Diciembre 6 de 1831.
Jose Maria Luis Mora
Ostendite mihi numisma census... ¿Cujus et
imago haec? Caesaris... Reddite ergo quat sunt Caesaris,
Caesari; et quae sunt Dei, Deo.
S. MATTH., c. xxii, v. 19, 20 Y 21.
1. La materia de rentas eclesiásticas, muy fácil para los que pretenden tratarla por los verdaderos y sólidos principios del Evangelio y del derecho común, se vuelve un caos de oscuridades y dudas para los que de ellos se apartan desnaturalizando las cuestiones y derramando sobre ellas las tinieblas y confusión que siempre han sido la consecuencia inevitable del extravío de las ideas. El espíritu de partido, como sucede frecuentemente en cuestiones de cuya resolución penden grandes y poderosos intereses, se ha mezclado de tal modo en la presente, que cuando la tratan los escritores no puede leerse el pro y el contra de sus producciones sin probar la sensación más desagradable de fastidio.
2. Si hubiese de creerse al Clero, los bienes temporales que disfruta son de origen divino y los posee por un derecho igual; puede adquirirlos sin autorización, sin consentimiento y aun con positiva repugnancia de los gobiernos civiles; una vez que los ha hecho suyos, no le es lícito enajenarlos ni perderlos y deben quedar para siempre en su poder exentos de la potestad civil
en su administración e inversión: Tan extrañas pretensiones se hallan contrabalanceadas por otras que no lo son menos, aunque por un rumbo opuesto.
Los enemigos del Clero (entendiendo por esta frase los que no quieren que haya religión ni culto) pretenden que éste no debe poseer nada ni tener de qué subsistir, pues reputando su ministerio como inútil y pernicioso a las naciones, no quieren ver en los que lo ejercen sino una carga pesada para el público y una reunión de impostores, a propósito sólo para mantener al pueblo en el embrutecimiento y esclavitud que traen consigo la superstición y el fanatismo. Como ambos partidos se han fijado en los extremos, sus escritos se hallan atestados de errores groseros, de declamaciones vagas y de pretensiones ridículas llevadas hasta el exceso y la extravagancia.
3. La lucha entre la impiedad y la superstición que han provocado en mucha parte los excesos del Clero, existió en Europa desde el establecimiento de la reforma, pero de un modo solapado hasta la revolución de Francia en que se hizo ya pública; desde entonces los impíos y los fanáticos se han hecho la guerra más cruda en todas partes, siendo alternativamente vencedores y vencidos, causando siempre el triunfo de cualquiera de estas sectas inmensos males a la sociedad y a la religión. A México le ha llegado su vez de constituirse en campo de batalla donde se han disputado el triunfo estos detestables partidos; los fanáticos se hallaban en posesión de mandarlo todo desde el establecimiento de la colonia, hasta fines del siglo pasado, en que aparecieron por primera vez los filósofos a disputarles la. posesión en que habían estado por tan dilatado período de tiempo. A éstos fue fácil convencer el ningún fundamento de las pretensiones del Clero; como ellas eran excesivas, no pudieron sostener el aparato de razón con que fueron furiosamente batidas; y como por otra parte se había hecho creer a los habitantes de México que las bases fundamentales de la religión y las pretensiones del Clero eran una misma cosa, de aquí provino que desacreditadas éstas, aquéllas no pudieron sostenerse y vinieron abajo, haciendo la impiedad grandes progresos, hasta el caso de ponerse en poco tiempo en estado no sólo de defenderse, sino de luchar ventajosamente y derrocar a su enemigo. Pero esta derrota lo fue no solamente de la superstición, cosa que ciertamente habría sido un gran bien para el país, sino que trajo consigo la ruina de los principios religiosos en una gran parte de la población, mal muy grave en el orden público.
4. Cualquier mexicano, amante verdadero de la religión de Jesucristo y de la prosperidad de su patria, debe hallarse vivamente interesado en sostener la una y la otra. Sin religión ni culto, no puede haber sociedad ni moral pública en ningún pueblo civilizado; pero la religión tampoco puede existir ni ser amada cuando se pretende confundirla con los abusos de la superstición, con la ambición y codicia de los ministros del altar. Así es que se hace un servicio a la religión misma en separarla de todo esto, haciéndola aparecer en su nativo brillo y esplendor. Como lo que principalmente ha dado pretexto a los impíos para desacreditarla ha sído el enorme abuso que se ha hecho de las rentas eclesiásticas y las exorbitantes pretensiones del Clero sobre esta materia, quien ponga en claro que la religión no es cómplice en nada de esto, deja a sus enemigos casi del todo desarmados; y al mismo tiempo establece sólidamente los derechos civiles de las naciones y gobiernos y con ellos la prosperidad pública. Este servício se intenta prestar con la presente Disertación y al efecto se examinará en ella, primero: ¿Cuál es la naturaleza y origen de los bienes eclesiásticos? Segundo: ¿A qué autoridad pertenece arreglar su adquisición, administración e inversión? Tercero: ¿Qué autoridad puede fijar los gastos del culto y los medios de cubrirlos? El análisis de estas tres cuestiones principales y de las subalternas que ellas comprenden, contribuirá a que el público fije su concepto sobre tan importante materia, desechando igualmente los errores de los impíos y las extravagantes pretensiones del Clero. De esta manera quedarán a salvo los intereses de la religión, maliciosamente confundidos con el abuso-que se ha hecho de ella; por el Clero, para acreditar sus pretensiones con tan respetable nombre; y por los impíos, para. hacerla odiosa atribuyéndole todos los males que son su consecuencia necesaria.
5. Los bienes eclesiásticos no son otra cosa que la suma de valores destinados a los gastos del culto y al sustento de los ministros. Estos valores son por su esencia y naturaleza temporales y por su aplicación se llaman eclesiásticos. El dinero, las tierras, sus frutos y cuanto se halla destinado al sostenimiento de las iglesias, es esencialmente material y a nadie es posible hacerlo cambiar de naturaleza por el destino que se le dé o pueda dársele, pues todo mundo sabe que la esncia de las cosas es absolutamente independiente de la voluntad o caprichos de los agentes que de ellas hacen uso. en diente de la voluntad o caprichos de los agentes que de ellas hacen uso. Así es que los bienes eclesiásticos, si son por su naturaleza temporales, jamás pueden dejar de serio en ninguna suposición posible. Estas nociones son comunes y vulgares y están en perfecta consonancia con el Evangelio de Jesucristo, lo mismo que con las doctrinas de los Padres más célebres de la Iglesia. Cuando a Jesucristo le preguntaron los Fariseos si sería lícito pagar el tributo al César, pidió una moneda, que es el signo representativo de todo género de bienes, valores o riquezas temporales, y habiéndola examinado, les dijo: ¿De quién es este busto? Ellos le contestaron: Del César. Entonces los confundió con aquella admirable sentencia: Pues devolver al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios. Es claro que Jesucristo en una lección cuyo único objeto era distinguir las cosas temporales de las espirituales, numeró entre las primeras la moneda que representa todos los bienes por su naturaleza materiales; y como son de esta clase los destinados al culto; lo es igualmente que, según la doctrina del divino autor del Evangelio, éstos son por su esencia y naturaleza temporales.
6. Todos los Padres de la Iglesia están conformes en dar a este texto y pasaje del Evangelio la misma aplicación; sería inútil y fastidioso el transcribir a la letra sus doctrinas, puesto que ellas son vulgares y conocidas, por lo que sólo se copiará la explicación que San Juan Crisóstomo, el principal doctor de la Iglesia griega, hace de este pasaje de San Mateo exponiendo su texto. "Habiendo, dice, sido preguntados los fariseos por Jesucristo: ¿De quien es este busto? y habiendo recibido por respuesta: Del César, él les dijo: Pues devolved al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios. Esto no es dar, sino restituir, lo cual estaba manifiesto por la imagen e inscripción. Después para que no dijesen: Nos sujetáis a los hombres, añadió: Y lo que sea de Dios, devolvedlo a Dios; porque es justo restituir a los hombres lo que es de los hombres, y dar a Dios lo que de él recibieron ellos mismos. Por eso dice San Pablo: Dad a todos lo que se les debe; al que se debe tributo, el tributo; al que impuesto, el impuesto; al que temor, el temor; al que honra, la honra. Así es que cuando oigas: Dad al César lo que es del César, lo has de entender solamente en aquellas cosas que no ofenden la piedad, pues si tales fueran ya no sería impuesto ni tributo del César, sino del diablo".
7. Cualquiera que lea atentamente este pasaje y otros muchos de los Padres que omitimos, vendrá en conocimiento de que son por su naturaleza civiles y temporales los bienes que por su aplicación se denominan eclesiásticos, pues todos ellos consisten en moneda o cosa que lo valga; sin embargo, esta denominación de eclesiásticos ha sido la base de las pretensiones del clero que ha querido ESPIRITUALIZAR lo que la razón, el Evangelio y los Padres de la Iglesia persuaden ser material. Al efecto ha introducido una cuestión que aunque parece puramente especulativa, no lo es; de la palabra eclesiásticos, aplicada a los bienes destinados al culto, se ha querido inferir que se espiritualizaron y de semejante transformación se desciende a su independencia de la autoridad civil y aun derecho divino para poseerlos, administrarlos y adquirirlos sin intervención ninguna del poder público. Así es que cuando los patronos de estas pretensiones se ven muy estrechados con la razón, el Evangelio y las autoridades que persuaden ser de su naturaleza temporales los bienes de que tratamos, apelan al absurdo de decir que desde que pasaron al dominio de la Iglesia variaron de naturaleza y de consiguiente dejaron de ser temporales. Para desalojarlos, pues, de este último atrincheramiento, bastará simplemente el examinar qué es lo que quieren decir cuando aseguran que tales bienes se han espiritualizado. El simple análisis del concepto que debe corresponder a esta palabra, bastará para persuadir que cuando la usan, o dicen un notable despropósito, o nada que pueda favorecerlos; porque si ella, aplicada a los bienes que tienen por objeto la conservación del cuIto, quiere decir que éstos han variado de naturaleza, dejando la temporal que tenían y adquiriendo otra nueva espiritual, éste es un absurdo que no merece ni necesita ser impugnado; además de la imposibilidad que envuelve en sí mismo un concepto tan monstruoso, cual es el que supone el cambio de la esencia de las cosas, si por imposible se hubiera realizado, es decir, si los bienes de que tratamos hubiesen perdido su naturaleza temporal y adquirido una nueva espiritual, por el mismo caso dejarían de ser útiles para el sustento de los ministros y para la conservación del culto, cosas ambas de su naturaleza materiales. ¿Ni quién podrá dudarlo cuando es de notoria evidencia que no se ha verificado tal cambio en la naturaleza de estos bienes, pues quedan siempre los mismos que eran antes, después de su aplicación a los gastos del culto? Resta, pues, que cuando los defensores de las pretensiones del Clero aseguran que sus bienes se han espiritualizado, sólo quieren decir que han sido destinados a objetos que se terminan a cosas espirituales y entonces nada añaden a lo que todo el mundo sabe, y de lo cual nada puede deducirse a su favor, sino el derecho que es común a todas las corporaciones civiles que se hallan habilitadas para adquirir bienes temporales.
8.. La Iglesia puede considerarse bajo de dos aspectos, o como cuerpo místico,.o como asociación política; bajo el primer aspecto, es la obra de Jesucristo, es eterna e indefectible, eternamente independiente de la potestad temporal; bajo el segundo, es la obra de los gobiernos civiles, puede ser alterada y modificada y aun pueden ser abolidos los privilegios que debe al orden social, como los de cualquiera otra comunidad política. La verdad de estas nociones se hará patente a todo el que considere y sepa distinguir las dos épocas más notables que ha tenido y se hallan bien caracterizadas en su historia;. la primera antes de Constan tino y la segunda después que este príncipe hizo profesión pública del cristianismo. En la primera sólo existía el cuerpo místico de la Iglesia; se predicaba la palabra divina, se administraban los sacramentos, se decidían las cuestiones de fe y costumbres, se separaba de la comunión de la Iglesia al hereje pertinaz y se arreglaba todo lo perteneciente al modo y forma con que se debía dar culto al ser supremo. Esto, y sólo esto, era lo que hacía la Iglesia en aquella época en que sólo existía como cuerpo místico. Cuando Constantino se convirtió al cristianismo, la Iglesia apareció ya como comunidad política; entonces empezaron sus ministros a adquirir bienes, a tener un foro exterior y jurisdicción coactiva, a disfrutar el derecho de imponer a sus súbditos ciertas penas temporales y obligarlos por la-fuerza a someterse a ellas; entonces finalmente adquirieron las comodidades, honores y distinciones civiles de que actualmente disfrutan.
9. De lo expuesto se deduce que los únicos derechos que a los ministros de la Iglesia corresponden de un modo indefectible, son los que disfrutaban en la primera época en que no existía sino como cuerpo místico y que pueden perder sin detrimento ninguno de la religión los que adquirió en la segunda en clase de comunidad política; pues cuando Jesucristo prometió que su Iglesia sería eterna e indefectible, esto fue asegurando al misma tiempo que su reino no era de este mundo, que no había venido a fundar un imperio civil, y que sus promesas se terminaban al cuerpo místico que era la obra de su padre celestial, no a la comunidad política creada por los gobiernos civiles, los reyes y los emperadores.
10. Establecida esta distinción, sin la cual no se puede dar un paso acertado en materia en que se hallan tan complicados los derechos civiles y religiosos, sólo nos resta examinar por cuál de ellos posee el Clero los bienes temporales que disfruta y con esto después de haber fijado la naturaleza de semejantes bienes, se habrá hecho patente su origen y la autoridad a que se hallan sujetos; pues si le pertenecen por derecho civil, están y deben permanecer sometidos a la autoridad temporal; mas si por el contrario la propiedad de ellos le viene del derecho divino positivo, deben ser enteramente independientes de aquélla y sujetos exclusivamente a la autoridad de las pastores. Que los ministros de la Iglesia tengan un derecho indisputable para exigir sus alimentos de los fieles a quienes prestan el servicio espiritual, es una verdad tan clara que nadie puede disputarla. Por derecho natural cada cual debe vivir del fruto de su trabajo y es de rigurosa justicia que sus fatigas y servicios sean recompensados por las que de ellos reporten alguna utilidad. Pero no es ésta la cuestión de que ahora nos ocupamos; este derecho que San Pablo sostiene y atestigua, es el personal de cada uno de los ministros y no el común del cuerpo entero de la Iglesia de que tratamos; así pues, de aquél no se puede inferir éste; la cuestión que debe instituirse es ¿si la Iglesia considerada como cuerpo místico tiene derecho, y cuál, a poseer algunos bienes? ¿de quién puede exigirlos? ¿y en qué hayan de consistir?
11. Si por la palabra bienes se entiende las oblaciones voluntarias de las fieles, destinadas, no a formar un fondo administrable, sino a consumirse precisamente en el sustento de los ministros del culto y en los gastos anexos a él, no hay duda que la Iglesia aun considerada como cuerpo místico, tiene derecho a poseerlas. Las ministros son hombres como las demás, necesitados del sustento y el culto exterior se rinde por acciones materiales que suponen gastos de su género. La Iglesia hasta la conversión de Constantino fue solamente cuerpo místico y con todo poseyó este género de bienes sin disputa ni oposición; ni podía ser otra casa, pues no estaba en el orden de la posibilidad ni de la justicia el que las pastores no comiesen ni bebiesen, el que las fieles abandonasen en la primera de sus necesidades a las que les prestaban tan interesante servicio ministrándoles el pasto espiritual. Jesucristo había destinado a judas, uno de sus apóstales, para recaudar las limosnas de las discípulos que las daban para sustentarla, y los apóstales, luego que se dispersaron por el mundo y se aplicaron al ejercicio de su ministerio, destinaron a los diáconos a ser depositarias y recaudadores de las ofrendas de las fieles, para que éstas fueran invertidas en el sustento de las ministros y en el socorro de los necesitados, pues los gastos del culto por entonces eran pacos o ningunos.
12. La historia de los primeros tres siglos de la Iglesia que precedieran a la conversión de Constantino, no ministra un solo ejemplo de que los eclesiásticos poseyesen otros bienes. Los más fervorosos entre las fieles vendían todos sus bienes y ponían el producto a disposición de las apóstales o de las obispos sucesores, no para que las administrasen, pues esta palabra importa transmutación, que es algún género de negocio, sino para que tales cuales los recibían, los depositasen en sus arcas y después los sacasen para distribuirlos entre los pobres y los ministros. Los menos fervorosos retenían el todo de sus bienes y acudían a sus ministros con oblaciones parciales que tenían el mismo destino y objeto, jamás los primeros discípulos de Jesucristo exigieran nada de los fieles, ni se podrá citar un solo ejemplo que lo compruebe, pues el caso de Ananías y Safira que se refiere en las hechos de las Apóstales de haber sido castigados con una muerte violenta y milagrosa por la ocultación de una parte de sus bienes, no fue porque quisiesen retenerlos o se rehusasen a prestarlos, sino porque habiéndolos ofrecido voluntariamente, después trataron de engañar a San Pedro, acuitándole una parte; así es que lo que en ellas se castigó fue el engaño y no la resistencia a desprenderse de su fortuna en obsequio de la Iglesia. Esto, y no más, es lo que puede decirse y se advierte a la simple lectura del texto sagrado.
