cosa —respondí—; pero quisiera que me hablaras algo del otro camino. —Ese —me contestó aquella bendita alma— no merece ni nombrarse entre la gente decente. Está sembrado de cárceles o penales como Acapulco o Perote confinaciones, destierros; y en lugar de hospederías y cornucopias, sólo encuentras la horrorosa cueva de la necesidad, y abrojos que en vez de dar dinero, sacan la sangre de las venas. Los que andan por ese camino son sansculotes, jansenistas, irreligiosos, impíos, enemigos del orden, anarquistas, demagogos: aun cuando pertenezcan a la más alta aristocracia, los repudia ésta, los desconoce y se avergüenza de que uno de sus individuos ande por un camino tan infame, en que se enseñan y sostienen los principios de la libertad individual, los de la imprenta; en que no se permite que los funcionarios traspasen los límites de las facultades que les han impuesto las leyes; en que se procura hacer efectiva la responsabilidad a los que las quebrantan, y otras necedades semejantes.

—Todo sufriría yo de buena gana —respondí—, con tal de que triunfaran esas que llamas necedades. —No tengas esa esperanza —repuso—, porque aun con el mismo pueblo, con los propios por quienes te sacrificas, te desacreditarán los que van por el otro camino. A fuerza de gritar que eres anarquista, revoltoso y libertino, se lo harán creer a todo el mundo. Ellos nunca se dan su verdadero nombre de serviles, sino el de liberales moderados, porque para poder engañar a los hombres es necesario que el vicio se disfrace con el ropaje de la virtud. En las cosas indiferentes y que en nada afectan a su plan de operaciones, los verás ponerse de parte del pueblo con exaltación, y aun atacar de cuando en cuando al ministerio con la mayor vehemencia. Con esta conducta alucinan a la multitud, persuadiéndola de que ellos son los verdaderos liberales que miran por su bien, y que los otros son sus enemigos, que con sus ilimitadas pretensiones, impiden los progresos de la libertad nacional y de la felicidad común.

De este modo hacen infructuosos los sacrificios de los que realmente son patriotas y no hipócritas, y que caminan por la senda de los trabajos. Además, como ésta es tan larga y se ramifica por todas partes, porque el buen patriota dirige su vista a toda la extensión de la república y no a un solo punto de ella; como los malos son siempre más en número que los buenos, procuran desacreditar a éstos en todos los Departamentos, de suerte que si no lo consiguen en unos, lo logran en otros; y así el pobre diputado patriota, apenas será conocido y apreciado entre un corto círculo de individuos que lo conozcan personalmente.

El resultado es que cuando los que van por el camino ancho se colman mutuamente de elogios, se dan fama unos a otros, disfrutan toda suerte de comodidades, jamás divisan siquiera la cara de la necesidad, y entre el ruido de los banquetes y una atmósfera cargada de los gases del champaña, cantan alegremente:

  • Alma incaute, che solcate
  • Della vita il mare infido,
  • Questo il porto, questo il nido,
  • Questo il regno é del piacer. 

Los míseros diputados que marchan cabizbajos, muertos de hambre y cubiertos de oprobio por la senda angosta, en un tono fúnebre como en el que se cantan las lamentaciones de Jeremías en la Semana Santa, entonan entre suspiros:

  • Alme belle, fuggite prudenti
  • Quel piacer, che produce tormenti:
  • Alme belle, soffrite constanti
  • Queit tormenti, onde nasce il piacer.

He aquí todo su consuelo en vida; y su premio, el que después de su muerte, alguno de sus pocos amigos haga su biografía, y la inserte en los periódicos con rayas negras al margen: "Aquí paz, y después gloria".

—Amén —respondí—: ya me has quitado las ganas de ser diputado. Mas si no puedo serviros como político, os serviré siquiera aplicando rectamente las leyes, y administrando justicia con imparcialidad. No hay remedio, voy a meterme en el cuerpo de un juez o de un magistrado.

JUECES Y MAGISTRADOS

-En verdad —me dijo el alma macilenta de un magistrado— que bajo cierto aspecto te convendría ese empleo, porque aquí los que siguen la carrera de la judicatura tienen que meterse precisamente a pitagóricos, aunque sean más carnívoros que un inglés, y aún más antropófagos que un caníbal. El juez o el magistrado debe hacer profesión de un riguroso ayuno perpetuo, que consiste en abstinentia a carnibus, et unica comestio. Esta comida única no puede ser sino de verdolagas, quelites o frijoles, muchas veces cocidos en agua y sal, porque no hay con qué comprar manteca para freírlos. Así que, por esa parte se te caerá la sopita en la miel; mas en cuanto a administrar justicia, puede ser que se te caiga en la hiel.

Apenas hay ladronazo o facineroso que no tenga protectores de alto coturno. Si se trata de contrabandistas, sobran padrinos; y si el contrabandista es extranjero, no bien se comienza a hablar la primera palabra en el juicio verbal, cuando ya está en el ministerio de relaciones la nota diplomática del respectivo cónsul, quejándose del juez, del administrador de la aduana, de los guardas, de los denunciantes, y de cuantos han tenido parte en la aprehensión, y la han de tener en la prueba y la sentencia. Si se trata de negocios civiles, agobia con empeños al pobre juez, el litigante que pelea injustamente, de suerte que cada asunto grave que se trata en un juzgado o tribunal, es un atolladero de compromisos, de que muchas veces no puede salir con bien el juez o el magistrado.

Lo peor es que su rectitud es infructuosa; porque luego que cobra fama de incorruptible, lo recusan todos los litigantes cavilosos, y queda reducido a juzgar en chismes de barrio, sobre que la casera le dijo la mala palabra a la vecina, o que le ha de hacer bueno delante de su marido lo que le gritó en público, etcétera. Así que, amiga mía, si quieres ser un juez tan justificado como Minos o Radamanto, ve a ser juez en el infierno poético, porque en la República Mexicana no has de hacer baza.

ABOGADOS

—Ya que no puedo administrar justicia —le respondí—, la defenderé contra la injusticia: me introduciré en el cuerpo de un jurisconsulto; y haré resonar en el foro mi voz contra las usurpaciones y el crimen. —Resonará efectivamente tu voz —me contestó el alma de un abogado—; pero la sentencia saldrá en tu contra si no cuentas con otras armas para defender la justicia que tenerla y saber demostrarla. —¿Pues qué —dije— se necesita de otra cosa para obtenerla? —¡Toma! —me respondió—, lo mejor te falta, que es saber ganar en lo particular a los jueces y magistrados. Señora mía, los clientes que tienen justicia, y están persuadidos de ella, gastan su dinero con economía, y no se valen de intrigas, porque realmente no las necesitan. Los clientes que están convencidos de la injusticia con que litigan son los que dicen a su abogado: Gaste usted, a talega abierta, no se pare usted en gastos.

