Mayo / Junio de 1823.
Movido por el deseo innato de la felicidad de mi patria, y considerando, no tan sólo como un derecho, sino también como un deber, el contribuir, en cuanto mis cortas luces lo permitan a aclarar la importante discusión que se halla pendiente sobre la forma de gobierno que por la Nación mexicana debe adoptarse, me he tomado la libertad de presentar a ésta mis ideas sobre tan delicado y grave asunto.
Las bases generales se han tomado principal del gobierno de los Estados Unidos de América, cuyos benéficos resultados son ya evidentes por la feliz experiencia de muchos años. El admirable adelanto de aquella Nación, así en población, como en artes, ciencias, comercio y riquezas, y en la felicidad del común de sus habitantes, presenta un monumento luminoso de los saludables efectos del sistema federado: ¿Y por qué no podemos esperar que en este país produzca iguales efectos?
¿Por qué no gozará del mismo beneficio el pueblo de Anáhuac? ¿Un pueblo que en la última y gloriosa lucha por su verdadera libertad, ha manifestado a la faz de todo el mundo, que no tan sólo ha tenido heroísmo para concluir la grandiosa obra de su independencia sino también sabiduría y talento para romper el velo especioso, con que una política pérfida quería cubrir bajo el sistema de monarquía moderada, al más absoluto abominable despotismo; y virtud bastante para derrocar el trono usurpado, a este monstruo del género humano, recobrando plenamente sus más sagrados e imprescriptibles derechos?
El sistema federado es simple y de fácil comprensión: su sólo objeto es la felicidad del pueblo. Es un gobierno en que la ley gobierna. Es un gobierno fundado en el consentimiento general de los pueblos, y dirigido por la justicia, el bien común, y en el cual la responsabilidad de los agentes públicos es absoluta y efectiva; y el recurso para reparar abusos y agravios, es directo y pronto, sin los enredos y rodeos de aquel laberinto sin fin de consejos de Estado, ministros, favoritos, ayudantes imperiales, y todos los ridículos apéndices de un tren asiático y numeroso, compuesto de cortesanos, aduladores galoneados, de viles sicofantas que cual nube de pestilentes arpías, circundan los tronos y obscurecen u obstruyen los rayos de justicia, que podían emanar de las virtudes personales del monarca ¿más para qué nombrar aun la monarquía?
La experiencia ha probado en el año último al pueblo mexicano, lo que la historia del mundo había hecho patente muchos años antes, esto es, que una monarquía ya sea investida con el poder absoluto del zar de la Rusia, o enmascarada con alguna constitución, no es otra cosa más que el propio despotismo. La voz unánime de Anáhuac es de República: la opinión sólo difiere entre federada y central. Un gobierno central establecido en México ha de ser por su misma naturaleza aristocrático, porque es la unión de todos los poderes de la Nación en pocas manos y en un solo punto; y aunque los agentes públicos sean removidos frecuentemente por elecciones, si consideramos aun la influencia de los cuerpos aristocráticos apoyados por las preocupaciones existentes, unida a la de los capitalistas de México hayan de tener en las elecciones; creo que es casi evidente que semejantes cambios serían cuando más de personas, pero no de partidos ni de principios, y que sería en efecto la ciudad de México lo que la de Roma fue en tiempo de la República, es decir, señora absoluta de las provincias y por consiguiente de toda la Nación.
Establecido el sistema central, y supuesta una coalición entre el clero, los capitalistas de México, y el partido que se halle apoderado del gobierno, ¿quién lo contendría? Con el ejército a su disposición, con todos los gobernadores de las provincias, y otros oficiales, y empleados de todas clases nombrados por él ¿quién sería capaz de sujetarlos? ¿El Congreso?, ya hemos visto que no pudo contra un tirano: ¿qué haría pues contra cientos de ellos? ¿La opinión pública?, la opinión corrompida por la astucia aristocrática, se haría nula por medio de la división.
¿Las provincias? Su poder político y su influencia se vería absorbido por el gobierno general, y paralizado por un poder gigantesco y predominante: de suerte que admitido el sistema central, éste no tiene obstáculo en algo que pueda contener su inclinación a la opresión de las provincias.