13. Por la demás, Jesucristo repitió constantemente que su reino no era de este mundo y de consiguiente que no pendía su subsistencia de las riquezas, que son la base de los gobiernos temporales. Más claramente se explicó cuando la madre de las apóstales Santiago y San Juan, solicitó para ellos honores y comodidades temporales, pues entonces repelió semejante solicitud asegurando que ella era enteramente extraña a su ministerio. En fin, se necesita no tener el conocimiento más superficial del Evangelio, ni del carácter de la divina religión que instituyó Jesucristo, para asegurar que le es necesario el contar con otros bienes distintos de las oblaciones voluntarias de los fieles, en frutos o valores que deban consumirse inmediatamente en el sustento de sus ministros. Lo misma acredita la historia de las Apóstoles y de los Pastores que les sucedieron en los primitivos siglos de la Iglesia. Ninguno de los diáconos que entonces eran los ecónomos, compraban, arrendaban, ni vendían fincas, cobraban réditos, ni poseían capitales; tampoco demandaban a los deudores, pues no los tenían; y San Lorenzo, que sufrió martirio por no entregar el depósito de las limosnas, en nada se parecía a las jueces hacedores ni a los de obras pías que actualmente tenemos. Esto prueba que la
Iglesia pueda existir en toda su pureza y esplendor, como existió entonces, sin la posesión de los bienes temporales; pues en el idioma vulgar y en el forense, no son conocidos bajo el nombre de tales las limosnas, en cuya clase deben contarse las oblaciones de los fieles destinadas a consumirse en el sustento de los ministros del culto. Así se halla la Iglesia en el día en los países en que el catolicismo es admitido, pero no reconocido como religión dominante y nadie dirá que le falte nada, ni sea por eso menos perfecto.
14. ¿Y de quién podrá exigir la Iglesia, considerada como cuerpo místico, las oblaciones que en razón de tal le corresponden? ¿Será acaso de los fieles en particular, o de los gobiernos civiles? Esta cuestión no deja de ser importante, por más que a primera vista no lo parezca, pues el Clero pretende que los gobierno!> están en obligación de apoyar con la fuerza exterior la posesión de sus bienes y el cobro de sus rentas, apremiando a los ciudadanos y súbditos al cumplimiento de las providencias dictadas por la autoridad eclesiástica para el sostenimiento y administración de sus bienes y alegando por fundamento de semejante pretensión, que no sólo los particulares que profesan el catolicismo son súbditos de la Iglesia, sino también los gobiernos considerados como tales. De aquí proviene el empeño que el Clero ha manifestado siempre, de que se conviertan en delitos civiles los pecados o faltas religiosas y de que sean castigados con penas temporales, formando un cargo por la infracción de este supuesto deber a los príncipes católicos que se han rehusado a hacerla. Es necesario sin embargo convenir en: que esta pretensión no sólo carece de apoyo en el Evangelio, sino es al mismo tiempo injusta e infundada. Jesucristo, como él mismo lo atestigua en muchos pasajes del Nuevo Testamento, no vino a predicar su doctrina a los gobiernos, sino a los hombres; ni a conquistar reinos, sino almas para su padre celestial. Tampoco solicitó el apoyo de las potestades de la tierra, sino que se dirigió. inmediatamente a los particulares y los hizo adoptar su religión, valiéndose exclusivamente de la persuasión y el convencimiento, o del temor de las penas eternas con que amenazaba serían castigados los que habiendo oído predicar el Evangelio, rehusasen someterse a él.
15. Los cristianos de los primeros siglos tuvieron en este punto una conducta exactamente conforme con la de su divino maestro. Enviados como corderos en medio de los lobos, jamás se dirigieron a los gobiernos, a los emperadores ni a los reyes en demanda de auxilios que sostuviesen por la fuerza su religión, ni pensaron jamás que el rehusarlos fuese un cargo contra las potestades de la tierra; muy lejos de eso fueron siempre fieles y predicaron la obediencia a los emperadores que no sólo no los auxiliaban, sino que positivamente los perseguían. Aun cuando convertidos éstos al cristianismo no sólo ofrecieron, sino que aplicaron su fuerza temporal para apoyar las providencias de la Iglesia, los padres más célebres rehusaron esta cooperación como perjudicial a la Iglesia misma. Podrían citarse muchos pasajes de San Juan Crisóstomo, San Agustín y San Jerónimo en comprobación de esta verdad, pero bastarán por todos los de San Cipriano, Concilio Sardicense, San Juan Crisóstomo y San Hilario de ArIes que son terminantes en el caso.
16. San Cipriano, proponiéndose explicar cuán diferentes eran los sentimientos que. dirigían a los sacerdotes de la Sinagoga, de los que deben animar a los de la Iglesia de Jesucristo en cuanto al modo de conducirse con los refractarios, considera una y otra sociedad por sus principios, fundando la razón principal de esta diferencia en que en la Sinagoga todo era material y figurado, cuando en la Iglesia debe ser todo espiritual y verdad. "Dios, dice, mandó que sufriesen la pena de muerte los que no obedeciesen a sus sacerdotes como jueces constituidos por él; mas esto pudo convenir en unos tiempos. en que la circuncisión era carnal. Pero ahora entre los criados que sirven a Dios con lealtad cuando ha pasado a ser espiritual la circuncisión, a los orgullosos y contumaces se les debe exterminar con una espada también espiritual, echándolos de la Iglesia y dejándolos así privados de vida, pues la Iglesia, que es la verdadera casa de Dios, no es más que una, y nadie si no es ella logra salvación".
17. Los Padres del Concilio de Sardica que declararon inocente a San Atanasio de los crímenes que se le imputaban, cuando suplicaron a Constancia los amparase del furor de los arrianos, que prevaliéndose de la aceptación que había hallado su secta en el ánimo de este emperador, no omitían ningún género de persecución para acabar con los católicos, se produjeron en estos términos: "No pretendemos otra cosa sino la libertad de la creencia y que de consiguiente no se nos obligue a contaminamos con el arrianis, empleando contra nosotros la persecución, las cárceles y los tribunales con todo el aparato del terror y la invención de exquisitos tormentos. Jesucristo enseñó más bien que exigió el conocimiento de sí mismo y excitando por medio de prodigios la admiración y respeto a los preceptos de su fe, jamás forzó a nadie a que la confesase. Si se apelase a una violencia como esta por parte de los católicos, los obispos serían los primeros que se declararían contra ella, fundados en que Dios, siendo el señor del universo, de nadie necesita, mucho menos de un corazón que se niega a reconocerle. Dirían que a Dios no se le ha de querer engañar con el disimulo, sino merecer su gracia con una verdadera sumisión; que si manda que le prestemos nuestros obsequios, no es por su utilidad, sino por la nuestra; que no puede recibir sino al que se presente, ni oír sino al que ora, ni marcar por suyo sino al que profesa cordialmente su religión. Dirían que la ingenuidad es el único camino por donde debe buscársele, que ha de ser conocido por el diligente estudio de la fe y que sólo puede amarle el que tiene caridad. Añadirían, en fin, que se adquiere su agrado con el temor filial y que el medio de conservarle no es otro que la probidad".
18. Estas máximas las inculca también San Juan Crisóstomo en muchos pasajes de sus obras, principalmente en el que sigue: "Debemos pelear contra los herejes, no para postrar a los que están en pie, sino para levantar a los caídos, porque la guerra que a nosotros nos incumbe no es la que da la muerte a los vivos, sino la que restituye la vida a los muertos, como que son nuestras armas la mansedumbre y la benignidad. Debemos contar pues en esta lucha, no con hechos sino con palabras, por cuanto perseguimos, no al hereje, sino a la herejía y detestamos no al que yerra, sino al error del entendimiento y daño del corazón. Finalmente debemos estar siempre dispuestos a sufrir la persecución, no a perseguir a otros; a padecer vejaciones no a causarlas. De este modo es como venció Jesucristo, a saber, clavado en una cruz, no crucificando a nadie".
19. San Hilario pondera la delicadeza de la Iglesia en esta parte y aun hace un contraste del estado floreciente de la disciplina en los tres siglos que le precedieron, con el que tenía. en su tiempo, en que declinaba ya por las opiniones de algunos obispos a la inobservancia que se ha experimentado después. "Sobre todo, dice, traspasa el corazón y hace saltar lágrimas de los ojos, la debilidad de que adolece la generación presente con ciertas opiniones absurdas que se van difundiendo, siendo una de ellas que los hombres deben patrocinar a Dios conciliándose con el poder del siglo, para sostener con él la Iglesia de Jesucristo. Decidme vosotros los obispos que sois de ese modo de pensar: ¿De qué auxilio se valían los apóstoles, cuando predicaban el Evangelio, o a qué magnates de la tierra acudieron para convertir casi todas las naciones de la idolatría, al culto del verdadero Dios? ¿Acaso buscaban en los palacios alguna recomendación, cuando después de azotados y estando en la cárcel cargados de cadenas cantaban himnos de alabanza al Señor? ¿Acaso se hallaba autorizado San Pablo con decretos imperiales, cuando hecho espectáculo de todo el mundo, atraía a los pueblos a la Iglesia de Jesucristo? ¿Serían tal vez Nerón, Vespasiano o Decio sus protectores, con cuyas persecuciones fructificó tanto la semilla de la predicación? ¿No tenían los apóstoles, como nosotros ahora, las llaves del reino de los cielos, aunque viviesen del trabajo de sus manos y se viesen precisados para su seguridad a celebrar los divinos misterios en cenáculos y otros parajes retirados y aunque viajando por mar y tierra entre innumerables peligros corriesen todos los países visitando hasta aldeas y cortijos y esto teniendo contra sí los decretos del senado y del emperador? ¿No es cierto que el poder de Dios triunfaba del furor de los tiranos cuando se predicaba el Evangelio, con tanto mayor denuedo cuantos más obstáculos se oponían a que se predicase? Mas ahora: i qué dolor! A la fe divina-se le quiere apoyar con la autoridad humana y mientras se ostenta engrandecer el nombre de Jesucristo, se trata dé menguado su poder. Ya difunde el terror con destierros y prisiones, queriendo que se la crea por fuerza la misma Iglesia que sufriendo destierros y prisiones, extendió antes su fe; ya confina los sacerdotes de las sectas, aquélla a quien antiguamente pregonaron sus propios sacerdotes confinados; ya se lisonjea en fin, de ser aplaudida del mundo, la que únicamente siendo odiada del mundo puede ser grata a su esposo. Cuando a vista de abusos tan escandalosos, comparo la Iglesia de hoy con la que Jesucristo confió a nuestros mayores, no puedo dejar de exclamar que ha sufrido la más lastimosa alteración".
20. Tan expresos como los anteriores, hay otros muchos pasajes en las obras de estos y otros Padres, que confirman no ser los gobiernos los que deben apoyar a la Iglesia y de consiguiente no estar en obligación de hacerlo, pues ella no reconoce sino a los particulares como sus únicos súbditos; y si no son súbditos de la Iglesia los gobiernos, ¿cómo podrá nadie exigirles ningún género de contribución, rentas o bienes para el sustento de sus ministros? Es necesario convencerse que ningún príncipe ni autoridad temporal, por sólo el hecho de profesar el catolicismo, está en obligación de precisar a sus súbditos a pagar los gastos del culto que él mismo ha adoptado particularmente. El fin y objeto de los gobiernos civiles es el de mantener el orden social y no el de proteger esta o aquella religión; pues así como sería un absurdo el pretender que la Iglesia no pudiese existir sino en una nación que tuviese tal y determinada forma de gobierno, de la misma manera lo sería asegurar que no puede haber gobierno sino con tal y-determinada religión. Tan ajeno es del instituto y objeto de la Iglesia el conocimiento de la forma de gobierno que tengan las naciones a que pertenecen los fieles, como lo es del gobierno civil el de la religión que profesen, sus súbditos. De lo contrario, ¿cuántos príncipes católicos y piadosos deberían reputarse de una conducta reprensible si fuese una obligación religiosa el de obligar a sus súbditos a profesar tal religión o compeler los al pago de las contribuciones con que se sostiene el culto de la verdadera Iglesia? Empezando por Constan tino, que fue el primer protector del Cristianismo y acabando por Luis Felipe, actual rey de los franceses, la historia nos ministra muchos ejemplos de soberanos verdaderamente religiosos que no han autorizado por leyes civiles la obligación de profesar tal religión, ni la que los fieles tienen por derecho natural de sostener a los ministros del culto que profesan. Nadie se ha atrevido a echar en cara a estos príncipes haber faltado a sus deberes religiosos y la razón es muy sencilla, porque considerados como gobiernos no son súbditos de la Iglesia, ni tienen para con ella obligaciones ningunas, pues este cuerpo místico y espiritual fundado por Jesucristo, considerado como tal, no reconoce por súbditos sino a los fieles en particular y no a los gobiernos a que ellos pertenecen.
21. Probado que la Iglesia, aun considerada como cuerpo místico, puede por derecho natural exigir de los fieles su súbditos y no de los gobiernos algunas asistencias temporales o bienes impropiamente dichos, se sigue naturalmente investigar qué clase de bienes y en qué cantidad deban ser aplicados por los fieles para satisfacer semejante obligación. Esta cuestión sería inútil, si el Clero no hubiese confundido maliciosamente los derechos civiles que la Iglesia ha adquirido en clase de comunidad política para poseer bienes temporales, con el que le asisten como cuerpo místico para exigir la recompensa de los servicios que prestan sus ministros. Por derecho natural éstos deben ser sustentados por los fieles; pero no pueden exigirles que al efecto se destinen tales o cuales bienes que sean raíces o semovientes, que consistan en capitales o en rentas, pues todas estas obligaciones, civiles por su naturaleza, no pueden existir sino por el derecho que lleva este nombre. Si los ministros del culto reciben lo necesario para comer, vestir y estar alojados y para el ejercicio de ritos y ceremonias que constituyen el culto, por derecho natural no pueden exigir más ni empeñarse en que los bienes que al efecto se aplican sean de talo cual naturaleza, ni tengan más o menos valor o estimación; en los tiempos apostólicos y en los primitivos siglos de la Iglesia, ni aun se exigían formalmente por los pastores este. género de asistencias. San Pablo, que reconoce en los sacerdotes este derecho, confiesa que jamás hizo uso de él y nos dice terminantemente que vivía del trabajo de sus manos, se entiende que sin faltar a las obligaciones de su ministerio, a las que, como todo el mundo sabe, dedicó casi todos los instantes de su existencia este vaso de elección.
22. Su conducta en esta materia fue imitada en los primitivos siglos por una parte muy grande de los primeros pastores que trabajaban corporalmente para subsistir, y la otra, que era la menor, se mantenía de las ofrendas voluntarias de los fieles, sin oprimidos nunca ni conminados para que la asistiesen con ellas. Es verdad que entonces no era necesario valerse de amenazas para que cumpliesen con tan estrecha y rigurosa obligación; pero esto depende en mucha parte de que los ministros se hacía!} amar por sus modales dulces y suaves, por su irreprensible conducta y por su infatigable empeñó y dedicación al ejercicio de su sagrado ministerio. Si los fieles se resfriaron posteriormente en esto, sin duda fueron culpables; pero semejante frialdad fue debida en mucha parte a la conducta decadente de sus ministros. En el día en los países en que la religión católica es solamente tolerada, lo cual sucede en la mayor- parte de Europa y Asia y en otra no menos considerable de Africa y América, la fglesia se halla como en los siglos primitivos y los ministros se sostienen de lo que los fieles sus súbditos quieren ofrecerles voluntariamente; sin embargo jamás les ha faltado lo necesario, ni los fieles en lo general se han dispensado nunca de la obligación de pagado. La razón de esto es muy clara. El sacerdote que sabe que no puede procurarse su subsistencia por la fuerza coercitiva ,de las leyes, procura que su ejemplar conducta y la dedicación a su ministerio lo hagan acepto a los fieles y por este medio con más fruto consigue lo que apenas pueden recabar de ellos, Ios que apelan a la autoridad civil para obtener bienes por medio de medidas temporales.