De aquí es que como defender la injusticia es lo que da dinero, hay abogados que no se dedican a otra cosa que a cohechar escribanos y jueces para tenerlos a todos por amigos, y de ese modo hacer perdedizos los expedientes, suplantar hojas en ellos, quitar las que no les convienen, y formar escrituras falsas para obtener sentencias favorables, o por lo menos prolongar años enteros un juicio que estaba concluido en un par de meses: en una palabra, hostilizar al contrario hasta obligarlo a que por quitarse de ruidos, haga una transacción poco ventajosa para él, o muera sin ver el fin de su negocio.

Esto es en cuanto a los trámites o incidentes del curso de ellos: en cuanto a la sustancia, no es menos difícil sostener la justicia. Tenemos por desgracia una multitud espantosa de comentadores, que en vez de aclarar nuestra legislación, la han embrollado de manera que entre las leyes y sus comentarios se ha formado un laberinto, de que el talento más sutil no puede encontrar la salida ni con el hilo de Ariadna. Además, tenemos casi sin echarlo de ver una pésima costumbre en el foro, y es que muchas ocasiones hacemos más caso de las opiniones de los autores que de la letra de las leyes. Va un abogado instruido con una que terminantemente decide el negocio en su favor: se presenta en estrados; informa victoriosamente, y cuando cree que va a lograr el triunfo y que su contrario no tiene una sola palabra que objetar, oye con asombro que éste alega que es verdad que la ley parece a primera vista que habla del caso en cuestión; pero que no es así, porque Vela hace tales y tales excepciones, Castillo la entiende de este modo, Molina de aquel; en fin, el abogado que iba confiado en su ley como en un invencible Aquiles, ve que se le vuelve polvo y ceniza entre las manos, y tiene el dolor de perder el pleito, porque así lo quieren Vela, Castillo, Molina y los jueces, que han acatado mejor a las opiniones de estos autores, que a la letra de la ley.

¡Ojalá y cuando nuestro gobierno actual mandó que se fundaran las sentencias en ley, canon u opinión del autor, hubiera mandado que no se juzgase nunca por opiniones de autores, sino por leyes expresas! Es increíble lo que conduciría al buen despacho del foro, cerrar la puerta a los comentadores. Éstos han perjudicado a la legislación de dos maneras: la una, comentando e interpretando las leyes españolas por las romanas, procurando siempre arreglar aquéllas a éstas, aunque sean diametralmente opuestas; la otra, haciendo combinaciones de las españolas con ellas mismas, y prevalidos del principio jura juribus interpretamur, se han metido a casuistas forenses, ampliando o restringiendo las disposiciones más terminantes, según los casos que suponen y que las aplican. De aquí es que muchos abogados, y acaso la mayor parte de los de nombradía, se dedican al estudio de los comentadores, más bien que al de los códigos. Estos son nuestros abogados: ¿quieres entrar en la carrera?

MÉDICOS

-De ninguna suerte —dije—; mas ya que desespero de curar vuestros males políticos, curaré los físicos. Seré médico. Gran profesión para medrar —me respondió un alma que todavía olía a ungüento amarillo—, si te determinas a seguir mis consejos. Un gran médico lo primero que ha de tener es un coche de última moda, brillantemente charolado; ha de vestir con mucho aseo, y también a la última moda, aunque duerma en un petate, y coma en una cazuelita de a tlaco. Ha de visitar a sus enfermos a horas extraordinarias, para dar a entender que está muy recargado de visitas. Ha de contar en ellas curaciones maravillosas; como que le ha cortado la cabeza a un rico agiotista, a un general de división o a otro personaje; que la volteó al revés, la limpió y se la tornó a pegar; que la operación concluiría cerca de las seis de la tarde y a las ocho de la noche dejó al descabezado bueno y sano en la ópera. Item: ha de ser aristócrata, enemigo mortal de los sansculotes, y si puede ser, sin grave inconveniente, con sus barruntos de monarquista, y aun borbonista, o por lo menos iturbidista.

Éste debe ser el aparato exterior: la suficiencia interior se reduce a saber un poco de latín y de francés, aunque no sepa una palabra de castellano. Un médico de tono, primero se ha de sujetar a que le arranquen la lengua con unas tenazas hechas ascuas, que pronunciar las palabras pecho, barriga, espinazo, baño de pies, reconocimiento del cadáver; sino estotras: afternon, abdomen, glándula pineal, pediluvio, autopsia cadavérica, etc. Sus enfermos jamás han de estar malos del hígado, de fiebre en las tripas y demás enfermedades, sino que han de tener hepatitis, gastritis, enteritis, duodenitis, et ceteritis.

Inmediatamente que llegue a sus manos un sistema nuevo en cualquier ramo de medicina, y mucho más si el autor fuere francés, lo adoptará sin otro examen sino que es nuevo y de moda, aunque el sistema sea el más exótico que pudiera inventarse. Así que, unas veces no aplicará remedios que no sean estimulantes, otras calmantes; unas ocasiones todo se ha de curar con opio, aguardiente y comer mucha carne; otras con dieta rigurosa, sangrías y agua caliente, como el doctor Sangredo. Si los parientes del enfermo son tan necios que permitan que hagan añicos a un pobre febricitante, se planchará a éste como si fuera camisa limpia; y si ni aun de ese modo se anuncia el calórico en la epidermis, lo pondrá en una parrilla como a san Lorenzo, y a fe que el enfermo quedará bien caliente.

He aquí, amiga mía, la conducta que ha de seguir un médico que quiera brillar en el mundo. El que procurare curar con medicamentos sencillos, que llamamos caseros; el que en lugar de las drogas de Europa se dedique a indagar las virtudes de las infinitas plantas de que abundan nuestros campos y de los minerales de que también abunda con profusión nuestro país, el que llame barriga a la barriga, baño de pies al baño de pies, y dijere a los que cuidan al enfermo que no manden a la botica por los medicamentos, sino que los hagan en casa, advirtiéndoles los simples de que se componen, a fin de que les cueste menos y los hagan con más cuidado, ¡pobre de él!, jamás pasará de médico de barrio, no habrá quien lo ocupe, y apenas tendrá una u "otra visita de a peseta. ¿Estás conforme con ser médico?

