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Selección de textos y documentos:

Doralicia Carmona Dávila

© Derechos Reservados
ISBN 970-95193

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1830 "Discurso sobre la necesidad de fijar el derecho de ciudadanía en la República y hacerlo esencialmente afecto a la propiedad". José María Luis Mora.

Abril 30 de 1830

Entre la democracia arreglada y la que no lo está,
hay la diferencia de que en la primera son todos
iguales sólo como miembros de la sociedad;
y en la segunda lo son también como magistrados,
como senadores, como jueces, como padres,
como maridos, como amos.
Montesquieu,
Espíritu de las Leyes, lib. 8, cap. 2.

 

La igualdad mal entendida ha sido siempre uno de los tropiezos más peligrosos para los pueblos inexpertos que por primera vez han adoptado los principios de un sistema libre y representativo. Alucinados con esta idea seductora y halagüeña, se han persuadido que para serlo todo, bastaba el título de hombre, sin otras disposiciones que las precisas para pertenecer a la especie humana; de esto ha resultado que todos y cada uno de los miembros del cuerpo social, cuando en él se han puesto en boga estas ideas, han aspirado a ocupar todos los puestos públicos, pretendiendo que se les hace un agravio en excluirlos por su falta de disposiciones y que éste no es más que un pretexto para crear una aristocracia ofensiva de la igualdad.

Con sólo volver los ojos y echar una ojeada rápida sobre los sucesos y períodos más notables de nuestra revolución, nos convenceremos de que esta decantada igualdad, entendida en todo el rigor de la letra, ha sido entre nosotros un semillero de errores y un manantial fecundísimo de desgracias. Por la igualdad, se han confundido el sabio con el ignorante, el juicioso y moderado con el inquieto y bullicioso, el honrado y virtuoso ciudadano con el díscolo y perverso; por la igualdad, han ocupado todos los puestos públicos una multitud de hombres sin educación ni principios, y cuyo menor defecto ha sido carecer de las disposiciones necesarias para desempeñarlos; últimamente, por la igualdad, se ha perdido el respeto a todas las autoridades, aun cuando funcionan de tales, haciéndose cada uno la obligación, no sólo de despreciarlas, sino también de hacerles insultos positivos ajenos hasta de la urbanidad y moderación.

El mayor de los males que en nuestra República ha causado esta peligrosa y funesta palabra, ha consistido en la escandalosa profusión con que se han prodigado los derechos políticos, haciéndolos extensivos y comunes hasta las últimas clases de la sociedad. Si se examina atentamente el origen de nuestras desgracias, se verá que todas ellas han dependido inmediatamente de la mala administración, y que ésta no ha tenido otro principio que las fatales elecciones en que han disfrutado de la voz activa y pasiva, o lo que es lo mismo, de los derechos políticos, personas que debían estar alejadas de ellos por su notoria incapacidad para desempeñar con acierto y pureza las funciones anexas a ellos. El Congreso general se descuidó en fijar las bases generales para ejercer en toda la República el precioso derecho de ciudadanía y los Estados, por conservar la igualdad, no acertaron con las que deberían ser; la falta de experiencia les hizo presumir bien de la multitud, y este favorable concepto nos perdió a todos. Para reedificar pues el edificio social, es necesario precaver los descuidos que entonces hubo y zanjar los cimientos que entonces faltaron; en una palabra, es necesario que el Congreso general fije las condiciones para ejercer el derecho de ciudadanía en toda la República y que por ellas queden excluidos de su ejercicio todos los que no pueden inspirar confianza ninguna, es decir, los no propietarios.

