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Selección de textos y documentos:

Doralicia Carmona Dávila

© Derechos Reservados
ISBN 970-95193

Este Sitio es un proyecto personal y no recibe ni ha recibido financiamiento público o privado.

 

 
 
 
 


1826 Instrucciones generales dadas por el Presidente John Quincy Adams y el Secretario de Estado Henry Clay a los señores Richard C. Anderson y John Sergeant nombrados Enviados Extraordinarios y Ministros Plenipotenciarios de los Estados Unidos cerca del Congreso de Panamá. Secretaría de Estado.

Mayo 8 de 1826
 

Señores:

Las relaciones que existen entre los Estados Unidos y las demás potencias americanas y los deberes, intereses y simpatías que son análogos a ellas han determinado al Presidente a que acepte la invitación que le han hecho las repúblicas de Colombia, México y la América Central, para que envíe sus representantes al Congreso de Panamá.

Es verdad, que no podía negarse a una invitación de tan alto carácter y comunicada con tanta delicadeza y respecto, sin sujetar a los Estados Unidos al baldón de insensibilidad a los intereses más serios del hemisferio americano y quizás a una falta de sinceridad en las declaraciones importantes que hizo su predecesor a la faz de ambos mundos.

Los Estados Unidos en ceder al deseo amistoso de aquellas tres repúblicas, que se le comunicó por medio de sus respectivos ministros y de que transmitimos copias, obran en perfecta armonía con sus anteriores pasos con respecto a los nuevos Estados Americanos.

La reunión de un Congreso en Panamá, compuesto de los representantes diplomáticos de las naciones independientes de la América, formará una nueva época en los negocios humanos.

El hecho mismo, sean cuales fueren las resultas de las conferencias de semejante Congreso, no puede menos que llamar la atención del presente siglo, así como la de la posteridad.

Pero es de esperar que tendrá otros y más fuertes motivos para la observación del género humano que los que puedan nacer de la mera circunstancia de su novedad, y que merecerá el afecto y la gratitud de toda la América por la sabiduría y liberalidad de sus principios.

Es tan importante y tan lleno de responsabilidad este evento, que el Presidente ha deseado que la representación de los Estados Unidos caiga en ciudadano distinguidos.

El senado, confiado en el celo, habilidad y patriotismo de ustedes les ha elegido para llenar tan interesante servicio, y es su deseo que procedan ustedes lo más pronto posible a Panamá.

La corbeta de los Estados Unidos, Lexington se ha habilitado con el fin de llevar al Sr. Sergeant y se halla pronta a dar la vela desde el Puerto de Nueva York al de Puertobello.

El Sr. Anderson está notificado ya de su nombramiento y se le han enviado las instrucciones necesarias para que deje encargados los negocios de los Estados Unidos en Bogotá a la persona que tenga por conveniente, y proceda a unirse al señor Sergeant en Puertobello, de donde se cree que será más cómodo seguir por el istmo a Panamá.

Es probable que los ministros nombrados por las otras potencias hayan llegado ya a su destino, y quizás habrán comparado sus credenciales y principiado las conferencias sobre algunos de los artículos de que debe tratarse en el Congreso; pero también es de suponer que habrán diferido, hasta la llegada de ustedes, la consideración de aquellos puntos en que se espera que nuestro Gobierno tomase parte.

El poder que acompaña es mancomún e in solidum y autoriza a ustedes a conferir y tratar con los ministros, legalmente autorizados, de todas o cualesquiera de las otras potencias americanas, sobre paz, amistad, comercio, navegación, ley marítima, derechos neutrales y beligerantes, y todas las demás cuestiones que puedan interesar al continente de América.

Después del mutuo canje de sus respectivos poderes, será necesario determinar las fórmulas de las deliberaciones, y establecer el método que debe seguir el Congreso.

El Presidente opina que el referido Congreso se debe considerar como un cuerpo diplomático, y no como uno revestido de los poderes de una legislación ordinaria; es decir, que un solo Estado de los que tengan representación, no se debe considerar comprometido por cualquier tratado, convención, pacto o hecho, al cual no suscribe y conviene su representante; y que en los casos de tratados, convenciones y pactos, se debe enviar a las respectivas partes contratantes, para su final ratificación en conformidad a las provisiones de su particular Constitución.

Den este modo se destruye la tentativa de obligar a la minoría a convenios opuestos a su opinión por la mera circunstancia de la concurrencia de la mayoría, y cada Estado gozará su libre albedrío y voluntad y se gobernará por sus propios intereses.

Se desecha la idea de un consejo anfictiónico, revestido de poderes para decidir las controversias que suscitaren entre los Estados americanos, o para arreglas, de cualquiera manera, su conducta.

Un consejo de esta naturaleza quizás convendría a un número de Estados pequeños y reducidos, cuyo territorio unido no excedería el de la más pequeña de las potencias americanas.

Tan absurdo sería confiar los intereses diversos y complicados de las naciones de este continente a una sola autoridad legislativa, como el establecer un consejo anfictiónico que arreglase los negocios de todo el orbe.

Pero si el establecimiento de semejante consejo fuese apetecible, el Gobierno de los Estados Unidos no puede consentir en él sin una infracción de su actual Constitución. Aunque muchos periódicos han querido dar este carácter al congreso de Panamá, no podemos creer que las partes interesadas quieren establecerlo.

Los congresos, tan comunes en Europa últimamente, han sido enteramente diplomáticos, y por consecuencia, los Estados solamente se obligaban a las firmas de los ministros que los representaban.

A pesar de esta restricción necesaria e indispensable, grandes ventajas deberán resultar de esta reunión de los ministros de todas las naciones americanas.

Esta Asamblea constituida con la aprobación de toda la América, facilitará las conferencias libres y amistosas, las explicaciones mutuas y necesarias, y las discusiones y el establecimiento de algunos principios generales, que tengas relación con la paz y la guerra, con el comercio y la navegación.

En este Congreso, en el espacio de pocos meses se podrán concluir tratados que cimentarán nuestra amistad, los que no podrían concluirse, quizá por muchos años, si se discutiesen por diferentes representantes y en diferentes épocas y lugares.

Teniendo constantemente a la vista el carácter esencial y el objeto de este Congreso, no es de mucha importancia el método de sus conferencias y discusiones.

La experiencia ha establecido que, en cuanto a precisión, seguridad de los representantes y prontas resultas, sería mejor extender un protocolo, en el cual pueden registrarse las propuestas mutuas de las partes, acompañadas de las observaciones concisas que tenga a bien cualquier miembro ofrecer.

Pero ustedes están en libertad de proceder del modo que tengas más conveniente, con la indispensable restricción ya nombrada. Sus poderes abrazan la autoridad de tratar con todas o cualquiera de las naciones representadas en el Congreso sobre cualquiera de los puntos de que hablan sus instrucciones.

El Presidente desea, que en las cuestiones de comercio, navegación, ley marítima y derechos neutrales y beligerantes, se formen tratados con las potencias que estén dispuestas a hacerlo, en caso que todas no convengan en ello; pero al entrar en estas negociaciones separadas, tendrán ustedes el mayor cuidado de no dar ofensa a los que se nieguen a tratar y si creen ustedes que el hecho mismo de abrir estas negociaciones separadas puede excitar sentimientos de enemistad, en alguna de las otras potencias americanas, desistirán ustedes de su intención.

Ustedes están igualmente autorizados a transferir las conferencias desde Panamá a cualquiera otro punto del continente americano que crean los representantes más elegible.

Procedo a llamar la atención de ustedes a las instrucciones del Presidente, por las cuales se gobernarán ustedes después de arreglar el punto preliminar de que he tratado.

La primera observación que se presenta, al acceder a la invitación que se nos ha hecho es, que no se tiene la menor intención de mudar la pacífica y neutral política que actualmente caracteriza a los Estados Unidos.

Al contrario, las tres repúblicas que nos han convidado, están bien impuestas (pues así siempre lo hemos inculcado), que los Estados Unidos no se desviarán de aquella política y que cumplirán con la mayor escrupulosidad con todas las obligaciones de una potencia neutral.

En tanto que la guerra se limita a las partes actuales, sería una imprudencia y falta de política si los Estados Unidos tomasen parte en ella.

No se puede imaginar un estado de cosas en que este Gobierno se constituiría voluntariamente un aliado de la España, y nuestro auxilio sería inútil a las repúblicas, pues que ellas solas han mantenido su causa hasta aquí y han triunfado de las armas, aunque no de la obstinación de la España.

La conservación de esta posición neutral que han tomado los Estados Unidos, les ha permitido hacer uso de un lenguaje fuerte a la Europa y reprimir cualquiera disposición que existía de auxiliar a la España en la reconquista de las colonias.

Si separándose de su neutralidad, se hubieran precipitado en la guerra, era temible que sus esfuerzos se hubieran neutralizado por los de otras potencias que, llevadas de su ejemplo, hubieran auxiliado a la España.