El triunvirato de César, Pompeyo y Crasso, en Roma, gobernó despóticamente aquella ciudad y todo el Imperio, y echó los cimientos de las disidencias políticas, y partidos que desolaron el país con la guerra civil, y establecieron el trono sobre las ruinas de la República.
Esto sucedería a los mexicanos bajo el gobierno central puesto que causas iguales producen por lo general iguales efectos; o los obligaría a procurar la destrucción de semejante gobierno por medio de la insurrección siempre peligrosa, de modo que un gobierno central sería de hecho una aristocracia que sin duda es el peor de los gobiernos conocidos, y sin duda un buen tiempo nos obligaría a destruirlo con una guerra ruinosa; o él nos reduciría a la esclavitud consolidando el más feroz despotismo.
Además ¿cómo podría abrazar este sistema todos los diversos intereses locales, y administrar una justicia igual a cada individuo en una Nación que ocupa un territorio tan extenso? A proporción que nos alejamos de la fuente, sus aguas son menos puras. En tiempo del gobierno español, Madrid era el manantial y la pasada esclavitud y miseria del Anáhuac prueban la consecuencia.
Bajo un sistema central de fuente estaría en México y de aquí se distribuiría al pueblo por entre las manos de ministros, capitanes, generales, gobernadores, etcétera, etcétera, y los efectos serían a proporción los mismos en este caso, que en el antecedente. Florecería México estando situado en el mismo manantial: México sería el centro del poder y de las riquezas, mientras que las provincias extenuadas y lánguidas padecerían en un estado lamentable de dependencia y abyección.
Mas bajo el sistema federado será todo lo contrario, teniendo cada provincia su propio manantial dentro de sí misma. La libertad nacional así como la de los individuos tendrán un ángel custodio en los cuerpos legislativos de cada provincia, siempre alerta para dar el alarma cuando peligre la libertad y seguridad de la patria, y siempre vigilantes sobre los intereses locales e individuales del pueblo.
Por estas razones y otras muchas que se podrían exponer me parece cierto y concluyente, que el sistema federado es el más adaptable, para la Nación mexicana. Concedido esto, la única dificultad que se presenta, es la de ponerlo en ejecución, sin que se originen u ocasionen conmociones intestinas, o que la Nación se precipite en la anarquía; y sobre esto se traslucen algunos obstáculos que este plan se empeña en vencer y disipar.
El Congreso actual por un decreto de 21 de mayo último ha declarado que se limitaran sus facultades a convocar otro nuevo, ocupándose entre tanto a organizar la hacienda pública, el ejército, y otras cosas que por su importancia urgente no admitan demora; declaración que sin duda hizo el Congreso convencido de que obraba en ella de conformidad con la voluntad general de la Nación.
Por tanto no puede ya el Congreso actual declarar la forma de gobierno, ni organizar sus bases fundamentales; pero el dilatar esta declaración hasta que se reúna el nuevo Congreso es inconveniente, y muy peligroso. Inconveniente porque cada provincia requiere la pronta e inmediata aplicación de las leyes para su gobierno interior, para remediar los males y desórdenes infinitos que podrían provenir de la falta de policía, y la general relajación de las riendas del gobierno.
Las diputaciones provinciales se rigen aun por la Constitución española, y sus facultades son enteramente inadecuadas a este objeto; sin que el Congreso, después de la publicación de dicho decreto, pueda ampliarlas a la extensión que se requiere; porque esto sería establecer una de las bases fundamentales del gobierno. Por estas razones la dilación de que hemos hablado es inconveniente, y también es peligrosa, porque una Nación no puede, sin correr el riesgo más inminente de caer en la anarquía, o dejarse encadenar por la ambición individual, o aristocrática, permanecer mucho tiempo en el estado de fermentación general y destituida de hecho de un gobierno legalmente constituido.
Asentando pues, que una declaración inmediata de la forma de gobierno es, absolutamente necesaria a la Nación y que el Congreso existente no tiene facultades para hacerla, ¿a dónde encontraremos el poder capaz de ella? La respuesta es bien sencilla. En el pueblo. El pueblo de la Nación mexicana por lo que hace a su pacto social, se halla en el estado natural y por lo tanto libre para constituirse como le parezca mejor, el primer paso natural hacia este objeto, es el de proveer a sus necesidades locales y urgentes, y esto sólo se puede ejecutar estableciendo un gobierno interior en cada provincia como un estado independiente. Pero hay también necesidades de una naturaleza general, y que siendo comunes a todas, debe proveerse a ellas por leyes generales, igualmente aplicables; y de aquí es la necesidad de establecer al mismo tiempo un gobierno nacional.
