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Selección de textos y documentos:

Doralicia Carmona Dávila

© Derechos Reservados
ISBN 970-95193

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1831 Ensayo histórico de las Revoluciones de México desde 1808 hasta 1830

Lorenzo de Zavala

La revolución de Nueva España, hoy Estados Unidos Mexicanos, principió en 1808, cuando por efecto de la invasión hecha en España por los ejércitos de Napoleón, quedó aquella nación acéfala y entregada a los gobiernos populares que se establecieron en aquella época, bajo la dirección de jefes que no tenían otra misión que las inspiraciones de un patriotismo ciego y tumultuoso. Las autoridades de las Américas, no se creyeron bastante legítimas para continuar por sí solas en los gobiernos que habían obtenido de un monarca que habla desaparecido, y había sido substitui do por otra dinastía, cuyos únicos títulos eran doscientos mil soldados aguerridos. La incertidumbre de lo que sucedería en la Península les obli gaba a ocurrir a la verdadera fuente de toda sociedad, a la voluntad del pueblo representado entonces por los ayuntamientos y o tr as autoridades, y he aquí cómo se abrió la puerta a la gran cuestión que se ha resuelto definitivamente con la independencia de aquellos hermosos países. Gobernaba la N. E. Don José Iturrigaray, hombre que no había hecho males positivos a aquellos habitantes. Su carácter extremadamente popular disimulaba sus sórdidas ganancias y el tráfico vergonzoso que se hacía bajo su protección, con lo que acumulaba inmensas riquezas.

Su esposa hacía descender la corte hasta sobre el teatro, o subía el teatro a la corte, por la afición que tenía a esta clase de diversiones. La conducta de la de Madrid bajo María Luisa, era el ejemplo que se seguía; y las señoras mexicanas rodeaban entonces a la esposa del virrey, como las damas españolas a la célebre esposa de Carlos IV. Fiestas, bailes, tertulias, paseos, hacían la sociedad mexicana alegre y bulliciosa, y se sentaba el hipócrita inquisidor, el grave oidor, el venerable obispo, la fácil cortesana, el libertino, y la madre de familia, en un mismo salón para divertir a los virreyes y mendigar sus favores.

La casa de moneda de México acuñaba anualmente de 22 a 27 millones de pesos fuertes; las contribuciones producían hasta 13 millones, de los que se remitían a la Península, como sobrantes, seis y a veces siete. 'Podo el comercio del país lo hacían los españoles, a excepción de uno u otro privilegio que concedía Don Manuel Godoy a casas extranjeras, como la de Gordon y Murfi, de Londres, y otras, para introducir efectos y conducir a los caudales a España. Las minas prosperaban hasta el grado de que la Valenciana y la de Rayas, que eran las más ricas, bastaban para alimentar dos mil familias y enriquecer a los propietarios; las haciendas de ganado mayor y lanar eran posesiones de príncipes, pues tenían desde veinte hasta treinta mil cabezas; las de cultivo, aunque atrasada la agricultura, producían inmensas cantidades de trigo, maíz, cebada, frijoles y demás granos alimenticios. En la tierra caliente se cultivaba, como en el (lía, la caña de azúcar y el café, y estos ramos preciosos formaban la riqueza de los propietarios, cuya mayor parte eran españoles o frailes. Son célebres las haciendas de los Yermos, de los Dominicos, y otras semejantes, en los valles de Cuernavaca y Cuautla Amilpas. Se acumulaban capitales de mucha consideración de estas manos, y se establecía la desigualdad de fortunas y con ella la esclavitud y la aristocracia.

En medio de estas riquezas, cuyo origen, aunque no del todo feudal, era debido a privilegios, a concesiones, a rentas perpetuas o vitalicias sobre la tesorería real, al monopolio, a abusos de la superstición y de la autoridad, y muy poco a la industria de los poseedores, la masa de la población estaba sumergida en la más espantosa miseria. Tres quintos de la población eran indígenas, que sin propiedad territorial, sin ningún género de industria, sin siquiera la esperanza de tenerla al día, poblaban las haciendas, rancherías y minas de los grandes propietarios. Una parte considerable de estos miserables estaban, y están todavía en pequeñas aldeas que se llaman pueblos, manteniéndose de la pesca en las lagunas, de la caza y el cultivo de tierras ajenas, ganando su subsistencia de sus jornales. Muy pocos son los que se ocupan en un género de industria mezquino, como cultivo de granas, fábrica de rebozos, de sombreros de paja, de canastas, y cosas de este género que apenas bastan para una miserable subsistencia. Las castas, que formarán una quinta pacte de la población, están con muy pocas excepciones, en el mismo caso, y los blancos pobres que no pertenecen a las familias ricas de que he hablado, vivían del comercio de transporte de unos a otros puntos. de sus tiendas de licores que llaman vinaterías, pequeños figones, y de las rentas que algunas de estas familias percibían de sus beneficios eclesiásticos. Existía, pues, una desigualdad de fortunas tan grande, como entre personas que podían gastar ciento y aun quinientos pesos diarios, y otras que no podían consumir dos reales. Debe notarse que aunque existe también esta desigualdad en Europa, especialmente en Inglaterra, siempre la desproporción entre los ricos y los pobres es mucho menor en la segunda, lo que hace mas fácil la repartición de las riquezas, y además los consumos de los ricos en Europa, son de efectos proporcionados por la industria nacional, en vez de que en México las ropas y todos los artículos de lujo venían y vienen de los países extranjeros; resultando de aquí mayores dificultades para adquirir la subsistencia y los medios de vivir con descanso. Esta observación no debe perderse de vista.

