[Ca., entre abril y junio de 1829]
Empezaremos este bosquejo por la República Argentina, no porque se halle a la vanguardia de nuestra revolución, como lo han querido suponer con sobra de vanidad sus mismos ciudadanos; sino porque es la que está más al sur, y al propio tiempo presenta las vistas más notables en todo género de revolución anárquica.
El 15 de mayo de 1810, dio principio a su carrera política la ciudad de Buenos Aires. Su ejemplo no cundió en el resto de las provincias; siendo por lo mismo necesario emplear la fuerza para obligar a seguir la causa de la rebelión. Las tropas de Buenos Aires, en su marcha, dan el primer paso de severidad y desconocimiento fusilando al virrey Liniers, que antes había librado aquel país de las tropas inglesas. Al propio tiempo se empezó a perseguir a los pastores de la Iglesia en la persona de un obispo, que no tenía más culpa que la de ser fiel a sus juramentos.
Continuando sus operaciones las tropas que mandaba el representante del pueblo, Castelli, llegan hasta el Desaguadero en el término de seis meses. Tan venturosos preludios anunciaban la suerte más próspera a la República Argentina. Mas, fuese la inexperiencia de aquel jefe revolucionario; o bien, la ignorancia absoluta de conocimientos militares y políticos por parte del pueblo y ejército, lo cierto es que muy pronto el filósofo expedicionario fue destruido con todas sus tropas en las cercanías del Desaguadero, y perseguidas sus reliquias hasta Córdoba. Desde aquella época, sus desastres se han sucedido gradualmente y sin interrupción.
Sólo un hombre ha tenido el Río de la Plata capaz de servir a su patria con virtudes y talentos. El señor Saavedra se mostró, desde luego, digno de presidir los destinos de aquella República; pero muy pronto la muerte robó a su país la única esperanza que le quedaba. No más orden, no más concierto hubo desde aquel día en los negocios argentinos. El gobierno federal se puso en posesión de la tierra, que debiera ser su víctima. Todas las provincias recobraron la soberanía local que Dios ha dado a cada hombre para sí, mas renunciada tácitamente en la sociedad, que se encarga, desde luego, de salvar a sus individuos. Nada es tan peligroso como la incoherencia del derecho natural con el sistema político. Cada provincia se rige por sí misma: ninguna expedición militar dejó de sucumbir con humillación. Los pueblos se armaban recíprocamente para combatirse como enemigos: la sangre, la muerte y todos los crímenes eran el patrimonio que les daba la federación combinada con los apetitos desenfrenados de un pueblo que ha roto sus cadenas y desconoce las nociones del deber y del derecho, y que no puede dejar de ser esclavo sino para hacerse tirano.
Se turban todas las elecciones con tumultos o con intrigas. Muchas veces los soldados armados vienen a votar en formación, como no se hiciera ni en la primitiva Roma, ni en la isla de Haití. Todo lo decide la fuerza, el partido o el cohecho; ¿con qué miras?: para mandar un instante, entre las alarmas, los combates y los sacrificios. Casi todos los magistrados son remplazados por vencedores ensangrentados; llegando los primeros a sufrir tan desgraciada suerte, que eran desterrados o proscriptos, y aun asesinados. Raras eran las elecciones en que no interviniesen inconcinos espantosos; y todavía más raros los magistrados que dejaban su puesto en el periodo señalado por la ley, y que fueran sucedidos por los electos constitucionalmente.
Apenas nos acordamos del señor Rodríguez, gobernador de Buenos Aires, que precedió al señor Rivadavia. Y, ¿cómo entró el primero en su mando? A fuerza de armas, de saqueos, de muertes. Rivadavia no pudo mantenerse en el puesto la mitad del periodo legal: renunció, casi forzado por el descrédito de su administración y por el partido que se le oponía. No obstante esto, sus intrigas no han dejado respirar al señor Dorrego, que ocupó su puesto después que el señor López fue presidente pocos meses.
Llamado Dorrego a la dirección general de la República por el clamor de todas las provincias, y de Buenos Aires mismo, mantuvo la guerra con el emperador del Brasil con tesón y con lustre. Cuando recibió el mando, la causa pública se hallaba desesperanzada, careciendo el gobierno de recursos, de hombres y de fuerzas militares. Por estos inconvenientes fue que Rivadavia renunció a su puesto; y no contento con cometer este acto de debilidad, suscita nuevas disputas cuando llega el momento de la paz con el Brasil: entonces se anima a llamar al general Lavalle, hombre atrevido y sin moral, digno soldado de Catilina. Su carrera ha sido por los grados que conducen un delincuente al patíbulo.