AGIOTISTAS

-No lo estoy —respondí—, y pues no encuentro camino por donde ser útil directamente al público, lo seré aunque sea indirectamente. He oído decir que hay unos ciudadanos que se llaman agiotistas, los cuales emplean sus caudales en prestar a los pobres, y son el único recurso que éstos tienen muchas veces para comer, juntamente con sus familias. ¿Parece a ustedes bien que me entre en un cuerpo de agiotista?

—En tal caso —me dijo el alma de un empleado—, sería bueno que esperases a ver si resucita Nerón y te metieras en su cuerpo. —¿Tan mal concepto tienes de los agiotistas? —le repliqué. —Operibus credite —me contestó—. Estos misericordiosísimos señores, es verdad que dan de comer a un individuo un día pero a cambio de dejarlo sin comer veinte. ¿Qué tal? —Explícate— le dije. —Poco tiene eso que explicar —me respondió—. Comprar en seis o siete, y aun en menos, lo que vale ciento. El necesitado efectivamente se alimenta un día y alimenta a su familia; pero es a costa de vender una alhaja, o un recibo que vale cien pesos, en cinco o seis. Tú sin duda has conocido en Europa otra clase de agiotistas, muy diversa de los que se usan en esta república. Allá se forman por medio de compañías, especulaciones de comercio, y cuando algún socio o algún acreedor de la negociación quiere vender su acción o su crédito, lo verifica, y el precio de aquellos sube y baja, según están solubles los fondos o las esperanzas de progresar en la especulación son más o menos fundadas. Entre nosotros no hay nada de eso. El agio casi tiene por objeto exclusivo hacer préstamos al gobierno cuando se halla apurado por dinero. De aquí es que entre nosotros todo agiotista es usurero, aunque no todo usurero es agiotista. La razón es clara, pues todos los que prestan dinero al gobierno, sacan la principal utilidad, de que el préstamo se haga en dinero y papel, para ser pagados en dinero: con este motivo, mientras más barato compran el papel, más ganancia logran.

Por ejemplo, prestan $200 000 mitad en dinero, mitad en papel: si los cien mil pesos en papel les cuestan sólo ocho mil, van a utilizar en los 200 000, 92 000, aunque no recibieran premio ninguno. ¿Ves ya con toda claridad cómo los agiotistas son usureros? Mas en el día se confunden estos dos nombres, que en la realidad convienen en lo que es pelar al prójimo, aunque varían en el modo. Hay usureros que compran recibos, no a fin de hacer préstamos directamente al gobierno, sino porque tienen valimiento para que se les paguen en aduanas marítimas, en la tesorería, comisaría u otras oficinas. Los hay que sólo comercian en alhajas, prestando sobre ellas con un real en cada peso por mes, y el usurero que sólo presta con medio, es digno de que lo saquen en procesión por las calles más públicas.

De estos préstamos resulta que se quedan con alhajas valiosas y con fincas pingües en una friolera; porque prestan una cantidad corta, por alhaja o finca que vale diez tantos más. Si el que empeña paga fielmente las usuras cada mes, bueno para el usurero, porque mensualmente recibe una cantidad muy considerable; si no paga con puntualidad, mejor para el usurero, porque va capitalizando los réditos, y dentro de tres o cuatro años se hizo por $20 000 de una finca que valía $100 000. Éstos son esos señores agiotistas: éste es el modo con que dan de comer a los pobres. Eso sí, siempre haciendo protestas de hombres de bien, de generosos, de francos: siempre el gobierno les paga mal, porque los desatiende en los pagos, cuando le han hecho tales y tales servicios importantísimos, todos de la naturaleza de los referidos. Ellos son puntualmente los ingratos. ¿Cómo con unos capitales rateros de $15 000 o $20 000 se habían de hacer $300 000 o $400 000 en dos o tres años, sino sacrificando al gobierno y a los particulares?

Pero los oirás quejarse amargamente contra el gobierno, respecto de los préstamos y contratos: el que lo celebra se lamenta de que pierde, o cuando menos de que nada va a utilizar, porque nunca ha hecho el gobierno un contrato más ventajoso: los que fueron pospuestos a éste, por el contrario, dicen que el ministro de hacienda no entiende palabra de economía política; que el contrato o préstamo que ha celebrado es muy ruinoso al erario; que estos despilfarros han de acabar con la nación; que ellos le proponían otros ventajosísimos en que iban a perder mucho dinero, no más por servir al gobierno y ser útiles a la república, porque son filantrópicos, hombres de probidad, de carácter, que jamás andan con raterías, y que solamente emplean su dinero en socorrer al necesitado; pero

Haec ubilocuntus foenerator Alphius;

...............................................................
Omnem relegit Idibus pecuniam
Quaent calendis ponere.

Después de aquel sermón y aquellas protestas, cobra lo que le deben y lo vuelve a colocar al cuatro o cinco por ciento mensual, o compra escrituras o recibos al seis o al siete: ¡viva el agiotista filantrópico! No, ciertamente no; el cuerpo de un usurero no es digna habitación para el alma de Pitágoras, que en sus Versos dorados, que nos ha conservado su discípulo Lysis, nos dejó escrito: "Sí puedes hacer bien, debes hacerlo: la posibilidad en este caso es vecina de la necesidad".

COMERCIANTES

-En efecto —dije—, una vez que los agiotistas son como me los has pintado, su conducta es contra mi doctrina, y yo jamás podré avenirme con aquélla. Seré comerciante.