 Que deba existir un derecho de ciudadanía de la República distinto del de los Estados, es una cosa muy clara; la ciudadanía, en general, no es otra cosa que el derecho de voz activa y pasiva y así como a cada Estado le toca designar las condiciones necesarias para que sus miembros hayan de disfrutar de ella, de la misma manera corresponde a la federación hacer se exijan las que se reputen convenientes para la ocupación de sus puestos y la elección de sus poderes. Para ser presidente o vicepresidente, diputado o senador al Congreso general, ministro de la Corte Suprema de Justicia, etc., etc., se exige por condición necesaria ser ciudadano en el ejercicio de los derechos de tal; ahora bien, ¿qué ciudadanía es ésta, la de un Estado o de la República? Notoriamente la segunda, pues la de un Estado, por la naturaleza de la cosa, no puede tener efecto sino respecto de él y dentro del mismo; cualquier Estado, en cuanto a las disposiciones de su Gobierno interior, se tiene respecto de la República como una nación extranjera, entendiendo por estas disposiciones las que no se hayan reservado, o en lo sucesivo se reservaron por las reformas de Constitución los poderes generales. Ahora bien, así como la República no debe dejar a una nación extranjera fije las bases de su derecho de ciudadanía, de la misma manera tampoco lo debe dejar, ni hasta ahora ha querido dejarlo al cuidado de los Estados. Ni se diga que éstos, por la Constitución federal, deben fijar las condiciones de los electores y de consiguiente las de los ciudadanos de la República; la disposición constitucional es muy compatible con lo que proponemos, pues muy bien puede ser que las condiciones del derecho de ciudadano sean fijadas por los poderes generales y las de los electores por los de los Estados; la palabra elector y la palabra ciudadano no explican un mismo concepto ni significan lo mismo; así bien puede ser que se fijen distintas bases y que partan de diversas autoridades para el arreglo de cosas que tanto difieren entre sí.

Queda pues demostrado que los poderes de la federación pueden desde ahora arreglar el derecho de ciudadanía por una ley para toda la República, en todo aquello que diga relación a sus elecciones y al desempeño de los puestos y empleos que les son propios.

Con esto, sin embargo, se habría adelantado muy poco; este precioso derecho de cuyo arreglo depende la estabilidad de las instituciones libres de los pueblos, no puede ni debe quedar confiado, a lo menos en su totalidad, a las condiciones que para su ejercicio quieran exigir los Estados. Enhorabuena que estos exijan lo que estimen necesario para que los habitantes de su territorio sean y puedan llamarse ciudadanos de su Estado y puedan disfrutar en él de la voz activa y pasiva, pero nadie deberá ser ciudadano de ningún Estado sin serio previamente de la República; más claro, los habitantes de un Estado, para ser ciudadanos del mismo, deberán tener las condiciones que se hayan fijado para serlo de la República y además las que los poderes del Estado respectivo hayan exigido para los suyos.

Nuestra federación se ha hecho de un modo inverso a la de los Estados Unidos del Norte de nuestro continente; aquella partió de la circunferencia al centro; la nuestra del centro a la circunferencia; en aquella los Estados crearon al gobierno federal; en la nuestra el gobierno federal dio existencia política a los Estados; en el Norte, muchos Estados independientes se constituyeron en una sola Nación; en México, una Nación indivisa y única, se dividió en Estados independientes hasta cierto punto. Supuestos estos principios, ¿quién podrá dudar, que si en el Norte los Estados dieron la ley al Gobierno federal, en México el Gobierno federal debe dársela a los Estados? Ahora bien, ¿qué cosa más justa, oportuna y conveniente para la aplicación de este principio que los derechos de ciudadanía? Los miembros actuales de esta sociedad que se llama República Mexicana, primero han sido miembros de la Nación y pertenecido antes a ésta que a los Estados; ¿su ser político depende pues más bien de ésta que de aquéllos? ¿Y cuál es el ser político de un miembro del cuerpo social sino el derecho de ciudadanía? Luego es fuera de duda, que éste lo deben recibir, primero, del cuerpo entero de la sociedad, que de las fracciones erigidas posteriormente en Estados independientes. Luego si los Estados pueden exigir condiciones para que sus respectivos habitantes disfruten en su territorio de la voz activa y pasiva, éstas han de ser, supuestas ya las que los poderes supremos hayan fijado para el ejercicio del derecho de ciudadanía en toda la República, o, lo que es lo mismo, que el derecho de éstos debe presuponer al de aquélla y lejos de contrariarlo, debe subordinarse a él.

Pero se nos podrá decir: todos estos principios serían muy buenos cuando se estableció entre nosotros la federación, para que se hubiesen tomado estas medidas, mas no ahora que se han acordado las contrarias. ¿Y dónde están esos acuerdos contrarios a los principios enunciados? ¿qué artículo de la Constitución prohíbe a los poderes generales fijar las bases del derecho de ciudadanía en toda la República? Desafiamos a cualquiera a que nos lo enseñe bien seguros de que no lo encontrará; todo lo contrario, por el artículo 31 de esta ley fundamental, el Congreso de la Unión puede dictar todas las leyes y decretos que estime conducentes a mantener el orden público en lo interior de la federación; y ¿cuál es más necesaria al efecto, que la que arreglando de un golpe las elecciones va a cortar para siempre todos los motivos de disturbios y asonadas que periódicamente han desgarrado el seno de la República?