Teniendo continuamente a la vista la determinada neutralidad y disposición pacifica de los Estados Unidos y los deberes que exigen, procederemos al examen de los puntos que se cree llamarán la consideración del Congreso de Panamá.

Estos pueden colocarse bajo dos capítulos:

1o. Los que tengan referencia a la continuación de la presente guerra por las armas unidas o separadas de los beligerantes americanos;

2o. En los que tengan interés todas las naciones de América ya sean neutrales o beligerantes.

En cuanto al primero no podemos tomar parte alguna, por las razones ya expuestas y evitaran ustedes entrar en discusiones sobre él.

Más al paso que el Congreso sabe muy bien que los Estados Unidos jamás comprometerán su neutralidad, quizás les instará a que contraigan una alianza ofensiva y defensiva en caso que las potencias de Europa, llamadas generalmente la Santa Alianza, intentasen auxiliar a la España, bien sea a reducir las nuevas repúblicas americanas a su antiguo estado colonial, o bien sea con el fin de obligarlas a adoptar formas de Gobierno más conformes a la política y a las miras de aquella alianza. No puede haber duda de los pasos que distaría el interés o el deber de los Estados Unidos, en caso de semejante tentativa.

Nuestro último Primer Magistrado declaró solemnemente lo que deben hacer los Estados Unidos en semejante caso —el pueblo consintió en la declaración, y el actual Presidente es de la misma opinión.

Si las potencias continentales de la Europa se hubiesen comprometido en una guerra para realizar cualquiera de los dos puntos ya citados, los Estados Unidos al oponerse a sus miras, apenas merecerían la opinión, que obraban en virtud de un impulso de generosa simpatía a favor de las nuevas y oprimidas naciones.

En esta contingencia los Estados Unidos hubieran tenido que tomar las armas en su propia defensa, y no con menos razón porque la guerra reinaba en un punto distante de este continente, y lejos de sus límites:

Pues no es creíble que el mismo espíritu presuntuoso que hubiera incitado a la Europa a invadir las otras repúblicas americanas en auxilio de la España o por causa de sus instituciones políticas, se hubiera detenido en su injusta carrera (si la victoria hubiere coronado sus armas) hasta extenderse aquí, y borrar en estos estados todo vestigio de libertad humana.

Hubo tiempos en que se temieron estos designios; y se cree que la declaración que hizo el último Presidente al Congreso de los Estados Unidos tuvo mucha parte en desconcertar y arrestar su progreso.

Por este tiempo la Gran Bretaña manifestó una determinación de seguir la misma política con respecto a los nuevos estados, que marcó la conducta de los Estados Unidos.

Después que estas dos grandes potencias marítimas (la Gran Bretaña y los Estados Unidos) hicieron saber a la Europa continental que no miraría a favor de la España, era evidente que no tendría efecto, al menos con la probabilidad de un éxito favorable.

Desde aquel tiempo la Santa Alianza ha desistido de cualquiera atentado contra las repúblicas americanas y si esta misma Alianza ha visto con disgusto (como es de creer) el progreso afortunado de aquellos estados, tanto en la guerra como en el establecimiento de sus liberales sistemas políticos, han tenido que sufrirlo con sentimiento y silencio.

El feliz curso de los negocios no solamente ha causado el abandono de las intenciones hostiles de parte de la Alianza Europea, por hay motivos para esperar que ha conducido al establecimiento de miras pacíficas, cuando no amistosas, hacia nuestras repúblicas hermanas.

Al entrar el Presidente de los Estados Unidos a llenar las funciones de su empleo, su atención se ha dirigido sin cesar al objeto del establecimiento de la paz entre la España y aquellas repúblicas.

Cuando reflexionamos en los medios más asequibles para la adquisición de este objeto, no nos animó la esperanza de dirigirnos en derechura a la España, pero nos pareció más oportuno valernos de la intervención de aquella misma Alianza a cuyo favor y auxilio se acogía principalmente para la reconquista de las colonias.

Es notorio que la Rusia era el alma de esta Alianza, y al instante que dirigimos a su Emperador quien había dado ya a los Estados Unidos innumerables pruebas de amistad y de talento. Copia de la nota de este Departamento al Ministro americano residente en San Petersburgo, acompaña a estas instrucciones.

Al mismo tiempo se enviaron igualmente copias a los gabinetes de Londres y París, cuya cooperación también se deseaba para la terminación de la guerra. Nuestro Ministro en Madrid recibió órdenes para crear y afianzar una disposición a la paz.

Se nutrió la esperanza, que por un movimiento simultaneo, general y concertado de los Estados Unidos y de las potencias de la Europa, la España quizás accedería a una paz, que en el día le es más necesaria a ella, que no a las nuevas repúblicas.

El gabinete de San Petersburgo, por el conducto del señor Middleton, nos ha enviado últimamente una respuesta, copia de la cual, como igualmente la de sus propias notas, acompaño.

Enterado de estos documentos, cuyo contenido confirma igualmente el Ministro de Rusia cerca de estos estados en las conferencias oficiales que he tenido con él, verán ustedes que nuestra apelación a la Rusia no ha sido en vano, y que el difunto Emperador, convencido de la necesidad de la paz, interpuso sus buenos oficios para efectuarla.

Su sucesor ha anunciado formalmente su intención de seguir las sendas de su ilustre predecesor, y el probable que también empleará el influjo de aquel Gobierno para la adquisición de una paz satisfactoria a ambas partes. Estos esfuerzos quizás serán inútiles, y la soberbia y la obstinación de la España triunfarán de nuestros deseos.

Sin embargo, hay motivos para esperar que, o consentirá en una paz cuya base sea la independencia de las colonias, o en caso que crea que este paso sea demasiado humillante, convendrá en una suspensión de hostilidades, como sucedió antiguamente con los Países Bajos, y esto al fin conduciría inevitablemente a un reconocimiento formal de la actual independencia de las nuevas repúblicas.

Sea cual fuere la conducta de la España, la acogida favorable que ha dado el Emperador de Rusia a las propuestas de los Estados Unidos, con la conocida inclinación que tienen la Francia y demás potencias europeas a seguir nuestro ejemplo, nos hace creer que la Santa Alianza no tomará parte en la guerra, sino que conservará su actual neutralidad.

Habiendo, pues, desaparecido el peligro que nos amenazaba desde aquel punto, no existe la necesidad de una alianza ofensiva y defensiva entre las potencias americanas, la que sólo podría justificarse en el caso de la continuación de semejante peligro.

En las actuales circunstancias esta alianza sería más que inútil, pues sólo tendría el efecto de engendrar en el Emperador de Rusia y en sus aliados sentimientos que no debían provocarse inútilmente.

La República de Colombia ha pedido últimamente la intervención amistosa de este Gobierno con el fin de procurar que la España acceda a un armisticio bajo las condiciones expresadas en la nota que nos pasó en señor Salazar, copia de la cual juntamente con mi contestación es inclusa y en consecuencia se han enviado las correspondientes instrucciones a los ministros de los Estados Unidos en Madrid y San Petersburgo.

Otras razones median para impedir que los Estados Unidos entren en esta alianza.

Desde el primer establecimiento de su actual Constitución, sus ilustres estadistas han inculcado la opinión —como una máxima de su política— que debían evitarse alianzas extranjeras.

Es verdad que al tiempo de adoptar esta resolución, su atención se dirigía a la Europa, pues siendo su sistema de intereses y conexión enteramente opuesto al nuestro, no les parecía justo que nos mezclásemos en él.

También es verdad, que mucho después del establecimiento de esta máxima, se han erigido las nuevas repúblicas, a quienes tiene muy poco o ninguna aplicación.

Sin decir positivamente que no podía ocurrir un caso en que una alianza muy estrecha entre los Estados Unidos y las otras repúblicas americanas seria propia y expediente, podemos decir con seguridad, que el motivo que nos hiciera desviar de aquella máxima establecida debía ser una de la mayor urgencia, y que en la actualidad no existe.

Entre las varias objeciones que se presentan a estas alianzas, y las que tienen mucho peso son:

1o. La dificultad de un arreglo justo e igual de las contribuciones de fuerzas y de otros medios, entre las respectivas partes, para la adquisición de un objeto recíproco, y

2o. La de proveer de antemano, y determinar con precisión, cuando se presente el casus foederis; y de este modo evitar toda controversia. Menos utilidad se presenta ahora de parte de los Estados Unidos para una alianza de esta naturaleza, porque ningún pacto, sea del carácter que fuere o revestido de las mayores solemnidades, podía excitar en ellos un motivo más irresistible que su propia conservación, la que inmediatamente les estimularía a los mayores esfuerzos en el caso de un ataque de parte de la Europa contra las libertades de la América.

