Enero 14 de 1830
¿Tiene la nación mexicana un derecho incontestable para proveer a su conservación y prosperidad? ¿Ha señalado ella misma el modo con que quiere sean consultados estos dos interesantes objetos? ¿Sus leyes fundamentales son bastantes a cumplirlos? De estas tres cuestiones partirán las comisiones unidas para resolver la muy importante que hoy ocupa la atención de la augusta cámara. Los derechos que corresponden a siete millones de habitantes, son la suma total de los que pertenecen a todos y cada uno considerado en particular. Las comisiones unidas, no solamente desconocen, pero aun creen verdaderamente imposible haya en todas las vastas campiñas del Anáhuac, uno solo, quien honrándose con el título de mexicano no esté dispuesto a arrostrar los más dolorosos sacrificios por conservar las libertades de su país natal y cooperar al engrandecimiento de él. Los mexicanos de 1830 no son diversos de aquellos que en 1821, en desigual y sangrienta lucha, consiguieron romper el ominoso yugo de colonos para elevarse al rango sublime de nación libre e independiente: el mismo fuego patrio que inflamo sus corazones en aquella época gloriosa, inextinguible, arde hoy en su pecho, y nunca el curso dilatado de los tiempos, será bastante para apagarlo. A la faz del mundo se ha proclamado para siempre libre e independiente del gobierno español y de cualquiera otra potencia. Tan solemne y glorioso juramento sería muy fácil fuese desmentido si los pueblos no percibieran utilidades muy grandes y palmarias, rigiéndose por sus propias leyes y creando sus funcionarios. ¡No les basta ser independientes, sino que a más quieren gozar porque lo son! Si la prosperidad y bienestar nacional se ha de considerar como una consecuencia, es tan estrechamente unida con aquel antecedente, que la misma mano que derribase ésta, echara también por tierra a la primera: ¡al compás que crece el número de los que gozan, se aumenta también el de los brazos que defienden! La independencia de las naciones corre muy grave peligro, cuando los jefes supremos encargados de dirigirlas, o reconcentrados dentro de sí mismos, nunca vuelven los ojos hacia los pueblos que les han dado el ser, o desnudos de aquellos conocimientos que tanto deben brillar en sus altas dignidades, ignoran el arte de gobernar. ¿En qué se distingue un gobernante perverso de un ignorante? El primero con estudio se aparte del sendero que lo debe guiar, y el segundo no sabe ni aun por dónde se ha de conducir. Yerra aquel por voluntad, y el segundo por una inevitable necesidad. ¡Triste condición de los pueblos, si estos no pudieran mejorar cuando hubieran tocado extremos tan funestos! El derecho natural de conservación los llevará a buscar en los extraños, auspicios que no hallarán en sí mismos. Los pueblos mexicanos temieron por su conservación, cuando vieron que se formaba de cadáveres la escala por donde se ascendía a la dignidad suprema, y llegaron a desesperar de su dignidad y bienestar, advirtiendo que los primeros pasos dejaban estampada una huella de crímenes y horrores. ¿Pudiera haberse conservado la nación sometida a sufrir repetidas leyes de proscripción? ¿Habría prosperado extinguida la confianza pública, asaltada la propiedad y perseguida la seguridad individual? ¿Tendrá el pueblo mexicano derecho de recobrar estas garantías?
Que la nación ha establecido el modo con que quiere conservarse y prosperar, está probado con el pacto sancionado en 1824. Este es el fin de las constituciones y el grande objeto que los pueblos se proponen, reuniéndose en sociedad y acordando las reglas con que se quiere gobernar. El sistema de gobierno popular federal, consagrado en las páginas de nuestro código fundamental, fue el principio, solamente establecido, en cuyo derredor quiso la nación girasen todas sus autoridades, armándolas de todo el poder necesario para conservar este pacto, base en que debía descansar su conservación y felicidad: ninguna de estas dos condiciones tan esenciales y que caracterizan a un buen gobierno, pudieron escaparse a la penetración del congreso constituyente, cuando resolviendo el punto más interesante, conocía bien iba a decidir sobre la suerte presente y futura de un numeroso pueblo. Las comisiones unidas nunca tendrían la temeridad de acusar de ligereza a la augusta asamblea constituyente, y menos cuando advierten el general contento en que rebosa el numeroso pueblo, viendo restablecerse el orden constitucional que había sido interrumpido muy a su pesar.