—Puede ser —me contestó el alma de uno de ellos, que había sido hombre de bien en vida—, que respecto de los comerciantes te suceda lo que respecto de los agiotistas, y te hayas formado una idea poco exacta de los nuestros. Tú has estado en Inglaterra y en Francia, en donde hay comercio nacional; aquí no existe, todo es extranjero. Los que lo son, por descontado que tienen más interés en su país que en el nuestro; lo que les importa es sacar plata; y adelante o no adelante la nación su industria, nada les interesa; y aun si se examina la cosa con imparcialidad, encontraremos que tienen interés en que no progrese. Mientras menos recursos tengan los mexicanos para remediar sus necesidades con los arbitrios que les proporciona su suelo, más necesitan del extranjero y éstos tienen más artículos de consumo. Los comerciantes nacionales son regatones de los extranjeros, y así están amalgamados en intereses. De aquí es que la codicia, el egoísmo, que son los vicios comunes de los comerciantes, los poseen los de nuestro país, tanto nacionales como extranjeros, en grado heroico. Luego que cualquiera de ellos abre su cajón o su almacén, jura por el caduceo de Mercurio, que es su dios tutelar, meter por alto cuantos efectos pueda; y esto, no pienses que con remordimiento de su conciencia, porque tiene una moral particular en este punto. Los verás oír misa, rezar el rosario, y aun ser hermanos de la santa escuela; y sin embargo no se les hace escrúpulo cohechar al guarda, suplantar guías y facturas, y otras travesurillas de ingenio, propias de la vara de medir. Con razón la antigüedad les dio por deidad protectora al susodicho Mercurio, porque no podía ser dios de los ladrones sino un gran ladronazo. Pero eso sí, todos, lo mismo que los agiotistas, brotan honradez, probidad, buena fe; y lo que es más, patriotismo por todos los poros de sus cuerpos. Sin embargo, a pesar de estas relevantes virtudes, si el pobre gobierno lleno de apuros establece una contribución, por pequeña que sea, ahí te quiero ver; entonces entra perfectamente el:

Flectere si nequaquam superos movebo.

Si no hay remedio en el cielo, lo buscarán en el infierno. Se hacen representaciones al congreso y al gobierno, con doscientas o trescientas firmas de comerciantes cabezones contra la tal contribución: se procura cohechar a los ministros, a los diputados, a los senadores, y a cuantos pueden influir en su favor. Si todo esto no basta, ponen la espuela a algún revoltoso que salta a la arena, y son capaces de destronar al sursum corda, porque no se aumente un octavo de alcabala a un tercio de platillas.

ARTESANOS

-Detesto a semejantes comerciantes —respondí—, y para hacerles contrapeso, voy a entrar en el cuerpo de un artesano industrioso. —¿Quae te dementia cepit? ¿Qué locura se te ha metido en la cabeza? —me dijo el alma de un artesano, que exhalaba de cuando en cuando unos profundos suspiros—. ¿No sabes —continuó— que la suerte de un artesano industrioso es la misma que la del reo que está en capilla para que lo ahorquen? Cada reforma del arancel o de la pauta de comercios, cada ley, decreto, reglamento u orden del gobierno que se anuncia relativa al comercio, basta para alarmarlo y tenerlo sin comer ni dormir muchos días y muchas noches. Mejor quisiera un dueño de telares ver en sus manos el cordel con que lo habían de ahorcar, y la mortaja con que lo habían de enterrar, que una madeja de hilaza extranjera o una vara de manta inglesa.

Sí, amiga mía, el pobre fabricante siempre está con el Jesús en la boca, esperando por momentos su ruina: cada peso que introduce en su negociación, hace de cuenta que lo mete en un azar más contingente que el de la lotería. Por desgracia es la industria el ramo que menos se toma en consideración entre nosotros. Aun entre los escritores públicos verás uno u otro que sólo se contenta con escribir generalidades, como que la industria de nuestro país se debe proteger; pero ni dicen cómo, ni procuran manifestar los obstáculos, ni facilitar los medios para conseguirlo.

No sucede lo mismo respecto de sus enemigos los comerciantes. Como éstos pagan bien lo que les tiene cuenta, sobran abogadillos barbiponientes, y algunos de edad provecta y duros espolones, que, o por ganar dinero, que es lo más probable, o por hacerse escritores de moda, o por el prurito de adoptar cuantas doctrinas vienen allende los mares, escriben en los periódicos, publican cuadernos impresos, forman representaciones en que sostienen el comercio libre, atacan el sistema de prohibiciones (entre paréntesis, con que ha progresado el comercio europeo), y adoptan, amplifican y apoyan muchos principios de economía política, que aun en la misma Europa han sido vistos con desprecio por los gobiernos y los hombres sensatos. De este modo extravían la verdad, y ¿cuál es el resultado?

Dicho y hecho. Vino un permiso para introducir géneros prohibidos, se anularon tales artículos del arancel, se concedieron tales introducciones; adiós máquinas, adiós telarcitos, adiós pobre fabricante; ve a vender tus palos a las atolerías para que hagan leña, y quédate a pedir limosna. Lo más sensible es la falta de espíritu de corporación que hay entre los fabricantes: no procuran hacer causa común en sus pretensiones; el fabricante H es habilitado por el comerciante N o por el extranjero R, y así, no puede oponerse en nada a las pretensiones del comercio: a los fabricantes tales o cuales, se han pagado anticipadamente sus máquinas, o se les han prometido grandes indemnizaciones; a otro se va a dar un empleo en una aduana marítima: pues viva el número uno y perezcan mis compañeros. ¿Podrá progresar la industria de esta manera en nuestra república?

—Ciertamente que no —respondí—. Muy desconsolada estoy de que después de haber recorrido todas las clases de la sociedad civil, no encuentre una en que pueda seros útil. ¿Qué he de hacer? Me entraré al estado eclesiástico. Voy a meterme luego luego en el cuerpo de algún ordenado.

ECLESIÁSTICOS

-Poco a poco —me dijo un alma hipocondríaca que lo había sido de un eclesiástico ilustrado—. ¿Sabes —me preguntó— algo de la disciplina eclesiástica, de teología dogmática y de historia? —¡Y cómo que si sé! —le respondí—. Con mi inglés cursé la universidad de Edimburgo, con mi francés los principales colegios y la universidad de París, con mi angloamericano los establecimientos de los Estados Unidos del Norte: en la cabeza del primero sostuve muchas disputas de controversia entre los pontificios y los protestantes: en la del segundo, aprendí las libertades de la Iglesia galicana: en la del tercero, tuve conocimiento de la infinita multitud de religiones que hay en su país.

Entre todas ellas, aunque yo en mi principio fui gentil, me he inclinado siempre a la Iglesia católica romana, porque es en la que encuentro el verdadero modo de cumplir con toda perfección aquellos principios que me enseñó la luz natural, y que consigné en mis Versos dorados de que antes me has hablado. Ya te acordarás que comienzan de esta manera: "Reverencia a los dioses inmortales, ésta es tu primera obligación. Hónralos como la ley manda. Respeta el juramento. Respeta a tu padre, a tu madre y a tus parientes próximos". Si yo cuando era gentil, y que apenas vislumbré la existencia de un Dios creador único y soberano del mundo, establecí por el primero de mis principios que se le tributase el homenaje debido, y aun a los demás dioses subalternos que venerábamos entonces, ¿cómo no querré adorar ahora a aquel Dios que me ha enseñado la religión cristiana?