23. Si de lo expuesto se debe inferir legítimamente que la Iglesia puede existir sin que nada le falte ni aparezca menos perfecta aunque carezca de bienes temporales, esto no quiere decir que la posesión de ellos sea contraria a su institución, como han pretendido algunos herejes;- semejante error debe desecharse no sólo por el católico sino también por el hombre sensato, como contrario a la razón y a la evidencia de los siglos. Si no es de su institución, tampoco le es repugnante la posesión de bienes temporales; pero como no puede disfrutar los en clase de cuerpo místico sino de comunidad política, el derecho para adquiridos y conservados, es esencialmente civil, por más que se le quiera dar otro nombre y debe estar enteramente sujeto, como el de todos los cuerpos políticos, a la autoridad temporal. En efecto, el mayor derecho que la Iglesia puede alegar sobre los bienes que posee, es el de propiedad y éste no sólo es de su naturaleza civil, sino que ni puede concebirse que sea otra cosa. La propiedad consiste en la facultad que tiene el que la goza de disponer de los bienes adquiridos en conformidad con las disposiciones de las leyes, usándolos, vendiéndolos o permutándolos. ¿Y cómo podrá adquirirlos, venderlos o permutados un cuerpo o comunidad cuya existencia no es reconocida por las leyes o autorizada por ellas? Esta pretensión sería tan extravagante como la de que un hombre que yo me finjo acá en mi imaginación pudiese ser dueño de capitales o fincas. Así es que si la Iglesia llega a adquirir los unos o las otras y decirse propietaria, esto no puede ser sino bajo el concepto de comunidad política y por el derecho que corresponde a las de su clase, es decir, por el civil. Si esto es así, como no puede dudarse, no se alcanza por qué motivo deba ser la única entre todas las que ha creado la sociedad que pretenda eximirse de las reglas dictadas o por dictar para las de su clase, emanadas de la autoridad temporal que las ha dado el ser.
24. No pensaban de esta manera ni tenían tales pretensiones los padres más célebres de la Iglesia, quienes seguramente no son acreedores a ser reprendidos por haber abandonado los intereses de la misma; sin embargo, casi todos ellos han reconocido, no sólo que el derecho de poseer bienes temporales los eclesiásticos es puramente civil, sino también, lo que es una. consecuencia necesaria de este reconocimiento, que semejante posesión está enteramente sujeta a las leyes que para adquirirla, mantenerla o perderla fueren dictadas por la autoridad temporal. Para comprobar la verdad de lo que decimos, copiaremos algunos pasajes de los más notables de las obras de los Padres. San Agustín se expresa así: "¿A qué derecho te atienes para defender las posesiones de la Iglesia, al divino o al humano? El derecho divino lo tenemos en las Escrituras, el humano en las leyes de los reyes. i De dónde les viene a todos el título por el cual poseen las cosas, sino del derecho humano! Ateniéndose a él es como puede decirse: Esta hacienda es mía, esta casa es mía, este esclavo es mío. Supóngase que no existe el derecho de los emperadores, ¿y quién se atreverá a decir: Esta hacienda es mía, este esclavo es mio, esta casa es mía?" El mismo santo doctor dice a los que querían sustraerse de la autoridad del emperador: "No me digas: ¿Qué tengo yo que hacer con los reyes? ¿Qué hay de común entre mí y el emperador? porque yo te preguntaré: "¿Qué hay de común entre ti y tus posesiones? No llames, pues, tuyas las cosas, tú que renuncias el derecho humano a virtud del cual las posees".
25. Habiendo mandado el emperador Justiniano a San Ambrosio- que entregase un templo a los arrianos, este Santo lo rehusó y contestó lo siguiente: "No creas que el poder imperial se extiende sobre las cosas de Dios. Los emperadores tienen los palacios y los obispos las Iglesias. Si se trata de mis bienes, de mi patrimonio, de mi cuerpo y de todo lo que me pertenece, yo lo doy. Si éste es un tributo que exige el emperador, nosotros no lo rehusamos pagar; los campos que pertenecen a la Iglesia lo pagan. Si el emperador quiere estos campos, puede apropiárselos, ninguno de nosotros se opone; las limosnas que se juntarán en el pueblo podrán ser suficientes para los pobres. Que los ministros del emperador cesen de hacemos odiosos a su vista por causa de estas disputas; que tomen los campos si así le agrada al emperador; yo no los doy, pero no los rehúso". Basta leer con imparcialidad estos pasajes para convencerse que así San Agustín como San Ambrosio tuvieron por temporales los bienes que la Iglesia posee aún después que han pasado a ella y reconocieron que -el único título legítimo de esta posesión era el derecho civil; ambos convienen en que los bienes de la Iglesia sólo se poseían y debían poseerse por el derecho de los reyes y emperadores, que ciertamente no es el canónico ni el divino y por las leyes civiles emanadas de ellos, que no son ciertamente ni pueden llamarse eclesiásticas.
26. San jerónimo, lamentándose de la ley de los emperadores Valentiniano, Valente y Graciano, que prohibía a los clérigos y monjes adquirir posesiones se expresa así: "Me avergüenzo de decir que a los sacerdotes de los ídolos, a los bufones, a los carreteros y aun a las rameras les es permitido adquirir posesiones, al mismo tiempo que se prohíbe el hacerla a los clérigos y monjes, por una ley dictada, no por los perseguidores de la Iglesia, sino por príncipes muy cristianos. Ni me quejo de esta disposición; pero sí me duele que la hayamos merecido. El cauterio es bueno, así como próvida y severa la precaución de la ley". El santo obispo Abito decía a Gundebaldo, rey de los lombardos, en una de sus cartas: "Cuanto tiene mi Iglesia y aun todas las nuestras es de vuestra riqueza, que o nos las habéis conservado hasta ahora, o las habéis donado." San Hilaría de ArIes, quejándose al emperador Constancia de la exención de tributos que había concedido a los eclesiásticos, le dice: "Vos habéis recibido a los clérigos con el beso de paz; con igual demostración fue entregado Jesucristo; les dispensáis la capitación que el Salvador pagó para no dar escándalo; les libertáis de tributos para incitarlos a comerciar, perdiendo de esta manera lo vuestro y haciéndoles perder a ellos las cosas de Dios". Estos pasajes atestiguan bien claramente que las donaciones de bienes temporales hechas a la Iglesia, son puramente civiles y que éstos permanecen siempre los mismos, pues de otra manera, ¿cómo podrían ser aquéllas justamente revocables por leyes temporales, según confiesa y reconoce San jerónimo? ¿Y si la facultad concedida a las Iglesias de
adquirir bienes puede ser revocada por los gobiernos civiles, ¿podrá nadie dudar que no es el derecho divino ni otro ninguno distinto del civil el que hace legítima y subsistente su posesión?
27. A estas y otras muchas autoridades que se pudieran citar, se oponen como argumento incontestable las disposiciones de muchos cánones de concilios y de no menor número de bulas y decretal es de los papas, en que se fulminan censuras contra los que perturban a la Iglesia en la posesión de sus bienes, dando en muchos de ellos por razón ser estos enteramente independientes de la: potestad civil. Sería inútil y fastidioso el hacer una enumeración prolija de todos o de los principales de estos documentos; desde luego se conviene en que ellos existen y dicen todo lo que les atribuyen los que los citan en su favor. Nuestros adversarios no engañan en esto al público y sólo les falta probar una cosa para que su argumento sea eficaz y ésta es que semejantes documentos y sus autores son jueces competentes en la materia. Desde luego convenimos en que la autoridad es respetable, considerándolos como literatos, pero no infalible en el caso y vistos como pastores de la Iglesia. Si la cuestión presente fuese de fe y costumbres, su decisión estaría exenta de error y si fuera de ritos y ceremonias, tendría un carácter legal; pero como no es sobre lo uno ni sobre lo otro, sino precisamente sobre bienes, cosas y acciones temporales, por eso su autoridad es y debe reputarse incompetente para la cuestión actual. Esta es una verdad, por más que quiera decirse lo contrario. Los reyes y los gobiernos de todos los países católicos han desatendido, cuando lo han tenido por conveniente, las disposiciones que se nos citan y las doctrinas que combatimos y con que se nos arguye, separándose de ellas, arreglando su conducta a las opuestas y despreciando las censuras con que se pretendía sostenerlas; todo esto lo han hecho sin haberse separado del gremio de la Iglesia, ni roto los vínculos de la unidad católica, como lo veremos adelante.
28. Pero se dirá: los bienes eclesiásticos en sí mismos, en su administración e inversión, ¿no son materia del derecho canónico? ¿y este derecho no es distinto del civil por el cual pretendemos que sean arreglados y al cual decimos que se hallan y deben estar sujetos? Para contestar a esta réplica, es necesario advertir que el derecho canónico es en parte civil y en parte eclesiástico; la parte civil consiste en las facultades que los gobiernos temporales han acordado expresamente a la Iglesia, o permitido que las ejerza, por su tácito consentimiento; esta parte del derecho canónico está enteramente sujeta a la potestad civil; en tanto existe, en cuanto no ha sido revocada por la autoridad temporal y por ella los papas y concilios arreglan la disciplina externa de la Iglesia, considerada como comunidad política. Donde el Clero católico no tiene privilegios ni exenciones, donde no posee otros bienes que las oblaciones voluntarias de los fieles, donde no le es permitido el ejercicio de una jurisdicción coactiva, ni tiene nada que ver en el contrato civil del matrimonio, como sucede en los países en que el catolicismo es solamente tolerado, tales como en los Estados Unidos, Inglaterra, Prusia, una gran parte del resto de Alemania, Holanda, Francia y Rusia; en estos países, decimos, aunque haya iglesias y católicos romanos, no tiene lugar la parte del derecho canónico que arregla la disciplina externa en la cual se halla comprendida la materia de bienes eclesiásticos. La razón de esto es porque la autoridad soberana de los países mencionados no ha querido considerar a la Iglesia como comunidad política, ni conferirle los derechos de tal. Sin embargo, en ellos las iglesias deben ser regidas, y lo son de facto, por el derecho canónico en la parte que tiene de eclesiástico y por el cual se arreglan los deberes de conciencia, los ritos y ceremonias y todo lo perteneciente a la disciplina interna de la comunidad católica, considerada como cuerpo místico. Así es que no repugna ni implica contradicción el decir que todo lo perteneciente a la adquisición, administración e inversión de bienes eclesiásticos, es, por su naturaleza temporal y al mismo tiempo debe ser arreglado por el derecho canónico, pues semejante derecho, en esta parte, es el mismo civil con otro nombre, aunque ejercido por la autoridad eclesiástica, a virtud de las facultades recibidas al efecto del gobierno temporal y revocables en el caso que éste llegare a tenerlo por conveniente.
29. La prueba más decisiva de la incompetencia de la autoridad eclesiástica en la materia de que se trata, es el poco aprecio que han merecido las disposiciones conciliares y las bulas de los papas que versan sobre disciplina externa y bienes eclesiásticos, aun a los mismos gobiernos católicos que consideran a la Iglesia como comunidad política y le conceden los derechos que a las de su clase corresponden. El concilio de Trento ,no ha sido Jamás admitido en Francia, y las más de sus disposiciones, en materia de disciplina, no están ni han estado nunca vigentes en España, ni en los más de los reinos católicos; la bula de fa Cena ha sido generalmente desechada en todos ellos; sus gobiernos no permiten que ningún rescripto de Roma tenga valor ni sea admitido en ellos, sino después de haberlo examinado y concedídole el pase correspondiente; y en uso de este derecho, se han negado muchas veces a recibir las bulas de los papas, con la circunstancia de que los papas mismos, en los concordatos celebrados con los soberanos católicos, han reconocido este derecho de suprimirlas o retenerlas. Ahora bien, ¿qué valor ni qué aprecio pueden merecer las bulas o disposiciones cuya doctrina se halla en oposición con la práctica universal de los países católicos reconocida por los mismos soberanos pontífices, fundada én el Evangelio, en las doctrinas de los Padres y en los usos de los siglos primitivos y apoyada en solidísimas razones? ¿Y se podrá todavía dudar que engañan al público los que le hacen creer que estas bulas y disposiciones son de una autoridad irrefragable y decisivas en el caso?
30. Pero ¿dicen ellas lo que pretenden los que las citan contra el origen civil de los bienes eclesiásticos y el derecho de la potestad temporal para disponer de ellos? Nada menos. Si se exceptúa alguna que otra disposición contenida en las Decretales, o tal cual bula como la de Bonifacio VIII, que comienza Unam Sanctam y la de la Cena, que han sido generalmente desechadas, las demás sólo fulminan censuras contra los que, sin el carácter ni autoridad competente, perturban a la Iglesia en el uso y administración de sus bienes. Estos son los actos proscriptos en las más de las disposiciones que se citan, actos que son unos verdaderos delitos y que nada tienen que ver con el uso racional y ejercicio legitimo que corresponde a la autoridad civil para disponer de los bienes donados por ella o sus súbditos a una comunidad política.
31. Sentado que la Iglesia sólo posee sus bienes por derecho civil, pasemos a examinar cual ha sido el origen de esta posesión. Ya hemos dicho que antes de la conversión de Constantino la Iglesia no poseía ni tenía en administración bienes propiamente dichos, pues no merecen el nombre de tales las oblaciones de los fieles destinadas inmediata y exclusivamente al sustento de los-ministros del culto y a los pequeños gastos que se hacían en éste. La palabra bienes, en su rigurosa acepción, significa aquella reunión de valores que constituyen los medios permanentes y duraderos de satisfacer y acudir a las necesidades humanas; las tierras que producen frutos, los capitales que reditúan y las rentas que consisten en impuestos perpetuos sobre la población que deben pagar los que la componen, son todos otros tantos bienes, en la rigurosa aceptación de esta palabra, y éstos no los empezó a poseer legalmente la Iglesia, sino después de la paz de Constantino. Si Eusebio y Tomasino hacen mención de posesiones anteriores a esta época, ellas deben considerarse ilegales, pues no estando reconocida ni declarada la capacidad de las iglesias para la adquisición de bienes, tampoco habrían podido sostenerla reclamada ante los tribunales. En aquella época en que la industria y el comercio eran casi desconocidos y en la que se ignoraba del todo el uso y valor de los capitales que actualmente constituyen la riqueza, consistía ésta casi exclusivamente en el dominio y propiedad de las tierras y en el de los esclavos o siervos que se consideraban como medios o instrumentos de cultivo; así es que las primeras adquisiciones que hizo la Iglesia fueron de este género, una vez acordada por gracia de los emperadores la facultad necesaria al efecto. La primera disposición registrada en el Derecho es la que declara válido el testamento en que son instituidas herederas las iglesias. Esta gracia, concedida poi" Constan tino, ha sido el primer título legal por el cual el Clero ha adquirido posesiones; sin embargo, a muy poco tiempo se vio privado de él y de la facultad que se le concedía.
32. Los eclesiásticos ponían en juego todo género de intrigas para seducir a las viudas y otras gentes débiles y timoratas, a fin de que los instituyesen herederos; de lo que resultó que el clero se granjease el apodo de heredipeta o solicitador de herencias, con lo que se motejaba y censuraba el abuso de procurárselas, sin pararse en medios, por los legados testamentarios de los fieles. Esto provocó las leyes de que hemos hecho mención, expedidas por Valentiniano, Valente y Graciano, y registradas con los números 20, 22 Y 27 del código Teodosiano, por las cuales se revoca a la de Constantino y se les prohibía hacer las adquisiciones para las que aquélla les facultaba. Esta ley revocatoria de la facultad de adquirir bienes raíces las iglesias, es la que reputa justa San Gerónimo, según hemos dicho antes. Sin embargo, las iglesias, con más o menos oposición, con mayor o menor dificultad; quedaron ya desde entonces habilitadas para adquirirlos; pero no sin grande oposición de los Padres y doctores más célebres de la Iglesia que siempre vieron con ceño su enriquecimiento y lo consideraron como el origen de su decadencia y relajación. ¡Tan cierto es que la Iglesia, lejos de perder, gana mucho con la privación de los bienes temporales! San Juan Crisóstomo, pregunta en la Homilía 86 sobre San Mateo: "¿ Por qué no poseían tierras las Iglesias en tiempo de los apóstoles? y responde: Porque esto era mucho más perfecto"; y sigue después diciendo: "¿Por qué principio de razón, de justicia y de equidad deberá admitirse que los fundadores, bienhechores y principalmente sus herederos, que deberían hallarse en estado de servir a la república, se vean precisados a carecer de lo necesario o mendigar? ¿y por qué al contrario los beneficiados (eclesiásticos) opulentos, enriquecidos por una excesiva e impróvida liberalidad, tienen valor de presentarse en carrozas tiradas de caballos, comer excesivamente y estar vestidos de seda? En esto se ha invertido todo el orden; las cosas piden modo y término que debe establecerse con prudencia; el Estado lo requiere y la necesidad es urgente. No pueden ni deben enajenarse los bienes que para los reyes conservan las familias, los vecinos, los vasallo s y soldados, pues estos bienes los tienen los reyes para la utilidad y el servicio de Dios. El primer objeto y fin de los que gobiernan debe ser la salud del público y son gravemente culpados los que la abandonan." Se ve bien claro en este pasaje que el padre San Juan Crisóstomo no sólo reprueba, sino que aun declama contra la enajenación de bienes raíces en favor de la Iglesia.