En efecto, la época de las elecciones ha sido siempre una calamidad pública para la Nación por el ningún arreglo del importante derecho de ciudadanía; si éste pues llega a conseguirse por una ley general, se habrá ocurrido a todo y dado cumplimiento al artículo citado. Ni se nos diga que en ese mismo artículo se previene que las leyes que a virtud del mismo se dicten, no sean entrometiéndose en la administración interior de los Estados, pues ya hemos probado no se halla en este caso el proyecto que proponemos; puesto que no hay disposición ninguna que designe esta facultad a los Estados y existen muchas que autorizan para ello a los poderes generales.

Sentados estos principios, debemos examinar qué otras condiciones sobre las ya fijadas por las leyes deberán exigirse para el ejercicio del derecho de ciudadanía y sin vacilar aseguramos desde luego que la propiedad; ésta sola suple los defectos de las demás que pudieran exigirse y la falta de ésta no puede ser compensada por ninguna de las otras. Para proceder con acierto y evitar cuestiones inútiles que provienen siempre de palabras indefinidas, debemos fijar lo que entendemos por esta palabra; propiedad a nuestro juicio no es otra cosa que la posesión de los bienes capaces de constituir por sí mismos una subsistencia desahogada e independiente; al que tiene estos medios de subsistir le llamamos propietario y de él decimos que debe ejercer exclusivamente los derechos políticos. Como los medios de subsistir pueden depender del dominio o usufructo de fincas o capitales, lo mismo que de la industria de cada uno, se ve bien claro que no tratamos de fijar exclusivamente en los dueños de tierras el derecho de ciudadanía, sino que antes al contrario, lo extendemos a todas las profesiones, puesto que en todas ellas sus productos pueden ser tales que lleguen a constituir una suerte independiente y una subsistencia cómoda y desahogada.

Desde luego es una presunción muy fundada en favor de la propiedad, que todas las naciones que la han puesto por base del derecho de ciudadanía hayan caminado pacífica y tranquilamente por la senda constitucional, cuando las que no la han exigido no les ha sido posible fijar una marcha regularizada, estable ni duradera. Para conocer la justicia de esta observación, basta volver la vista a todas las naciones de Europa y aun de América, Francia, Inglaterra, Polonia, Suecia, los ducados de Alemania Holanda, la Confederación Suiza y la de los Estados Unidos del norte de nuestro continente, que han hecho esencialmente afecto a la propiedad el derecho de ciudadanía, en lo general han caminado, desde que se dio este importante paso, sin trastornos ni vaivenes y sin grandes ni fuertes sacudimientos, por la senda constitucional, llegando a consolidar el sistema representativo de un modo sólido y duradero; cuando España, Portugal, Nápoles y todas las repúblicas nuevas de América, que adoptando los principios de la Constitución española extendiendo a los no propietarios el ejercicio de los derechos políticos, han caminado sin interrupción de una revolución en otra sin acertar a fijarse en nada, no obstante haber ensayado todas las combinaciones conocidas de los poderes públicos y haber procurado realizar muchas desconocidas, exóticas y sin ejemplo.

Pero entremos ya a examinar la cuestión en sí misma. A la Nación le conviene sobre todo, que los que la gobiernen e influyan en los negocios públicos, sean personas virtuosas, prudentes y de carácter pacífico y que sean excluidos de tan augustas funciones los ligeros, inquietos y revoltosos. ¿Cómo pues se evitará lo segundo y se conseguirá lo primero? Haciendo que sólo los propietarios disfruten de voz activa y pasiva; por el orden común sólo éstos tienen verdaderas virtudes cívicas; la beneficencia, el decoro en las personas y modales y el amor del bien público, son virtudes casi exclusivas de los propietarios. ¿Cómo ha de pensar en socorrer a sus semejantes ni en fomentar la ilustración y piedad pública, aquel a quien apenas basta el día para pensar en el modo de ocurrir a las necesidades más urgentes? ¿Ni qué amor al bien público ni al orden establecido será el de aquel que como el asno de Fedro nada tiene que sufrir porque éste sea perturbado? Seamos francos; la miseria y las escaseces fomentan y son una tentación muy fuerte para todos los vicios antisociales, tales como el robo, la falta de fe en las estipulaciones y promesas y sobre todo la propensión a alterar el orden público.