La dependencia del pueblo era una especie de esclavitud, consecuencia necesaria de este estado de cosas, de la ignorancia en que se le mantenía, del terror que inspiraban las autoridades con sus tropas, su despotismo y su orgullo, y más que todo, de la Inquisición, sostenida por la fuerza militar y religiosa superstición de clérigos y frailes fanáticos, sin ningún género de instrucción. La enseñanza primaria era muy rara en las pequeñas poblaciones, y las escuelas que se establecían en las grandes capitales, estaban dirigidas por los frailes y clérigos en sus propios principios e intereses o por legos ignorantes que enseñaban a mal leer y escribir, y algunos principios de aritmética para llevar la cuenta en los almacenes de comercio. El catecismo del padre Ripalda, en que están consignadas las máximas de una ciega obediencia al papa y al rey, era toda la base de su religión. Los niños aprendían de memo ria estos elementos de esclavitud; y los padres, los sacerdotes y los maes tros, los inculcaban constantemente.

En los colegios se enseñaba la latinidad de la edad media, los cánones, y se enseñaba la teología escolástica y polémica, con la que los jóvenes se llenaban las cabezas con las disputas eternas e ininteligibles de la gracia, de la ciencia media, de las procesiones de la trinidad, de la premoción física y demás sutilezas de escuela, tan inútiles como propias para hacer a los hombres vanos, orgullosos y disputadores sobre lo que no entienden. Lo que se llamaba filosofía era un tejido de disparates sobre la materia prima, formas silogísticas, y otras abstracciones sacadas de la filosofía aristotélica mal comentada por los árabes. La teoría de los astros se explicaba de mala manera para poner en horror el único sistema verdadero, que es el de Copérnico, contra el cual se lanzaron los rayos de la Inquisición y del Vaticano. Ninguna verdad útil, ningún principio, ninguna máxima capaz de inspirar sentimientos nobles o generosos, se oía en aquellas escuelas del jesuitismo. Se ignoraban los nombres de los maestros de la filosofía y de la verdad, y Santo Tomás, Escoto, Belarmino, la madre Agreda y otros escritos tan extravagantes como éstos, se ponían en manos de la juven tud, que desconocía absolutamente los de Bacon de Verulamio, Newton, Galileo, Locke y Condillac. No se sabía que hubiese una ciencia llamada economía política; los nombres de Voltaire, Volnev, Rousseau, D'Alembert, etcétera, eran pronunciados por los maestros como los de unos monstruos que había enviado la Providencia para probar a los justos. Las obras de estos y otros filósofos nunca entraban en las costas hispanoamericanas; los inquisidores tenían un celo superior a la codicia de los negociantes, y como por otra parte los que hacían el comercio eran lodos españoles fanáticos, ignorantes, y con otros medios de ganar, jamás se ocupaban de introducir ninguna obra extranjera que pudiese despertar los celos del clero ni la animadversión de las autoridades, cuyo principal interés marchaba de consuno con el de la corte para mantener en la abyección y en el embrutecimiento a los habitantes del nuevo mundo, en donde gobernaban sin oposición y se aprovechaban de sus inmensas riquezas.