Las consideraciones que he expuesto, juntamente con las más que pueden presentarse a ustedes, convencerán a los representantes de los otros estados americanos que una alianza ofensiva y defensiva entre ellos y los Estados Unidos, para el fin expuesto, sería innecesaria y tal vez perjudicial.

Mas si acaso no les pudieren ustedes convencer, y creyesen que el rehusar esta alianza no sería considerado como una conducta amistosa, o tuviese un efecto perjudicial sobre el éxito de las demás negociaciones, pedirán ustedes que pongan por escrito los términos de dicha alianza en la forma más precisa, y los recibirán ustedes ad referendum.

Por este medio el Gobierno de los Estados Unidos tendrá el tiempo preciso para considerar este punto y para adquirir los informes necesarios.

Como la alianza, si acaso es admisible, ha sido una cuestión de tiempo, la demuestra su inutilidad, preparará los ánimos de los representantes del Congreso a la negativa que, según es probable, dará este Gobierno.

En la discusión de aquellos puntos en que todas las naciones de la América que están ahora en paz o en guerra, tienen un interés común, insistirán ustedes en la necesidad de terminar la guerra con la mayor prontitud posible, y de fomentar los medios más adecuados a la conservación de la paz entre sí y con el resto del mundo.

En el cultivo de la paz estriba el verdadero interés de todas las naciones, pero en particular el de los nuevos estados.

La tranquilidad no es más necesaria al adelanto y expansión de individuos en su juventud, que a las nuevas naciones, que en medio de una guerra desoladora, comienzan su carrera de independencia y de Gobierno.

Lo que más necesita la América en el día es la paz, pero por muy apetecible que sea, nada vemos en lo venidero que deba inducir a las repúblicas americanas a sacrificar un ápice de su soberanía independiente para su adquisición.

Deben, pues, rechazar todas las propuestas que estriben sobre el principio de una concesión perpetua de privilegios comerciales a una potencia extranjera.

La concesión de semejantes privilegios es incompatible con su actual y absoluta independencia y participaría del espíritu de su antigua conexión colonial, estableciéndolo de hecho aunque no en la apariencia.

Su honor y orgullo nacional no deben permitirles entrar en la discusión de propuestas, que tengan por base el reconocimiento de su independencia por la España si esta ha de conseguirse por consideraciones pecuniarias.

Enseguida al objeto primero de poner fin a la guerra entre las nuevas repúblicas y la España, deben tomarse en consideración los medios necesarios para conservar la paz entre las mismas naciones americanas, y con el resto del mundo.

No puede haber época más favorable que la presente para que las naciones americanas indaguen las causas que tantas veces han destruido la tranquilidad del mundo, y para que hagan un esfuerzo loable (por una sabia precaución en el establecimiento de principios justos e ilustrados que gobiernen su conducta en la paz y en la guerra), para evitar en cuanto sea posible, toda mala inteligencia.

No tienen preocupaciones antiguas que combatir —practicas establecidas que mudar— teorías ni concesiones complicadas que vencer, libres de todo compromiso a un sistema particular de comercio y de todo código egoísta y beligerante, pueden consultar la experiencia del genero humano, y establecer sin parcialidad principios adaptados a su condición y capaces de promover la paz, sosiego y felicidad.

Lejos de la Europa, no es probable que tengas que tomar parte en las guerras que en adelante pueda sufrir aquel punto del globo. En estas guerras la política de toda la América debe ser la misma, la paz y la neutralidad que hasta ahora siempre han tratado de conservar los Estados Unidos.

Si los principios que indica aquel estado de neutralidad como más adecuados a los intereses de este hemisferio, tienen la cualidad de ser justos en sí mismos y calculados a impedir la guerra o mitigar sus rigores, se presentarán a la aprobación general con un conjunto de recomendaciones irresistibles.

Los principios marítimos de los Estados Unidos poseen ambas cualidades, y más particularmente durante las últimas guerras de Europa. El Presidente quiere que ustedes traten de estos principios en el Congreso de Panamá.

El poder arbitrario, en cualquier elemento que se ejerce, está sujeto a grandes abusos: pero está aún más expuesto a ellos en la mar que en tierra, quizás porque se ejerce fuera de la vista de espectadores imparciales, y por consiguiente libre de aquella restricción moral, hija del influjo de la opinión pública.

En todos tiempos y entre todas las naciones ha existido mayor desigualdad de la distribución del poder marítimo que del terrestre. En todos los siglos siempre ha habido alguna nación que ha tenido un completo ascendiente sobre el océano, y esta superioridad ha sido algunas veces tan grande que ha contrapesado la fuerza marítima combinada de todas las demás naciones.

Pero cuando una sola nación se halla en posesión de un poder en cualquiera parte que sea, que no cede a las fuerzas unidas de las otras, las consecuencias son bien notorias y se hallan bien registradas en las páginas de la historia.

Semejante nación además de hacerse presuntuosa, e incapaz de sufrir contradicción u oposición, encuentra que la solución de los problemas nacionales es más fácil y agradable a su orgullo por medio de la espada, que no por el tardío y oscuro proceso de una paciente investigación.

Cuando la superioridad es en el océano, el abuso del poder se hace más insufrible. Aunque la seguridad contra la opresión debía ser motor en los casos donde hay probabilidad de su más frecuente ejercicio, es de advertir, no obstante que la civilización ha hecho más progresos en tierra que en la mar, y por consiguiente los derechos personales y los de propiedad en particular, encuentran mayor seguridad y protección en el primero.

Nada puede elevar más el carácter de la América, que la reunión de todos sus esfuerzos para llevar la civilización marítima al mismo grado que ha adquirido en tierra, y de este modo proteger a los navegantes y a sus propiedades contra la injusticia y la violencia, dejándoles expuestos solamente a las borrascas y contratiempos que ordena la Providencia.

Bajo el influjo de estas e iguales consideraciones propondrán ustedes la abolición de la guerra contra las propiedades individuales y contra los buques que no estén armados.

En tierra la propiedad de individuos está protegida de embargo y confiscación. Los que no llevan armas no están incomodados en el ejercicio de sus respectivos oficios.

¿Y por qué no se ha de extender esta humana exención a la mar? ¿Si las mercancías depositadas en un almacén en tierra quedan intactas en medio de los asolamientos de una guerra moderna, puede haber razón para que estas mismas mercancías transferidas a un buque que navega apaciblemente el océano, sean el objeto de captura y de condenación legal?

¿Si se permite a los artesanos y a los labradores seguir sus respectivas profesiones sin molestia, porque no son permitidos los marineros a distribuir las producciones de su industria en cambios para el beneficio común del género humano?

Este objeto ha animado a los Estados Unidos desde que tomaron su rango entre las naciones. Hace más de cuarenta años que el doctor Franklin, uno de sus ministros más ilustrados, se expresó de esta manera:

"Ya es tiempo que se pusiese final a un exceso que ultraja a la humanidad, Aunque por su situación geográfica los Estados Unidos pueden sacar más provecho que otras naciones de la guerra de corsarios, sin embargo se esmeran en abolir el sistema ofreciendo en todos sus tratados con las demás potencias un artículo por el cual se obligan, en caso de una guerra, que no se armarán corsarios y que los buques particulares de ambas partes seguirán sus viajes sin ser molestados. Esta será una mejora feliz de la ley de las naciones. Los hombres justos y humanos no pueden menos que desear las resultas más felices".

Nuestro progreso ha confirmado las anticipaciones de aquel ilustre estadista. Nuestra situación geográfica es superior a la de otras naciones en este punto, y en caso de una guerra, tenemos los medios suficientes para aprovecharnos de nuestros corsarios.

Pero, fieles a nuestros principios, ofrecemos ahora las mismas estipulaciones que ofrecieron Franklin y otros negociadores americanos; estas propuestas se pudieran haber atribuido entonces a nuestra infancia y debilidad, pero en nuestra actual y madura situación sólo proceden de un espíritu de filantropía.

Si por el consentimiento general de las naciones la propiedad individual no estuviese sujeta a captura, como una presa legal de la guerra, el principio que la bandera cubre la propiedad perdería su importancia, pues se confundiría en los demás arreglos más liberales y extensos.

Pero si se puede juzgar por el tardío progreso que hace la civilización en sus operaciones sobre los usos y costumbres de la guerra, y por la tenacidad con que el poder siempre se adhiere a las ventajas que supone tener, no se puede esperar que las naciones concurran en eximir la captura toda la propiedad individual.

Algunas naciones tal vez admitirían un principio limitado, cuando jamás consentirían a uno más comprensivo. Propondrán ustedes, pues, la adopción del principio de que la bandera cubre la propiedad y que el buque enemigo hace la propiedad enemiga.

El uno necesariamente emana del otro, y en su aplicación práctica hay en ambos una sencillez y certeza que los recomiendan a que se adopten generalmente.