Cuando soldado, fue insubordinado; luego, oficial revoltoso; después, jefe asesino y saqueador, como lo lamenta Ica; últimamente, rebelde parricida del jefe de su patria. Él ha usurpado la autoridad suprema, con la esperanza, sin duda, de recibir la legitimidad por el crimen legal de los viles diputados del pueblo, que consagrarán, como en México, la abominable conducta de hombre tan depravado.
Seamos justos, sin embargo, con respecto al Río de la Plata. Lo que acabamos de referir no es peculiar de este país: su historia es la de la América española. Ya veremos los mismos principios, los mismos medios, las mismas consecuencias en todas las Repúblicas, no difiriendo un país de otro sino en accidentes modificados por las circunstancias, las cosas y los lugares.
Observaremos en toda la generalidad de la América un solo giro en los negocios públicos; épocas iguales según los tiempos y las circunstancias, correspondientes a otras épocas y circunstancias de los nuevos Estados.
En ninguna parte las elecciones son legales: en ninguna se sucede el mando por los electos según la ley. Si Buenos Aires aborta un Lavalle, el resto de la América se encuentra plagado de Lavalles. Si Dorrego es asesinado, asesinatos se perpetran en México, Bolivia y Colombia: el 25 de septiembre está muy reciente para olvidarlo. Si Pueyrredón se roba el Tesoro Público, no falta en Colombia quien haga otro tanto. Si Córdoba y Paraguay son oprimidos por hipócritas sanguinarios, el Perú nos ofrece al general La Mar cubierto con una piel de asno, mostrando la lengua sedienta de sangre americana y las uñas de un tigre. Si los movimientos anárquicos se perpetran en todas las provincias argentinas, Chile y Guatemala nos escandalizan de tal manera que apenas nos dejan esperanzas de calma. Allá Sarratea, Rodríguez, Alvear, fuerzan su país a recibir bandidos en la capital con el nombre de libertadores; en Chile, los Carreras y sus secuaces cometen actos semejantes en todo. Freire, director, destruye su propio gobierno y constituye la anarquía por incapacidad para mandar; y por lograrlo, comete con el Congreso violencias extremas. Urriola impone la ley al Cuerpo Legislativo, habiendo antes derrotado las tropas del gobierno, y al director mismo que las conduce con decoro. ¿Y cuál es el atentado de que es inocente Guatemala? Se despojan las autoridades legítimas; se rebelan las provincias contra la capital; se hacen la guerra hermanos con hermanos (por lo mismo que los españoles les habían ahorrado este azote), y la guerra se hace a muerte; las aldeas se baten contra las aldeas; las ciudades contra las ciudades, reconociendo cada una su gobierno y cada calle su nación. ¡Todo es sangre, todo espanto en Centroamérica!
Aunque es cierto que en Buenos Aires los magistrados suelen no durar tres días, también lo es que Bolivia acaba de seguir este detestable ejemplo. Se había separado apenas el ilustre Sucre de este desgraciado país, cuando el pérfido Blanco toma por intriga el mando, que pertenecía de derecho al general Santa Cruz; sin permanecer en él cinco días, es preso y muerto por una facción, y a ésta sucede un jefe legítimo, y a Velazco sucede nuevamente Santa Cruz, teniendo así la infeliz Bolivia cuatro jefes distintos en menos de dos semanas. ¡El Bajo Imperio sólo presentaría tan monstruosos acontecimientos para oprobio de la humanidad!
Notamos con sorpresa la subdivisión casi infinita del territorio argentino, cuyo estado nos parece, hasta cierto punto, igual al de los antiguos barones, viniendo a ser en el orden de la libertad esta federación, lo que en la Monarquía el sistema feudal. Aquellos imponían pechos, construían castillos, gobernaban a su modo, para desconocer al soberano y aun combatirlo. Buenos Aires, Chile y Guatemala imitan y superan las prácticas y las doctrinas de los antiguos señores; viéndose, de este modo, encontrarse los extremos por los mismos motivos de ambición individual.