La autoridad suprema la ejercía el virrey de Nueva España, que reunía el mando de las armas al ejercicio del gobierno político y super intendencia de hacienda. El poder judicial, que parecía estar en alguna manera independiente, porque se ejercía por los jueces de primera instancia, subdelegados y corregidores, estaba a prueba de la firmeza y virtud de los magistrados, cuando el virrey o el capitán general tomaban algún interés en los pleitos o en los juicios, y siendo presidentes de las audiencias donde debían terminarse, era imposible obtener justicia contra la voluntad de un virrey. Los procesos se eternizaban y no era extraño ver durar una causa cuarenta, cincuenta o cien años sin ver su término. La célebre causa del asesinato de don Lucas de Gálvez, acaecido en Mérida de Yucatán en 1792, nunca llegó a concluirse, sino con la muerte de los presos en las cárceles de México; y una causa civil sobre la posesión de los volcanes de nieve en las cercanías de México, lleva doscientos años de estar pendiente ante los tribunales; son muchos los ejemplos de esta naturaleza que pueden citarse.

El influjo del clero era sumamente poderoso, porque se extendía desde la corte virreinal hasta la humilde choza del indio. Los obispos, por medio de los curas y de los frailes, ejercían una dominación universal. La confesión y el púlpito que elevaban esta clase sobre todas las demás, los hacía considerar como los depositarios de los grandes secretos domésticos, los encargados de la doctrina, y los árbitros de las llaves del cielo. ¿Quién podía resistir a estos títulos de dominación universal? ¿Qué hombre se atrevería a hablar como igual con el que sabía sus más secretas flaquezas, sus delitos, sus faltas, sus intrigas y sus inclinaciones? El bello sexo, que siempre ejerce un imperio poderoso en la sociedad, se humillaba ante el tribunal de estos dioses de la tierra, como ellos se denominaban, que habían penetrado hasta los últimos atrincheramientos de sus conciencias. Desde el púlpito, que se llamaba la cátedra del Espíritu Santo, hablaba al pueblo como maestro, el que sabía los pecados de sus ovejas, y he aquí un poder, una autoridad contra la cual nadie puede luchar. Pero el rey y sus vicegerentes disponían de estos resortes poderosos y desde España se nombraban para ocupar las sillas episcopales, las diócesis de estos países, hombres encargados de dar cuenta de lo que observaban de sus dos soberanos: el papa y el monarca español; cadenas más fuertes que las que han imaginado los poetas ligaban en el averno a Prometeo y a Sísifo.

Inútil es describir lo que era el gobierno colonial de los españoles. ¡Si al menos hubieran transmitido a las Américas las riquezas literarias de la metrópoli y hubieran enseñado a sus hijos su antigua historia llena de hechos famosos, y de recuerdos nobles! ¡Si hubiesen cuidado de la educación de una juventud que adquiría con el clima la vivacidad de las regiones meridionales! Pero lejos de esto se ocupaban únicamente en acumular riquezas en las obscuridades de sus sucios almacenes; en acostumbrar a sus descendientes a la obediencia pasiva

Historiadores de la transición: de lo colonial a lo nacional y al doble yugo de la superstición y del despotismo. Tal era el estado de las Américas del Sur, especialmente de la Nueva España, cuando la invasión de las tropas francesas en 1808. Los sucesos de Aranjuez entre Fernando VII y sus padres, produjeron simpatías a favor del primero, en odio de don Manuel Godoy, cuya privanza se pintó con todos los coloridos que podían hacerla odiosa. Fernando VII era el ídolo de los mexicanos. Pero estas afecciones estaban fundadas sobre ideas falsas, y erróneas: cada uno creía que su malpasar iba a terminarse bajo la dominación del joven monarca; se hacían votos al cielo por su prosperidad; se esperaban útiles reformas; los que habían visto arrebatar sus capitales para la tesorería con el monstruoso sistema de consolidación entablado por los consejos de M. Ouvrard al ministro Godoy, esperaban ver restituidos estos medios de subsistencia a los antiguos poseedores: uno era el grifo en favor del rey que se había considerado como la víctima de sus padres y del favorito.

Las noticias de la salida de Fernando VII para Bayona, y de la perfidia de Napoleón en aquella ciudad con este príncipe, excitaron hasta Lorenzo de Zavala, el entusiasmo el amor del pueblo por el nuevo rey, y crearon un odio mortal contra el conquistador de Europa. Todas las clases de la socie dad estaban unísonas en estos sentimientos: se abrieron subscripcio nes y se juntaron en pocos meses siete millones de pesos para auxiliar a los hermanos peninsulares que peleaban por la religión, por el rey y por la independencia nacional. Ninguno pensaba en aquellos momen tos en aprovecharse de esta coyuntura para sacudir el yugo colonial y proclamar la independencia; la causa española era una en ambos hemisferios. Mas éstos fueron los primeros impulsos de un sentimiento muy natural: auxiliar a los hermanos oprimidos. Las reflexiones vinieron poco después, y he aquí el principio del curso diferente que tomaron las cosas.