Ambos obran a favor de la neutralidad, y de este modo presentan un nuevo inconveniente a las naciones para que emprendan temerariamente una guerra.

Ustedes propondrán una definición del bloqueo.

La experiencia de los Estados Unidos como igualmente la de algunos de los nuevos estados, aún durante el corto término de su existencia política, claramente indica la necesidad de una descripción clara e inteligible de los hechos que constituyen un legítimo bloqueo.

La falta de esta definición ha sido la principal causa de las dificultades que han existido entre ellos y los Estados Unidos.

El interés del beligerante extiende, al paso que el del neutral contrae, en cuanto sea posible, la línea del bloqueo: el interés del beligerante insiste en la menor fuerza posible para dar valor al loqueo, el del neutral en la mayor.

En esta lucha de pretensiones encontradas, como el beligerante tiene las armas en la mano en apoyo de las suyas, el neutral generalmente padece.

La mayor seguridad contra los abusos de ambas partes es una clara definición, la que presentando circunstancias notorias en su carácter y naturaleza no admite de disputa entre las naciones que tienen un sentido propio de justicia y un mutuo miramiento a sus respectivos derechos.

En los tratados con Colombia y con la América Central, recientemente concluidos y ratificados aquí (copias de los cuales acompaño) hallarán ustedes la definición del bloqueo que el Presidente quiere que se proponga y adopte.

Los mismos tratados contienen igualmente artículos que suplen una lista de contrabandos, como también varios otros que aluden a un estado de guerra, en los cuales las partes contratantes pueden ser beligerantes o neutrales según sea el caso; ustedes están autorizados a proponerlos todos.

Entre los documentos que acompañan hallarán ustedes una carta de mi predecesor, fecha 28 de julio de 1823, dirigida al señor Rush, Ministro de estos Estados Unidos cerca de la Gran Bretaña, con copia de los artículos de un tratado que estaba autorizado a proponer a aquel Gobierno: tal vez facilitarán sus trabajos.

Habiéndose preparado los referidos artículos con la mayor reflexión, bien pueden servir de modelo para los que se agiten en el Congreso, sobre puntos de igual naturaleza.

Apenas es necesario añadir, que este nuevo experimento con la Gran Bretaña, como todos los anteriores ha sido infructuoso.

Entre los puntos más importantes que tal vez llamarán la atención del Congreso, es el de fijar algunos principios generales, aplicables a todas las potencias de América, para el mutuo arreglo de comercio y de navegación.

Los Estados Unidos desde el principio de la guerra, siempre han proclamado que no desean tener ventajas particulares en sus tratados de comercio con cualquiera de las nuevas potencias y continúan en la misma desinteresada doctrina.

En sus conferencias expondrán ustedes que como en sus tratados con algunos de los estados americanos, no han perdido privilegios que no estén igualmente extendidos a cada uno de ellos, tampoco los pedirán en sus negociaciones generales.

Estos están dispuestos a extender a las potencias de Europa los mismos principios liberales de comercio y navegación, sobre cuya base los Estados Unidos están prontos a tratar.

El Presidente espera que ustedes encontrarán la misma buena disposición en los demás estados americanos, y que no se presentará dificultad alguna en obtener su pronto consentimiento a las bases equitativas de una perfecta igualdad y reciprocidad, las que están ustedes autorizados desde luego a proponer para el comercio y navegación entre todas las naciones americanas.

Todo lo que sea de importancia a su comercio y a su navegación se puede comprender bajo dos principios generales, y ambos están fundados sobre aquellas bases.

El primero es, que ninguna nación americana concederá favores, en comercio y navegación a cualquiera potencia extranjera en este u otro continente que no estén igualmente extendidos a las demás potencias americanas, y el segundo, que las importaciones se hagan de cualquiera de las naciones americanas, o las exportaciones en sus propios buques, pueden de la misma manera hacerse desde sus puertos en los buques de todas las demás naciones americanas, ya sea el buque nacional o extranjero, y en ambos casos el cargamento pagará los mismos derechos y gastos, y no más.

El primero de estos dos principios está tan altamente recomendado a todas las naciones, tanto por motivos de política como de justicia, que ciertamente exigirá, al menos en el abstracto, la anuencia de todos al instante que se haga la proposición. Las naciones son miembros comunes e iguales de una familia universal.

¿Por qué debía existir una desigualdad entre ellas en sus tratos mercantiles? ¿Por qué razón debía una conceder favores a otra que niega a la tercera? Todos estos favores parciales sólo excitan celos y al fin están contrapesados y castigados por las potencias injuriadas.

El principio propuesto no excluye aquellos arreglos particulares que tienen por base verdaderos y justos equivalentes, independiente de la mera reciprocidad mercantil, por la cual se conceden ciertas ventajas a una potencia particular; pero la prudencia dicta que aún esto debe evitarse en cuento sea posible.

Si el principio es sano en su aplicación general, es preciso confesar que se acomoda en particular a la condición y a las circunstancias de las potencias americanas.

Los Estados Unidos no tuvieron la menor dificultad en establecer estos principios con las repúblicas de Colombia y América Central y se hallan insertos en los tratados con aquellas potencias.

Los Estados Unidos de México solos se han opuesto a su reconocimiento, y en sus negociaciones con este Gobierno han querido exceptuar aquellos estados americanos que tienen origen español, en cuyo favor México insiste en conceder favores mercantiles que niega a los Estados Unidos.

Esta excepción es inadmisible, y se enterarán ustedes de la opinión que hemos formado de ella, por un despacho oficial dirigido al señor Poinsett, fecha 9 de noviembre de 1825, copia del cual es adjunto.

Este señor tiene órdenes de dar punto a las negociaciones, si en contra de nuestras esperanzas el Gobierno mejicano persiste en la excepción.

Lo más extraordinario es, que al paso que pretende que ha habido una especie de inteligencia entre las nuevas repúblicas en este punto, no insistía en él Colombia, ni la América Central.

Ni aún se nombró en todo el curso de las negociaciones aquí, que terminaron en el tratado con la última potencia. El señor Anderson se acordará si se tocó en el tratado concluido con Colombia.

Este Gobierno no puede consentir en semejante excepción; la resistirán ustedes en todas sus formas, si se propone; y se negarán ustedes a todo tratado que la admita.

No estamos aún impuestos si México ha abandonado esta excepción, y concluido con el señor Poinsett un tratado de comercio, o ha insistido en ello y por consiguiente puesto fin a las negociaciones.

La base de la nación más favorecida deja a la parte en plena libertad de prohibir los productos y manufacturas extranjeras que guste y de imponer sobre los que admita, los derechos que requiera su política o sus intereses.

El principio sólo encarga la imparcialidad a las potencias extranjeras a quienes se aplica, y por consiguiente que sus prohibiciones y sus derechos, cualesquiera que sean, extenderán igualmente al producto y a las manufacturas de todas ellas.

Si una nación ha contraído ya empeños con otra potencia, por los cuales ha concedido favores comerciales, que perjudican y dañan a sí misma, podrá ser opuesto a sus intereses extender estos mismos favores a otras naciones.

Pero los Estados Unidos no han hecho semejantes concesiones a ninguna potencia extranjera particular, ni tampoco ha llegado a nuestra noticia que lo haya hecho alguna de las potencias americanas.

El tiempo y el lugar convidan a la adopción de un principio mercantil vasto y liberal el que dispensando favores igualmente a todos, priva a uno en particular de un motivo justo de queja.

El Presidente cree de la mayor importancia el segundo principio ya referido, a saber.

Que las importaciones que se hagan de cualquiera país extranjero en los puertos de cualquiera de las naciones americanas, o las exportaciones en sus propios buques, pueden de la misma manera hacerse desde sus puertos en los buques de todas las demás naciones, ya sea el buque nacional o extranjero; y en ambos casos el cargamento pagará los mismos derechos y gastos y no más.

En sus conferencias lo instarán ustedes con un celo y actividad, proporcionados a su alto valor y a la liberalidad en que originó la propuesta. Su reciprocidad es perfecta y cuando lo adopten todas las naciones, nada puede haber más importante a la libertad y a los intereses de su mutua navegación.

Los proyectos de las naciones marítimas han sido varios y siempre han tendido a aumentar su marina a expensas de las otras potencias. Cuando ha habido un consentimiento pasivo a las operaciones de aquellos proyectos, sin ocurrir a arreglos que los refrenen, su suceso en algunos casos ha sido completo.

Las naciones en el día están demasiado ilustradas para someterse humildemente a los esfuerzos interesados de una sola potencia, que desea monopolizar, en virtud de su propia legislación separada una parte desproporcionada de la navegación en sus tratos mutuos:

A estos esfuerzos en el día se oponen otros esfuerzos; la restricción engendra restricción, hasta que al fin se descubre después de una larga serie de vejámenes de ambas partes, que el curso de la legislación interesada no causa efecto sobre la distribución del poder marítimo, al paso que acarrea la consecuencia inevitable de enemistar a las naciones, unas contra las otras.

