José María Luis Mora
Uno de los más funestos errores que las revoluciones propagan, es el de imaginar, que para precaverlas, es menester sumergir a los hombres en la esclavitud. Los excesos producidos por la doctrina de los derechos impelen a los pueblos hacia las desgracias que causa la doctrina de la opresión; y he aquí una nueva prueba de que los progresos de la civilización deben dimanar de operaciones pacificas, y que los esfuerzos para sustituir la revolución del tiempo con las de los hombres, son fecundos en desastres.
En dictamen de algunos espíritus, los únicos medios eficaces para precaverse de disturbios políticos, son dar la mayor intensidad al poder y reducir los hombres a un estado de ignorancia que los haga pobres, débiles y por consiguiente poco temibles.
Los que rehusan al poder la fuerza necesaria para existir con tranquilidad, conocen poquísimo el interés general y se engañan extrañamente sobre el arte de constituir un Estado. Todo Gobierno inquieto sobre su existencia es receloso; le atemoriza el uso más legítimo de la libertad; emplea la astucia, recurre al fraude y aspira a lo arbitrario como único medio de su conservación. Es preciso que un Gobierno sea fuerte para que el Estado sea feliz y libre; pero la fuerza no se da a los Gobiernos sino por el interés de todos; se les da para que presenten el ejemplo del desempeño de las obligaciones, y no para que pongan en práctica la doctrina de la opresión. Pues bien, esto último es el resultado de la unión de la mayor intensidad del poder y de la ignorancia de los pueblos. No es imposible realizar esta unión en los más de los paises de Europa, y mantener por un espacio de tiempo más o menos considerable el fatal estado de cosas que de ello resultaria. Es preciso confesar, aunque sea con vergüenza, que se ignora cual es el término del envilecimiento a que puede bajar el hombre. Por dos veces se ha visto la Francia próxima a retrogradar en la civilización, esto es, en la época en que el fanatismo politico hacia correr arroyos de sangre en las plazas públicas, y cuando se le arrancaban sus hijos para enviarlos a perecer asolando la Europa. Ha padecido dos especies de tiranía, y podría seguirse a ellas una tercera. Se experimentan estos terribles azotes sin que sean numerosos los malvados. Aun en los tiempos más horrorosos no se veía más que un corto número de seres perversos, pero se veia una infinidad de cobardes. Pocos hombres cometen delitos, pero muchos dejan que se cometan. Mientras que la doctrina de las obligaciones no haya penetrado a las almas, la tirania hallará con facilidad agentes y se desembarazará sin trabajo de los que se le opongan.
La intensidad del poder y la ignorancia de los pueblos ni proporciona sosiego ni prosperidad a los Imperios. Los Estados en que se halla bien establecida semejante unión, como en los gobiernos asiáticos, son cabalmente los más atormentados de revoluciones. ¡Gobiernos aciagos, en que la rebelión es la única vía de reclamar; en que lo arbitrario corresponde a lo arbitrario, y el poder de la soga está limitado por el poder del sable! Al ver los furores que se apoderan de los esclavos luego que hallan un momento para sacudir el yugo, se conoce que el hombre tiene un resorte de libertad; si él no está prudente y constantemente expedito en todo el tiempo de la vida, desarrolla toda su acción durante algunas horas, y causa horrorosos estragos.
Pero supongamos que el embrutecer o esclavizar a los hombres sea un medio para hacerlos vivir en paz; ¿qué gentes de honor no buscarán otros medios? Desconocen o quebrantan su primera obligación aquellos que ejerciendo la opresión en un puesto elevado, miran también la ignorancia de los pueblos como un acertado medio de conducirlos.
Ahogando la inteligencia se destruye o se hace decaer la industria. La clase numerosa está destinada a proporcionarse por medio del trabajo un copioso sustento, cómodos vestidos y una sana habitación. El Gobierno que le priva de estos beneficios, ya negándole la conducente instrucción, ya no dejándole la libertad necesaria, se opone a las miras de la Providencia y aleja a los hombres de las inocentes satisfacciones de que ellos gozarían bajo unas justas leyes.
La miseria no es solamente una privación de goces, sino que también engendra enfermedades, y hace más frecuentes y terribles los contagios. Un alimento maligno o muy escaso abrevia la vida de una infinidad de individuos.
