José María Luis Mora, 13 de Junio de 1827
Época extraordinariamente feliz en que es lícito pensar como se quiera, y decir lo que se piensa. Tácito, Hist. Lib. 1.
Si en los tiempos de Tácito era una felicidad rara la facultad de pensar como se quería y hablar como se pensaba, en los nuestros sería una desgracia suma, y un indicio poco favorable a nuestra nación e instituciones, si se tratase de poner límites a la libertad de pensar, hablar y escribir. Aquel escritor y sus conciudadanos se hallaban al fin bajo el régimen de un señor, cuando nosotros estamos bajo la dirección de un gobierno, que debe su existencia a semejante libertad, que no podrá conservarse sino por ella, y cuyas leyes e instituciones la han dado todo el ensanche y latitud de que es susceptible, no perdonando medio para garantir al ciudadano este precioso e inestimable derecho.Tanto cuanto hemos procurado persuadir antes la importancia y necesidad de la escrupulosa, fiel y puntual observancia de las leyes, nos esforzaremos ahora para zanjar la libertad entera y absoluta en las opiniones; así como aquéllas deben cumplirse hasta sus últimos ápices, éstas deben estar libres de toda censura que preceda o siga a su publicación, pues no se puede exigir con justicia que las leyes sean fielmente observadas, si la libertad de manifestar sus inconvenientes no se halla perfecta y totalmente garantida.
No es posible poner límites a la facultad de pensar; no es asequible, justo ni conveniente impedir se exprese de palabra o por escrito lo que se piensa.
Precisamente porque los actos del entendimiento son necesarios en el orden metafísico, deben ser libres de toda violencia y coacción en el orden político. El entendimiento humano es una potencia tan necesaria como la vista, no tiene realmente facultad para determinarse por esta o por la otra doctrina, para dejar de deducir consecuencias legítimas o erradas, ni para adoptar principios ciertos o falsos. Podrá enhorabuena aplicarse a examinar los objetos con detención y madurez, o con ligereza y descuido; a profundizar las cuestiones más o menos, y a considerarlas en todos o solamente bajo alguno de sus aspectos; pero el resultado de todos estos preliminares siempre será un acto tan necesario, como lo es el de ver clara y confusamente, o con más o menos perfección, el objeto que tenemos a distancia proporcionada. En efecto, el análisis de la palabra conocer, y el de la idea compleja que designa, no puede menos de darnos este resultado.
El conocimiento en el alma es lo que la vista en el cuerpo, y así como cada individuo de la especie humana tiene, según la diversa construcción de sus órganos visuales, un modo necesario de ver las cosas, y lo hace sin elección; de la misma manera, según la diversidad de sus facultades intelectuales lo tiene de conocerlas. Es verdad que ambas potencias son susceptibles de perfección y de aumento; es verdad que se pueden corregir o precaver sus extravíos, ensanchar la esfera dentro de que obran y dar más actividad o intención a los actos que les son propios; no es uno, sino muchos e infinitamente variados los medios de conseguirlo. Uno, muchos o todos se podrán poner en acción, darán a su vez resultados perfectos, medianos, y acaso ningunos, pero siempre será cierto que la elección no ha tenido parte alguna en ellos, ni debe contarse en el orden de los medios de obtenerlos.
Los hombres serían muy felices, o a lo menos no tan desgraciados, si los actos de su entendimiento fuesen parte de una elección libre; entonces los recuerdos amargos y dolorosos de lo pasado no vendrían a renovar males que dejaron de existir, y no salen de la nada sino para atormentarnos; entonces la previsión de lo futuro no nos anticiparía mil pesares, presentándonos antes de tiempo personas, hechos y circunstancias que, o no llegarán a existir, o si así fuere, dan anticipadamente una extensión indefinida a nuestros padecimientos; entonces, finalmente, no pensaríamos ni profundizaríamos por medio de la reflexión, las causas y circunstancias del mal presente, ni agravaríamos con ella su peso intolerable. No hay ciertamente un solo hombre que no desee alejar de sí todo aquello que pueda causarle disgusto y hacerlo desgraciado; y al mismo tiempo no hay, ha habido ni habrá alguno que no haya padecido mucho por semejantes consideraciones. ¿Y esto qué prueba? Que no le es posible poner límites a sus pensamientos, que necesaria e irresistiblemente es conducido al conocimiento de los objetos, bien o mal, perfecta o defectuosamente aprendidos; que la elección propia o ajena no tiene parte ninguna en los actos de las facultades mentales, y que de consiguiente el entendimiento no es libre considerado en el orden metafísico.