La experiencia nos enseña que es mejor empezar y continuar en la carrera de la liberalidad que en la de una estrecha y ceñida política; pues lo primero conduce al mismo fin sin los desagradables incidentes que el último necesariamente atrae.

El principio de la libertad recíproca de navegación posee una sencillez que lo hace muy recomendable: Hace innecesaria toda indagación difícil y penosa en cuanto al origen de los efectos de un cargamento surtido.

Dispensa con las penalidades y confiscaciones que muchas veces sufre un cargamento entero y de mucho valor, porque hay en él un solo artículo, cuya introducción se ha hecho con una ignorancia e inocente violación de los arreglos de la aduana.

Establece una ley llana e inteligible. Hace al extranjero observar las empresas legales del nacional. Abre todos los puertos americanos a todos los buques americanos y los pone sobre un pie de igualdad, sea cual fuere la distancia, o los mares que han adquirido sus cargamentos.

Este principio de la libertad recíproca de navegación, como la de la nación más favorecida, deja a cada Estado que la adopta, en plena libertad de imponer los derechos de toneladas que dictan sus necesidades o su política. Sólo establece la regla de que el buque extranjero pague los mismos derechos que el nacional, y también que el cargamento, sea de importación o exportación, pague los mismos derechos, sea quien fuere el propietario, o el buque que los cargue.

Quizá se propondrá que el mismo arancel de derechos rija en todos los puertos de las naciones americanas, pero esto sería inadmisible, pues sujetaría el poder de impuestos que tiene cada Estado, en vez de dejarlo libre a consultar las circunstancias de su posición peculiar, costumbres, constitución de Gobierno y manantiales de donde nacen sus rentas. El extranjero no tiene motivo de queja cuando la misma medida se aplica al natural.

Tal vez se pondrá el reparo que la marina de las demás naciones americanas está aún en su infancia; que la nuestra ha hecho grandes progresos, y que no están preparados a ejercer esta recíproca libertad de navegación hasta que la suya haya tomado mayor incremento —no hay duda que existe esta diferencia en la marina de las respectivas naciones—¿pero cómo se ha de remediar?

¿por un sistema de monopolio que no podrá menos que provocar la ley de talión? ¿o por uno que, procediendo con liberalidad hacia otros les inducirá a devolver la misma liberalidad?

Ya se ha mostrado claramente que el primer sistema nunca tiene feliz éxito a menos que las potencias extranjeras no obren con moderación, lo que el actual estado vigilante del mundo marítimo no puede esperarse.

Si aguardamos a dar principio al sistema igual y levarla hasta que todas las naciones hayan puesto sus respectivas marinas bajo el mismo pie, se puede considerar como diferido indefinidamente.

Si los nuevos estados quieren tener una marina poderosa, deben buscar los elementos en la abundancia y excelencia de sus materiales, en la habilidad de sus artesanos, en el precio bajo de sus manufacturas, en el número de sus marineros y en su carácter fuerte y emprendedor, formado por los peligros de la mar, e invigorado por una competición liberal, viva e intrépida con las otras potencias; y no en una legislación limitada y contraída, siempre neutralizada y al fin frustrada por la de las demás naciones.

Ambos de estos principios están comprendidos, aunque más en detalle en el 2o, 3o, 4o y 5o artículos del referido tratado con la Confederación de la América Central. Pueden servir de modelo a los que ustedes están instruidos a proponer y se considerarán ustedes autorizados a convenir en todos los artículos de aquel tratado, para cuyo fin una copia acompaña a esta carta.

Es probable que los ministros de las otras potencias americanas no están preparados a convenir al segundo principio tal vez no suscribirán a ello en los términos propuestos, o no consentirán a una libertad recíproca de importación y exportación con el mismo arancel, sin una restricción en cuanto al origen del cargamento y de la propiedad o destino del buque.

Sin embargo, es preciso no abandonar sus esfuerzos para restablecer este principio en su mayor extensión, hasta que estén exhaustos todos sus argumentos y persuasiones y se hace patente que es impracticable su adopción.

Si acaso hallan ustedes una firme oposición, propondrán una modificación del principio, de modo que incluya, al menos, los productos y manufacturas de todas las naciones americanas, inclusas las Indias Occidentales.

Aún con estos límites tendrá un gran beneficio práctico: todos los buques de las varias potencias americanas gozarán una libertad recíproca de exportación de los productos y manufacturas americanas que permiten las leyes de cada una, pagando los mismos derechos para el buque y su carga. Si el raciocinio es exacto en apoyo del principio en su mayor extensión, también lo es en sus operaciones más limitadas.

A esto se puede añadir que hay mucha semejanza en los productos de varios puntos de las Américas, y por consecuencia mucha dificultad en trazar el origen de los artículos que tengan un carácter común y semejanza, y en imponer un derecho distinto, cuando la importación se haga en distintos buques, o los efectos estén mezclados en el mismo buque.

Si los representantes niegan el principio aún con estas modificaciones, lo propondrán ustedes con la más amplia restricción de adoptar solamente las reglas que deben observarse entre dos de las naciones americanas que en él convengan, cuando quieran transportar sus respectivos productos y manufacturas.

Bajo esta forma lo propusieron los Estados Unidos en 3 de marzo de 1815 (véase el 4o tomo de las leyes, pág. 824) a todas las naciones. En 3 de julio del mismo año se insertó en la convención con la Gran Bretaña (véase el 6o tomo de las leyes, pág. 603).

Después se aplicó a los Países Bajos, a las ciudades Imperiales Hanseáticas de Hamburgo, Lubeck y Bremen, el Ducado de Oldenburgo, a la Noruega, Cerdeña y a la Rusia (véanse los actos de la 1a. sesión del 18 Congreso, pág. 4), También se admitió en nuestro tratado de 1816 con la Suecia (véase el 6o tomo de leyes, pág. 642) y últimamente lo ha admitido Colombia.

En caso que se admita en este sentido más limitado, el primero, segundo y tercer artículos de la convención con la Gran Bretaña ya referida, servirán de modelo para extender los que ustedes están autorizados a concluir. Estos tres artículos abrazan otras materias que el mismo principio, pero son las que o tienen una conexión directa con él, o son necesarios para darle un amplio y completo efecto.

Al entrar en la descripción de los territorios de los nuevos estados americanos con quienes tendremos en adelante un trato mercantil, verán ustedes la propiedad de emplear en los tratados que concluyan, los términos que puedan incluir cualesquiera territorios, insulares o continentales, que pertenezcan a cada uno a la conclusión de la presente guerra.

En el discurso de su progreso se pueden perder o conquistar territorios que deben ser comprendidos o excluidos.

En diciembre de 1823, el Presidente de los Estados Unidos en su anual mensaje a la apertura del Congreso, anunció, como un principio adecuado a este continente y en que debemos insistir en los sucesivo, que no se debe permitir a ninguna nación europea, el que establezca en él nuevas colonias.

No se propuso por aquel principio, incomodar las colonias europeas ya existentes y establecidas en la América; tiene relación a lo venidero, y no a lo pasado. Varios de los nuevos estados americanos han intimado su anuencia al principio, pero se cree que ganará la opinión del mundo imparcial.

Cuando la América era comparativamente un baldío ilimitado y un desierto casi despoblado, al principio establecida por hombres civilizados de las naciones europeas por quienes fue descubierta, éstos convinieron entre sí en los límites de sus respectivos territorios, pues no existía ningún Estado americano que se opusiese, o cuyos derechos se perjudicasen por el establecimiento de nuevas colonias.

Ahora no así; desde los límites Nord Este de los Estados Unidos en Norte América, al Cabo de Hornos en la Sud América sobre el Atlántico, con una o dos excepciones; y desde el mismo Cabo a los 51 grados de latitud Norte, en el Norte América sobre el Pacífico, sin excepción alguna, todas las costas y territorios pertenecen a potencias soberanas americanas.

No existe, pues un solo punto dentro de los límites referidos en donde una nueva colonia europea podía establecerse, sin violar los derechos territoriales de algunos estados americanos.

Un atentado de establecer colonias, y son su establecimiento adquirir soberanía, debe mirarse como una intrusión inadmisible.

Si una porción de los pueblos de Europa, acosada por la opresión de su país nativo, o instigados del deseo de mejorar su condición y la de su posteridad, quiere emigrar a la América, será sin duda la política de los nuevos estados, como siempre ha sido la nuestra, ofrecerles un asilo, y naturalizándoles, extender a los que lo merezcan los mismos privilegios políticos que disfrutan los ciudadanos naturales.

Pero no podemos permitir que esta facultad de emigración traiga tras sí el derecho del Estado europeo, de que se componen los dichos emigrados, de adquirir poderes soberanos en la América.