33. San Gerónimo, hablando de la ley de Constatino que permitía a la Iglesia adquirir bienes raíces por herencia, lejos de tenerla por favorable, la reputaba muy nociva, pues se expresaba así: "De esta manera la Iglesia ha crecido en poder y riquezas, pero ha perdido en virtudes." Sulpicio Severo, Padre del siglo v, en su libro primero de la Historia sagrada, declama contra las distracciones que ocasionaba al Clero la posesión de bienes raíces. "Es tan grande, dice, la codicia, que por una especie de contagio se ha apoderado de los clérigos, que vagan sed entes por los bienes, cultivan de su cuenta heredades; sueñan en el dinero, compran y venden y todas sus acciones las tienen aplicadas a los intereses pecuniarios." San Bernardo, de época muy posterior y en la que ya se pretendía por el Clero la necesidad de poseer bienes temporales, se expresa así: "Viva del altar el que lo sirva; pero no se distraiga, no se enriquezca, no fabrique palacios de los caudales de la Iglesia, no junte rentas ni gaste en superfluidades ni cosas vanas." San Ambrosio dice: "La riqueza de la Iglesia es la fe y no posee otra cosa. Nihil ectlesia sibi nísi tidem possidet." Es necesario cerrar los ojos a la luz para no conocer por estos pasajes la suma repugnancia con que los Padres más célebres de la Iglesia vieron las adquisiciones que ésta hacía de bienes temporales, especialmente los raíces; repugnancia que comprueba las verdades que hasta ahora "hemos querido demostrar, a saber, que la naturaleza de estos bienes es temporal, su origen puramente civil, y lo es igualmente el derecho porque se poseen.
34. Otro género de bienes posee la Iglesia, que consiste en contribuciones permanentes impuestas sobre la población y las principales de éstas son el diezmo y los derechos parroquiales. En la ley antigua la tribu sacerdotal no poseía tierras ningunas, y para el sustento de los levitas y sacerdotes tenía destinado el diezmo de todos los frutos de la tierra que pagaban las demás tribus entre las cuales se había repartido el territorio de Israel. Así estaba dispuesto por institución divina, que cesó de ser vigente al establecimiento de la Iglesia cristiana. De aquí provino que en los primeros siglos los bienes de ésta sólo consistiesen en las tierras adquiridas por el permiso o donación de los emperadores y en las oblaciones voluntarias de los fieles; entre estas últimas se contaba por entonces el diezmo, pues muchos de los fieles lo ofrecían voluntariamente para el sustento de los ministros y para los gastos del culto. Los obispos por entonces se contentaban con exhortar a los fieles a que lo pagasen a la Iglesia a imitación de los judíos; pero tuvieron muy buen cuidado de advertirles que no estaban ligados a hacerla por ninguna obligación; así consta de Orígenes, San Ireneo, San Gregario Nacianceno y San Gerónimo. Las cosas permanecieron en este estado hasta el siglo VI de la Iglesia, en que el concilio de Macon, ciudad de Francia, fue el primero que se atrevió a imponer censuras a los que rehusasen pagarlo; desde entonces se fue generalizando en Francia, en Italia y Alemania la costumbre de satisfacerlo, que después fue convertida en obligación; pero los fieles no fueron apremiados a hacerla hasta que Caria Magno en el siglo VIII, por uno de sus capitulares, convirtió esta costumbre en ley civil,. mandando que se observase lo resuelto en el concilio de Macon.
35. En España, que en su mayor parte se hallaba independiente de la autoridad de Carlomagno, no empezó a ser ley el pago del diezmo sino después de la ocupación de los moros; ningún documento existe anterior a esta época que acredite haber tenido las iglesias de la Península otros bienes que las tierras o fundas y las oblaciones voluntarias. El cardenal de Aguirre, exacto compilador de este género de documentos, no trae ninguno que compruebe lo contrario, ni sería posible hallarlo y menos que se hubiese escapado a la diligencia de este infatigable investigador. Cuando los capitanes que expulsaban a los moros del territorio español, se convirtieron en reyes de los países que recobraban, impusieron a sus súbditos la contribución del diezmo en favor de las iglesias que se fundaban o establecían a resultas de la expulsión de los invasores, como consta de los hechos siguientes: En el año de 1015, concedió al monasterio de Leyre don Sancho el mayor, privilegio de cobrar los diezmos en varios pueblos que había conquistado de los moros. En el de 1070, concedió don Sancho II a los monjes de Oña la facultad de erigir iglesias en todos sus Estados y de cobrar de sus parroquianos los diezmos en cuantas fundasen. Cuando don Ramiro de Aragón trasladó la Iglesia de Huesca a Jaca, por los años de 1100, le concedió la décima parte del oro, plata, trigo, vino y demás frutos que se cogiesen en varios lugares que señala. En eI año de 1099, se dedicó la iglesia Gisenense en el obispado de Urgel y los más de sus parroquianos ofrecieron pagarla el diezmo. de sus frutos. En el año de 1113 hizo igual donación a la Iglesia apostólica de Santiago el conde Petricio; y don Alonso I de Aragón y de Navarra y VII en Castilla, concedió a la santa Iglesia de Zaragoza en el mismo año la facultad de cobrar la décima parte de los frutos de cuantos molinos y baños hubiese en aquella ciudad y su comarca. Cuando don Sancho Ramírez fundó a Lizarra (hoy Estela), dio a los monjes de San Juan de la Peña los diezmos en todas las parroquias fundadas y que se fundaran en su nueva población y don Alonso VIII se obligó a pagar a la Iglesia de Burgos y a Marino su obispo, la décima parte de los frutos de la agricultura de Burgos, Obierna y otros lugares. Finalmente en el siglo XIII el santo rey don Fernando asignó para dote de la metropolitana Iglesia de Sevilla, los diezmos en su diócesis, excepto los del Figueral y Aljarafe.
36. Estas donaciones y otras infinitas que pudieran alegarse, indican con bastante claridad que en todo este tiempo no estaba introducida la costumbre general de pagar los diezmos, y que poco a poco se fue introduciendo en los reinos de España, de modo que ya antes del siglo XVI los cobraban sus Iglesias, aunque hasta esta época no hubo ley general que obligase a los españoles a su pago. Los reyes católicos don Fernando y doña Isabel fueron los primeros que en el año de 1480 y 1501 mandaron que los pagaran a la Iglesia todos sus vasallos. Alfonso el Sabio, Alfonso XI y don Juan II habían expedido varios decretos mandando pagar los diezmos; pero sus providencias fueron especiales para Sevilla y Segovia, en cuyas diócesis estaba introducida semejante obligación, en ésta por una antigua costumbre y en aquélla por la donación de su santo conquistador; por lo que nada se innovó con estos reales decretos en las demás provincias.
37. No obstante la ley expedida por los reyes católicos, sólo se atendió a la costumbre para declarar a los españoles exentos del pago de los diezmos o sujetos a él, pues los mismos príncipes que la promulgaron han amparado en la posesión en que estaban de percibirlos en varios lugares de su señorío a muchas casas solariegas de Galicia. A sólo la costumbre había atendido don Juan I, cuando en las Cortes de Guadalajara declaró que no competían a los obispos de Calahorra y Burgos los diezmos de Guipúzcoa, Vizcaya y Alava. En ella se fundó Carlos V cuando en el año de 1548 promulgó una ley en la cual se prohíbe a los eclesiásticos de España hacer alguna innovación en la costumbre de percibir los, cuya disposición se extendió después a las Américas. Lo mismo se observa en los demás reinos católicos cuyos príncipes han prohibido que se exigiesen de sus vasallos más diezmos que los que acostumbrasen pagar.
38. Las leyes civiles han arreglado también en América exclusivamente todo lo perteneciente al diezmo eclesiástico, designando las cosas O materias de que debe pagarse, manteniendo o derogando la costumbre sobre el tiempo, la cuota y especies; basta leer el código de ellas para ver que en él están repetidamente decididos estos puntos generales, por las leyes y autoridad de solos los reyes de España; y es sabido igualmente que los contenciosos entre partes estaban sujetos en todas o en alguna de sus instancias al fallo de los tribunales reales; lo es igualmente que los productos de las vacantes de obispos y capitulares de las iglesias, que se pagan de la masa decimal, por disposición de las leyes civiles, han quedado a beneficio del fisco, antes y después de la Independencia..
39. Los derechos parroquiales, conocidos con el nombre de Estola, son también una contribución civil impuesta a todos los fieles, pagable en la administración de ciertos sacramentos y al sepultar los cadáveres. Como los productos de la masa decimal se aplican exclusivamente a los obispos, a los capitulares de las iglesias catedrales, a la fábrica y culto de las mismas y a la real hacienda, sólo quedaba una parte muy corta para la dotación de las iglesias parroquiales que para nada podía alcanzarles; de aquí es que esta falta que se notaba de medios de subsistir en los curas, fue necesario suplirla
con el establecimiento de los derechos parroquiales que se han arreglado siempre por una ley conocida con el nombre de Arancel y publicada por las Audiencias en sus respectivos territorios a nombre del rey. Nada ha habido más vario que estos aranceles, especialmente en cuanto a la cuota de los derechos; pero en general puede decirse que se han impuesto sobre los bautismos, entierros y casamientos, aunque siempre manteniendo las costumbres establecidas en cada una de las parroquias. Esta contribución no es propia de América, pues se hallaba establecida en España antes de la conquista y aun subsiste en ella todavía. Los más de estos derechos, en sus principios fueron oblaciones voluntarias de los fieles, u ofrendas que después las leyes convirtieron en contribuciones forzosas. Los primeros cristianos acostumbraban hacer una ofrenda, que al principio fue en frutos, a los ministros del cuna, cuando de ellos recibían algún servicio espiritual importante, tal como la administración del bautismo, las oraciones que hacían por los finados al sepultarlos y las que acompañaban a la celebración del matrimonio elevado a sacramento en la nueva ley; esta oblación continuada se convirtió en costumbre y después pasó a ser obligación. Cuanto puede decirse del origen y progreso de los derechos parroquiales que en el día constituyen una de las rentas eclesiásticas, está comprendido en estas pocas noticias.
40. Los capitales impuestos para capellanías y obras pías constituyen una parte y muy principal de los bienes eclesiásticos en México, y casi todos son debidos a legados testamentarios de los fieles que han querido perpetuar en el mundo las oraciones en favor de su alma, teniendo en las parroquias ministros del culto que sin la cura de almas y sin las obligaciones determinadas que esta trae consigo, sino con sólo la investidura de simples capellanes, fuesen un monumento perpetuo de la beneficencia y piedad del fundador. Del mismo género son los capitales destinados a misas y aniversarios perpetuos, por el alma de sus fundadores, a funciones de los santos y otros objetos conocidos con el nombre de piadosos; todos o casi todos ellos son legados testamentarios influidos a los ricos por el Clero en los últimos. momentos, como satisfacción de sus pecados o para descanso de su alma. El sabio barón de Humboldt, que tuvo a su disposición muchos de los registros en que constan este género de fundaciones piadosas, valuó la suma total de los capitales en más de cuarenta millones de pesos fuertes. Sin embargo, es necesario convenir en que cuando este ilustre viajero visitó nuestro país, excedían los capitales impuestos al efecto en más del duplo de su cálculo, pues p-ara formarlo ni tuvo a la vista todos los registros de los obispados, ni éstos son tan completos y exactamente seguidos, que no falte en ellos una gran parte de las fundaciones piadosas. Posteriormente se ha perdido otra muy considerable de ellos, así por la revolución no interrumpida de veinte años que ha arruinado todas las fortunas y las fincas que los reconocían a censo, como por los seis miIlones que ingresaron en la caja de consolidación de vales reales. Sin embargo, las fundaciones posteriores que el Clero no se ha descuidado en promover y las muchas que quedaron existentes a pesar de las pérdidas mencionadas, forman una suma muy gruesa que no bajará acaso de setenta y cinco a ochenta millones de duros. En esta clase de bienes se deben entender comprendidos los que disfrutan las instituciones regulares o monacales, pues casi todos ellos son debidos a legados testamentarios que tienen el mismo objeto y motivo que las capellanías y demás imposiciones conocidas con el nombre de obras pías.
41. Las cofradías son una especie de comunidades o asociaciones civiles, compuestas de seglares en su mayor parte, autorizadas por el poder civil para promover los objetos de piedad y beneficencia y adictas por lo común a algún templo o iglesia en "la cual celebran sus funciones religiosas, teniendo de ordinario sus reuniones en alguna de las piezas comprendidas en su recinto. Esta clase de cuerpos ha estado en posesión de adquirir bienes para los objetos de su institución y en ellas se han sumido inmensos capitales sin la utilidad y el fruto que debían haber rendido a la nación puestos en manos industriosas. Los reyes repetidamente prohibieron por eso y otras consideraciones su fundación y suprimieron muchísimas; pero los mexicanos, a quienes no era permitido ocuparse de los asuntos públicos, no podían satisfacer la propensión de deliberar tan natural a la especie humana, sino filiándose en estas asociaciones que se ponían a cubierto de las sospechas de los reyes y la metrópoli bajo el manto de la religión; así es que aunque el gobierno por principio general se hallaba siempre opuesto a semejantes fundaciones, en los casos particulares le era arrancado el permiso para ello por el interés siempre activo e infatigable de los que las promovían. Los capitales adquiridos por estas cofradías se cuentan también en el número de las obras pías.
42. En otros países los bienes. eclesiásticos reconocen otras fuentes; pero en México todos están reducidos a propiedades territoriales, en fincas rústicas y urbanas, a capitales impuestos que forman la dotación de los beneficios simples y de los aniversarios perpetuos de finados o fiestas eclesiásticas y a contribuciones impuestas a favor del Clero; a esta clase pertenecen los diezmos y derechos parroquiales. Las limosnas y ofrendas, por ser una cosa eventual y no administrable, no merecen contarse entre los bienes eclesiásticos, ni les corresponde ese nombre sino en una acepción muy impropia. Si la administración de estos bienes fuese la que debía ser, si su distribución no se hiciese de un modo tan visiblemente monstruoso, pues al mismo tiempo que por ella se mantiene en la opulencia a la menor y menos útil parte del Clero, es condenada a la miseria la mayor, la más laboriosa y necesaria, no se habría tocado jamás por la autoridad civil a los. bienes consignados a la Iglesia mexicana, ni el gobierno temporal habría tratado nunca de reivindicar la autoridad que le asiste para disponer de ellos; pero los abusos existen y son conocidos de todo el mundo, y con todo eso el Clero se ha negado obstinadamente a prevenir la intervención de la autoridad civil remediándolos por sí mismo. Bastará una simple ojeada sobre las clases que componen el Clero y los bienes que a cada una corresponden para convencerse de esta verdad.
43. El Clero secular se divide en obispos, capitulares, ministros de las parroquias y capellanes sin cura de almas. Los obispos son menos de los que deberían ser, y disfrutan dotaciones. cuantiosísimas que exceden por lo general en más del duplo a la asignación hecha por las leyes al presidente de la República. De aquí proviene que teniendo a su cargo diócesis vastísimas, ni las visitan, ni las conocen, ni hacen nada en ellas que sea de provecho, si no es algunas confirmaciones y las órdenes periódicas que convendría fuesen menos de las que son. Esto, y lo que se llama gobierno reducido a cosas de poca monta, es lo que constituye la ocupación ordinaria de un obispo en México; pero la predicación del Evangelio, el arreglo de las feligresías en la extensión o reducción de su territorio, en la dotación de un número competente de ministros que las desempeñen con más fruto y menos trabajo; la explicación de la doctrina a los niños; la formación de catecismos y de instrucciones pastorales, la visita de los enfermos, etc., todo se halla abandonado hace muchos años y necesariamente lo ha de estar mientras el obispo sea un potentado, que lleno de honores y cargado dé riquezas se esté recibiendo en la capital los inciensos de un Clero abatido por su miseria y degradada por el régimen despótico a que se halla sujeto. Si la división eclesiástica siguiera, como debe ser, a la civil, y hubiera más obispos, es decir, uno a lo menos por cada Estado, sus. rentas serían menores y más bien empleadas y no tendrían la disculpa que ahora dan, a saber, la vastísima extensión de su diócesis a que verdaderamente no pueden atender. En esta clase de funcionarios se invierte la cuarta parte de la masa decimal. Si de los obispos pasamos a los cabildos, es imposible formarse idea de una institución más inútil en el estado actual en que se hallan; ni. en lo político ni en lo religioso tienen objeto que llenar; pues aunque el obispo debe tener un consejo que podrá llamarse cabildo o como se quiera y ejercer la jurisdicción en caso de vacante, éste podría desempeñarse muy bien por los curas de la capital, sin absorberse los actuales capitulares infructuosa e inútilmente una cuarta parte de la masa decimal, después de haberse aplicado la otra al obispo, de lo cual resulta muy mal invertida la mitad de la contribución ruinosísima del diezmo.