Mas, lo que acaba de pasar en México nos parece muy superior a todo lo que, con dolor, hemos indicado del Río de la Plata y del resto de la América. Ceda, pues, Buenos Aires a la opulenta México ahora ciudad leperada. Sí; los horrores más criminales inundan aquel hermoso país: nuevos sanculotes, o más bien descamisados, ocupan el puesto de la magistratura y poseen todo lo que existe. El derecho casual de la usurpación y del pillaje se ha entronizado en la capital como rey, y en las provincias de la federación. Un bárbaro de las costas del sur, vil aborto de una india salvaje y de un feroz africano, sube al puesto supremo por sobre dos mil cadáveres y a costa de 20 millones arrancados a la propiedad. No exceptúa nada este nuevo Dessalines: lo viola todo; priva al pueblo de su libertad, al ciudadano de lo suyo, al inocente de la vida, a las mujeres del honor. Cuantas maldades se cometen, son por su orden, o por su causa. No pudiendo ascender a la magistratura por la senda de las leyes y de los sufragios públicos, se asocia al general Santana, el más protervo de los mortales. Primero, destruyen el Imperio y hacen morir al emperador, como que ellos no podían abordar al trono; después establecen la federación de acuerdo con otros demagogos, tan inmorales como ellos mismos, para apoderarse de las provincias y aun de la capital. Entran en la sociedad de los masones con la mira de juntar prosélitos: éstos aterran al general Bravo, rival digno de competir con hombres de bien; y como su virtud les perjudicaba, le expulsan de su país con centenares de oficiales beneméritos, por desavenencias que suscitaron para destruirle.
Se niegan los sufragios generales a un soldado feroz que, semejante a Pizarro, no conoce las letras. La inmensa mayoría del pueblo vota, ya que Bravo está ausente, por el general Pedraza, conforme la constitución y a las esperanzas de todos. El ambicioso guerrero no se detiene por crímenes: de acuerdo con Victoria, presidente que rebaja el mando, ensangrienta la capital, y arrojando toda la canalla sobre el pueblo propietario, inundan la más hermosa ciudad de América de todo lo que hay de más soez sobre la tierra. Los asquerosos léperos, acaudillados por generales de su calaña, Guerrero, Lobato y Santana, se apoderan de todo, y semejantes a los soldados de Atila en Roma, despedazan y aniquilan su libertad, su gobierno y su opulencia. ¡Qué hombres, o qué demonios son éstos! De un cabo a otro, el Nuevo Mundo parece un abismo de abominación; y si faltara algo para completar este espantoso caos, el Perú, con demasía, sería bastante para llenarlo. Cómplice de sus tiranos durante la guerra de la independencia, sin conseguir todavía bien la libertad, el Perú se anticipa a rasgar su propio seno en los primeros días de su existencia. El bizarro general San Martín, a la cabeza de los chilenos y de los argentinos, expulsa a los españoles desde Trujillo hasta Ica. Para Lima, no había más Perú que libertad, y al punto se empeñan algunos en deshacerse de San Martín, cuyos servicios necesitaban con mayor urgencia. Este acto de ingratitud rompe la carrera política del Perú y sigue al galope hasta Girón, donde viene a consumarse la obra más execrable... continuemos.
Luna Pizarro (digno de ambos nombres) odiando a Riva-Agüero y a Torre Tagle, se conjura con ellos para expulsar a San Martín. Logrado esto, no pretende el triunvirato dividirse entre sí el Imperio de los incas, sino poseerlo cada uno, todo entero, pero sin combatir, ni contraer mérito para obtenerlo. Luna Pizarro opone La Mar a los otros: triunfa con facilidad de dos rivales menos perversos que él pero más desacreditados y más inmorales. Conducido La Mar por su pedagogo, pierde por medio de Alvarado el ejército de San Martín en Torata y Moquegua, para abrir las puertas del país a los españoles. Entonces el general Santa Cruz, de acuerdo con Riva-Agüero, depone al traidor La Mar obligándole a salir del Perú como tránsfuga. Estos nuevos jefes piden a Colombia los auxiliares, que La Mar había devuelto maliciosamente a su patria, para que no le impidiesen su traición. Van los colombianos de nuevo al Perú, a libertar al país de sus enemigos. El presidente Riva-Agüero, depuesto y proscripto por el Congreso, ofrece a los españoles venderles la patria. El Congreso nombra a Torre Tagle presidente; y, ¿quién lo creyera?, también llama a los españoles y pone en su poder a Lima y el Callao: y he aquí el triunvirato más traidor que se conoce en la historia. Nunca, nunca ciertamente, se habrán visto tres jefes sucesivos de una misma nación entregarla todos tres a los más crueles enemigos de su independencia y existencia política.
Vuelve el Libertador a Colombia, dejando el Perú descaudalado: por esto le sigue muy de cerca la noticia de la insurrección de los auxiliares de Lima; y, ¿qué hace el gobierno del Perú en estas circunstancias?, se decide, sin vacilar, a mandar estos traidores a su país, para que le roben una gran parte de su territorio, y se lo vendan por una suma que le ofrece al infame Bustamante. El general La Mar, súbdito del Perú, ayuda poderosamente este movimiento revolucionario, de modo que bien pronto se apodera de Guayaquil y se hace nombrar de sus amigos y parientes, jefe de aquel departamento.