Confiésote ingenuamente que a pesar de los librotes que me hacían estudiar mi inglés y mi angloamericano, desde que leí la Historia de las variaciones de las iglesias protestantes, escrita por el gran Bossuet, no me quedó la menor duda de que la única religión verdadera es la católica romana, y las demás no son otra cosa que extravíos de la razón, ocasionados por el interés personal, el capricho o las pasiones. Lo que yo deseo vivamente es que aquella santa religión quede purificada de ciertas opiniones, que llamamos ultramontanas, que ya en el día no hay hombre instruido que no las impugne, y que supongo que no tendrán cabida en una república libre e ilustrada como la tuya.

—Pues amiga mía —me contestó—, si eso es no más lo que quieres, ten sabido que has venido a caer en el costal de las aleznas. Aquí los eclesiásticos no sólo han de ser ultramontanos, sino plusquam ultramontanísimos. Cualquiera que siga las opiniones... ¿Qué digo seguir las opiniones? Cualquiera que siquiera lea por encima del forro a Pedro de Marca, Van Espen, Cavalario, la Defensa de la declaración del clero galicano por el señor Bossuet; cualquiera que bajo algún aspecto pueda considerarse poco favorable a los jesuitas, ¡pobre de él! Será llamado, tenido y declarado por un hereje, cismático, impío, incrédulo, materialista, diablo asado y, lo que es peor que todo, jansenista.

Para el cismontano jamás hay cátedras, curatos, vicarias de monjas, canonjías, ni obispados. Los que obtengan estos empleos han de ser ultramontanos en toda la extensión de la palabra; porque has de saber que aquí el ultramontanismo no admite parvedad de materia; así como el que quebranta uno de los diez mandamientos de la ley de Dios se condena, aunque guarde perfectamente los demás; así sucede respecto de las opiniones ultramontanas: el que creyere, enseñare y defendiere la más pequeña.

PERIODISTAS

—Sálgome de la Iglesia —dije—; pero, ¿a dónde, a dónde iré a dar?... Anda con dos mil de a caballo —exclamé—: hasta que encontré con un vestido que me viniera de molde. ¿No podré ser, almas amigas mías, muy útil a vuestros paisanos en el noble ejercicio de periodista?

Escribiré los verdaderos principios de la política, de la economía; manifestaré las bases de una buena constitución para esta república; apoyaré la justicia de los litigantes que la tengan; enseñaré la sana jurisprudencia, tomada de las fuentes de ella que son el derecho natural y de gentes; declamaré contra los malos comentadores de las leyes, contra los malos abogados y los malos médicos; haré descubrimientos en la química, mineralogía y botánica, haciendo experimentos con los minerales y las plantas de esta república, o publicaré los que se hagan en otras partes; simplificaré los medicamentos; promoveré la formación de un comercio nacional; sostendré la industria del país; atacaré fuertemente a los usureros y agiotistas; finalmente, combatiré al ultramontanismo y promoveré la restitución de la disciplina de la Iglesia a su antiguo esplendor; atacaré el vicio, tributaré alabanzas a la virtud, y caiga quien cayere.

—¿Acabaste? —me dijo el alma de un pobre impresor. —Sí— respondí—, he concluido. —Pues te falta que añadir lo mejor —continuo—. Verás tu imprenta hecha pedazos a sablazos, palos y pedradas: irás entre cuatro soldados y un cabo a hospedarte en los calabozos de la Acordada, y por fin de fiesta, te mandarán a echar un paseo por cuatro o seis años a los de Acapulco o California. Tú piensas sin duda que estás en un país en que la libertad de imprenta es respetada y protegida, como uno de los principales derechos de ciudadano. Aquí van las cosas de otro modo.

Es necesario persignarse y encomendarse a Dios de todo corazón para escribir un editorial o publicar una noticia. Los periodistas juiciosos e imparciales tienen que andar buscando rodeos y circunloquios para indicar una verdad, que en otras naciones estaría dicha en dos palabras. Es necesario pesar y repesar cada una de éstas en las balanzas de la prudencia. ¡Si tal expresión parecerá alarmante! La cambiaremos en estotra; pero, puede calificarse de irrespetuosa: vaya esta; puede interpretarse por una sátira contra tal personaje, corporación o partido: mudémosla en esta; pueden calificarla de impía. Vaya, vaya, no tienes idea de la tortura en que se pone a cada número del periódico el entendimiento del miserable editor a quien toca cubrir el día. Pensó, meditó, sudó, se comió las uñas, y creyó que había salido felizmente del paso, cuando ahí tienes que viene un amigo el día siguiente y le dice muy reservadamente: el gobierno ha leído con mucho disgusto el editorial de ayer: los militares están chillando, los comerciantes han brincado y saltado de cólera. Cuidado, cuidado, es preciso irse con mucho tiento, no vayan a plantar a usted una desterrada cuando menos lo piense, o quitarle su empleo o a encajarle en las costillas una buena paliza. En vano el editor apela al testimonio de su conciencia. Lo mejor sería, responde el amigo, que usted se quitara de escribir, porque de lo contrario se expone a llevar un codillo. Ésta es la suerte de los periodistas y demás escritores públicos; exceptuando siempre a los que están por el orden, es decir, a los ministeriales y a los que son órganos del partido dominante. Éstos sí tienen facultad para impugnar, contradecir, desmentir, atacar, insultar y hacer otras cosas peores a los demás periodistas y escritores: éstos sientan principios en política magistralmente, aunque sean unos horrendos disparates: en una palabra, éstos son gallos que pelean con dos navajas, cuando aquellos pobres pollancones tiran con los pies encogidos. Otros periodistas y escritores hay que no temen a rey ni a roque, sólo tratan de hacer dinero, y como por desgracia nuestra los papeles más desvergonzados y calumniadores son los que más salida tienen, echan el pecho al agua y escriben cuanto les viene a la boca; impugnan a los demás periódicos sean ministeriales, de oposición o imparciales: su alimento es la polémica política, porque sacándolos de las frasecitas de novela, de las desvergüenzas y de cuestiones las más veces de nombre, ya no saben palabra en otra materia. Así que en mi concepto se puede aplicar a todos los escritores y periodistas políticos, entrando los del Siglo XIX, lo que según Casti le dijo el perro al puerco: que después de haberse metido a político, se echó a dormir a la larga.