44. La otra mitad se divide en nueve partes, de las cuales dos son de la hacienda pública, tres de la fábrica de la iglesia catedral y las cuatro restantes debían invertirse, aunque no es así, en las parroquias; he aquí toda la distribución del diezmo, la más viciosa que podría imaginarse, pues en ella quedan desatendidas las primeras y principales necesidades de la Iglesia, la administración de los sacramentos, la celebración de los divinos oficios y todo el culto de las parroquias; porque además de que las cuatro novenas partes de la mitad de la masa decimal, son nada para el efecto, ellas en algunos obispados no tienen esta aplicación. Que la contribución del diezmo sea ruinosísima en sí misma y en el modo de cobraría, es una cosa muy clara; Como eIla recae sobre los frutos de la tierra, que escasamente y con grande trabajo rinden un doce por ciento de utilidad, aun cuando se pagase sólo del líquido y éste fuese siempre el mismo, sería intolerable por absorberse las diez duodécimas partes de las utilidades del labrador. ¿ Qué deberá, pues, decirse de eIla exigiéndose, como se exige, sobre el total, o 10 que es 10 mismo, sin deducir las anticipaciones de la empresa? El nombre de ruinosa es muy moderado; injusta e inicua se le debe llamar a boca llena, pues no hay autoridad ninguna sino la del mismo Dios, dueño de todas las cosas, que pueda arrancar al hombre todos los medios de subsistir, e indudablemente se le arrancan cuando las contribuciones recaen sobre el capital, como sucede en una cosecha que no vale lo que ha costado y se le hace no obstante pagar el diezmo a su dueño.
45. Esta injusticia todavía resulta más si se considera que la agricultura, la más trabajosa y menos lucrativa de todas las empresas, es la sola destinada a pagar los gastos de un culto cuyo beneficio se extiende a todas las clases de la sociedad, - más ricas y dedicadas a empresas más productivas. Si a esto se añade que el diezmo es pagado en especie, tendremos otra circunstancia que hace más ruinosa esta contribución por el modo de cobrarse, pues el recaudador que nada ha invertido en la producción de los frutos que recoge y a quien tiene más cuenta salir de eIlos aunque sea a bajo precio, que retenerlos a riesgo de que se le piquen o pierdan, muchísimas veces les pondrá un precio más bajo que el natural, vendiéndolos por menos de lo que costaron, obligando de esta manera al labrador a que haga lo mismo y sufra una nueva pérdida sobre las que ya le ha causado el pago de un diez por ciento y el que éste sea sobre el total y no sobre el líquido. Esta es la contribución del diezmo, tan viciosa en su naturaleza y exacción, como mal e inútilmente distribuida en la aplicación que de ella se hace.
46. Si del diezmo pasamos a los derechos parroquiales, hallaremos que con ser aquélla tan perjudicial, ésta lo es más y peor calculada. Los derechos parroquiales son la mezquina y miserable dotación de los curas, esa porción desgraciada del Clero, que siendo la más útil, no sólo se halla sin la recompensa proporcionada a su trabajo, sino hasta sin los medios de subsistir honradamente. Un infeliz párroco, especialmente en las feligresías foráneas, no tiene momento por suyo; destituido de ministros auxiliares y de los medios de pagarlos, puede ser llamado a cualquiera hora del día o de la noche, en lo más ardiente del sol, lo más intenso del frío, o con una copiosa lluvia al ejercicio de su ministerio para un lugar tal vez distante. Ni aun los días destinados para el descanso de todos lo son para él; muy al contrario, en ellos es cuando se le redobla el trabajo, pues tiene que andar ayuno no sólo toda la mañana sino hasta muy entrada la tarde, dando misas a grandes distancias, para lo cual es necesario caminar muchas leguas. ¿ Y con qué se recompensan tan útiles trabajos, tan considerables fatigas? Con los miserables productos de unos derechos que le dan la reputación de avaro y cruel; de avaro, porque como los derechos se pagan más por ajuste que por cuota determinada, es imposible que al párroco se escapen algunos movimientos de gozo o disgusto al celebrar el convenio, que aunque por él no sean advertidos, lo son y mucho, por los que se hallan presentes; de cruel, porque están impuestos y se exigen en las circunstancias más tristes y angustiadas para las familias, cuando ha muerto alguno de ellas,-tal vez el que las sostenía; cuando se han gastado en la enfermedad los pocos o muchos bienes de la casa y cuando la dolorosa situación de una mujer viuda, de unos hijos huérfanos, excitan a todos los corazones, aun a los menos compasivos, más bien a auxiliarlos que a pedirles nada. En estas circunstancias es cuando un párroco, que debe ser ministro de consolación y alivio, ha de presentarse, si quiere comer, con la sequedad y dureza de un acreedor, a exigir lo que le corresponde y aumentar el peso de la aflicción, que ya gravita sobre una familia entregada al dolor, a la miseria y tal vez sin recurso para proveer a su subsistencia.
47. En orden a los derechos impuestos sobre el matrimonio, baste decir que ellos lo dificultan y aun lo hacen imposible para ciertas clases, con lo cual se fomenta la pública prostitución, mal gravísimo para la sociedad. Gravar al matrimonio es canonizar los enlaces ilícitos y fomentar la población espuria, que por su falta de educación y por la mancha que siempre lleva grabada indeleblemente sobre sí, se entrega sin dificultad a los hábitos viciosos y es la escoria de la sociedad. Estos son los derechos parroquiales; contribución por la cual los fieles son mal servidos y doblemente gravados; mal servidos porque siendo sus rendimientos muy escasos, apenas alcanzarán para mal sostener un número de -ministros, siempre inferior al que es necesario en cada feligresía; doblemente gravados, porque esta contribución recae ya sobre la del diezmo que se ha pagado anteriormente. ¿Y por qué tantos males? ¿Por qué tanto gravamen para los fieles y tantas angustias y descrédito para los ministros? Porque haya en las capitales de los obispados una iglesia catedral, servida no sólo con magnificencia, sino hasta con lujo y profusión, cuando muchas de las iglesias parroquiales carecen tal vez de vasos sagrados y aun de paramentos para celebrar; porque haya obispos que parezcan príncipes y canónigos que no sirven para nada.
48. Los setenta y cinco o más millones que se ha calculado forman el total de fondos de las obras pías, no se hallan mejor distribuidos, ni sus réditos tienen una inversión verdaderamente útil. Los simples capellanes o beneficiados, los regulares de ambos sexos y las funciones de los santos O aniversarios de difuntos, consumen casi el todo de sus rendimientos. ¿Y qué hay de útil en estos establecimientos? Nada o. muy poco y sí mucho perjudicial. Las capellanías o beneficios simples, están por lo común fundados con el capital de tres mil pesos, que da ciento cincuenta por rédito anual. No hay jornalero, por miserable que sea, que no gane más por su trabajo, el cual apenas puede proporcionarle una subsistencia, no sólo escasa y poco decente, sino verdaderamente mezquina. Sin embargo, al clérigo se le admite a órdenes, sin otra seguridad que la de percibir ciento cincuenta pesos anuales, que en ninguna parte, pero mucho menos en México, son bastantes no ya para una congrua decente, pero ni aun para la más miserable. Así se eluden las disposiciones de los cánones Y los concilios, por un abuso introducido y mantenido por el Clero mismo, que todo el día trae en boca las disposiciones conciliares. En éstas y principalmente en las del Tridentino, se prohíbe del modo más terminante que nadie sea ordenado, sino por la posesión de un beneficio o capital perpetuo que le asegure una manutención decente; sin embargo, en México se ordenan todos los días a título de ciento cincuenta pesos y muchas veces a título de nada, pues suele estar perdido el capital y no existir más que un derecho a él, estéril e improductivo. Por otra parte, ¿de qué o para qué pueden servir al público esta multitud de eclesiásticos, que no se hallan obligados sino a lo más a rezar el oficio divino y decir una que otra misa prevenida en la fundación de su beneficio? De nada ciertamente, si ellos no se aplican por su propia y espontánea voluntad a servir en algo a sus semejantes. Pero pueden hacerla, se nos dirá; y nosotros contestaremos, que lo regular será que no lo hagan, si su beneficio les da lo bastante para mantenerse con decencia; que lo mismo podrían hacer en el siglo y aún mejor, pues entonces no les sería prohibido el comercio ni el ejercicio de las artes industriales y tendrían el amor de la familia, de la mujer y de los hijos, que es el estímulo más fuerte y poderoso que se conoce en los hombres para el trabajo.
49. Otro tanto y aún más debe decirse de los regulares de ambos sexos; por más que se busque la utilidad de los monasterios, especialmente del femenino, no será fácil encontrarla. Los más de estos establecimientos son un simple encierro de mujeres, cuya reunión no deja de ofrecer grandes inconvenientes a la moral y a la política; pero esto es de otro lugar. Bajo el aspecto que los consideramos ahora, ellos son un abismo sin fondo, en donde por trescientos años se han sumido una multitud inmensa de capitales, sin que a nadie sea posible dar razón de lo que se ha hecho con ellos. Esta verdad es demostrable por sola la consideración sencilla de que cada persona que profesa en alguno de los que componen la mayor parte de estos establecimientos, introduce cuatro mil pesos en clase de dote, que multiplicados por tantos años en que esto ha estado sucediendo, por haber sido como de notorio muchas las profesiones, dan un resultado inmenso. Es verdad que los monasterios de monjas son dueños de la mayor parte de las fincas urbanas, otro mal político bien grande, pero aun cuando lo fuesen de todas, todavía debían sobrar muchas cantidades. Mas ¿para qué cansarse? Bien sabido es que los más mayordomos de monjas, casi siempre han hecho su negocio con los bienes del monasterio a que sirven y algunos de ellos con tan poca precaución, que han venido a parar en quiebras abiertas y declaradas judicialmente.
50. En cuanto al Clero regular debe decirse poco más o menos lo mismo que de los simples beneficiados, es decir, que su menor defecto es la poca utilidad que presta a la Iglesia y a la nación en su estado actual, como lo advertirá cualquiera que extienda la vista por los órdenes regulares y eche una simple ojeada sobre la clase de sus ocupaciones. Quien haya leído la bula en que el actual Papa Gregorio XVI comisiona al obispo don Francisco Pablo Vázquez para su visita y reforma, se convencerá de que nada exageramos y de que los institutos regulares que por la tal bula se pretenden inútilmente reformar, han llegado al último grado de decadencia, de que no sólo el Papa que está tan lejos y cuya autoridad es tan justamente disputada, pero ni el gobierno civil podrá levantarlos. Sin embargo, los monacales de ambos sexos son dueños de casi todos los bienes raíces eclesiásticos de México.
51. En cuanto a las funciones o festividades de los santos que hacen las cofradías y los regulares y a las que están consignados una gran parte de los capitales de obras pías, ellas son innecesarias consideradas absoluta y respectivamente; absolutamente lo son, porque su número es muy grande, porque se gasta en elJas en cosas improductivas de solo ornato y de pura diversión, tales como fuegos artificiales, iluminaciones, etc., sumas muy grandes que estarían mejor empleadas en hospicios, hospitales y otras obras de beneficencia en un país en que, como en el nuestro, la miseria pública ha llegado a lo sumo y con ella han venido la prostitución, el latrocinio y otros vicios infames, que se habrían evitado en mucha parte si hubiesen sido socorridos los que por sólo su necesidad se han entregado a ellos. Los templos vivos de Dios que son los pobres, deben ser preferidos a los materiales y a la pompa y lujo del culto; así lo decía San Agustín, que no se contentaba con enseñarlo, sino que lo practicaba, rompiendo hasta los vasos sagrados de metales preciosos para distribuirlos entre los necesitados. Respectivamente hablando son excesivas las festividades de que tratamos, porque las iglesias parroquiales que son las instituciones eclesiásticas de primera necesidad en los pueblos, se halJan sin el número competente de ministros, sin dotación para los que existen y muchas de ellas hasta sin los vasos sagrados necesarios. Sería pues mejor y un acto más religioso emplear útilmente en ellos lo que se pierde en insignificantes y frívolas diversiones, que muchas veces no tienen otro objeto que el de satisfacer la vanidad pueril del que las hace alimentar la curiosidad del que las presencia.
52. El Clero y los bienes eclesiásticos en México, no son cortos ni insuficientes para el desempeño del culto y servicio eclesiástico. Lo único que falta es una buena distribución de ambas cosas, pues la que existe no puede ser peor: Es necesario aumentar el número de obispos y disminuir la renta de cada uno; lo es igualmente una nueva erección de iglesias parroquiales, el aumento de los ministros en cada una de ellas, la reducción del territorio de las feligresías y la total supresión de los capellanes o beneficiados simples, lo mismo que la de los institutos regulares de ambos sexos. Con los capitales impuestos para capellanías y obras pías y los bienes que disfrutan los órdenes monásticos, se puede formar un fondo y dotar con él competentemente en cada obispado los ministros de las parroquias, aumentándolos hasta el número que sea necesario, prohibiendo que nadie sea admitido en lo sucesivo a órdenes sino a título de servir en alguna iglesia parroquial o catedral en clase de ministro principal o subalterno. De esta manera el número de eclesiásticos será siempre el mismo y aun mayor; pero disminuirán en las grandes poblaciones donde siempre son inútiles y muchas veces perjudiciales y no escasearán en los lugares pequeños y en las parroquias pobres donde ahora hacen tanta falta. Otra ventaja podrá resultar de esta disposición y será la de que queden suprimidos para siempre los injustos, odiosos e impolíticos derechos parroquiales, pues con un fondo tan considerable como es el que debía resultar de las capellanías, obras pías y bienes de regulares, alcanzaría para, todo. Mas si tal no sucediese, siempre debería substituirse esta odiosa contribución por otra que lo fuese menos y pagable, no en las tristes circunstancias en que lo es actualmente, sino en períodos fijos y determinados como lo son todas las otras. El diezmo debe también ser suprimido, o si se cree necesario mantenerlo, debe ser haciéndolo extensivo a todas las profesiones y declarando que sólo debe pagarse del líquido.
53. Las indicaciones que hemos hecho, aunque breves y ligeras, dan a conocer los enormes abusos que existen en la naturaleza, administración e inversión de los bienes eclesiásticos de México y las perniciosas consecuencias que han sido y serán sus efectos infalibles. Nuestro ánimo no es el inculpar, ni menos formar un cargo por ellos a las personas particulares que no los han causado; y que si los defienden es porque su subsistencia se halla íntimamente enlazada con ellos. Sería la mayor de las injusticias y un empeño irracional el pretender que nadie renunciase a aquello de que subsiste, por sólo el hecho de demostrarle que es un abuso perjudicial. Si las leyes lo han creado, permitido o tolerado, el particular que se ha conformado con ellas no tiene en esto la menor culpa y está en todos los principios del corazón humano que lo defienda tenazmente, pues ninguno que vive de un abuso, especialmente si éste ha sido consagrado por el tiempo y por la costumbre, ha llegado a reconocer ni confesar que lo es; este es un acto heroico de que pocos son capaces y al que nadie está obligado. Así es que ni nos sorprende ni nos admira que el Clero se resista a cualquier cambio de rentas eclesiásticas en que presume o teme perder mucho; pero esto no es razón para que las cosas subsistan en el estado en que se hallan. Si al Clero no se le debe perseguir porque se opone a estos cambios, tampoco se debe renunciar a ellos por darle gusto. Se ha demostrado que son necesarios y esto basta para que la autoridad competente ponga mano a ello.
54. Mas ¿cuál es la autoridad competente en la materia, la eclesiástica o la civil? He aquí una cuestión de resolución bien fácil después de los principios que se han sentado. Se ha probado que los bienes que llevan la denominación de eclesiásticos son por su naturaleza civiles y temporales, lo mismo antes que después de haber pasado al dominio de la Iglesia; que no pueden espiritualizarse; que la Iglesia, considerada como cuerpo místico, no tiene derecho ninguno a ellos, ni los gobiernos y particulares obligación alguna de dárselo; que esta misma Iglesia, cuerpo místico de Jesucristo, puede tomar y de facto ha tomado el carácter de comunidad política y que en razón de tal ha adquirido y podido adquirir los bienes que las leyes permiten a las de su clase; pero por derecho civil y con una sujeción total y exclusiva a la autoridad temporal; finalmente que en la naturaleza, administración e inversión de sus bienes hay abusos que deben remediarse y que es de absoluta necesidad el hacerlo. Una vez probado que la Iglesia que posee bienes temporales es una comunidad política con las acciones y derechos de las de su clase, sólo nos resta examinar el derecho que la autoridad civil tiene sobre los cuerpos que ha creado y sobre sus bienes. Que este derecho, sea cual fuere, es exclusivo, o lo que es lo mismo, que puede ejercerse sin la intervención de una autoridad extraña, es una cosa muy clara. Si la autoridad temporal tiene algunos derechos sobre los bienes de los cuerpos políticos y si la Iglesia es uno de estos, no hay duda que sobre ella puede ejercerlos, sin necesidad de ponerse de acuerdo con los pastores que por su autoridad espiritual son enteramente extraños e incompetentes en los asuntos civiles y de consiguiente en los que corresponden a la Iglesia misma, bajo el aspecto de comunidad política que es bajo el cual vamos a considerarla. Es necesario sin embargo no confundir las comunidades o cuerpos morales con las asociaciones de los particulares para empresas de industria o de-comercio. Las adquisiciones que hacen los primeros nunca son propiedad de sus miembros en todo ni en parte, ni están destinadas a beneficiarios en particular, sino a llenar los objetos de utilidad pública que el cuerpo debe promover. Estos cuerpos, pues, rigurosamente hablando, son unos simples administradores de los fondos que están a su cargo, que pertenecen al publico y se hallan en consecuencia sometidos a la autoridad que los representa. No sucede lo mismo con las sociedades industriales o de comercio; en ellas existe un fondo común cuyas partes componentes conservan el carácter de propiedad particular que recobran los accionistas a la disolución de la compañía, partiendo las utilidades y lastando las pérdidas en razón de las cantidades que han introducido. El fondo de estas compañías, como va dicho, conserva el carácter de propiedad particular y nada tiene de común con el de los hospitales, hospicios, colegios, cofradías, institutos regulares, cabildos eclesiásticos, ayuntamientos, etc., etc., semejantes instituciones que nadie equivocará con las otras que se llaman cuerpos morales y de ellas debe entenderse cuanto diremos en orden a los derechos de las comunidades.