¿Cómo, pues, imponer preceptos a una facultad que no es susceptible de ellos? ¿Cómo intentar se cause un cambio en lo más independiente del hombre, valiéndose de la violencia y la coacción? ¿Cómo. finalmente, colocar en la clase de los crímenes y asignar penas a un acto que por su esencia es incapaz de bondad y de malicia? El hombre podrá no conformar sus acciones y discursos con sus opiniones; podrá desmentir sus pensamientos con su conducta o lenguaje, pero le será imposible prescindir ni deshacerse de ellos por la violencia exterior. Este medio es desproporcionado y al mismo tiempo tiránico e ilegal.
Siempre que se pretenda conseguir un fin, sea de la clase que fuere, la prudencia y la razón natural dictan, que los medios de que se hace uso para obtenerlo le sean naturalmente proporcionados; de lo contrario. se frustrará el designio pudiendo más la naturaleza de las cosas que el capricho del agente. Tal sería la insensatez del que pretendiese atacar las armas de fuego con agua, e impedir el paso de un foso llenándolo de metralla. Cuando se trata, pues, de cambiar nuestras ideas y pensamientos, o de inspirarnos otras nuevas, y para esto se hace uso de preceptos, prohibiciones y penas, el efecto natural es que los que sufren semejante violencia, se adhieran más tenazmente a su opinión y nieguen a su opresor la satisfacción que pudiera caberle en la victoria. La persecución hace tomar un carácter funesto a las opiniones sin conseguir extinguirlas, porque esto no es posible. El entendimiento humano es tan noble en sí mismo, como miserable por la facilidad con que es ofuscado por toda clase de pasiones. Los primeros principios innegables para todos, son pocos en número, pero las consecuencias que de ellos se derivan, son tan diversas como multiplicadas, porque es infinitamente variado el modo con que se aprenden sus relaciones. Los hábitos y costumbres que nos ha inspirado la educación, el género de vida que hemos adoptado, los objetos que nos rodean, y sobre todo las personas con que tratamos, contribuyen, sin que ni aun podamos percibirlo, a la formación de nuestros juicios, modificando de mil modos la percepción de los objetos, y haciendo aparezcan revestidos tal vez de mil formas, menos de la natural y genuina. Así vemos que para éste es evidente y sencillo lo que para otro es oscuro y complicado; que no todos los hombres pueden adquirir o dedicarse a la misma clase de conocimientos, ni sobresalir en ellos; que unos son aptos para las ciencias, otros para la erudición, muchos para las humanidades, y algunos para nada; que una misma persona, con la edad varía de opinión, hasta tener por absurdo lo que antes reputaba demostrado; y que nadie mientras vive es firme e invariable en sus opiniones, ni en el concepto que ha formado de las cosas. Como la facultad intelectual del hombre no tiene una medida precisa y exacta del vigor con que desempeña sus operaciones, tampoco la hay de la cantidad de luz que necesita para ejercerlas. Pretender, pues, que los demás se convenzan por el juicio de otro, aun cuando éste sea el de la autoridad, es empeñarse, dice el célebre Spedalieri, en que vean y oigan por ojos y oídos ajenos; es obligarlos a que se dejen llevar a ciegas y sin más razón que la fuerza a que no pueden resistir; es, para decirlo en pocas palabras, secar todas las fuentes de la ilustración pública y destruir anticipada y radicalmente las mejores que pudieran hacerse en lo sucesivo.