    Sdrajati porco mio, sdrajati e dormi.
    E ¡oh! se tanti politici tuoi pari
    Fosser su questo punto á te conformi,
    E, in vece di trattar pubblici affari,
    Dormisser, come tu, sonno profundo,
    ¡Oh! ¡quanto piu sarai tranquilo il mondo!

En efecto, harían un gran servicio al público muchos periodistas y escritores políticos, si se echaran a dormir a pierna suelta, como unos marranos, y se quitaran de aquel oficio. Más de cuatro revoluciones se ahorrarían a la república si esos señores no se metieran a formar la opinión, cuando ellos no la tienen fija en nada, y acaso están prontos a cambiarla y aun a contrariar la que ayer sostenían, si así conviene a sus intereses personales. Pero, ¿qué hemos de hacer, si nuestra mala educación, nuestras costumbres de colonos, que todavía no acabamos de desarraigar, y nuestra falta de moralidad y decencia pública, no nos permiten ser mejores, a lo menos por ahora? No hay más sino paciencia y barajar, como decía Lanzarote.

COTORRONAS

—Pues almas amigas y señoras mías, ya que en ninguna clase de vuestra sociedad puedo tener cabida de una manera que os sirva de algo, me contentaré con ser padre de familia y nada más. Quiero ser casado: porque a la verdad la vida de un solterón es muy insípida, y más para una alma como yo, que fui afecta a la sociedad y a ser de cualquier modo útil a mis semejantes, y por eso viajé por todas las naciones cultas de mi tiempo, estudié, aprendí y enseñé cuanto pude; pero como la prudencia, más bien que el gusto ha de arreglar nuestros matrimonios, estoy resuelto a meterme en el cuerpo de un simple particular y buscar para casarme una mujer, que ya esté en una edad madura, v. g., entre los treinta y cinco y cuarenta años; me dedicaré al cuidado de mi mujer y de mis hijos, y me quitaré de camorras.

—Pero, ¿qué más camorra que una cotorrona? —me dijo el alma de un joven, que sin embargo de serlo, manifestaba el abatimiento de un viejo. Mírame —prosiguió— hecho víctima de una de esas harpías. Estoy rabiando por volver al mundo, para andar gritando por las calles sin cesar de día y de noche:

Ad mea, decepti juvenes, praecepta venite.

¡Oh jóvenes sin experiencia, escuchad mis sabios consejos! ¡Si tú supieras lo que son estas cotorronas! Cuarenta muchachas de quince años no tienen tantas ganas de casarse como cualquiera de ellas: no pienses que no se casan por virtud, sino por necesidad, porque no encuentran con quien casarse. De aquí es que están siempre como las arañas, atisbando si cae algún mosquito en la red. Ya la tienden por aquí, ya por allí, y ¡miserable del joven que llega a caer en ella!, son peores que los molinos de azúcar, que metiendo un dedo entre los cilindros se va irremediablemente todo el cuerpo por entre ellos.

Comienza la tal nana señora a obsequiar al joven; trencitas de pelo para el reloj, pañuelos blancos con puntas bordadas para la mano, corbatas de moda, almuerzos de guajolote y pulque de piña, meriendas, paseos en Ixtacalco. El joven, que no conoce el fin, ni la intención de estos regalos, se muestra agradecido, y este agradecimiento lo va dirigiendo sabiamente la cotorrona hasta convertirlo en estimación, que es lo más a que puede extenderse un joven, pues eso de amor es una cosa contra la naturaleza. Cuando ya la cosa se halla en este punto, procura la vieja dar la última mano a su obra y avanzar hacia el matrimonio.

Unas veces hace presente a su pretenso que su honor ha padecido demasiado, porque sus amigas, vecinas y conocidas han creído que hay algún compromiso ilegítimo entre los dos; que separarse sería dar más en que maliciar; continuar visitándola, fortificar la sospecha; la consecuencia es que sería mejor un enlace legítimo. En otras ocasiones se queja de que no tiene quien cuide sus intereses, y que necesita indispensablemente de un hombre de bien; pero por temor a las malas lenguas, no puede encargar sus asuntos a ninguno, que no tenga el título de su marido. Con estos y otros ardides ataca diariamente al joven hasta que logra que, tal vez por política, profiera alguna palabra que pueda interpretarse en favor de la aceptación del matrimonio.

Al punto recoge aquella palabra la cotorrona y la fecunda con su astucia: se divulga el casamiento de mi señora doña fulana con zutanito, y el pobre se ve comprometido ante el público, casi sin saber por qué motivo. Pero ya es tarde, ya no puede volver atrás: una palabra inconsiderada lo ha perdido, y no hay arbitrio para recogerla sin exponerse a pasar por un bribón, que falta a sus promesas, engañando con ellas a las señoras honradas. Sus amigos le dicen: ¿hombre, en qué piensas? ¿Conque te vas a casar con ese cotorrón? Vaya: buen viaje has echado: ¡que siendo tan joven hayas ido a caer con esa vieja! El pobre, casi con las lágrimas en los ojos, responde: Qué he de hacer, amigos, voy a ser infeliz para toda mi vida: en mala hora se me escapó una palabra... Pero soy hombre de honor y no puedo dejarlo en descubierto. Ténganme lástima y no me imiten.

Se verifica el casamiento: ¡anda con mil diablos! Ahora sí que la cotorrona afianzó lo que quería: ya logró tener marido, y joven. Sería bueno que se contentara con tenerlo, y nada más; pero aún falta lo mejor del cuento. ¡Si las vieras qué mononas! Se hacen chiquititas, chiquititas: quieren que se les trate con un amor, con una pasión, con un ardor como si fueran unas niñas de trece años. Son más celosas que la diosa Juno. Apenas detiene la vista el marido en una hermosa joven un par de minutos, cuando la maldita vieja está hecha ascuas; y para colmo del descaro, en las agrias reconvenciones que le hace, le echa en cara que la sedujo, que le hizo perder su tranquilidad, que ella jamás había querido casarse, hasta que por su desgracia se rindió a sus instancias. ¿Habrá paciencia para sufrir estas imposturas, cuando el seducido, el engañado y el dado a Barrabás ha sido el joven marido?