¿Qué diría la Europa, si la América pensase en establecer allí una colonia? Si de este modo se provocase su orgullo y ejerciese su poder para reprimir y castigar un hecho tan arrojado, deben acordarse y deben sentir que los americanos, descendientes de europeos, tienen igualmente sus sensibilidades y sus derechos.

Con el fin de impedir estas colonias europeas y para prevenir de antemano a la Europa que no se permitirán, el Presidente quiere que se proponga una declaración general de los diversos estados americanos, cada cual, sin embargo, obrando por sí y solamente obligándose a sí mismo, que no se permitirá en lo venidero el establecimiento de ninguna nueva colonia europea dentro de los límites de sus respectivos territorios.

No se pretende comprometer a las partes concurrentes para que apoyen el derecho que crea tener cualquiera de ellos a los límites particulares; ni tampoco se propone comprometerles a una resistencia combinada contra cualquier atentado futuro de establecer una nueva colonia euro pea.

Es creíble que solamente el efecto moral de una declaración combinada, que tiene por origen la autoridad de todas las naciones americanas, servirá para impedir radicalmente dicho establecimiento; pero sí así no fuere, y se hiciese efectivamente el atentado, entonces habrá tiempo para que se unan las potencias americanas y consideren la propiedad de negociar entre sí, y si fuere preciso, adoptar las medidas que sean necesarias para reprimir e impedirlo.

El respeto que se deben tanto a sí como a la Europa, requiere que queden satisfechos, que esta declaración publicada con tanta solemnidad ganará un respeto universal.

No será preciso darle la forma de un tratado; la pueden firmar los varios ministros del Congreso y se dará al mundo como una prueba del sentido de todas las potencias americanas.

Entre los asuntos que deben llamar la consideración del Congreso no hay uno que tenga un interés tan poderoso y tan dominante como el que se refiere a Cuba y Puerto Rico, pero en particular al primero.

La isla de Cuba, por su posición, por el número y carácter de su población, y por sus recursos enormes aunque casi desconocidos, es en la actualidad el importante objeto que atrae la atención tanto de la Europa como de la América.

Ninguna potencia, ni aun la España misma, tiene un interés más profundo en su suerte futura, cualquiera que fuese, que los estados Unidos. Nuestra política en relación a ella está amplia y claramente descubierta en la nota al señor Middelton.

Allí declaramos que no deseamos mudanza alguna en la posesión o condición política de aquella isla, y que no podemos ver con indiferencia que pasase de la España a otra potencia europea.

Tampoco deseamos que se trasfiera o anexe a alguno de los nuevos estados americanos. En caso de la larga duración de la actual guerra se presentan tres situaciones, en una de las cuales puede colocarse aquella isla; y todas tres merecen la más seria y particular atención.

La primera es su independencia, fiándose de sus propios recursos, a la conclusión de la guerra, para la conservación de ella.

Segunda: Su independencia con la garantía de otras potencias; o de la Europa, o de la América o de ambos y

Tercera: Su conquista, y su unión al dominio de la República de Colombia, o de México.

Examinaremos ahora cada una de estas situaciones en el orden en que las hemos colocado.

Primera. Si Cuba fuere capaz de mantener un Gobierno independiente contra los asaltos internos y externos, preferiríamos verla en aquel estado, pues que deseamos la felicidad de otras como la nuestra, y creemos que esta independencia más probablemente se asegurará por un Gobierno local, que nace directamente de, y se identifica con el sentimiento, interés y simpatía de los gobernados.

Pero una sola ojeada a la extensión reducida, condición, moral y carácter discorde de sus habitantes nos convencerá de su incompetencia actual de sostener un Gobierno sin el auxilio de otras potencias.

Y si ahora el atentado de romper la conexión con la España tuviese feliz éxito, parte de los habitantes de la isla, e igualmente sus vecinos en Estados Unidos vivirían en la continua alarma de presenciar aquellas escenas trágicas que se representaron en una isla vecina, y su población por el mero hecho de su independencia, sería tentado a emplear todos los medios que la vecindad, semejanza de origen y simpatía pudiesen suplir para fomentar y estimular la insurrección, a fin de ganar fuerzas para su propia causa.

Aunque una independencia garantizada pudiera libertar la isla de los peligros que hemos expuesto, si embargo sustituiría otros no menos temibles, y según mi opinión, casi insuperables.

¿Quiénes han de ser las potencias que garanticen? ¿Serán exclusivamente americanas, o se unirán éstas con algunas de las europeas?

¿Cuál ha de ser el importe de sus respectivas contribuciones militares y navales a la potencia protegida, y de los demás medios necesarios al apoyo del Gobierno local?

¿A quién se confiará el mando de aquellas fuerzas? ¿De las potencias que garantizaren no excitará al que manda los celos y los temores de la que no manda?

Confesemos ingenuamente que estas son cuestiones que confunden, y que, aunque no se debe desechar la idea de independencia bajo estas circunstancias como enteramente inadmisible, si acaso se logra un consentimiento será con repugnancia, pues atraerá inevitablemente una serie de sucesos imprevistos e imposibles de evitar.

Con respecto a la conquista y unión de la Isla a Colombia o a México, es preciso confesar (en caso que estas potencias lo intentasen) se muda todo el carácter de la presente guerra.

La lucha, de parte de las repúblicas se ha dirigido hasta aquí a la adquisición de su independencia, y han granjeado los buenos deseos y las simpatías de la mayor parte del mundo, y en particular de los Estados Unidos. Pero en caso de alistar una expedición militar contra Cuba, ya se hace una guerra de conquista.

En una guerra de esta naturaleza, sean las que fuesen las resultas, los derechos de los neutrales sufrirían una impresión seria, y quizás se verán en la necesidad de cumplir con un deber que no podrán descuidar.

Las naciones de la Europa quizás se creerán obligadas a interponer sus fuerzas para impedir un curso de eventos que no pueden mirar con indiferencia.

Si su interposición se limitase únicamente al objeto de impedir una mudanza en el estado actual de las cosas con respecto a las islas, los estados Unidos, lejos de verse empeñados en poner obstáculos a sus intenciones, se verán en la necesidad, en oposición a sus deseos, de cooperar con ellas.

En el supuesto que se emprenda la expedición indicada debe haber un examen detenido, primero, de los medios que tengan Colombia y México para efectuar el objeto, y segundo, su poder para conservar la conquista, en caso de realizarla. No tenemos datos suficientes para formar un juicio sano en cuanto al primer punto.

Para formarlo con exactitud debemos estar impuestos en primer lugar de las fuerzas militares y navales que las repúblicas pueden emplear; en segundo las que puede tener la España para resistir a los invasores, y en tercero, qué porción de los habitantes se unirían a uno y otro lado de los beligerantes.

Aunque no tenemos una relación circunstanciada de estos puntos, es notorio que la España está en actual posesión, con una fuerza militar bien considerable; y este ejército recientemente reforzado ocupa al Morro, que se cree casi inexpugnable, juntamente con las demás plazas de la isla. Sabemos igualmente que, acosada con las demás plazas de la isla.

Sabemos igualmente que, acosada del continente de América, todos sus medios y todos sus esfuerzos se han concentrado en esta preciosa colonia que todas sus miras, destruidas por largo tiempo por la multitud de sus empeños en Norte y Sud América, se dirigirán a este solo punto, y reuniendo los restos de sus ejércitos en Europa y en América, se opondrá con tesón a la invasión; y además hay motivos para creer que si las potencias europeas no prestan sus auxilios abiertamente, lo harán en secreto y sin incurrir responsabilidad.

Con esta combinación de recursos y circunstancias favorables no se puede negar que la conquista de Cuba es bien dificultosa, y tal vez impracticable, si la expedición carece de medios cuantiosos y poderosos, tanto navales como militares.

¿Y acaso poseen Colombia y México estos medios? Lo dudamos. Ambos tienen que crear una marina. Un navío de línea, dos fragatas y dos o tres buques menores mal tripulados, componen toda la fuerza naval de los Estados Unidos Mejicanos.

La de Colombia no es mucho mayor, ni mejor tripulada. Pero los medios de transportar y defender la fuerza militar durante la travesía, son absolutamente indispensables.

Sería además temeridad e imprudencia desembarcar un ejército en Cuba, si las dos repúblicas no tuviesen una superioridad naval en el Golfo de México, para proveer las contingencias que siempre se deben anticipar en las vicisitudes de una guerra.

Últimamente es bien sabido que los habitantes de Cuba, lejos de unirse a favor de una invasión, tienen la mayor aprehensión en cuanto a su seguridad, y que temen en particular una invasión de Colombia, por el carácter de una porción de las tropas de aquella República.