La nación, al sancionar su pacto federal, consignó las reglas a que quiso estuvieran irrevocablemente sujetos sus mandatarios; reservándose a sí mismo pronunciar el fallo definitivo, tanto sobre las operaciones de éstos, cuanto sobre la aptitud de aquellas para llenar los grandes fines que se propuso. ¿Con qué autoridad decidió el poder ejecutivo en puntos cuya resolución estaba reservada a todo el pueblo mexicano? ¿Ignoraba por ventura que no era dado a su autoridad designar las condiciones con que debía mandar, sino que respetuoso, debía esperarlas del pueblo que le cometía el poder? La nación, desde aquel momento, reasumió en sí toda la autoridad que había delegado, negándose el poder a cumplir conforme a las reglas dadas, las altas atribuciones que eran propias de su dignidad. La independencia no se podía conservar sin suspender el orden constitucional. ¿Este modo de raciocinar, en concepto de las comisiones, no prueba otra cosa, sino que las naciones para ser independientes, han de prescindir de los derechos del hombre libre, o más bien, que el presidente no podía inventarse modo de juzgar más absurdo? Si los juicios son el resultado de las percepciones y modos de sentir ¿se podrá estimar idóneo para regir a un pueblo libre, quien juzga incompatible la libertad del ciudadano con su independencia? En cualquiera clase de empleo, y aun en los oficios domésticos, por los hechos se juzga de la capacidad de los hombres para desempeñarlos. ¿Qué juicio se formaría de aquel general que siempre fuera vencido? ¿Cuál la de aquel jurisconsulto a cuya dirección se perdieran todas las causas? ¿Qué se diría de aquel juez en cuyo tribunal se vejara continuamente la justicia? ¿Por qué no se admiten a deponer en juicio los beodos insensatos y negados? La ley sabiamente ha previsto, que aun cuando se versen los intereses de un solo hombre, no se deba escuchar el testimonio de aquel que está privado de la aptitud necesaria para combinar la serie de los hechos, y considerarlos bajo su verdadero punto de vista. En aquellos gobiernos, donde es hereditaria la sucesión al mando supremo, las leyes han determinado la edad, antes de la que no puede el heredero encargarse de las riendas del gobierno: ¿en qué fundamento podrán apoyarse estas resoluciones? Suponen sin duda que hasta cierta época de la vida, no se verifica el desarrollo total de las fuerzas indispensables para llevar aquella especie de cargas que son consiguientes en los que gobiernan las naciones. Esta fuerza, sin duda, no es aquella que dimana de la robustez, de la musculatura, sino más bien una fuerza intelectual, y de aquí la distinción de aptitud física y moral, siendo la primera destinada a los ejercicios propios del cuerpo, y la segunda para llenar las funciones que exclusivamente pertenecen al alma. Nuestra constitución misma, a cuya norma primitiva se deben sujetar todas las resoluciones que fueren secundarias, ministra razones en qué fundar sólidamente, que en la edad buscó el desarrollo necesario de la fuerza intelectual para encargarse de la magistratura suprema, argumento que se corrobora mucho más, haciendo notar, que a proporción que se haya de tener mayor injerencia en el desempeño de las obligaciones anexas al supremo funcionario, se requiere una edad más madura, y ésta es sin duda la razón que se tuvo presente para pedir en el senador la edad de treinta años cumplidos al tiempo de su elección, y en el presidente la de treinta y cinco, considerándolo como el foco o el punta céntrico de donde debieran partir las más arduas o difíciles resoluciones.
La misma constitución, en su art. 75, habla de imposibilidad física o moral, o lo que es lo mismo, de un impedimento que afectando inmediatamente el cuerpo, lo priva de las funciones que le son propias, y de otro, que residiendo exclusivamente en el alma, le quita aquella aptitud necesaria para distinguir con exactitud y precisión los ejes, en derredor de los cuales rueda la complicada maquina de bien y mal político. ¿Quién ha dudado nunca ser la ignorancia una enfermedad exclusiva del alma, que le impide verificar tales o cuales actos de que nunca se ha formado idea? ¿Quién ignora que a la falta de percepciones es consiguiente la de juicios, o que éstas se vician por el defecto de aquellas? Sería muy extravagante y absolutamente ajeno del común sentir, si las comisiones supusieran que la fuerza corporal o aptitud física, suponían consigo buena disposición moral. ¿Y cómo pudieran exigirse de un hombre actos que exceden su capacidad? AI niño no se le encomiendan ejercicios propios de un joven; a éste no se le cometen empeños propios de la edad viril, y ésta no se encarga de los oficios de la vejez: el débil no emprende las obras propias del fuerte, ni se encarga el ignorante de los oficios reservados para el sabio. Aquel tiene posibilidad física, éste posee facultad moral. ¿El C. Vicente Guerrero, tiene esta segunda para llenar los deberes del alto empleo que ocupaba? Esta es la cuestión, en cuya resolución se deben aplicar los principios que antes han sentado las comisiones.
Sin hacer mérito ni llamar a la memoria los primeros pasos de su niñez; sin recordar la educación de su juventud, las comisiones sólo lamiaran la atención a los hechos con que ha marcado su administración en el espacio de ocho meses y días que ha regido los destinos nacionales. ¿Son ellos el argumento de una buena administración? ¿Son los que más se conforman con el carácter de nuestras instituciones? Fue preciso no solamente desmentirlas, sino anonadarlas desde los primeros días de su gobierno, y sepultarlas muy poco después en el más completo olvido, no sabiendo conducirse sino libre de las trabas que le imponía la ley: con este acto verificó que no era para gobernar conforme a las reglas establecidas. ¿Qué especie de imposibilidad es ésta? ¿Reside en las leyes constitucionales, o más bien en el poder que ha de velar sobre su cumplimiento? Si la imposibilidad es de aquellas, se deben derogar, y si afecta al segundo, se debe remover. La nación ha dictado sus leyes conforme a las que quiere sea consultada su conservación y prosperidad: ella las ha juzgado a propósito, y quiere que sus mandatarios las cumplan y observen: la inobservancia arguye malicia en unos, falta de aptitud en otros. ¿En qué extremo se puede colocar al Sr. Guerrero a vista de un ejército desorganizado, de un erario exhausto, de un vilipendio tan acabado en todo el orden constitucional? Las comisiones no quieren refutar a aquel general como a un obstinado delincuente, sino más bien como a un hombre que echó sobre sí una carga que superaba mucho a sus fuerzas naturales. Consiguientes con estos principios proponen al juicio de la cámara el siguiente artículo:
"EI ciudadano general Vicente Guerrero tiene imposibilidad moral para gobernar la república.
"México, enero 14 de 1830.-Francisco Coronel.-Tomas Vargas.-Isidro Huarte.-Antonio Pacheco Leal."
Fuente: José María Bocanegra. Memorias para la Historia de México Independiente, 1822-1846. Torno II. México, 1892. pp. 228 a 232.
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