Julio 26 de 1826
Mexicanos de todos los Estados de la República federal: se acerca el tiempo de las nuevas elecciones; tiempo difícil y arriesgado, porque él puede proporcionar nuestra felicidad o nuestra desgracia futura, según vuestros aciertos o vuestros yerros en las elecciones de electores de diputados y senadores.
Por desgracia, hay partidos en nuestra patria, y esto no lo ignora la Liga. Hay centralistas, aristócratas, borbonistas y fanáticos; pero todos éstos jamás preponderarán contra el partido de los patriotas federalistas, porque éstos son más en número, en ilustración y en virtudes.
El mal está en que las elecciones no se hacen como deben hacerse; en que los agentes de la intriga juegan con los pueblos, y en que la mayor parte de los curas, o, por espíritu de partido, o por el inveterado orgullo sacerdotal, toman en las elecciones la parte más activa, especialmente en los pueblos cortos: y ellos eligen los electores compadres que después en retribución de amistad o quién sabe si por el salario estipulado, se eligen a ellos (a los curas) para diputados y senadores, y por eso los sensatos siempre han visto nuestros Congresos llenos de clérigos, que más parecen concilios eclesiásticos que reuniones políticas; por esta causa tal vez se estableció como ley fundamental el artículo tercero de nuestra Constitución que sostiene a puño cerrado la intolerancia religiosa, ley que ha dado motivo a las murmuraciones del país y extranjeras, especialmente de los ingleses, angloamericanos y demás hombres que no pertenecen a la comunión romana; por esto el fanatismo aún permanece entronizado, haciendo horrorosos estragos, como en España y Francia, donde los jesuitas los feotas o partidarios de una fe mal entendida, los apostólicos, etcétera, son los que dan la ley a los gobiernos, que rigen las naciones a su antojo, por esto la Liga y el actual sucesor de san Pedro creen que con una cartita o un emisario cualquiera basta para introducir entre nosotros una guerra de religión en la que nos hagamos pedazos unos con otros, en honra y gloria de Dios, y así que estemos desangrados por nuestros mismos aceros, acaben ellos de despedazarnos, Y por esta mala política de quitar al clérigo del altar para elegirlo en legislador, la libertad e independencia de la América nunca estarán seguras, a lo menos en mi concepto, mientras que los eclesiásticos se entrometan a ser ministros, diputados, senadores, etcétera, lo que les está prohibido expresamente: no os mezcléis en los negocios seculares. Nemo militans Deo, implicat se negotiis saecularibus.
¿Qué escándalos y qué alharacas no armaran los clérigos si nuestros generales fueran a confesar y predicar? ¡Santo Dios!, las excomuniones de la Bula de la Cena fueran un cero respecto de las que fulminaran contra ellos.
Exclamarían, y con razón, ¡cómo es que Victoria, Guerrero, Bravo, Bustamante, Quintanar, Filisola, Miñón, Álvarez, etcétera, etcétera, etcétera, han de usurpar nuestra jurisdicción espiritual, fungiendo como nosotros y valiéndose del púlpito para perorar al pueblo en lo público, y en lo secreto del confesionario para dirigirlo! Esto es incompatible con su estado, es una usurpación, un sacrilegio. Desplómense los cielos, dispare el Vaticano todos sus rayos, y malditos sean del Dios omnipotente y de sus santos apóstoles Pedro y Pablo, con más los entredichos y tumultos populares.
Así exclamaran ni más ni menos, y los clérigos en los ministerios y tribunas ¿qué hacen? Usurpar a los seculares sus derechos, dominar a los pueblos en público y en secreto en asuntos temporales, porque el gabinete es su confesionario y la tribuna su púlpito, y mantener la nación en una continua desconfianza.
Inconsecuentes con sus cánones y concilios, no sé cómo puedan sancionar una pena capital, por cuyo hecho quedan irregulares, según sus leyes, y mañana ir a decir misa, confesar, casar, etcétera, sin dispensa. Yo quisiera que me definieran este puntito, porque soy muy ignorante y no lo entiendo. ¿Queda o no irregular el clérigo que vota en favor de la pena capital?
Ni me digan que por este temor muchos clérigos se han marchado del salón cuando se han tratado estas materias, porque yo les reconvendré, ¿han cumplido en ese caso como ciudadanos? La nación les paga para que cumplan como tales, sin acordarse de que son clérigos. ¿Pues cómo es que escrupulizan de lo primero, sin acordarse de lo segundo? ¡Que cierto es que quien a muchos amos sirve con alguno queda mal!
Aun les he de apretar más la dificultad. Con esta torpe droga o con estarse sentados o en pie al tiempo de la votación de una ley de éstas, pueden, a un mismo tiempo, ni cumplir con sus cánones, ni con las obligaciones de diputado, causando de paso mil males a la República. Vaya el caso moral.
Se trata de abolir la pena capital: hay en el Congreso setenta diputados, veinte de ellos son clérigos, llega el instante de la votación, porque unos están por la afirmativa y otros por la negativa. Parece que los clérigos deben estar por lo primero, esto es, porque no se quite a nadie la vida por ningún delito. Este pensamiento esta en problema en las naciones cultas, que no han abolido tal pena.