En los sistemas despóticos que comprimen todas las clases de la sociedad, no son temibles los que se hallan en estado tan infeliz; pero en los representativos, si las ínfimas clases disfrutan de la voz activa, tienen una arma muy poderosa para turbar la tranquilidad pública, en razón de sus escaseces están muy expuestos a consentir en la tentación de vender sus votos por puestos o dinero; pueden ser fácilmente engañados por su ignorancia y seducidos por su ninguna práctica en la táctica de elecciones. Otro riesgo mayor se corre con ellos y es el de que elijan personas ineptas para la administración, cosa por cierta muy factible; a esta clase de hombres es muy fácil hacerlos entrar en celos de los que, por la superioridad de sus luces o talentos, se han hecho notables en el público y acreedores a todas las consideraciones sociales. Una vez que esto haya sucedido, es evidente que las elecciones recaerán en personas de poco mérito, que por su ignorancia dictarán leyes absurdas y perjudiciales al bien público, al mismo tiempo que por su ningún interés en conservar el orden no se detendrán en acordar reformas precipitadas poniendo en peligro y haciendo odioso al sistema por la masa considerable de descontentos, que sus imprudencias han creado. Todo esto es en la suposición de que sus intenciones sean rectas, pues en la contraria, que no dejará de ser frecuente, los resultados serán infinitamente peores.

¿Y podrá temerse esto de los propietarios? Nada menos, el interés y el orden público están íntimamente enlazados con el suyo personal, así es que evitarán todo aquello que pueda turbarlo; lejos de alejar de la administración pública por celos y rivalidades ridículas a las personas capaces de encargarse de ella, se harán una obligación de colocarlas en estos puestos, a fin de que puedan dirigir con tino y acierto los negocios del Estado; como que las contribuciones han de recaer inmediatamente sobre ellos, no perdonarán diligencia para ahorrar gastos, tomar cuenta y sistemar la administración de la hacienda, evitando por precauciones y retrayendo por castigos, el absoluto abandono y las escandalosas dilapidaciones que entre nosotros ha habido; el cargo de representante de la Nación dejará de ser un objeto de especulación y de lucro, pues componiéndose de propietarios la representación nacional, deberán cesar las dietas, con lo que no sólo se ahorrará un ramo muy considerable de gastos, sino que también este cargo perderá el atractivo que tiene para los más, cesando o disminuyendo muy considerablemente los conatos y con ellos las intrigas y violencias que ahora se ponen en juego para obtenerlo; habiendo menos aspirantes a estos puestos cesará también la difamación pública tan contraria a la moral y a la decencia y con la que se procura alejar a los que son o se suponen competidores, consultándose de esta manera a la paz que debe reinar entre las familias y las personas que componen una misma sociedad; últimamente, así los que eligen como aquellos en quienes recaiga la elección, serán personas respetables por su condición y rango social, por una educación esmerada, o regular, que sólo se puede recibir en el seno de la abundancia, o de una suerte desahogada y por el concepto a que se hayan hecho acreedores en el público. Ni se nos diga que de esta manera quedan excluidas de influir en la administración pública personas de mucho mérito, cuando se llama a otras que han dado repetidas pruebas de su mala conducta e ineptitud, unos y otros serán excepciones de la regla general y las leyes se han de establecer no por las excepciones sino por la regla misma; habrá si se quiere propietarios ineptos y perversos, pero nadie se atreverá a decir que esto sea propio de la mayoría de su clase; lo mismo decimos de los proletarios, no faltarán algunos tal vez que tengan la capacidad necesaria para desempeñar los puestos públicos y sufragar para ellos; pero la generalidad siempre carecerá de estas prendas y las leyes no deben atenerse a lo que sucede por un fenómeno o caso raro, sino a lo que, siendo común y frecuente, está en la naturaleza de las cosas.