En caso que se superasen todas estas dificultades y se hiciese la conquista de la isla, nos atormentaría el temor de la inestabilidad de su condición futura. La misma falta de fuerzas navales que experimentarían en la reducción de la isla, le impedirían de defender y conservarla. Ni Colombia ni México jamás pueden aspirar al rango de una gran potencia naval.

Ambas repúblicas (y México en particular) carecen de extensión de costas, bahías y puertos —cunas de los marineros; en fin, de todos los elementos necesarios para una poderosa marina.

La Inglaterra, la Francia, los Países Bajos, la España misma cuando se recobre de su actual debilidad, corno precisamente sucederá antes de muchos años, precederán a México y a Colombia en este ramo. Una guerra con cualquiera de estas naciones de Europa, pondría a Cuba, si estuviese en manos de alguna de estas repúblicas, en el peligro más eminente.

El Gobierno de los estados Unidos no puede cerrar los ojos al hecho, que en caso que las repúblicas emprendan una expedición militar contra Cuba, los buques, marineros, cañones y demás medios navales se conseguirían principalmente en los Estados Unidos.

Lejos de fomentar la adquisición de estos abastecimientos, estamos resueltos a conservar una fiel neutralidad, y compeler la observancia de las leyes; no obstante el me. .i hecho de una colección en nuestros puertos no sujeta a sospechas ásperas e injuriosas; y veríamos con bastante sentimiento los recursos sacados de nuestro país, empleados en un objeto enteramente opuesto a nuestra política y a nuestros intereses.

El Presidente espera que estas reflexiones, apoyadas en las demás que ustedes tengan por conveniente hacer, cuando no sean de bastante peso para impedir totalmente la invasión de Cuba, al menos convencerá al congreso de la inutilidad de emprenderla con medios dudosos e insuficientes.

Las relaciones francas y amistosas que siempre deseamos cultivar con las nuevas repúblicas, exige que ustedes expongan claramente y sin reserva, que los Estados Unidos con la invasión de cuba tendrían demasiado que perder para mirar con indiferencia una guerra de invasión seguida de una manera desoladora, y para ver una raza de habitantes peleando contra la otra, en apoyo de unos principios y con motivos que necesariamente conducirán a los excesos más atroces, cuando no a la exterminación de una de las partes:

La humanidad de los estados Unidos a favor del más débil, que precisamente sería el que sufriese más, y el imperioso deber de defenderse contra el contagio de ejemplos tan cercanos y peligrosos, les obligaría a toda costa (aun a expensas de la amistad de Colombia y de México) a emplear todos los medios necesarios para su seguridad.

Si acaso saliesen fallidos todos sus esfuerzos para persuadir a las repúblicas que desechen la intención de invadir a cuba y Puerto Rico, entonces se valdrán ustedes de todos los medios posibles para inducirles que suspendan sus operaciones hasta que se sepa el resultado de la interposición que creemos han hecho el Emperador de Rusia y sus aliados a la instancia de los Estados Unidos con el objeto de poner fin a la guerra, como igualmente la que se ha hecho por Colombia.

La Rusia es acreedora a esta suspensión, y su Emperador no dejaría de apreciar esta deferencia, y quizás extenderá sus buenos servicios a las nuevas repúblicas, en caso que la España se niegue a los consejos amistosos que han interpuesto algunas de las potencias europeas.

Pero hay motivos poderosos para creer que la España reflexionará bien antes de desecharlos, y que verá, como lo ve todo el mundo, que sus verdaderos intereses estriban en la paz; los recientes sucesos, y en particular la caída del castillo de San Juan de Ulúa, y de la plaza del Callao no dejarían de influir bastante en el ánimo del Rey de España y acelerar la terminación de la guerra.

La apertura de un canal por el istmo que une las dos Américas para los fines de navegación, y capaz de admitir buques mayores de un océano al otro, es un punto de gran consideración y necesariamente ha de llamar la atención del Congreso.

Este vasto e importante objeto, si en algún día llega a efectuarse, interesará en más y menos grado, al mundo entero.

A este continente probablemente le resultarán las mayores ventajas de la empresa; y Colombia, México, la América Central y los Estados Unidos en particular, se aprovecharán más que las otras potencias americanas.

Todo lo que redunde en beneficio de la América entera debe efectuarse por medios comunes y esfuerzos combinados, y no debe dejarse a los recursos separados y aislados de una sola potencia.

Nuestros actuales informes en cuanto a la practibilidad y probables gastos de este objeto son bien limitados, así pues no sería prudente hacer más que unos cuantos arreglos preliminares.

Los mejores puntos tal vez se hallarán en el territorio mexicano, o en el de la América Central.

Esta última República hizo, en 8 de febrero del año pasado, por nota que dirigió su Ministro el señor Cañas a este Departamento (y cuya copia incluyo), una oferta liberal, manifestando una alta confianza en los Estados Unidos de Norte América.

La respuesta del Presidente (de que igualmente acompaño copia) sólo podía ceñirse en aquel tiempo a reconocer la amistosa abertura, ya asegurar a la América del Centro que se adoptarían todas las medidas necesarias a fin de poner a los Estados Unidos en posesión de los informes necesarios para extender sus conocimientos en particular.

Si la obra se ejecutare de modo que podían pasar buques mayores de uno a otro océano, las ventajas que de ella resultarían no deben apropiarse exclusivamente a una sola nación, pero deben extenderse a todas las potencias del orbe, con tal que paguen una compensación justa o un impuesto moderado.

Lo más apetecible ahora es, adquirir los conocimientos necesarios parar formar un juicio sano en cuanto a la practicabilidad y probable costo de la empresa, por los puntos que ofrecen las mayores facilidades. Ya se harán tomado las medidas para adquirir estos conocimientos.

Le impondrán ustedes de lo que la España o alguno de los nuevos estados hayan hecho o intentado hacer, y obtendrán los informes que están a su alcance, para resolver este interesante problema.

Impondrán ustedes a los ministros de las potencias americanas del vivo interés que toman los Estados Unidos en la ejecución de la obra, y del sumo placer que tendrán en saber que cabe en los límites de los esfuerzos humanos.

Su proximidad e información local les hace más competentes que los Estados Unidos para apreciar las dificultades que se oponen a la empresa.

Ustedes recibirán y transmitirán a este Gobierno cualquiera propuesta que se haga, o planes que se sugieran para su ejecución combinada, asegurando a los nuevos estados, que se examinarán con la mayor escrupulosidad y con el deseo más ardiente de reconciliar las miras e intereses de todas las naciones americana.

Las potencias representadas en Panamá, tal vez propondrán como un punto de consideración si se debe o no reconocer a Haití como un Estado independiente, y si acaso la decisión que se tome con el particular debe ser combinada, o se deja a cada potencia a seguir el camino que dicta su política.

El Presidente es de opinión, que en la actualidad Haití no debe ser reconocido, como una potencia soberana independiente.

Reflexionando en la naturaleza del poder gobernante de aquella isla, y en el poco respeto que muestran a todas las razas menos la africana, la cuestión de reconocimiento por la Francia estaba envuelta en mil dificultades antes del reciente arreglo que dicen se ha concluido entre ella y Haití.

Según aquel arreglo, si estamos bien impuestos de los términos la madre patria reconoce una independencia nominal en aquella colonia, y como parte del precio del reconocimiento, Haití se obliga a recibir para siempre los productos de Francia imponiéndoles en sus puertos la mitad de los derechos que exigen de las demás naciones.

Esta es una restricción, en que una potencia realmente independiente de ningún modo debe consentir. La Francia no ofrece un equivalente en los términos en que recibe los productos de Haití en sus puertos.

Si a la conexión colonial puede darse el nombre del "monopolio del comercio colonial que disfruta la madre patria", no puede negarse que Haití, por aquel arreglo, ha consentido voluntariamente en su restablecimiento.

No había necesidad alguna de este arreglo, por mucho que se hubiera creído obligado a indemnizar los antiguos propietarios colonos de la pérdida de sus bienes en Santo Domingo.

Antes de concluirse aquel arreglo. Haití disfrutaba de hecho una especie de independencia. Por aquel arreglo, ha mudado voluntariamente de carácter, y en punto muy esencial con relación a las naciones extranjeras; y se ha constituido una nación no independiente.

Bajo las actuales circunstancias de Haití, el Presidente no lo cree prudente reconocerla como un nuevo Estado, y esta cuestión de reconocimiento no es una medida de bastante consideración para exigir la concurrencia de todas las potencias americanas.

Se valdrán ustedes de todas las ocasiones que se presentan para convencer a los ministros de las demás potencias americanas de la propiedad del libre ejercicio de religión dentro de sus respectivos territorios.

Los autores de nuestra Constitución no sólo se han abstenido de incorporar con el Estado cualquiera forma particular de religión, pero han introducido una prohibición expresa, por la cual el Congreso no puede hacer ley alguna para el establecimiento del culto divino.

A nadie negamos la ley común a todos, el adorar a Dios de la manera que dicten sus propias conciencias.