En efecto; ¿qué sería de nosotros y de todo el género humano, si se hubieran cumplido los votos de los que han querido atar el entendimiento y poner límites a la libertad de pensar? ¿Cuáles habrían sido los adelantos de las artes y ciencias, las mejoras de los gobiernos, y de la condición de los hombres en el estado social? ¿Cuál sería en particular la suerte de nuestra nación? Merced, no a los esfuerzos de los genios extraordinarios que en todo tiempo han sabido sacudir las cadenas que se han querido imponer al pensamiento, las sociedades, aunque sin haber llegado al último grado de perfección, han tenido adelantos considerables. Los gobiernos, sin exceptuar sino muy pocos entre los que se llaman libres, siempre han estado alerta contra todo lo que es disminuir sus facultades y hacer patentes sus excesos. De aquí es que no pierden medio para encadenar el pensamiento, erigiendo en crímenes las opiniones que no acomodan, y llamando delincuentes a los que las profesan. ¿Mas han tenido derecho para tanto? ¿Han procedido con legalidad cuando se han valido de estos medios? O más bien ¿han atropellado los derechos sagrados del hombre arrogándose facultades que nadie les quiso dar ni ellos pudieron recibir? Este es el punto que vamos a examinar.
Los gobiernos han sido establecidos precisamente para conservar el orden público, asegurando a cada uno de los particulares el ejercicio de sus derechos y la posesión de sus bienes, en el modo y forma que les ha sido prescrito por las leyes, y no de otra manera. Sus facultades están necesariamente determinadas en los pactos o convenios que llamamos cartas constitucionales, y son el resultado de la voluntad nacional. Los que las formaron y sus comitentes no pudieron consignar en ellas disposiciones, que por la naturaleza de las cosas estaban fuera de sus poderes, tales como la condenación de un inocente, el erigir en crímenes acciones verdaderamente laudables como el amor paternal; ni mucho menos sujetar a las leyes acciones por su naturaleza incapaces de moralidad, como la circulación de la sangre, el movimiento de los pulmones, etcétera. De aquí es que para que una providencia legislativa, ejecutiva o judicial sea justa, legal y equitativa, no basta que sea dictada por la autoridad competente, sino que es también necesario que ella sea posible en sí misma, e indispensable para conservar el orden público. Veamos, pues, si son de esta clase las que se han dictado o pretendan dictarse contra la libertad del pensamiento.
Que las opiniones no sean libres y de consiguiente incapaces de moralidad, lo hemos demostrado hasta aquí; réstanos sólo hacer ver que jamás pueden trastornar el orden público, y mucho menos en el sistema representativo, En efecto, el orden público se mantiene por la puntual y fiel observancia de las leyes, y ésta es muy compatible con la libertad total y absoluta de las opiniones. No hay cosa más frecuente que ver hombres a quienes desagradan las leyes y cuyas ideas les son contrarias; pero que al mismo tiempo no sólo las observan religiosamente, sino que están íntimamente convencidos de la necesidad de hacerlo. Decir "esta ley es mala", "tiene estos y los otros inconvenientes", no es decir, "no se obedezca ni se cumpla"; la primera es una opinión, la segunda es una acción; aquélla es independiente de todo poder humano, ésta debe sujetarse a la autoridad competente. Los hombres tienen derecho para hacer leyes, o lo que es lo mismo, para mandar que se obre de este o del otro modo; pero no para erigir las doctrinas en dogmas, ni obligar a los demás a su creencia. Este absurdo derecho supondría o la necesidad de un símbolo o cuerpo de doctrina comprensivo de todas las verdades, o la existencia de una autoridad infalible a cuyas decisiones debería estarse. Nada hay, sin embargo, más ajeno de fundamento que semejantes suposiciones.