Esto es, señora mía, lo que pasa diariamente en la República Mexicana, y si no lo quisieres creer, dígalo el hijo de mi madre. Aquí me tienes que yo fui uno de esos mentecatos, víctima de una cotorrona; poco más o menos mi casamiento se verificó por los trámites que te he contado: yo era de veintidós años, mi amada mitad de treinta y ocho largos de talle; y después que fue mi mujer, en lugar de dar a luz un hijo, me dio treinta y ocho quintales de celos, de imprudencia y de capricho; me mortificó en grado heroico, y ahí tienes que me avejenté antes de tiempo; me melancolicé; y me morí, de lo que me alegré mucho por salir de aquella maldita vieja. Tú dirás si con bastante razón, cuando yo vuelva al mundo, no deberé en caridad estorbar esos casamientos disparatados. Yo te aseguro que cuando vea a algún joven que está para caer en la red de una vieja, así como el pajarito atraído por el hálito venenoso de la serpiente, le gritaré con más fuerza que Laocoonte a los troyanos: Equo ne crédite Teucri. ¡Oh joven incauto, no te fíes de ese cotorrón!

NIÑAS

Escuché atentamente cuanto me dijo aquella alma, y exclamé: —Si tales defectos tienen las mujeres de edad madura, cuya conducta debía considerarse arreglada por la prudencia, ¿qué deberemos esperar de las niñas incautas e inocentes?

—¿Cómo incautas e inocentes? —me respondió el alma de un solterón—. Nuestras jovencitas mexicanas, a la edad de once años saben más que las culebras. Mira, para que no vayas a pegarte un chasco con una de estas coquetillas, te instruiré en sus costumbres y conducta. Yo fui muy inclinada al matrimonio desde que llegó mi patrón a la edad en que se piensa con algún juicio. Ya habrás oído decir la multitud de muchachas que hay en México; pues con todas mis ganas y buena disposición para casarme, al cabo enterraron a mi cuerpo con palma y corona a los cincuenta años de su edad.

—¿Tan difícil es —repliqué— encontrar una buena novia? —¡Ah! amiga mía —contestó—, es más fácil encontrar un diamante que pese una libra, que una joven de que pueda formarse una buena consorte. No niego que las haya; pero son tan raras, que es una chiripa de las mayores encontrar con alguna. Óyeme, y dirás si tengo razón en verter esas proposiciones que parecen muy avanzadas. La educación elemental de nuestras jóvenes se reduce a leer y escribir mal, o cuando más, razonablemente; nada de contar ni de otra cosa. La educación especial: a bailar vals, cuadrilla y contradanza, bordar en canevá, tocar mal unas cuantas piezas en el clave, y balbucir una u otra aria (perdone don Tomás de Iriarte la palabra balbucir, que tanto impugnó; pero aquí venía como anillo al dedo). La educación que podemos llamar de perfección está reducida a leer cuantas novelas buenas o malas, morales o inmorales, pueden haber a las manos, y tienes ya completo el curso de su educación. ¡Oh! si la niña traduce algo de francés, y hace unos cuantos versos, entonces ¡es el prodigio de los prodigios!

¿Qué cosa buena podrá salir con tal educación? Todas las muchachas se afectan de los caracteres que leen en las novelas, y son más conformes a su genio y complexión. La una da en romántica: procura estar siempre pálida, aunque sea a costa de no comer, y de alimentarse de ácidos; en las tertulias está continuamente con la cabeza apoyada en el brazo, a guisa de pensativa y distraída; en los bailes nunca se presta a la diversión, afectando que no ha ido por su voluntad, sino por dar gusto a mamá.

Otras dan en sensibles, que es cualidad de moda: de todo se afectan, de todo lloran, de todo se asustan. Otras que han formado un gran concepto de su hermosura, suelen dar en soberbias: siempre haciendo gesto a cuanto se les dice y se hace por ellas, nada les gusta, nada les acomoda, y todo lo ven con desprecio. Otras dan en coquetas: no hay comedia, baile, paseo, procesión ni diversión alguna en que no estén en asiento delantero, meneando la cabeza continuamente, abriendo y cerrando el abanico sin descansar un momento, murmurando a cuantas personas ven, y charlando con cuantas se les proporciona.

¿Has escuchado lo que te he dicho?, pues todo es tortas y pan pintado respecto de una fea leída y escribida. No hay paciencia para sufrirla, habla más que ocho locos: como las mujeres tienen una propensión innata a manifestar sus gracias, y las feas no tienen otra que el talento, venga o no venga al caso, te hablan del congreso, del gobierno, de economía política, de jurisprudencia, etc., las más veces diciendo disparates garrafales; pero en tono magistral y decisivo. Líbrete Dios de que te empiecen a alabar una mujer por sus manos primorosas para cuanto hay, por su bella índole, por su talento y su virtud: este prólogo va a terminar sin duda en una tarasca. No sé qué te diga respecto de la preferencia entre una bonita tonta, y una fea ilustrada. Yo te confieso mi culpa; en caso apurado, estaría mejor por la primera que por la segunda.

CASADAS

—Pues yo ni por una ni por otra —respondí—, y ya me van quitando ustedes las ganas de casarme.

—No harás cosa mejor —me contestó una alma— que librar tu cuello de la coyunda matrimonial; y mira que te lo dice el alma de un marido acuchillado en este asunto. Las muchachas —continuó— son todas tales cuales te las ha pintado el alma preopinante; pero como ella, o por mejor decir, su patrón no llegó a casarse, lo mejor se le quedó en el tintero. Yo concluiré la pintura.

En la corte no se casan las mujeres por amor, sino por conveniencia. Esto produce dos grandes defectos; la coquetería y la hipocresía. No hay niña que no procure tener una multitud de pretendientes, para elegir aquel que le proporcione mas ventajas. Antes que de sus buenas o malas cualidades, se hace el balance de sus bienes. Si son empleados, ¿cuánto sueldo tienen? Y ¿son empleados en oficina recaudadora o en otra? ¿Tienen escala? ¿Están próximos a ascender? ¿Cuál será el mayor sueldo que llegarán a conseguir? Si son comerciantes, se indaga cuánto tienen de capital; si en efecto son capitalistas o simples comisionistas. Si son propietarios, cuánto montan sus fincas si están muy gravadas o libres, si son fructíferas o infructíferas, etcétera.