55. No hay duda que la Iglesia tiene un derecho civil de propiedad sobre sus bienes; pero este derecho es el de una comunidad, enteramente distinto del de un particular en su origen, naturaleza y extensión. Las leyes siempre han distinguido la propiedad de la persona de la del cuerpo; y así como a la primera le han dado una amplitud ilimitada, a la segunda la han restringido mucho. El derecho de adquirir bienes en un particular jamás ha tenido límites; siempre le ha sido lícito aumentarlos por nuevas adquisiciones, aunque éstas recaigan ya sobre un fortuna demasiado grande. Con los cuerpos se ha procedido siempre de un modo inverso, pues constantemente se han fijado límites a sus adquisiciones prohibiéndoles traspasarlos; unas veces se les ha designado la cantidad a que puede extenderse su propiedad, otras han sido declarados inhábiles para la adquisición de algunos bienes y no pocas se les ha concedido solamente el usufructo de ellos. La razón de esta diferencia es muy clara y se deduce así del origen de la propiedad como de sus consecuencias o resultados. El derecho de adquirir que tiene el particular, es natural, anterior a la sociedad, le corresponde como hombre y la sociedad no hace más que asegurárselo; por el contrario, el derecho de adquirir de una comunidad es puramente civil, posterior a la sociedad, creado por ella misma y de consiguiente sujeto a las limitaciones que por ésta quieran ponérsele. Hay además otras razones de bastante peso para poner límites a las adquisiciones de comunidades o cuerpos y no a los de los particulares.
56. Una gran fortuna que se ha aumentado excesivamente, están todos convenidos de que es un mal muy grande para la sociedad, pues como los bienes sociales son limitados, si uno solo se los absorbe, los demás quedan sin
ellos. Pero este mal gravísimo tiene un término natural en el particular que necesariamente ha de. morir algún día y no reconoce ninguno en un cuerpo o comunidad que es esencialmente inmortal. Un particular, por muchos que sean los bienes que haya acumulado, antes de cien años, el mayor término al que puede llegar su vida, debe necesariamente repartirlos entre sus herederos y con esto queda destruida una fortuna que jamás puede ser colosal. Una comunidad, al contrario, como que nunca muere, si le es permitido adquirir sin límites e indefinidamente, puede ir sucesivamente acumulando bienes hasta llegar el caso de absorbérselos todos o una parte tan considerable que cause la miseria pública. La autoridad civil ha procedido, pues, legal y justamente, cuando ha fijado límites a las adquisiciones hechas por cuerpos o comunidades; legalmente, porque siendo ella la que las ha creado y concedido el derecho de propiedad, puede ampliarlo o limitarlo, según lo tenga por conveniente, fijando más acá o más allá los límites de esta concesión; justamente, porque debiendo cuidar de que los bienes destinados a la subsistencia o comodidad del hombre se repartan, si no con la igualdad que sería de desear, a lo menos sin una monstruosa desproporción, debe evitar que ésta exista, como existiría indefectiblemente si alguna comunidad o cuerpo, que por grande que se suponga es una fracción pequeña de la sociedad, pudiese ir acumulando bienes sobre bienes sin término ni medida.
57. Todas estas reglas son aplicables a la Iglesia que, como va dicho, no puede hacer adquisiciones sino en clase de comunidad política; así es que los gobiernos civiles sin necesidad de contar con ella para nada, no sólo pueden, sino que deben fijarla límites en sus adquisiciones, con tanta más razón, cuanta que el Clero tiene por ley y por máxima inviolable el no enajenar nunca los bienes que una vez han entrado en su dominio. Si la simple facultad de ,adquirir indefinidamente y no tener precisión de enajenar es un motivo bastante para temer que una comunidad cualquiera monopolice todos o una parte muy considerable de los bienes sociales, es de toda evidencia que un cuerpo como la Iglesia que tiene por principio el adquirirlo todo y por obligación el no enajenar nada, indefectiblemente acabaría por ponerlos todos bajo de su dominio. Los gobiernos pues y las autoridades civiles, lejos de solicitar el consentimiento del Clero para expedir leyes que limiten su derecho de adquirir, obrarán justa y legalmente en dictarlas, aun cuando esto sea con una positiva oposición y repugnancia de su parte, que jamás les faltará. Mas si es muy conveniente fijar límites a la cuota de los bienes aplicables a las comunidades o cuerpos políticos, no lo es menos el prohibirles la adquisición de algunos que jamás podrán ser bien administrados sino por los particulares, ni rendir todos los productos de que son capaces y exige la prosperidad pública, sino bajo el poderoso resorte del interés individual. De esta clase son los bienes raíces que consisten en fincas territoriales, rústicas o urbanas.
58. Cuando el territorio está repartido entre muchos propietarios particulares, recibe todo el cultivo de que es susceptible. Entonces los plantíos de árboles, los acopios de agua, la cría de ganados y animales domésticos, la edificación de habitaciones, derraman la alegría y la vida por todos los puntos de la campiña, aumentan los productos de la agricultura y con ella brota or todas partes la población, que es la ba"e del poder de las naciones y de fa riqueza pública. Al contrario sucede cuando el territorio está repartido entre pocos y poderosos propietarios; entonces se ven los terrenos eriazos y sin cultivo, las habitaciones son muy escasas, como lo es la población misma y el miserable jornalero, esclavo de la tierra y del señor que de ella es propietario, pudiendo a penas arrastrar una existencia miserable, en nada menos piensa que en casarse ni multiplicar su especie y no emplea otro trabajo para el cultivo del terreno sobre que vive y que no ve como propio, sino el que se le obliga a prestar forzadamente. Ahora bien, si la acumulación de tierras en ún particular rico y poderoso es un mal tan grave para la riqueza y población a pesar de que no ha de pasar de cien años, ¿ qué deberemos decir de una comunidad o cuerpo que puede ir agregando a las que ya posee otras sin término ni. medida? Los capitales a lo menos pueden crearse y multiplicarse hasta un grado que todavía no puede concebir el entendimiento humano y por muchos que se supongan existentes, pueden aún formarse otros; pero las tierras no son susceptibles de aumento y ellas han de ser siempre las mismas; de lo cual resulta que si una comunidad poderosa y respetada como lo es la Iglesia, es habilitada para adquirirlas, llegará tiempo en que se haga dueña. de todas y dé un golpe mortal a la población y riqueza pública. Si hay, pues, razón para fijar la cuota o valor de los capitales a que puede extenderse su propiedad, la hay mayor y más fuerte para prohibirle la adquisición de tierras o bienes raíces.
59. La fuerza de estas razones y otras muchas que se omiten, ha obligado a los príncipes más católicos y cristianos, entre los cuales no falta algún santo canonizado,. a prohibir a la Iglesia desde la más remota antigüedad, la adquisición de tierras o bienes raíces, sin que en esto se haya contado con ella para nada, pues se ha procedido en ello aun con positiva repugnancia de sus ministros. En España, especialmente, sus reyes han repetido esta prohibición muchas veces con gravísimas penas. El canónigo Marina asegura haber sido constitución fundamental del antiguo derecho español "que ninguno pudiese al fin de sus días disponer de sus bienes a favor de las iglesias, ni dar por motivos piadosos, o como entonces se decía, mandar por el alma, sino el quinto del mueble. El rey Recesvinto permitió dejar a las iglesias bienes muebles, porque los raíces, según la ley fundamental, debían permanecer en poder de los pecheras". La ley 231 del Estilo, código antiguo español, decretó la confiscación de los bienes dejados a las iglesias. En el siglo XII Alfonso II, en el fuero dado a Baeza, estampó la ley siguiente: "Ninguno pueda vender ni dar a monjes ni ames de orden raíz ninguna. Ca cum a elos vieda su orden de dar e vender raiz ninguna a ames seglares, viede a vos vuestro fuero, e vuestra costumbre aquel o mesmo". El santo rey don Fernando en el fuero dado a Córdoba conquistada de los moros y cuya fecha es de 3 de marzo de 1241, dice asi: "Establezco y confirmo que ningún ome de Córdoba, varón ni mujer, non pueda vender su heredad a alguna orden, fueras ende a Santa Maria de Córdoba, que es catedral de la cibdat, mas de su mueble, dé cuanto quisiere según el fuero de villa, e la orden que la recibiese comprada o donada, piérdala y el vendedor pierda los dineros e háyanla los sus parientes los más cercanos".
60. Las quejas de los españoles sobre la acumulación de bienes raíces en manos muertas fueron continuas y frecuentes; los procuradores de Cortes y los escritores de esta nación desde la más remota antigüedad solicitaron con empeño de los reyes la prohibición de que pudiesen adquirir bienes raíces las iglesias. En el año de 1351 las cortes de Valladolid pidieron con instancia a don Pedro, por sobrenombre el cruel, renovase las leyes de amortización que inhabilitaban a la Iglesia para adquirir bienes raíces. Las Cortes de Toledo y Segovia celebradas en el año de 1525 y en 1532 representaron sobre la acumulación de bienes raíces, pidiendo que se pusiesen límites a las adquisiciones del Clero y se nombrasen visitadores que reconociesen sus bienes; "y aquello que les pareciese que tienen de más les manden que lo vendan y les señalen qué tanto han de dejar a las fábricas; que se les prohibiese adquirir más bienes raíces haciendo ley para que lo que se les vendiere o donare, lo pudieren. sacar los parientes del vendedor o donatario por el tanto dentro de cuatro años". Por lo relativo a América, los reyes de España en las Leyes de Indias dictadas para las colonias españolas, prohibieron la adquisición de bienes raíces por las Iglesias. Repártanse (dice la ley 10, tít. 12, lib. 4 de la Recopilación de Indias) las tierras sin exceso entre descubridores y pobladores antiguos y sus descendientes que hayan de permanecer en la tierra y sean preferidos los más calificados y no las puedan vender a Iglesia, ni monasterio, ni otra persona eclesiástica, pena de que las hayan perdido y pierdan y puedan repartirse a otros".
61. Después de la Independencia los gobiernos civiles de México establecidos a consecuencia de ella, han prohibido las adquisiciones de manos muertas, sin contar para nada con la autoridad eclesiástica. El artículo 13 de la ley general de colonización, dice: No podrán los nuevos pobladores pasar sus propiedades a manos muertas. El ~ de la Constitución del Estado de México previene: Quedan en lo sucesivo prohibidas en el Estado las adquisiciones de bienes ráíces por manos muertas; y en los más de los Estados se han dictado las mismas o semejantes leyes. Todas estas disposiciones han sido expedidas sin contar para nada con la autoridad eclesiástica; y el gobierno civil se ha creído siempre bastantemente autorizado para proceder por sí mismo en una materia cuyo arreglo ha reputado exclusivamente suyo considerando a la Iglesia como. cuerpo político. En efecto, sean cuales fueren las pretensiones del Clero en esta materia, lo cierto y averiguado es que todas sus adquisiciones se han arreglado siempre a las leyes civiles y de hecho no reconocen otro origen. Cuantas demandas ha tenido que poner o a que contestar el Clero. sobre la propiedad de los bienes que posee o a que pretende tener derecho, siempre las ha apoyado en las leyes civiles de los países en que el negocio se ventila y en las contestaciones ha. tenido constantemente que reconocerlas como competentes. Este hecho se halla testificado por todas las páginas de la historia y no creemos que nadie se atreva a suscitar sobre él la menor duda. Ahora bien: o el Clero cree que la Iglesia tiene un derecho independiente de la autoridad temporal para adquirir conservar o administrar bienes temporales, o no; si lo primero, ha abandonado cobardemente por respetos humanos y miras temporales los derechos más sagrados cuando ha reconocido como competente una autoridad que no lo es; si lo segundo, ha engañado y está engañando a Ios pueblos cuando les dice y enseña que los bienes que posee son independientes de la autoridad civil. No parece posible pueda darse respuesta ninguna satisfactoria a tan terrible dilema. Pero pasemos ya al derecho de administración que corresponde a la Iglesia sobre sus bienes.
62. Probado ya que sólo puede adquirirlos por derecho civil y en clase de comunidad política, ahora resta demostrar que tampoco puede administrarlos por otro principio, ni bajo de distinto aspecto. La palabra administrar bienes, importa mantenerlos o adelantarlos. Nada de esto puede hacerse, sino por actos esencialmente civiles que suponen derechos de la misma clase, de donde necesariamente han de emanar. Nadie puede concebir administración alguna sin contratos, sin obligaciones mutuas, ni sin acciones sobre las cosas o personas. y todos estos actos y derechos ¿no son puramente civiles? ¿No han sido exclusivamente arreglados parla autoridad temporal en todos tiempos y países? Nadie podrá dudarlo y de consiguiente ni rehusarse a confesar que si la Iglesia administra sus bienes, de. necesidad lo ha de hacer por derecho civil y bajo el concepto de cuerpo o comunidad política. Ya hemos dicho que los derechos de las comunidades, a diferencia de los que corresponden a los particulares, pueden ampliarse, restringirse o revocarse por la autoridad que los concedió, sin intervención de otra alguna; y como la Iglesia no es sino una comunidad, su derecho de administración está sujeto a la autoridad a que lo debe, que no es otra que la civil.
63. En ejercicio de esta facultad que corresponde al poder supremo, las Leyes. de Indias determinaron que en América los mayordomos o administradores de los bienes pertenecientes a las fábricas de las iglesias, fuesen precisamente seculares; y Carlos III por su cédula de 11 de septiembre de 1764 mandó a los Regulares que se retirasen a sus clausuras y encomendasen la administración de sus haciendas a los seglares. Carlos IV, por su cédula de consolidación de vales reales, priva de la administración de todos los bienes de obras pías que debían entrar en la caja de consolidación, a los eclesiásticos; sus palabras son las siguientes: "Siendo indisputable mi autoridad soberana para dirigir a estos y otros fines de estado los establecimientos públicos, he resuelto, después de un maduro examen, se enajenen todos los bienes raíces pertenecientes a hospitales, hospicios, casas de misericordia, de reclusión y de expósitos, cofradías, memorias, obras pías y patronatos de legos". Esta providencia fue justamente censurada como ruinosa e impolítica; pero nadie se atrevió a tachada de ilegal y todos reconocieron por competente en el caso la autoridad del gobierno, sin que hubiera quien se atreviese a censurado de usurpador de los derechos de la Iglesia. Muy al contrario, las fincas que se vendieron para que su valor ingresase en la caja de consolidación, han quedado a favor de los compradores; sin que a nadie haya ocurrido el disputárselas; lo cual no habría sucedido si aquel por cuya -orden se enajenaron fuese un verdadero usurpador, pues entonces las habrían reivindicado aquellos que las perdieron. Los reyes y los gobiernos, para permitir o negar a la Iglesia la facultad de administrar sus bienes; jamás han pulsado la menor duda sobre la competencia de su autoridad y han obrado sin consultar en este punto, más que a la que creían ser de conveniencia o utilidad pública. ¿ Y quién podrá dudar que el público se halla interesado en que las comunidades, entre las cuales debe contarse la Iglesia, no administren por sí. mismas sus bienes?
64. Es principio reconocido por todos los economistas y confirmado por la más constante experiencia, que sólo el interés directo y personal es el que puede hacer productivas las fincas y capitales, bajo cuyo nombre se halla comprendido todo género de bienes; pues este interés directo y personal no puede existir nunca en ninguna comunidad, de la que por su naturaleza y constitución se halla desterrada la unidad de designio, de acción y de voluntad. Así vemos la diferencia inmensa que existe entre los bienes de una comunidad y los de un particular; si son fincas rústicas, los campos se hallan sin cultivo, sin población, sin las oficinas propias del caso y hasta sin instrumentos de labranza; si son urbanas,. no se les hace reparo ninguno, todo se quiere que sea de cuenta del inquilino, el cual muchas veces los descuida, con lo que a vuelta de pocos años la finca se deteriora, se arruina, desaparece y queda sólo un solar, que entonces se abandona, hasta el punto de que no pueda saberse a quién perteneció. Sólo por circunstancias accidentales, como un arrendamiento de muchos años en las fincas rústicas y la costumbre introducida en México respecto de las urbanas, de no poderlas quitar al inquilino mientras pague el arrendamiento bajo el cual las recibió; sólo por estas o semejantes circunstancias, repetimos, pueden mantenerse en pie las unas y no sufren las otras notable deterioro; pero, ¿ quién no ve que la administración entonces es más bien del inquilino o arrendatario que del dueño, cuya propiedad viene a reducirse a cobrar una renta sobre la finca?