Mas ¿cómo podría haberse formado el primero, ni quién sería tan presuntuoso y audaz que se atreviese a arrogarse lo segundo? "Un cuerpo de doctrina", dice el célebre Daunou, "supone que el entendimiento humano ha hecho todos los progresos posibles, le prohibe todos los que le restan, traza un círculo alrededor de todos los conocimientos adquiridos, encierra inevitablemente muchos errores, se opone al desarrollo de las ciencias, de las artes y de todo género de industria". Ni ¿quién sería capaz de haberlo formado? Aun cuando para tan inasequible proyecto se hubiesen reunido los hombres más célebres del universo, nada se habría conseguido; regístrense si no sus escritos, y se hallarán llenos de errores a vuelta de algunas verdades con que han contribuido a la ilustración pública. La mejora diaria y progresiva que se advierte en todas las obras humanas, es una prueba demostrativa de que la perfectibilidad de sus potencias no tiene término, y de lo mucho que se habría perdido en detener su marcha, si esto hubiera sido posible.
Estamos persuadidos que ninguno de los gobiernos actuales hará alarde de su incapacidad de errar. Ellos y los pueblos confiados a su dirección están demasiado ilustrados para que puedan pretenderse y acordarse semejantes prerrogativas. Mas si los gobiernos están compuestos de hombres tan falibles como los otros, ¿por qué principio de justicia, o con qué título legal se adelantan a prescribir o prohibir doctrinas? ¿Cómo se atreven a señalarnos las opiniones que debemos seguir, y las que no nos es permitido profesar? ¿No es este un acto de agresión de efecto inasequible, y que nada puede justificarlo? Sin duda. Él, sin embargo, es común, y así siempre sirve de pretexto para clasificar los ciudadanos y perseguirlos en seguida. Se les hace cargo de las opiniones que tienen o se les suponen; y éstas se convierten en un motivo de odio y detestación. De este modo se perpetúan las facciones, puesto que el dogma triunfante algún día llega a ser derrocado y entonces pasa a ser crimen el profesarlo. Así es como se desmoralizan las naciones y se establece un comercio forzado de mentiras que obliga a los débiles a disimular su conceptos, y a los que tienen alma fuerte los hace el blanco de los tiros de la persecución.
Pues qué, ¿será lícito manifestar todas las opiniones? ¿No tiene la autoridad derecho para prohibir la enunciación de algunas? ¿Muchas de ellas que necesariamente deben ser erradas no serán perjudiciales? Sí, lo decimos resueltamente, las opiniones sobre doctrinas deben ser del todo libres. Nadie duda que el medio más seguro, o por mejor decir el único, para llegar al conocimiento de la verdad, es el examen que produce una discusión libre; entonces se tienen presentes no sólo las propias reflexiones sino también las ajenas, y mil veces ha sucedido que del reparo y tal vez del error u observación impertinente de alguno, ha pendido la suerte de una nación. No hay entendimiento por vasto y universal que se suponga, que pueda abrazarlo todo ni agotar materia alguna; de aquí es que todos y en todas materias, especialmente las que versan sobre gobierno, necesitan del auxilio de los demás, que no obtendrán ciertamente, si no se asegura la libertad de hablar y escribir, poniendo las opiniones y sus autores a cubierto de toda agresión que pueda intentarse contra ellos por los que no las profesan. El gobierno, pues, no debe proscribir ni dispensar protección a ninguna doctrina; esto es ajeno de su instituto, él solamente está puesto para observar y hacer que sus súbditos observen las leyes.