¿Mas cuál será la cuota de la propiedad que debe exigirse? ¿Ante quién y por qué medios deberá hacerse la prueba? ¿A quién deberá correrle? Estas son otras tantas cuestiones que debemos resolver. Como lo que se debe pretender es que los que influyan en la cosa pública tengan una subsistencia independiente y desahogada, y los medios de constituirse en este estado son comunes a todas las profesiones, ninguna de ellas debe ser excluida de nuestro proyecto, supuesto que como es claro todas pueden rendir los productos necesarios al efecto. Así pues, los dueños o usufructuarios de capitales o fincas, los empleados, los profesores de las artes o ciencias, los que tengan cualquier género de industria permitido por las leyes; si de su ocupación reportan la cuota de utilidades que se estime bastante, pueden y deben disfrutar del derecho de ciudadanía

La cuota debe ser diversa según sea de diversa naturaleza la propiedad que se disfruta; en la propiedad raíz se debe atender al capital, en lo demás a la renta. La razón de esta diferencia está en la naturaleza de las cosas; las fincas tienen un valor más fijo, al mismo tiempo que sus productos son más constantes y menos sujetos a las alteraciones considerables de valor que son tan frecuentes en los de la industria; por otra parte, la propiedad territorial así por la naturaleza de sus trabajos creadores de hábitos pacíficos, como por la dificultad de deshacerse de ella con ventaja, adhiere al dueño a su Patria con más fuerza y tenacidad y excluye la facilidad que tienen los que subsisten de la industria para salir de su país llevando su caudal en una cartera. Por estas consideraciones nos parece que a los propietarios territoriales bastará exigirles una finca del valor de seis mil pesos, atendiendo lo que es tan frecuente entre nosotros, de hacer que en la escritura de venta aparezca el valor mucho menos de lo que es, para el ahorro de la alcabala que debe regularse por el precio; así pues, una finca que suena vendida en seis mil pesos ha de valer por lo menos otro tanto y siendo así es ya bastante para el ejercicio del derecho de ciudadanía.

En cuanto a la renta, comprendiendo bajo este nombre los productos de la industria, profesión o capitales, nos parece que nadie puede tener un verdadero desahogo, y de consiguiente la necesaria independencia, si la que disfruta no llega por lo menos a mil pesos; tiéndase la vista por los habitantes de las grandes poblaciones y dígasenos francamente si se puede vivir en ellas disfrutando de algunas comodidades con menos de mil pesos anuales; nosotros estamos persuadidos que semejante cuota es la más moderada que se puede exigir en el estado actual de las cosas a los habitantes de las grandes poblaciones, en que las necesidades sociales son más que el duplo de las de los habitantes de la campaña; y esta misma razón nos obliga a proponer se exija de éstos una mitad menos de lo que para aquéllos se ha pedido en la propiedad territorial y en la renta.

 

Nada se habría conseguido con exigir la propiedad como condición indispensable para el derecho de ciudadanía, si no se procura alguna prueba que acredite respecto de los que deban ejercer este precioso derecho, hallarse en el caso de la ley; nuestros legisladores han conocido hace algún tiempo la necesidad de que ciertas funciones y cargos recaigan precisamente en propietarios y así lo han exigido para ser jurado y miembro de la Milicia cívica; mas como no se ha reglamentado el modo de hacer constar esta condición, a lo menos de una manera que si no precave del todo aleje mucho los fraudes, no se han reportado todos los buenos resultados que deberían esperarse de tan sabias disposiciones.

A nuestro juicio, no es el Gobierno el que debe tener la obligación de inquirir cuáles son los propietarios, sino éstos los que deben probarlo ante la autoridad que se tenga por conveniente; semejante obligación es muy gravosa respecto de aquél y muy sencilla con relación a éstos, aquél con todos sus esfuerzos siempre la desempeñaría mal, éstos a muy poca costa pueden llenarla cumplidamente. Si al Gobierno o a cualquier funcionario se le invistiese con una autoridad semejante, se le daría un motivo o pretexto para que se ingiriese en el sagrado de las fortunas de los ciudadanos y les causase mil vejaciones, cosa que debe evitarse en toda sociedad, especialmente si se ha adoptado un sistema libre. Estas consideraciones nos persuaden deben imponerse a los particulares la obligación de probar.