El aspirar a fundar la paz de los Estados sobre la brutalidad de los pueblos es emplear un medio inicuo, reprensible ante Dios y los hombres. Semejante medio no puede menos de producir calamidades. Supongamos que él sea capaz de diferir las revoluciones en ciertas circunstancias; tan lejos de precaverlas para siempre debe hacerlas más terribles en algún dla; y se asemeja a aquellos remedios que impiden los dolores, y causan después otros más agudos. Para afianzar el descanso de las naciones, busquemos medios más seguros; busquémoslos en una doctrina diferente de la opresión.
La doctrina de las obligaciones infunde el temor a las revoluciones y el deseo de las mejoras sucesivas. Para que se difunda esta doctrina, importa que la pongan en práctica los jefes de los Estados. Les es natural el temor de las revoluciones y no menos necesario el deseo de las mejoras sucesivas.
Los jefes de las naciones necesitan de luces y firmeza. De luces para seguir las revoluciones del tiempo; de firmeza para oponerse a las de los hombres.
La situación a que estamos reducidos cuando ya no tenemos más medio para evitar una revolución que efectuar por nosotros mismos una gran mudanza política, es siempre un peligroso estado. Nos vemos colocados en él por nuestra falta, sea que rehusando reconocer u olvidando las urgencias de la sociedad, hayamos incitado los pueblos a la rebelión, sea que habiéndonos dejado arrancar por debilidad algunas imprudentes conexiones hayamos enseñado a los facciosos el arte de burlarse de la autoridad.
El más sabio y seguro medio de precaver las revoluciones de los hombres, es la de apreciar bien la del tiempo y acordar lo que ella exige y acordarlo no como soberano que cede, sino como soberano que prescribe. La habilidad de los que dirigen un Estado consiste principalmente en conocer las necesidades nacidas del grado de civilización a que han llegado los hombres. Puede conjeturarse que los pueblos llegarán en más o menos remota época a la libertad política. Los jefes de las naciones, tan lejos de atemorizarse con semejante pensamiento, deben apetecer que sus súbditos merezcan cuanto antes esta libertad. Perderán en ello sin duda algo de aquel falso y perjudicial poder que se llama arbitrario, pero ganarán en poder efectivo. Está bien comprobado que algunas asambleas de representantes obtienen en los tiempos crlticos alistamientos de hombres y contribuciones que el más audaz ministro del poder absoluto no se atrevería a pedir. Los reyes penetrados de la santidad de su ministerio, los que forman un cabal concepto de la tremenda cuenta que tendrán que dar en la otra parte del sepulcro, deben aspirar a ver dignas de la libertad política a sus naciones, como quien aspira a disminuir el peso de una responsabilidad de que se atemoriza la conciencia. Cuando los pueblos tienen representantes, les es menos dificultoso a los principes el instruirse de la verdad; y la libre discusión de los proyectos politicos les proporciona la mejor seguridad de haber hecho cuanto dependía de ellos para gobernar en beneficio del interés común.
Mas para observar y seguir el curso de la civilización importa no solamente que se refrene a los facciosos, sino también que una sabia doctrina destierre de los espíritus los proyectos quiméricos y falaces desvaríos; que arroje de las almas los turbulentos deseos que las hacen pasar con menosprecio cerca del bien para ir a seguir con ardor una imaginaria mejora. Tenemos muchos espíritus juveniles que no conocen los peligros de su efervescencia, a los cuales es necesario repetir les incesantemente: no puede arraigarse y crecer el bien sino con lentitud. Es una ley de la naturaleza. El que menosprecia la moderación desecha la justicia. Pero no podemos persuadirnos de que la precipitación es causa de que se malogren los proyectos más útiles. Nos avergonzaríamos de vacilar y reflexionar y más queremos arriesgar los intereses más queridos que parecer temerosos de un peligro. ¡Ah! quizá experimentaríamos alguna vergüenza, si supiéramos con qué ojos contempla el hombre sensato tanta impaciencia y sin razón.
Desterremos más especialmente el error de que una forma de gobierno es un talismán a que va vinculada la prosperidad de los Imperios. Substituyamos esta falsa idea con la verdad de que se mejora la suerte de los hombres propagando la moral y la industria.
José María Luis Mora
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