Es verdad que entre las opiniones hay y debe haber muchas erróneas, lo es igualmente que todo error en cualquiera línea y bajo cualquier aspecto que se le considere es perniciosísimo; pero no lo es menos que las prohibiciones no son medios de remediarlo; la libre circulación de ideas y el contraste que resulta de la oposición, es lo único que puede rectificar las opiniones. Si a alguna autoridad se concediese la facultad de reglamentarlas, ésta abusaría bien pronto de semejante poder; ¿Y a quién se encargaría el prohibirnos el error? ¿Al que está exento de él? Mas los gobiernos no se hallan en esta categoría. Muy al contrario, cuando se buscan las causas que más lo han propagado y contribuido a perpetuarlo, se encuentran siempre en las instituciones prohibitivas. Por otra parte, si los gobiernos estuviesen autorizados para prohibir todos los errores y castigar a los necios, bien pronto faltaría del mundo una gran parte de los hombres, quedando reducidos los demás a eterno silencio. Se nos dirá que no todas las opiniones deben estar bajo la inspección de la autoridad; pero si una se sujeta, las demás no están seguras; las leyes no pueden hacer clasificación precisa ni enumeración exacta de todas ellas. Así es que semejante poder es necesariamente arbitrario y se convertirá las más veces en un motivo de persecución. Estas no son sospechas infundadas; vuélvanse los ojos a los siglos bárbaros y se verá a las universidades, a los parlamentos, a las cancillerías y a los reyes empeñados en proscribir a los sabios que hacían algunos descubrimientos físicos, y atacaban las doctrinas de Aristóteles. Pedro Ramos Tritemío, Galilei y otros infinitos, padecieron lo que no sería creíble a no constarnos de un modo indudable. ¿Y cuál fue el fruto de semejantes procedimientos? ¿Consiguieron los gobiernos lo que intentaban? Nada menos. Los prosélitos se aumentaban de día en día, acaso por la misma persecución.
En efecto, si se quiere dar crédito a una doctrina, no se necesita otra cosa que proscribirla. Los hombres desde luego suponen, y en esto no se engañan, que no se puede combatirla por el raciocinio, cuando es atacada por la fuerza. Como el espíritu de novedad, y el hacerse objeto de la expectación pública, llamando la atención de todos, es una pasión tan viva, los genios fuertes y las almas de buen temple, se adhieren a las doctrinas proscritas más por vanidad que por convicción, y en último resultado un despropósito, que tal vez habría quedado sumido en el rincón de una casa, por la importancia que le da la persecución, declina en secta que hace tal vez vacilar las columnas del edificio social.
¿Pero el descrédito de las leyes no las hace despreciables, y anima a los hombres a infringirlas, privándolas de su prestigio? ¿Y no es éste el resultado de la crítica libre que se hace de ellas? Cuando las leyes se han dictado con calma y detención, cuando son el efecto de una discusión libre y cuando el espíritu de partido y los temores que él infunde en los legisladores no han contribuido a su confección, haciendo se pospongan los intereses generales a los privados por motivos que les son extrínsecos, es muy remoto el temor de semejantes resultados; mas para precaverlo los gobiernos deben estar muy alerta y no perder de vista la opinión pública, secundándola en todo. Esta no se forma sino por una discusión libre, que no puede sostenerse cuando el gobierno o alguna facción se apoderan de la imprenta y condenan sin ningún género de pudor a todos los que impugnan los dogmas de la secta, o ponen en claro sus excesos y atentados. Por el contrario, cuando se procede sin prevención y de buena fe, cuando se escucha con atención e imparcialidad, todo lo que se dice o escribe a favor o en contra de las leyes, se está ciertamente en el camino de acertar. Jamás nos cansaremos de repetirlo: la libertad de opiniones sobre la doctrina nunca ha sido funesta a ningún pueblo; pero todos los sucesos de la historia moderna acreditan hasta la última evidencia los peligros y riesgos que han corrido las naciones, cuando alguna facción ha llegado a apoderarse de la imprenta, ha dominado el gobierno, y valiéndose de él, ha hecho callar por el terror a los que podían ilustrarlo.
Pero los gobiernos no escarmientan a pesar de tan repetidos ejemplos. Siempre fijos en el momento presente descuidan del porvenir. Su principal error consiste en creer que todo lo pueden, y que basta insinuar su voluntad para que sea pronta y fielmente obedecida. Tal vez vuelvan sobre sí cuando no hay remedio, cuando se han desconceptuado y precipitado a la nación en un abismo de males.
Concluimos pues nuestras reflexiones recomendando a los depositarios del poder se persuadan, que cuando erigen las opiniones en crímenes, se exponen a castigar los talentos y virtudes, a perder el concepto y a hacer ilustre la memoria de sus víctimas.
El Observador, México, 13 de junio de 1827. Obras sueltas. París, 1837.
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