Esta prueba debe calificarla el juez de distrito de la federación, recibiéndola los alcaldes de las municipalidades respectivas; la formación de instrumentos que acrediten tal o cual hecho, es un acto por su naturaleza judicial; mas como no hay jueces que puedan desempeñar el de que tratamos por ser casi simultáneo en todos los pueblos de la República y los alcaldes estén en posesión de formarlos, parece muy conforme a razón valerse de ellos para esto, aunque sujetándolos a la calificación del juez de distrito, quien, como funcionario de la federación, debe encargarse de un acto por el cual deben constar los que son sus ciudadanos, formar las listas que resultan de semejantes instrumentos, remitirlas al Gobierno general y al de los Estados y oír en primera instancia las demandas que sobre esto puedan entablarse.

Estas informaciones de prueba y estas listas, deben darse y formarse a lo menos cada dos años en los meses de marzo y abril, pues este período, además de ser el constitucional para la renovación de las Cámaras, es más que bastante para que muchos hayan perdido y otros adquirido de nuevo las condiciones a que está legalmente afecto el derecho de ciudadanía, todo lo cual se conseguirá extendiéndose y calificándose la información en marzo y abril; así habrá tiempo para oír en mayo y junio las demandas que estos instrumentos provoquen y formar, remitir y publicar las listas en julio, para que de esta manera en agosto se halle todo concluido, en términos de que pueda procederse a las elecciones.

En cuanto a los medios de prueba, ellos deben ser los comunes y ordinarios, excluyendo sólo la de testigos; si ésta se admitiera, estamos seguros de que aparecerían propietarios que nada tienen y, de este modo, nada se habría conseguido; las cosas permanecerían en el estado de desorden en que por desgracia se hallan y se trata de precaver. Excluido pues este medio de prueba por su inconducencia, debemos indicar los otros, aunque sea muy ligeramente. Las escrituras de venta y las de imposición de los capitales, con la certificación de hallarse los réditos en corriente y disfrutarlos el interesado, serán bastantes a acreditar la propiedad raíz o el usufructo de los capitales impuestos; la cuota de sueldos podrá hacerse constar por los certificados de las tesorerías, oficinas o personas que verifican los respectivos pagos; todo esto es llano y sencillo y no ofrece dificultad; mas no sucede así con los productos de la industria: los comerciantes podrán acreditarlos con los libros de asiento que deben llevar conforme a la ordenanza de Bilbao; éstos son bastante constancia de sus pérdidas y utilidades; pero, para las otras profesiones, es necesario apelar a los gastos públicos y conocidos que tienen los que pertenecen a ellas, a fin de deducir por sus rentas; sin duda que este medio es algo falible y no deja de estar sujeto a inconvenientes; mas en absoluta falta de otros, es necesario hacer uso de él.

Entre los gastos públicos que puede hacer una persona, ninguno está más a la vista, ni es más seguro, constante y conocido que el de la casa que habita. Según el cálculo más aproximado, el gasto de la casa es sobre poco más o menos la octava parte del total de los de una persona; con multiplicar pues por ocho el valor del arrendamiento, se sabrá con bastante aproximación lo que consume anualmente y de consiguiente lo que gana, y una vez obtenido este resultado, es fácil conocer si los productos de su industria constituyen la renta anual exigida. Un fraude puede caber en esto y es que al tiempo de darse la información se tome para pocos días una casa que sirva para el intento; mas se podrá fácilmente evitar si se previene que la finca deberá haberse ocupado a lo menos por un año, pues sólo de este modo podrá probar la renta anual.

Contra las indicaciones que hemos hecho, sólo se puede proponer una objeción, que tiene más de especiosa que de sólida; a saber, que una ley acordada conforme a los puntos indicados, sería una verdadera adición a la Constitución general, pues exige para ser Diputado o Senador calidades que no están prescritas en ella. A esto se pueden contestar varias cosas: la misma Constitución exige, para el desempeño de semejantes cargos, el ser ciudadano en el ejercicio de sus derechos y no prohíbe a los poderes generales el fijar las condiciones de este derecho por una ley secundaria, como lo es la que ahora promovemos. Además, para que una medida legislativa se estime adición constitucional, no basta que se extiendan y expliquen los puntos que se han fijado en esta ley fundamental; de lo contrario no podría haber leyes secundarias que reglamentaran los principios de la Constitución; lo que se requiere, pues, es que se incluya en el texto de este Código y se le dé el mismo carácter de estabilidad que al resto de sus artículos; esto es lo que caracteriza las adiciones constitucionales; los demás acuerdos que no contrarían su letra, aunque induzcan nuevas obligaciones y fijen nuevos conceptos sobre los cuales no ha recaído resolución y quedaron indecisos, no merecen otro nombre que el de leyes secundarias, que puede acordar el Congreso general en todo tiempo.