Para lograr, ambos fines de un modo es necesario que cada provincia en la formación de su gobierno local tenga a la vista un plan general de confederación entre todas ellas y de reconocimiento a un centro común de unidad. Estos particulares procuran abrazar el plan que presento. En primer lugar establecer el principio cierto de que cada provincia tiene el derecho de constituirse a sí misma; en segundo lugar indica las bases que deben servir para la creación del gobierno nacional, a fin de que cada provincia forme su gobierno interior o local de modo que guarde armonía con los poderes que haya de delegar al gobierno nacional, y en tercer lugar considera como del deber de cada provincia que adopte este plan, el informar de ello el supremo poder Ejecutivo para que el Congreso actual obrando según las nuevas instrucciones que de este modo se hayan dado por el pueblo, declare la forma de gobierno elegida por la Nación; y también que la organización interior de cada provincia como se dice en el artículo de este plan, es de conformidad con la voluntad de todas.
Esta declaración así hecha, es importante, para evitar la rivalidad entre las provincias; porque en tal caso la acta de cada una, se aprobará mutuamente por todas, y declarada por este medio la forma de gobierno, cada provincia hará su constitución local observando las condiciones prescritas en el referido artículo y la comunicará al nuevo Congreso para que de acuerdo con estas constituciones provinciales se forme la nacional de la confederación que aprobada por las dos terceras partes de los cuerpos legislativos de las provincias que estén representadas en dicho Congreso será obligatoria para todas las demás.
De conformidad con este plan se reconocen como centro de unión el supremo poder ejecutivo y Congreso nacional; y la forma de gobierno se declara por el pueblo de cada provincia obrando en concierto de tal manera que nada haya que temer de la anarquía o guerra civil, a menos que el poder ejecutivo, y el Congreso o una o más de las provincias amenacen establecer un gobierno por fuerza de armas, contrario al deseo declarado de la mayoría de los pueblos, lo que no es ciertamente de esperar; y si este plan mereciese la aceptación general las constituciones internas de cada provincia convendrían por lo regular en los poderes que se delegasen al gobierno nacional y así no habría sobre esta materia divergencia de opiniones.
Además, el nuevo Congreso cuando se reúna no debe ser más que el órgano de la voluntad de los pueblos y estar absolutamente sujeto a las instrucciones que éstos le hayan remitido. La doctrina de que es ilimitado el poder del Congreso y que no está sujeto a la voluntad e instrucciones que se le hayan dado por sus comitentes, es establecer un despotismo aristocrático y es igualmente degradante, injusto y peligroso. ¿Y cómo se podrá expresar con más claridad esta voluntad de los pueblos sino por la exhibición de la constitución interior de cada provincia como se prevén en este plan?
Esta materia es la más importante y grave que haya jamás llamado la atención de los pueblos. Se trata de constituimos, de dar a la Nación un código fundamental y arreglar los pormenores de nuestro pacto social, por lo cual es ciertamente el deber de cada ciudadano elucidar este asunto expresando sus opiniones franca y abiertamente, para que el cuerpo político que se forme no contenga en los principios mismos de su establecimiento mezclados los de su ruina, porque estos principios semejantes a los elementos ocultos de un volcán producirían tarde o temprano la más violenta erupción acompañada de aquellas convulsiones y estragos consecuentes a estos desastrosos sacudimientos.
Los materiales fatales de un sistema central son la aristocracia, poder que cual un fluido eléctrico se insinúa y discurre por todo el cuerpo político con una influencia que aunque oculta es siempre peligrosa y muchas veces irresistible.
Fuente: Villegas Moreno Gloria y Miguel Ángel Porrúa Venero (Coordinadores) Margarita Moreno Bonett (1997). “De la crisis del modelo borbónico al establecimiento de la República Federal”. Enciclopedia Parlamentaria de México, del Instituto de Investigaciones Legislativas de la Cámara de Diputados, LVI Legislatura. México. Primera edición, 1997. Serie III. Documentos. Volumen I. Leyes y documentos constitutivos de la Nación mexicana. Tomo I. p. 276.
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