65. En cuanto a los capitales que pertenecen a comunidades, puede asegurarse, sin temor de errar, que ninguna de ellas ha conservado la mitad de
los que adquirió. Más pronto o más tarde los han ido perdiendo por descuido y abandono; de modo que si se registrasen sus archivos, se hallarían muchísimas escrituras otorgadas a su favor por grandes cantidades, de las que y de cuyo paradero nadie es capaz de dar razón. Esto persuade que los bienes administrados por comunidades o cuerpos, no sólo producen poco, sino que son necesariamente perdidos; y como la sociedad no puede dejar de resentirse de la ruina/de las fortunas, especialmente de las que consisten en grandes y cuantiosos bienes, cuales son las de los cuerpos, de aquí es que la autoridad pública por lo común debe rehusarles el permiso para administrarlos y aun si es necesario fuese obligarlos a su enajenación, haciendo que solo tengan el usufructo y reservando la propiedad de ellos a los particulares, únicos capaces de hacerlos producir y adelantar.
66. ¿ Pues qué, las comunidades o cuerpos pueden ser privadas de los bienes que poseen? Y caso que haya derecho para ello, ¿no debe haber alguna excepción a favor de la Iglesia? Hemos llegado a una cuestión que es la última en la materia y para. resolverla. es necesario suponer que todos los derechos de un cuerpo o comunidad política, sin exceptuar el de su propia existencia, son puramente civiles, es decir, en tanto tienen valor, en cuanto son o se reputan útiles al cuerpo entero de la sociedad. Los derechos de los particulares son de otro origen y naturaleza, les corresponden como hombres y son anteriores a la sociedad; de aquí es, que estando establecida ésta para conservarlos, no puede despojar a nadie de ellos sin un motivo justo y calificado, que no puede ser otro sino el de una culpa personal. Ahora bien: la Iglesia como poseedora de los bienes temporales, no es otra cosa, según se ha probado ya, que una comunidad política; luego es cierto que puede ser privada de la administración y propiedad de ellos cuando así lo exija la conveniencia pública. Si la autoridad civil tiene un derecho indisputable aun para hacer desaparecer políticamente los cuerpos o comunidades, ¿por qué no lo ha de tener para privartas de la administración y propiedad de unos bienes que acaso pudo convenir los tuvieran en algún tiempo, pero que por el orden común es tan perniciosa a la sociedad? La dificultad no está en el principio, sino en la aplicación que se haga de él; no en el derecho, sino en la oportunidad de ejercerlo; pero supuesta ella, la autoridad civil no tiene que consultar ni ponerse de acuerdo con la comunidad, cuyos bienes trata de ocupar, aunque sea la misma Iglesia.
67. No sólo no tiene obligación de hacerlo, pero ni aun conviene que lo haga, porque esto sería provocar y autorizar una resistencia con la que siempre debe contar y que será muy perjudicial en el caso. Los eclesiásticos siempre han de levantar el grito vociferando impiedad, herejía y han de pretender alborotar con otras voces denigrativas, que son de uso y costumbre en casos semejantes. Sin embargo, si el gobierno se cree bastante fuerte en la opinión del público y los bienes poseídos por el Clero son ya excesivos, mal administrados y peor invertidos, no debe volver atrás, sino llevar adelante sus providencias, aunque sin perseguir a los quejosos, a no ser que pasen a las vías de hecho, pues entonces pueden ser ya tratados como sediciosos y castigados como tales. Estas son las reglas que parece debe tener, presentes un gobierno, cuando se trate de hacer reformas en materia de bienes eclesiásticos. ta primera y principal, como se ha dicho, debe ser la opinión del público, pues de nada serviría la más útil y justa medida, si es mal recibida y choca con las preocupaciones populares; pero a éstas es necesario no darles más valor del que en la realidad tienen, pues el Clero, cuando ya no halla otra cosa a que acogerse, apela al respeto con que se deben ver los errores que él mismo ha creado y cuya fuerza tiene interés en abultar. Es necesario también que los bienes de que se trata de privarlo, constituyan una masa muy considerable de la riqueza pública substraída a la circulación; o a 10 menos que su inversión sea tan absurda y chocante, por contraria a los fines de su institución o por otros motivos, que todos se pongan de parte de la autoridad que reforma; de lo contrario el grito de persecución e impiedad con que siempre debe contarse, producirá todo su efecto, la reforma no se obtendrá y la autoridad quedará mal puesta. Por lo demás, si se procede con estas precauciones, no haya miedo de sediciones ni alborotos con que siempre han de amenazar los que ya no pueden hacer otra cosa.
68. Pero se dirá: ¿El derecho de propiedad no es sagrado e inviolable? ¿No descansa sobre él todo el orden social y no es la base más firme y ancha de toda la sociedad? ¿Los gobiernos mismos no le deben su existencia, siendo muchas veceS víctimas de una revolución provocada por haber atentado contra él? Todo esto es cierto y nadie puede dudarlo; pero no lo es igualmente que los cuerpos políticos tengan un derecho de propiedad, distinto del de la sociedad misma. Verdaderamente son más bien usufructuarios que propietarios, es decir, su derecho es más bien el de percibir los frutos de los bienes que se les han consignado que el de disponer de ellos mismos; este último derecho corresponde propiamente al cuerpo entero de la sociedad, que puede transferirlo a las comunidades y recobrarlo cuando lo tenga por conveniente. Si la sociedad o la autoridad pública que la representa, se atreve a violar el derecho de los particulares sobre sus bienes, comete una injusticia y se expone a grandes riesgos; la injusticia consiste en privarlos de lo que no les ha dado; y el riesgo, en alarmarlos contra ella por este procedimiento. Pero si sus medidas se dirigen a que los bienes estancados en una comunidad sean enajenados por elIa misma, o percibiendo el valor que les corresponde, o reservándose una renta sobre ellos, entonces nada tiene que temer, ni mucho menos puede decirse que procede de un modo injusto.
69. Una sola observación resta que satisfacer y es la que se deduce del respeto que se debe a las últimas voluntades. Muchos, o la mayor parte de los bienes eclesiásticos, reconocen su origen en los legados testamentarios conocidos con el nombre de últimas voluntades y aplicados a la Iglesia bajo ciertas condiciones o cargas impuestas por el testador, que siendo un particular, se dice, pudo disponer de ellos a su arbitrio, como que su derecho de propiedad era indisputable. A esto debe contestarse que los derechos naturales del hombre no tienen más duración que la de su persona; mientras él viva, nadie puede disputárselos; pero cesan con su muerte, pues no es posible concebir que tenga ni pueda disfrutar derecho alguno una persona que ya no existe. Por conveniencias sociales las naciones y sus gobiernos han establecido el derecho de testar, o lo que es lo mismo, disponer- en vida de los
propios bienes para después de la muerte. Desde luego se conoce por la explicación dada que este derecho es civil y de consiguiente que se halla sujeto
a la autoridad de este nombre, en orden a subsistir o ser revocado, a diferencia del natural que es invariable y permanente. Por eso los reyes y los gobiernos han revocado repetidas veces ciertos legados testamentarios que se han estimado opuestos a la prosperidad pública, lo cual ha sucedido más frecuentemente cuando tales legados han sido en favor de comunidades que se han suprimido o sujetado a reformas, en las que se ha hecho poco aprecio de la voluntad del testador.
70. La historia de todos los países del mundo ministra a cada paso ejemplos innumerables de haber sido desatendidas más pronto o más tarde las últimas voluntades a favor de comunidades, y haberse siempre cumplido cuando los legados testamentarios se han otorgado en beneficio de personas particulares, lo cual indica bien claramente, que no merecen aquel respeto, ni ofrecen la misma seguridad estos dos géneros de legados que tan diversa suerte han corrido siempre. Las últimas voluntades no son ni pueden estimar-se más invariables que las leyes fundamentales de una nación; sin embargo éstas ceden y deben ceder a la conveniencia pública y a las exigencias aciales. ¿Por qué principio pues se pretende que no suceda lo mismo con aquellas en iguales circunstancias? ¿No hemos visto que se han suprimido los mayorazgos y vinculaciones de bienes que no deben su existencia a otra cosa que a las últimas voluntades? Sin embargo, a nadie le ha ocurrido atacar esta medida por el principio de que se violaban las disposiciones testamentarias, a pesar de. que las vinculaciones hechas a favor de una familia nunca pueden ser tan perjudiciales como las que se hacen a beneficio de una comunidad. El derecho de testar es puramente civil, lo es igualmente el que la Iglesia tiene para adquirir; puede suceder que sus adquisiciones en uso y ejercicio de este derecho lleguen a ser perjudiciales a la sociedad, o por muy cuantiosas que sustra.igan de la circulación una masa muy considerable de bienes, o porque éstos sean mal administrados, o finalmente, porque se inviertan en cosas de poca o ninguna utilidad. ¿Qué tiene, pues, de extraño el que la autoridad pública temporal, por una, muchas, o todas las consideraciones expuestas, trate de darle mejor destino a lo que lo tiene malo o poco útil, mucho más cuando en esto sólo usa de su derecho sin ofender el ajeno? Nada ciertamente; lo extraño seria, que habiendo declarado su protección a un culto y a una religión y señaládole y permitídole que adquiriese bienes, se le disputase el derecho de fijar sus gastos. y determinar los bienes que deben aplicarse a ellos como medios de cubrirlos.
71. En efecto, nada hay más fuera de razón en las pretensiones del Clero, que solicitar el apoyo de la sociedad y su protección para adquirir y conservar bienes temporales cuando carece de ellos y después de obtenidos negarle el derecho incontestable que la compete en. razón de la protección pedida. Los gobiernos civiles en orden a la religión de sus pueblos, pueden proceder de varios modos y aparecer bajo de distintos aspectos. Si la religión es una ley del Estado, el gobierno es protector de ella; pero si carece de este carácter y es sólo una obligación de conciencia para los particulares, entonces la autoridad pública no puede perseguirla, pero tampoco debe hacer acto ninguno que positivamente la autorice y la constituya en la clase de los deberes sociales. Este es el doble aspecto con que el gobierno se presenta con respecto a la religión, o de simple tolerante de ella o de su protector. Ya hemos dicho antes que la religión no tiene derecho ninguno para exigir de los gobiernos, considerados como tales, acto alguno positivo de protección; pues no son súbditos de la Iglesia los poderes sociales, sino las personas particulares y esto sólo bajo el concepto de fieles e creyentes; de aquí es que los gobiernos tolerantes y que no reconocen a la Iglesia como cuerpo o como comunidad política, no tienen, respecto de ella, ningunos deberes que cumplir, pues aquellos que los ligan con los que no la profesan y a virtud de los cuales no pueden perseguirlos por sus opiniones religiosas, ni por el culto que ellas suponen, son solamente civiles y no les corresponden bajo el concepto de fieles sino bajo el de ciudadanos.
72. Otras son las obligaciones de los gobiernos que reconocen por ley del Estado la religión; como son protectores de las leyes, lo son necesariamente de ésta cuando se cuenta como una de ellas. ¿Mas qué quiere decir ser protector de una religión? ¿Será acaso obligar a todos sus súbditos a que crean sus dogmas? No ciertamente; pues además de que las leyes civiles no tienen poder para arreglar los actos internos y se ejercen precisamente sobre los exteriores, en el día las más de las naciones del mundo reconocen por ley civil alguna religión sin proscribir por esto a los que no la profesan. La protección, pues, que el gobierno civil presta, no consiste ni puede consistir en otra cosa que en acordar ciertos derechos civiles al cuerpo de los fieles que se llama Iglesia, algunas distinciones o preeminencias a sus ministros y en pagar y costear los gastos necesarios para su subsistencia y para la conservación del culto. Si la protección de un gobierno a la religión importa otra cosa que no esté comprendida en estos actos, queremos que se nos diga cuál es; pero no se nos dirá, porque no será posible encontrarla, o deberían descontarse del número de protectores de la religión, todos o casi todos los gobiernos que han llevado el nombre de tales.
73. Siendo, pues, cierto que entre los derechos de protección ocupa un lugar muy principal el de fijar los gastos del culto, no se alcanza cómo haya quien pueda disputar al gobierno que debe dispensarla, la facultad de fijarlos y designar los medios del modo con que han de quedar cubiertos. Cualquiera que se encarga de costear los gastos de alguna persona o corporación, ha empezado y debe empezar siempre por fijar y determinar cuáles han de ser éstos, y después ha designado los medios o fondos de donde puedan pagarse. Jamás se ha disputado al protector este derecho, ni sería justo el hacerlo, por la sencilla razón de que ninguno que dispensa a otro su protección se ha constituido en la obligación de dar sin examen cuanto se le pida, pues semejantes compromisos, aun cuando estén concebidos en términos muy generales, como lo s~rían de dar todo lo necesario, siempre suponen, en quien se ha constituido obligado, el derecho de examinar y fijar que es lo que se entienda o deba comprender en esta frase o expresión.
74. Estas nociones son bastantemente sencillas, para que nadie pueda desconocer su verdad y exactitud y ellas deben aplicarse a la protección que los gobiernos civiles dispensan a la Iglesia, en virtud de la cual deben costear los gastos necesarios para la conservación del culto. Es pues claro que tal protección importa el derecho de fijarlos, la obligación de pagarlos y la facultad exclusiva de designar los fondos para verificarlo. Desde Constantino hasta nuestros días, los gobiernos protectores de la religión han desempeñado estas obligaciones y ejercido los derechos enunciados; ellos han fundado todas o las principales Iglesias, designando los bienes en tierras o contribuciones para el sustento de los ministros y para los gastos del culto. El derecho romano y los códigos en que se hallan consignadas sus disposiciones, presentan en todas sus páginas comprobantes decisivos de esta verdad. En los archivos de todas las Iglesias se hallan muchísimos documentos por los que consta que el rey o duque N mandó erigir tal iglesia con tal número de ministros y aplicó para su dotación tales tierras, rentas o esclavos. La historia literaria de Francia, escrita por los monjes de San Mauro y la España Sagrada del padre Flores, abundan, con respecto a estas naciones y en noticias, inscripciones y monumentos que acreditan haber fijado siempre los reyes y príncipes soberanos los gastos del culto en la creación de las iglesias y señalado los medios de pagarlos, ya en diezmos, ya en tierras, unas veces en esclavos y otras en derechos señoriales.
75. En América, como consta de las Leyes de Indias, todas las fundaciones de las iglesias catedrales y parroquiales y de los principales conventos de Regulares de ambos sexos, se han hecho por el gobierno y con sus caudales aunque a petición de los obispos, y se les ha designado el número de ministros, las dotaciones que han de disfrutar, las obligaciones a que quedan sujetos y hasta los vasos sagrados que han de ser costeados por el gobierno. La Monarquía Indiana de Torquemada y la vida del ilustre prelado don Vasco Quiroga contienen literalmente muchísimas cédulas yen ambas se da noticia de otras disposiciones reales por las que el gobierno de su propia autoridad ha creado, suprimido o trasladado iglesias, las ha dotado con encomiendas o con diezmos, las ha privado de éstos y aquéllas; en una palabra, ha fijada los gastos del culto y los medios de cubrirlos. ¿Mas para qué cansarnos? El derecho de patronato que los papas y el Clero han reconocido en los gobiernos, ¿ qué otro origen tiene sino la erección y fundación de las iglesias y la dotación que para sostenerse les han asignado los reyes? ¿Ni qué otra cosa importa este derecho reconocido, que fijar los gastos del culto y los medios de cubrirlos?
76. El Clero sin embargo aún no se, da por vencido con tan palpables demostraciones, pues alega que ni todas las iglesias han sido dotadas con caudales del gobierno, ni todos los bienes eclesiásticos destinados al culto han salido del erario nacional, puesto que muchos de éstos y aquéllas han sido fundaciones hechas de caudales de los particulares. Pero a esto se contesta repitiendo lo que antes se ha dicho, a saber, que sin la facultad de adquirir concedida a las iglesias, los particulares no habrían podido hacer semejantes fundaciones y que cuando las hicieron en vida o por legados testamentarios, fue bajo el concepto de sujetarlas a los cambios o alteraciones que en ellas pudiera hacer en lo sucesivo la autoridad civil, a la. cual debían el derecho de testar o de transferir sus bienes a una comunidad o cuerpo. político, que no existe sino por la ley, ni tiene otros derechos que los que ésta le ha concedido. Menos aprecio merece el argumento que pretende el Clero deducir a su favor del artículo de la Constitución federal en que se prohíbe al Presidente el ocupar las propiedades de corporaciones, pues semejante prohibición recae sólo sobre el poder ejecutivo y no comprende ni debe comprender al legislativo, al que por otro artículo se declara corresponder al arreglo del patronato, que supone el derecho de fijar y costear los gastos del culto, lo mismo que el de asignar los medios de cubrirlos y de consiguiente el crear o suprimir contribuciones para el caso; disminuyendo, aumentando o variando los que actualmente existen. Del artículo con que se se arguye, lo único que se deduce y puede deducirse es que no corresponde al poder ejecutivo la facultad de ocupar las propiedades de corporaciones; mas no que ésta sea ajena del poder civil, que en todos tiempos y casos la ha ejercido cuando lo ha estimado conveniente.