Ahora bien, los clérigos, supuestos escrupulosos, son veinte, los seculares cincuenta; de éstos, treinta están por la pena capital y veinte por su abolición. En la hora de votar se salen los clérigos o no se paran, ¿y qué sucede?, que juntos esos veinte clérigos a veinte seculares, que tampoco se paran, quedan cuarenta contra treinta y se perdió la votación, concurriendo de esta manera a autorizar la pena capital.
Por otra parte, nadie duda que el clero se ha salido con erigirse en un estado particular dentro del estado general, y con cierta independencia del gobierno civil, que parece, en algunas ocasiones, que componen una nación diferente. Los eclesiásticos diputados saben bien que por el término de dos años son inviolables por sus opiniones, y que en ningún tiempo pueden ser reconvenidos por ellas; pero no ignoran que cumplida su comisión, quedan tan clérigos como antes y sujetos a sus obispos, gobernadores y provisores, de quienes dependerá su buena o mala suerte futura. Además, ellos no pueden aspirar a bandas ni entorchados militares, ni a ser jueces de letras ni alcabaleros de los pueblos: precisamente deben solicitar sus ascensos en su clase. Los buenos curatos, las sacristías pingües, las canonjías y las mitras deben ser el objeto de sus pretensiones. Conocen muchos de ellos que los diezmos no son de institución divina, que no están bien administrados ni destinados [sic] su objeto, pues siendo éste el sostenimiento del culto, el alivio de los ministros del altar y el socorro de los pobres, hoy sólo sirven de fomentar la holgazanería y lujo de los canónigos, arruinando a los labradores y dejando a los infelices pueblos sujetos a la feroz tiranía de los curas, de quienes son eternos tributarios desde que nacen hasta que mueren.
¿Y quién duda que muchos clérigos diputados conocen cuán necesaria es la reforma en este punto? Pero ¿cómo declamar contra los canónigos?, ¿cómo solicitar su extinción?, ¿cómo hacer ver que conviene dotar a los curas, así para que cese el comercio simoniaco que se hace con los Sacramentos, como para aliviar a los pueblos de estas continuas y odiosísimas contribuciones? ¡Oh!, esto no se puede, dirán los más filantrópicos, estas reformas son necesarias; mas nosotros no debemos proponerlas porque nos malquistaremos con nuestros superiores y compañeros, y mañana se desatenderán en los tribunales eclesiásticos nuestras más justas solicitudes. De esta suerte, los abusos se quedan en pie, los pueblos sin alivio, y las reformas platicadas. N o fuera así, si apenas se viera en los Congresos uno que otro clérigo bueno.
No se entienda que no quisiera que hubiera ni un solo clérigo en las Cámaras: ellos son ciudadanos y pueden ser elegidos legalmente; lo que deseo es que los que merezcan tal confianza sean legalmente capaces de desempeñarla. El clérigo que posea la política de los Fenelones, la elocuencia de los Bossuets, Mabillones y Bourdaloues, y el patriotismo y valor de los Hidalgos, Matamoros y Morelos, ése debe honrar las salas de los representantes del pueblo, y éste descansar seguro de que trabajará en su felicidad sin interés y sin respeto humano; mas por desgracia no hay muchos de estos clérigos.
Tampoco debe el pueblo pensar en electores ricos. Cualquiera que tenga mucho patriotismo, desinterés y conocimiento de los buenos ciudadanos, es útil para elector y jamás venderá su voto al empeño, a la adulación ni al dinero.
Los electores, si son justos, no deben querer en sus electos mucha literatura, dinero ni grados de universidad. Donde vean un ciudadano de regular talento, de mucho patriotismo, de desinterés y con resolución, allí está un buen diputado. Éste trabajará, estudiará y hablará a favor de la patria; y no que hemos visto muchos diputados y senadores que no son conocidos por el eco de su voz, y sólo sabemos que hay tales individuos porque vemos escritos sus nombres en las listas de los periódicos, donde constan los pesos que chupan a la nación, sin más trabajo que ser amenistas, como los animales del Apocalipsis, que a todo decían amén, amén.
Estos avisos son pocos; pero muy útiles si se admiten, y si las elecciones se hacen según ellos. El interés es común: los enemigos trabajarán por contrariarlos, y si los verdaderos liberales y patriotas se descuidan, la futura legislación se compondrá de fanáticos, aristócratas y centralistas.
También es de desear que los electores tengan mucho cuidado en elegir para tan altos destinos los hombres más virtuosos, idóneos, patriotas desinteresados y resueltos, como que ellos son el foco en que deben resplandecer las virtudes de sus comitentes; y jamás Dios permita que por quitarse de algunos genios díscolos, los envíen de diputados y senadores. En este caso, nuestras Cámaras se convertirían en presidios suntuosos.
Bien pueden acordarse de que en la antigüedad pasó a Roma un enviado asiático, y preguntado a su vuelta ¿qué le había parecido Roma?, respondió: "sus casas me parecieron palacios, y su Senado una asamblea de reyes." ¡Ojalá se diga del nuestro otro tanto! No que parezca asamblea de reyes déspotas, sino de reyes justos, benéficos y de un decoro respetable.
Si me preguntasen ¿qué cualidades debe tener un diputado?, respondería con la siguiente
OCTAVA
Debe tener talento despejado,
desinterés y mucho patriotismo;
debe ser al estudio dedicado,
y católico ser sin fanatismo.
En fin, debe tener valor probado
para hacer guerra cruel al centralismo.
El que llegue a reunir tales virtudes,
será buen diputado, no lo dudes.
México, julio 26 de 1826.
El Pensador.
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