10 de Octubre de 1824
Discurso pronunciado por el excelentísimo señor don Guadalupe Victoria
Señor:
Un respeto santo y religioso á la voluntad de mis conciudadanos, me acerca en este día al santuario de las leyes, y, sobrecogido de temor, vacilo por los beneficios de mi Patria, por las obligaciones á su bondad sin límites y por la tremenda consideración de que es llamado el último de los mexicanos al primero y más importante de los cargos públicos en una Nación grande, ilustrada y poderosa.
Mis ojos que afortunadamente alcanzaron á ver la libertad, la redención y la completa ventura de la Patria, se fijaron tiempo había en los ilustres ciudadanos que con su sangre, sus talentos y fatigas rompieron la cadena de tres siglos y han dado existencia á un pueblo heroico, dejando á la posteridad su gloria, su nombre y sus ejemplos. Entre otros aparecían genios bienhechores, que corrieron la senda de la virtud, y que si fueron siempre objeto de mi veneración y de mi ternura, yo los creía destinados por la justicia y por la gratitud á presidir los negocios y la suerte de la República. Distante de menoscabar la reputación de estos héroes, cuyos eminentes servicios les aseguraron el amor de su país, he admirado sus dotes, sus luces para la administración y sus señalados merecimientos.
Con la docilidad que he escuchado hasta aquí la voz de la ley, emitida por los funcionarios de la Nación libre, me preparaba al sufrir aun la muerte misma en sostén y obedecimiento del virtuoso mexicano designado por los votos y los corazones. Si es grata la memoria de la constancia inalterable con que sostuve siempre la dignidad nacional, y la de mis pequeños sacrificios en obsequio de la causa más santa de las causas, yo quise, y este fué el más ardiente de mis deseos, que la suprema autoridad, la firme adhesión á los principios y la más absoluta deferencia á la voluntad general, marcasen mi carácter y mi fe política.
Una ciega obediencia, que sólo se mide por el tamaño de mis compromisos, me ha decidido á admitir un puesto que la ley prohibe rehusar. A manos más ejercitadas debió confiarse el sagrado depósito del poder, y ellas hubieran consumado la obra grande é inmortal de vuestra sabiduría. Cosa tan inexplicable como lo es mi reconocimiento á los Estados Unidos de México, me ha ocupado desde la hora de sorpresa en que se me anunció que por el espontáneo sufragio de mis compatriotas se colocaba en mis débiles hombros el grave peso de la administración pública. En tan terrible conflicto yo he invocado la protección del Eterno y Soberano Dispensador de las luces y de todos los bienes, para que derramase sus dones sobre el gran pueblo que me honró con su confianza y me conduzca por los caminos de la justicia y de su engrandecimiento.
Padres de la Patria, depositarios del favor del pueblo: vosotros sois testigos de los sentimientos que me animan en vuestra respetable presencia: el juramento que hoy pronuncian mis labios, se repetirá siempre ante Dios, ante los hombres y la posteridad.
Empero, no omitiré recordar á la benévola consideración de todos mis compatriotas, que la nave del Estado ha de surcar un mar tempestuoso y difícil: que la vigilancia y las fuerzas del piloto no alcanzan á contener el ímpetu de los vientos: que existen averías en el casco y el norte es desconocido. Peligros no faltan, complicadas son las circunstancias y sólo el poder del Regulador de los destinos, la ciencia y previsión de los representantes del pueblo conducirán esta nave al puerto de la felicidad.
La gran Carta Constitucional, áncora de nuestras esperanzas, define los poderes y previene los auxilios del Gobierno. A las luces del Soberano Congreso Constituyente Mexicano, á la alta política de la futura Cámara de Representantes y del Senado, al tino y cordura de los Honorables Congresos de los Estados, de sus ilustrados Gobiernos y de todas las autoridades se atribuirán con fundamento los aciertos de la administración que comienza en este día.
Por lo que á mí toca, respetaré siempre los deberes y haré cumplir las obligaciones. Nuestra religión santa no vestirá los ropajes enlutados de la superstición, ni será atacada por la licencia. La independencia se afianzará con mi sangre y la libertad se perderá con mi vida. La unión entre los ciudadanos y habitantes todos de la República será firme é inalterable, como las garantías sociales: las personas, las propiedades, serán sagradas, y la confianza pública se establecerá. La forma de Gobierno Federal, adoptado por la Nación, habrá de sostenerse con todo el poder de las leyes. La ilustración y la sana moral se difundirán en todo nuestro territorio: será su apoyo la libertad de la prensa. La organización del Ejército, su disciplina, la consideración á los soldados de la Patria, estos objetos interesantes como la Independencia misma, lo serán de mis trabajos y de mis desvelos. El pabellón mexicano flotará sobre los mares y cubrirá nuestras costas. Las relaciones de paz, alianza y amistad con las naciones extranjeras se activarán en toda la extensión que demanda nuestra existencia política y el buen nombre de los Estados Mexicanos. No dejará de cultivarse una sola semilla de grandeza y prosperidad.
Por último, ciudadanos representantes: mi limitación é inexperiencia habrán de producir errores y desaciertos que nunca, nunca serán efecto de la voluntad. Yo imploro, pues, vuestra indulgencia.
Estos son, Señor, los votos de mi corazón: estos mis principios. ¡Perezca mil veces si mis promesas fueren desmentidas, ó burlada la esperanza de la Patria!
Fuente: El Sol, México, 6 de octubre de 1824, núm. 480, pp. 454-456.
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