Por esta inaudita perfidia le nombra el Congreso del Perú, o Luna Pizarro, presidente de la República. No pierde tiempo este indigno colombiano, y poniendo en acción toda su actividad, invade a Bolivia en plena paz y comete actos atroces de política para hacerle después con mayores fuerzas la guerra a su patria. La declara al fin, desuela el suelo donde nació, manda pillar la ciudad en que vio la luz primera, y extiende el dominio de las hostilidades hasta donde no lo llevan los mismos bárbaros. Pero no arruina menos al Perú con sus atentados.
Tan cobarde como parricida, huye de Guayaquil como un atolondrado que no sabe lo que hace; huye de un niño que mandaba un puñado de soldados; huye en Saraguro de 20 hombres de Yaguachi, con toda la reserva de su ejército; huye en Portete de este mismo batallón y más aun de su comandante Alzuru. Llega a Girón, se ve perdido, firma un tratado, que viola al punto que salva su vida de la venganza de Colombia, y nos hace de nuevo guerra mortal, para corresponder a nuestra generosidad magnánima.
No hay buena fe en América, ni entre las naciones. Los tratados son papeles; las constituciones libros; las elecciones combates; la libertad anarquía, y la vida un tormento.
Ésta es, americanos, nuestra deplorable situación. Si no la variamos, mejor es la muerte: todo es mejor que una relucha indefinible, cuya indignidad parece acrecer por la violencia del movimiento y la prolongación del tiempo. No lo dudemos: el mal se multiplica por momentos, amenazándonos con una completa destrucción. Los tumultos populares, los alzamientos de la fuerza armada, nos obligarán al fin a detestar los mismos principios constitutivos de la vida política. Hemos perdido las garantías individuales, cuando por obtenerlas perfectas habíamos sacrificado nuestra sangre y lo más precioso de lo que poseíamos antes de la guerra; y si volvemos la vista a aquel tiempo, ¿quién negará que eran más respetados nuestros derechos? Nunca tan desgraciados como lo somos al presente. Gozábamos entonces de bienes positivos, de bienes sensibles: entretanto que en el día la ilusión se alimenta de quimeras; la esperanza, de lo futuro; atormentándose siempre el desengaño con realidades acerbas.
Bástennos, pues, 20 años hostiles, dolorosos, mortales. Ansiamos por un gobierno estable, consecuente con nuestra situación actual, análogo a la índole del pueblo y sobre todo que nos aleje de esta feroz hidra de la discordante anarquía, monstruo sanguinario que se nutre de la sustancia más exquisita de la República, y cuya inconcebible condición reduce a los hombres a tal estado de frenesí, que a todos inspira amor desenfrenado del mando absoluto y al mismo tiempo odio implacable a la obediencia legal.
El retrato de esta quimera es el de la revolución que hemos pasado ya, aunque nos aguarda todavía, si todos no alentamos con vigor enérgico el cuerpo social que está para abismarse. La patria nos espera el día del Congreso, para imponernos el deber de salvarla, y dirá:
¡Colombianos! Mucho habéis sufrido, y mucho sacrificado sin provecho, por no haber acertado en el camino de la salud. Os enamorasteis de la libertad, deslumbrados por sus poderosos atractivos; pero como la libertad es tan peligrosa como la hermosura en las mujeres, a quienes todos seducen y pretenden, por amor, o vanidad, no la habéis conservado inocente y pura como ella descendió del cielo. El poder, enemigo nato de nuestros derechos, ha excitado las ambiciones particulares de todas las clases del Estado. El segundo Magistrado de la República ha asesinado al primero; la 3a. División ha invadido al sur; Pasto se ha rebelado contra la República; el Perú ha desolado el territorio de sus bienhechores, y casi no hay provincia que no haya abusado de la fuerza o de sus derechos. Todo ha sido en este periodo malhadado, sangre, confusión y ruina; sin que os quede otro recurso que reunir todas vuestras fuerzas morales para constituir un gobierno que sea bastante fuerte para oprimir la ambición y proteger la libertad. De otro modo seréis la burla del mundo y vuestra propia víctima.
¡Oigan! ¡Oigan! El grito de la patria los magistrados y los ciudadanos, las provincias y los ejércitos para que, formando todos un cuerpo impenetrable a la violencia de los partidos, rodeemos a la representación nacional con la virtud, la fuerza y las luces de Colombia.
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