En nuestros pueblos y ciudades, en la misma hora y muchas veces en la misma calle, las congregaciones de los devotos de toda secta religiosa se juntan en sus respectivas iglesias, y después de cumplir con las obligaciones que les impone la solemne convicción de sus deberes religiosos, vuelven y se unen a desempeñar sus obligaciones domésticas y sociales.

Las cabezas de una misma familia, perteneciendo a distintas sectas, acuden con frecuencia a dos distintas iglesias a ofrecer sus oraciones, cada cual trayendo a su casa la instrucción moral que ha deducido de sus respectivos curas.

En los Estados Unidos no experimentamos incomodidad de la falta de un solo establecimiento religioso, y de la toleración que prevalece por todos puntos. Creemos que lo mismo sucedería a las demás naciones que quisiesen adoptar la misma libertad de conciencia.

Sería un absurdo decir que la libertad civil y un culto establecido no podían existir en el mismo país; pero se puede asegurar que la historia no presenta un ejemplo de su unión en donde la religión ha sido exclusiva.

Si cualquiera de las potencias americanas tiene a bien introducir en sus sistemas una religión establecida, aunque sentiríamos semejante determinación, no tendríamos derecho alguno de hacer una queja formal, a menos que no fuera exclusiva.

Del mismo modo que los ciudadanos de cualquiera de las naciones americanas tienen el derecho en este país de adorar a Dios de la manera que dicten sus conciencias, nuestros ciudadanos deben tener el mismo privilegio cuando sus negocios o sus inclinaciones les lleven a visitar cualquiera de los nuevos estados.

El Presidente autoriza a ustedes a proponer una declaración unida, firmada por los ministros de todas las potencias representadas, o por parte de ellos; e igualmente en cualquiera tratado o tratados que se concluyan procurarán ustedes insertar un artículo que garantice la referida libertad en los territorios de los respectivos estados.

Cuando este punto interesante descanse sobre la base de una solemne declaración y de tratados, tendrá una seguridad racional y practicable.

Esta nueva garantía aumentará las disposiciones favorables que siempre tienen los hombres ilustrados de oponerse al influjo de la superstición y del fanatismo.

El Presidente recomienda a ustedes la unión con los demás ministros en cuanto a esta declaración, como igualmente en la dirigida a prohibir la colonización europea dentro de los límites territoriales de cualquiera de las naciones americanas. Esta medida anuncia, en cuanto a esta nación el estado actual de sus leyes e instituciones.

El Presidente es el órgano por el cual este Gobierno comunica con las potencias extranjeras, y estando a su cargo el velar sobre el debido cumplimiento de las leyes, está plenamente autorizado a recomendar ambas declaraciones.

Tal vez se suscitarán entre las nuevas naciones americanas las cuestiones de límites y otras materias de controversia, y querrán hacer un arreglo amigable entre sí. La posición imparcial y desinteresada de este Gobierno, en relación a estas disputas, podrá ser motivo para que los ministros pidan sus consejos y opiniones.

En todos estos casos que tiendan al arreglo de estas controversias, manifestarán ustedes el deseo de prestar sus consejos, y si se exigiese, también servirán ustedes en calidad de árbitros. Dicen que se ha suscitado una disputa, la que aún no se ha arreglado, entre los Estados Unidos de México y la América Central, en relación a la provincia de Chiapas.

El Presidente desea que ustedes se impongan a fondo del asunto, y si se halla que la América Central tiene justicia, darán a su favor todo el auxilio que cabe, sin comprometer a este Gobierno. Esta prueba de amistad de nuestra parte se debe a aquella República, tanto por la confianza y respeto que siempre ha mostrado a estos Estados Unidos, cuanto por su comparativa debilidad.

Finalmente; el Presidente me manda encargar a ustedes, que pongan la mayor atención a las formas de Gobierno y a la causa de instituciones libres por todo el continente. Los Estados Unidos del Norte jamás se han animado, ni están llevados ahora, por un espíritu de propagar sus propias instituciones.

Prefieren su confederación a todas las demás formas de Gobierno y están muy satisfechos de ella. Así como no permiten ninguna intervención extranjera en la formación o en la conducta de su Gobierno, tienen la mayor escrupulosidad de entremeterse en la construcción original o ulteriores arreglos de los gobiernos de otras naciones independientes.

Pero no están indiferentes, porque nunca les puede ser indiferente la felicidad de otra nación. Pero el interés que toman al observar la sabiduría o necedades que distinguen la carrera de otras potencias en la adopción o ejecución de sus sistemas políticos es más bien un sentimiento de simpatía, que en un principio de acción.

En la actualidad también evitarán de tocar un asunto tan delicado, y obrarán con su acostumbrada precaución, pero hay motivos para creer que una potencia europea (cuando no sean más) ha mostrado mucha actividad en destruir las formas existentes de un Gobierno libre que han adoptado Colombia y México, y en su lugar sustituir monarquías, y colocar príncipes europeos sobre el trono.

Nuestras hermanas repúblicas merecen el mayor elogio por la prontitud con que despreciaron unas propuestas tan insidiosas; pero el espíritu que las dictó nunca adormece y podrá ser renovado.

El motivo aparente que proclamaron era que el reconocimiento de la independencia de los nuevos estados, con obligación de adoptar instituciones monárquicas conciliaría las grandes potencias europeas.

Las nuevas repúblicas, siendo estados soberanos e independientes y dando a conocer claramente su capacidad de gobernarse a sí, siendo reconocidos por estos Estados Unidos y la Gran Bretaña y habiendo hecho tratados y otros pactos nacionales con potencias extranjeras tienen un derecho decidido a ser reconocidas.

Algunas de las naciones europeas han diferido su reconocimiento por motivos de política, pero no tardarán mucho en hacerlo, pues su propio interés lo pedirá, ya que no les mueve la justicia.

Pero sería una bajeza comprarlo, y nada habría más deshonroso que las repúblicas comprasen por viles condescendencias el reconocimiento formal de aquella independencia que han ganado a costa de tanta sangre y de tantos sacrificios.

Habiendo resistido todos los temores de un atentado de conquista por parte de las potencias combinadas de Europa, sería bajo y pusilánime, ahora que están en el goce no interrumpido de la mayor de las bendiciones humanas, ceder a las maquinaciones secretas y amenazas abiertas de cualquiera potencia europea.

No creo que encontrarán ustedes dificultad alguna en hacerles abandonar la deliberación de semejantes proposiciones. No omitirán de aprovechar todas las ocasiones para fortalecer su fe política, e inculcar la solemne obligación que tiene cada potencia de rechazar toda intervención extranjera en sus negocios domésticos.

También manifestarán ustedes la mayor prontitud de satisfacer todas las preguntas en relación a la teoría y operación práctica de nuestra federación y del gobierno de nuestros estados particulares, como igualmente ilustrar y explicar las innumerables bendiciones que han disfrutado y siguen disfrutando los habitantes de los Estados Unidos a la sombra de su benigno influjo.

La guerra que en la actualidad reina entre la República de la Plata y el Emperador del Brasil nos es sumamente sensible; pero este Gobierno conservará la más estrecha neutralidad. Las partes interesadas deben saber que su conclusión interesa tanto al reciente establecimiento de su independencia, cuanto a los principios de la humanidad.

La primera medida de que se valió el Emperador del Brasil fue la de declarar todas las costas enemigas, inclusa una banda entera y parte de la otra del Río de la Plata y extendiendo hasta el Cabo de Hornos, en un estado de bloqueo.

Es notorio que no tiene la marina suficiente para mantenerlo de la manera que exigen los principios de ley pública. Insistir en ello perjudica a los intereses de los neutrales que siguen un comercio lícito y quizás envolverá consecuencias más ruinosas.

Recomendarán ustedes a las partes beligerantes la necesidad de terminar esta guerra y la gran satisfacción que tendrían estos Estados Unidos en ver el restablecimiento de la paz; y no podrán menos que ver, al paso que protestan contra las prácticas beligerantes que no autoriza la ley, que deducirán del bloqueo brasilense un nuevo apoyo a favor de los grandes principios marítimos, cuya sanción espera el Presidente obtendrán ustedes de las naciones americanas.

Tengo el honor de ser, señores

Su obediente Servidor

Henry Clay

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Fuente: Germán A. de la Reza. El Congreso de Panamá de 1826 y otros ensayos de integración latinoamericana del Siglo XIX. Estudio y fuentes documentales anotadas. Ediciones y Gráficos Eón. Universidad Autónoma Metropolitana Azcapotzalco. México, Primera edición: 2006, 287 pp. Documento tomado de: Acervo Histórico Genaro Estrada. Legajo Encuadernado 877. Confrontado con la versión Las instrucciones de Henry Clay. Secretaría de Relaciones Exteriores. México, 1985, Págs. 19-48.