Como ciudadanos amantes de la Patria e interesados en sus progresos, presentamos al público, a la consideración de las Cámaras y de los Estados, nuestras reflexiones sobre tan importante materia; ellas son el fruto de muchos años de reflexión y de las lecciones amargas pero saludables de la experiencia; estamos persuadidos de que la opinión y deseos públicos se han explicado ya bastante sobre la necesidad del importante arreglo del derecho de ciudadanía, haciéndolo esencialmente afecto a la propiedad; léanse con atención los periódicos que merecen el nombre de tales, de todos los partidos, y se verá desde el año próximo pasado con mucha anticipación al pronunciamiento de Jalapa, el clamor uniforme para que así se haga y el íntimo convencimiento de no poderse obtener por otros medios el arreglo de las elecciones.

Hemos creído de nuestro deber presentar las dificultades que podrían pulsarse, e indicar el modo de salvarlas; nos lisonjeamos de que nuestras reflexiones, aunque imperfectas, no dejarán de esparcir luces sobre materia tan obscura y llamar la atención del público, que, fijando su discusión sobre ella, perfeccionará y adelantará nuestros trabajos. Para mayor claridad, y presentar bajo un solo golpe de vista todas las ideas expuestas, será muy del caso reducirlas a sencillas proposiciones, que segregadas de las razones en que se apoyan, den lugar al análisis en el siguiente proyecto de ley.

1° La voz activa y pasiva pertenece exclusivamente a los ciudadanos.

2° Ninguno podrá ser ciudadano de los Estados sin serio previamente de la República.

3° Es ciudadano de la República el nacido o naturalizado en ella, mayor de veinticinco años, que tiene una de las condiciones siguientes: Propiedad raíz, cuyo valor no baje de seis mil pesos. Renta corriente que llegue a mil.

Las cuotas que se exigen en el artículo anterior deberán reducirse a la mitad, respecto de los habitantes de la campaña y de las poblaciones que tengan menos de diez mil almas.

4° Bajo el nombre general de renta, se comprenden los frutos de la industria, profesión o capitales.

5° Sólo se entiende que tienen todas o alguna de estas condiciones, los que lo hayan acreditado en los períodos y ante la autoridad que esta ley prescribe.

6° La propiedad raíz se acreditará por la escritura de venta, la mueble por información de testigos, la renta proveniente de capitales, por exhibir las escrituras de reconocimiento y certificación de estar los réditos en corriente, la de los empleos y profesiones por certificaciones de las tesorerías en que son pagados, la de industria por los libros de caja y, en su defecto, por la casa que se ocupa, entendiéndose que sólo podrá probar la cuota de renta que se exige en el artículo 3, si el valor de su arrendamiento pagado por un año fuere la octava parte de dicha cuota.

7° Los jueces del distrito, en el lugar de su residencia, recibirán cada dos años en los meses de abril y mayo, las informaciones que acrediten la ciudadanía de las personas existentes en él.

Los alcaldes de los pueblos que no sean de la residencia del juez, recibirán la prueba y la remitirán al juez para su calificación.

8° En el mes de mayo se publicarán las listas de los que resultaren ciudadanos.

9° Hay acción popular, para reclamar la inclusión en las listas, de los que se hayan omitido, o la exclusión de los puestos indebidamente.

10° Esta acción fenecerá en todo el mes de junio siguiente.

11° Los jueces de distrito remitirán en todo julio listas de los ciudadanos de su territorio al supremo Gobierno y a los gobernadores de los Estados.

12° Ninguno que no esté incluido en estas listas, podrá votar ni ser votado para nada en toda la República, so pena de nulidad.

13° No será obstáculo para que continúen en sus puestos, por el tiempo que las leyes previenen, los que antes de esta ley hayan entrado a funcionar en ellos.

14° Las bases de esta ley se elevarán al rango de constitucionales a su tiempo y en la forma que previene la Constitución.

 

 

 

Tomado de: Mora José María Luis. Obras Sueltas. Segunda edición. México: Editorial Porrúa, 1963.