Elegido ya el novio, entra la hipocresía, ¡qué tesoros de virtud se presentan a la vista! Verás una de estas mosquimuertas, que parece la misma sencillez y candor en abstracto; pero, ¡qué agallas tienen! Apenas se casan, cuando diablo como todas; y mientras más de tono, más diablos. Ya se ve, el género de vida que llevan no es para otra cosa. Se levantan a las diez o las once de la mañana al tocador, del tocador a recibir visitas a la asistencia hasta las tres de la tarde, a comer, al paseo, a refrescar o tomar chocolate, a la ópera o la comedia; si es noche de baile o tertulia, al baile o tertulia hasta las cuatro de la mañana, y a dormir hasta las diez o las once. Ésta es la vida diaria, sin quitar ni poner, de las familias de tono.

Los hombres que hacen la corte a una señorita de las indicadas, y que llevan una vida exactamente igual, ¿qué otra cosa pueden ser sino unos holgazanes predispuestos a la galantería? Lo mismo que las mujeres; pues una disipación tan constante, ¿qué puede producir sino el vicio? Como este género de vida es de moda, viene también a ser de moda la corrupción de las costumbres; y así no hay que admirarse de que

    ...jura, pudorque
    Et conjugii sacra fides,
    Fungiunt aulas. 

En efecto, ¿qué fidelidad conyugal, qué pudor, qué recato podrá encontrarse en una posición en que hay muchos alicientes para el vicio, y ninguno para la virtud?.

Convertida en moda semejante conducta, se aumenta en gran manera el mal, porque muchas jóvenes que con ejemplos buenos serían honradas, arrastradas del malo y de la fuerza de la moda, se alistan en las banderas de la prostitución para no ser menos que las otras. De suerte que nos viene a suceder lo que cuenta Ramsay que sucedía en la corte de Ecbatana en tiempo de Astyages, que se tenía por despreciada la señora que no encontraba quien procurara seducirla; en lo que tú estarás mejor impuesta que Ramsay, como que viviste en aquellos tiempos.

¡Ay, amiga mía! Si hablaran las bancas y los palcos del coliseo, las paredes de las grandes casas, y las de los lugares de diversión, como Tacubaya, San Ángel, San Agustín de las Cuevas; si esos árboles de la Alameda; si esas canoas y chinampas nos contaran lo que han visto y oído, ¡cuántos pobres maridos agacharían las orejas y saldrían con la cola entre las piernas! ¡Y qué pocas Lucrecias y castas Susanas se encontrarían!

—No hablemos más —le dije—; estoy decidida a no casarme; pero ¿qué haré conmigo? ¿Permaneceré eternamente en la atmósfera? ¿No encontraré algún cuerpo en que meterme, aunque sea de prestado? —Escúchame —dijo un alma de muy buena pasta—, te he cobrado bastante afición, y quiero darte un consejo saludable. Entre las infinitas metamorfosis que he tenido, estuve en cierta ocasión en el cuerpo de un gallo. Jamás me he pasado mejor vida: como nosotras cuando estamos en un cuerpo de animal seguimos la suerte de éstos, ni el derecho natural, ni el de gentes, ni el divino, ni el humano, nos prohíben la poligamia.

Ahí tienes que a un gallo se le pone inmediatamente su harem de gallinas, se le dan sus coladuras de maíz y vive como un sultán. Yo estoy determinada a volver a ser gallo, y si quieres seguir mi consejo, no harás cosa mejor. Pero no has de ser gallo chisgaraviz y valentón, porque entonces en las primeras tapadas en Tlalpan puedes encontrar otro gallo más valiente que te tuerza el pico. Además, que esa vida inquieta de gladiador, esperando matar o ser muerto en cada funcioncita, no es para un gallo filósofo. Tú debes ser un gallo de buena alma, bonazo, socarrón y pacifico, y verás que gran vidurria te pasas.

Por otra parte, puede serte muy útil esa transformación. La república está actualmente en la crisis peligrosa de su regeneración. A los más duchos en política se les ha enredado la regla, y no saben a cuál carta ir. Dejemos que se reúna el congreso constituyente, que se forme la constitución, y a ver qué giro toma la cosa pública. Tú desde la cresta de tu gallo puedes estar en atalaya observando cuanto pasa, y adquiriendo experiencia, para que cuando dejes el cuerpo de tu animalito y vuelvas a esta atmósfera, obres con conocimiento de causa, y tomes un cuerpo en que puedas poner en ejercicio tus ideas filantrópicas en servicio de los mexicanos a quienes tanto aprecias.

—Perfectamente dicho —exclamé—: has hablado como un santo padre: gallo seré, no hay remedio, vuélvome gallo. Y he aquí, amigo Erasmo, que diciendo y haciendo me metí en un huevo que acababa de poner una gallina. A pocos días salí pollito, crecí, y luego que fui grande me toparon con otro gallo para ver qué tal pintaba: yo era robusto, bien formado y emplumado, como me ves todavía: pude con un espolonazo despatarrar a mi contrario; pero observando religiosamente los consejos de aquella bendita alma, al primer encuentro cacareé y eché a correr; mi amo me agarró con mucha cólera, de la cola, me dijo unas cuantas injurias por mi cobardía, y terminó toda la escena con estas palabras: "Este maldito gallo no está bueno para otra cosa sino para echarlo a las gallinas: toma, muchacho, llévalo al corral". Santa palabra, dije yo acá para mi sayo, y desde aquel día permanecí en el corral en que me encontraste. He concluido mi historia.

—No puedo explicarte el gusto con que la he oído —le respondí—, pero ya son dadas las tres de la mañana; nos hemos desvelado, sin echarlo de ver. A ti no te hará fuerza, porque dicen los muchachos que una hora duerme el gallo, dos el caballo, etc.; pero yo que no soy gallo ni caballo, necesito dormir lo menos siete horas, y así te suplico que no me cantes muy temprano. —Te lo prometo —me dijo—; pero antes de que te retires quiero que hagamos un convenio. —¿Cuál es? —respondí—. Que me des noticia —continuó— de cuanto sepas en adelante sobre la cosa pública: yo por mi parte haré lo mismo; y al efecto, me mandarás a todos los parajes públicos, y aun si pudieres me introducirás en los ministerios, en el congreso, en los tribunales, pues como nadie se ha de excusar de hablar delante de mí, te impondré en cuantos asuntos secretos se trataren en mi presencia. —Acepto el partido, de muy buena voluntad —le contesté—; y, adiós, hasta mañana. Cuidado con cantar fuera de tiempo. —No tengas cuidado —replicó—, que yo mando en mi pico, y sé cuándo y cómo he de cantar.

 

 

 

Morales Juan Bautista. El Gallo Pitagórtico. México. UNAM [Biblioteca del Estudiante Universitario # 16]. 1991. 190 págs. pp.3 -57.