77. Una cuestión queda por resolver sobre bienes eclesiásticos y esta es propia y peculiar de México o de aquellas naciones que habiendo adoptado el sistema federativo, tienen por ley nacional la religión que profesan todos o la mayor parte de los ciudadanos que las componen. Esta cuestión puede concebirse en los términos siguientes. La autoridad civil a que corresponde dictar leyes, ejecutarlas y fallar en los puntos contenciosos sobre bienes eclesiásticos ¿es la federal o la de los Estados? La resolución a nuestro juicio debe ser a favor de los Estados. Ya se considere la materia de bienes eclesiásticos en sí misma, ya lo sea con relación a las leyes vigentes, no parece que pueda caber duda en esto.
78. En un gobierno federativo los supremos poderes generales no deben tener otras facultades que las precisas para mantener en lo interior el orden y equilibrio de Estado a Estado, y hacerse respetar en sus relaciones exteriores. La máxima general del sistema representativo, es disminuir en cuanto sea posible la autoridad de los que gobiernan, y la del sistema federal, es segregar del poder general y concentrar hasta donde se pueda en las secciones más pequeñas del territorio, el poder público qt).e existe reunido en el gobierno central; de lo que resulta, que a los poderes supremos sólo se concede aquello sin lo cual no pueden pasar. Ahora bien: ¿puede existir la autoridad suprema en un sistema federativo, sin que entre sus facultades se comprenda la del arreglo de bienes eclesiásticos? Los Estados Unidos del Norte son el fundamento de la respuesta afirmativa, pues esta nación sin semejante facultad, no sólo está, regida, y muy bien, por el sistema federal, sino que precisamente ha sido la que lo inventó, y ha probado con su ejemplo que este modo de gobernarse los pueblos, no debe contarse en el número de las quimeras. Sin embargo, en ella no se cuenta entre las facultades de sus supremos poderes, la de dictar leyes sobre bienes eclesiásticos. Ni se diga que siendo su constitución tolerante, la religión no es reconocida con carácter ninguno civil, aunque esto es verdadero hasta cierto punto, no lo es en su totalidad, como lo prueba el haber celebrado un concordato con Pío VII en 1801 para el arreglo de las iglesias católicas existentes en su territorio.
79. Mas sea de esto lo que fuere, lo que no tiene duda es, que siendo el servicio eclesiástico la cosa más interior y peculiar al régimen de los pueblos, los medios de sostenerlo que son los bienes eclesiásticos, no pueden ser de distinta naturaleza; y si no lo son, tampoco deben ser arreglados sino por la autoridad suprema más inmediata que es la de los Estados, y no por la más remota de los Poderes Supremos. En efecto, debiendo seguir la división eclesiástica a la civil, y sujetarse en todo a ella, como se ha observado siempre en los países católicos, los poderes supremos en un sistema federativo nada tienen que ver con el arreglo de las iglesias, ni mucho menos con sus dotaciones, pues como éstas han de consistir en contribuciones. Impuestas sobre los súbditos del Estado y sobre las cosas que en él se producen, el gobierno general que sólo debe imponerlas sobre el comercio exterior o el que se haga de Estado a Estado, no tiene que hace nada con semejantes dotaciones, y a lo más podrá exigir de los Estados que las fijen, pero sin meterse a determinar el modo ni el cuanto, y esto sólo en razón de haberse declarado religión nacional la que se trata de sostener.
80. Si en un sistema federativo los poderes supremos pudiesen entenderse directa e inmediatamente con los súbditos de los Estados, imponiéndoles contribuciones, u obligándolos a pagarlas, para un caso tan peculiar del interés de su gobierno, como lo es el sostenimiento de los gastos del culto de sus ministros, la Federación sena puramente nominal, pues en puntos de su naturaleza pertenecientes al régimen interior de los Estados, serían reconocidas como legales, decisiones que partían de otra autoridad que la de sus poderes mismos. Si no se quiere que la Federación sea una fantasma, o que no tenga de tal más que el nombre, es necesario que se atienda en la distribución de los puntos de gobierno, a dar a los poderes supremos y a los de los Estados lo que a cada uno corresponde por la naturaleza de las cosas. Si no se marcha francamente y de acuerdo, si hay agresiones mutuas, o alguna de las autoridades que son piezas de este gobierno complicado procede de mala fe y no está más que espiando una ocasión o circunstancia favorable para usurpar el poder ajeno y apropiárselo, este sistema de engaño y superchería no puede ser duradero; él acabará por el despotismo, o lo que es más probable, por la disolución de la Federación y en último término por la del orden social.
81. Ya se ha visto que por la naturaleza de las cosas en un sistema de gobierno, tal como el que ha adoptado la República Mexicana, el arreglo de bienes eclesiásticos corresponde por su naturaleza a los Estados; ahora veremos que las dictadas sobre la materia, están en perfecta consonancia con la naturaleza de las cosas. La Constitución federal en puntos eclesiásticos, sólo reserva a los poderes supremos la facultad de celebrar concordatos con la Silla Apostólica, la de arreglar el ejercicio del Patronato en toda la Federación y la de no permitir que los miembros del Clero tengan otros jueces que los que fueren tomados de su seno. La primera de estas facultades, como que es, o supone la de celebrar convenios o concordatos con la Silla Apostólica, pertenece a relaciones exteriores; y como los Estados no tienen carácter público ninguno para con las potencias extranjeras, sino sólo el gobierno supremo, con el cual deben éstas entenderse, por eso es muy justo y legal que los concordatos los celebre el Presidente y las instrucciones las den las Cámaras de !a Unión; pero de aquí no se infiere que todo lo que pueda comprenderse en éstas y aquéllos, deba ser acordado por el que da las unas y celebra los otros; pues muchos puntos no serán de su resorte y en este caso lo único que debe hacer, es autorizar las de los Estados para que entren a formar un todo con el cuerpo de las instrucciones o de los concordatos.
82. El sentido de la segunda facultad constitucional de los poderes supremos, es decir, la de arreglar el ejercicio del Patronato en toda la Federación es muy obvio y sencillo. La división eclesiástica del territorio no estaba al tiempo de formarse la Constitución, ni lo está ahora, de acuerdo con la civil; una diócesis se extiende a muchos Estados y de consiguiente la autoridad temporal que ejerce el Clero, aunque de su naturaleza propia de los Estados, para que fuese subordinada a ellos, era necesario que cada uno, la tuviese dentro de su territorio y que se verificase la división de las diócesis, lo cual no podía efectuarse sin la intervención de los Poderes Supremos. En este punto ha sucedido lo que en otros muchos, que estaban concentrados antes de hacerse la Federación. El gobierno supremo se fue desprendiendo de ellos y entregándolos más pronto o más tarde a los Estados a los cuales pertenecían; las rentas, los tribunales, los archivos y hasta los edificios públicos, han ido pasando poco a poco a poder de los Estados; y si con las cosas eclesiásticas no ha sucedido otro tanto en toda la extensión de que son susceptibles, es porque la división de las diócesis, sin la cual no puede determinarse definitivamente este punto, no se ha podido hacer sino de acuerdo con la Silla Apostólica y nuestras relaciones con Roma han caminado a pasos muy lentos; así es que la facultad de arreglar el ejercicio del Patrón ato en toda la Federación, está reducida, a entregar a cada Estado su iglesia correspondiente, lo mismo que se le entregaron sus rentas, sus tribunales, corporaciones, archivos y edificios. La tercera facultad y más sencilla que las anteriores, está reducida a garantir al Clero que los jueces que hayan de fallar en sus causas, precisamente serán tomados del estado eclesiástico; de lo cual no se infiere que el poder temporal, cuyo ejercicio le es permitido o tolerado, se deba entender derivado de la autoridad central. Con que tenemos que por ninguna de las atribuciones acordadas en la Constitución federal a los supremos poderes se exime al Clero de la sujeción debida en sus cosas y personas a los poderes de los Estados de los cuales son súbditos.
83. En efecto, en toda la República no hay otras clases que estén exclusivamente sujetas al Gobierno Supremo, que la militar y la de empleados de la Federación designados en la ley fundamental y ni en aquéllas ni en éstas están comprendidos los eclesiásticos. Muy al contrario, desde el principio se declaró que el Clero y todas sus autoridades debían reconocer como suyas propias las de los Estados y prestar juramento a sus leyes y constituciones, lo cual se ha estado haciendo sin interrupción desde el año de 1824. Desde entonces los gobernadores han sobrevigilado quieta y pacíficamente la conducta del Clero y de todos sus empleados en el ministerio eclesiástico; ellos han ejercido la exclusiva en el nombramiento que se ha hecho para todas las piezas eclesiásticas, desde los provistos en curatos interinos hasta los que lo han sido para obispados. Las legislaturas han establecido constitucionalmente el mismo derecho, mil veces más apreciable que el de patronato, pues por aquél pueden lo que no podían por éste, es decir, excluir indefinidamente a todo el que no les parezca bien, cosa que podría al menos disputárseles si se atuvieran a sólo el de patronato. Todos los recursos de fuerza de los tribunales eclesiásticos se llevan ante los civiles de los Estados y los de protección ante los gobiernos de los mismos, por disposiciones constitucionales consignadas en la ley fundamental de cada uno de ellos. Pero en lo que son más terminantes las constituciones y leyes de los Estados es en las materias de bienes eclesiásticos, pues en las más de ellas está declarado que les corresponde fijar y costear todos los gastos necesarios para la conservación del culto.
84. El artículo 10 de la Constitución de Chihuahua dice así: El Estado regulará y costeará todos los gastos que fueren necesarios para conservar el culto, etc. El 79 de la Constitución de Guanajuato se halla concebido en estos términos: El Estado la garantiza (la religión) y protege su culto; señalará los gastos del mismo, obrando en todo como le sea privativo, con arreglo a los concordatos, leyes vigentes y que en lo sucesivo decretare el Congreso general de la Federación. El artículo 14 de la del Estado de México dice: El Estado fijará y costeará todos los gastos necesarios para la conservación del culto. El 89 de la Constitución de Tamaulipas: El Estado señalará y costeará los gastos que sean precisos para mantener el culto con arreglo a la constitución federal. El 79 de la de Jalisco: El Estado fijará y costeará todos los gastos necesarios para la conservación del culto. Además de tan terminantes disposiciones, todas las constituciones declaran a sus respectivos Estados el derecho de proteger la religión; y como esta protección importa el de fijar los gastos del culto, es claro que a todos ellos corresponde semejante facultad.
85. Hay de notable en estas declaraciones que la primera que se hizo y fue en Jalisco, sirvió de pretexto para que el cabildo eclesiástico de Guadalajara se rehusase a jurar la constitución lisa y llanamente, pretendiendo dar y pedir explicaciones sobre el artículo que habla de fijar y costear ,los gastos del culto, pero se le mandó proceder al juramento y prestarlo sin explicación ni restricción ninguna por el Congreso general, al que había ocurrido para justificar su conducta y buscar en él !In apoyo. Es verdad que este mismo Congreso, con ocasión de la resistencia del cabildo expidió una ley, en la cual prohibía por entonces a los Estados hacer innovación alguna, sino de acuerdo con la autoridad eclesiástica, en orden a las rentas o bienes de la misma; pero esta ley cayó en desuso a poco tiempo, pues los Estados establecieron las juntas de diezmos y las de, cofradías, no sólo sin ponerse de acuerdo con el Clero, sino aun contra sus representaciones y estas leyes se mandaron archivar por las Cámaras, con la cual no sólo se reconoció el derecho que, tienen los Estados para legislar sobre bienes eclesiásticos, sino también el no hallarse ya vigente la ley que les prohibió el hacerla por sí solos. Todo esto estaba en el orden, pues ya la ley de clasificación de rentas había declarado pertenecer a los Estados la del diezmo y no es fácil concebir que una renta pertenezca a una autoridad y ésta no pueda disponer por sí misma su arreglo, subsistencia o supresión..
86. Por decretos también de los Estados se han eximido de pagar diezmos los artículos de agricultura recientemente introducidos y conocidos con el nombre genérico de novales. Últimamente, las constituciones de algunos y las leyes de otros han prohibido para 16 sucesivo la adquisición de bienes rafe es a las manos muertas, es decir, al Clero. Así pues, es constante parla naturaleza del sistema, por las declaraciones de los supremos poderes, por las constituciones y leyes de los Estados y por la práctica constantemente seguida desde el establecimiento de la Federación hasta el día, que el Clero, las personas que lo componen y los bienes de que goza, están sometidos a los poderes de los Estados y a las leyes que dictaren para el arreglo de todo esto.
87. Hemos llegado al fin de este escrito, en el cual se ha intentado dar a conocer la naturaleza de los bienes conocidos con el nombre de eclesiásticos y se ha procurado probar que son por su esencia temporales, lo mismo antes que después de haber pasado al dominio de la Iglesia; que ésta, considerada como cuerpo místico, no tiene derecho ninguno a poseerlos ni pedirlos, ni mucho menos a exigirlos de los gobiernos civiles; que como comunidad política puede adquirir, tener y conservar bienes temporales, pero por sólo el derecho que corresponde a las de su clase, es decir, el civil; que a virtud de este derecho la autoridad pública puede ahora y ha podido siempre, dictar por sí misma y sin concurso de la eclesiástica las leyes que tuviere por convenientes sobre adquisición, administración e inversión de bienes eclesiásticos; que a dicha autoridad corresponde exclusivamente el derecho de fijar los gastos del culto y proveer los medios de cubrirlos; finalmente, que en un sistema federativo, el poder civil a que corresponden estas facultades, es el de los Estados y no el de la Federación. Las materias contenidas en estos puntos se han procurado tratar generalizando las ideas en cuanto es permitido hacerlo sobre cuestiones cuya resolución depende en su mayor parte de la enumeración de los hechos; para esto se ha procurado clasificarlos y distribuirlos sujetándolos a conceptos comunes, único medio de reducirlos a la unidad. Este, escrito podría haberse llenado de pasajes de la Escritura, doctrinas de los santos Padres, decisiones de las leyes y concilios y opiniones de los doctores, cosa bien fácil por cierto, pues no habría costado más trabajo que el material de copiar; pero además de que así habría salido muy largo y fastidioso, se creyó que era más importante fijar las cuestiones y designar las fuentes donde podrá adquirirse el conocimiento de los hechos, que hacer una enumeración prolija y circunstanciada de ellos y ésta es la razón porque se ha procurado economizarlos, pues el objeto del autor no es el de enseñar a los sabios, sino el de ilustrar al pueblo en materias sobre las cuales, si no de intento, a lo menos de hecho, se ha derramado profundamente la confusión.
88. El Clero probablemente se resentirá de la resolución que se ha dado a las cuestiones propuestas, pero es necesario por el interés de las naciones y de la misma religión, que lo tienen muy grande en una materia de tanta trascendencia para la prosperidad pública, como lo es la de los bienes eclesiásticos, fijar sus derechos y dar a conocer sus obligaciones. Los unos y las otras se hallan consignados en el pasaje del Evangelio que ha ministrado el epígrafe para esta disertación: ¿De quién es este busto? preguntó jesucristo a los fariseos que le consultaban si sería lícito pagar el tributo al César. Del César, le respondieron éstos. Pues devolved al César, continuó el Salvador, lo que es del César y dad a Dios lo que es de Dios. Devolved, dice San Juan, Crisóstomo interpretando este pasaje, porque del César lo habéis recibido. Así podemos decir al Clero: Restituid al César y en su persona a la autoridad civil de que es depositario, lo que está designado por la moneda, es decir, los bienes temporales que ella representa; haced lo cuando os lo pidiere como lo hizo Jesucristo cuando le pedían la capitación los recaudadores del tributo y quedaos con lo que es de Dios, es decir, con los bienes espirituales y las llaves del reino de los cielos. No pretendáis apoderaros de los reinos y bienes de la tierra, ni suscitar dudas maliciosas para no entregar éstos; imitad el desprendimiento de Jesucristo y seguid su ejemplo cumpliendo lisa y llanamente con eI precepto de devolverlos. Así seréis menos ricos, pero más semejantes al Divino Salvador, que protestó repetidamente no ser su reino de este mundo, sino puramente espiritual.-
México, diciembre 6 de 1831.
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