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Selección de textos y documentos:

Doralicia Carmona Dávila

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ISBN 970-95193

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1823 Pensamientos sueltos sobre educación pública. José María Luís Mora.

Junio 20 de 1823

 

Eruditio inter prospera ornamentum
inter adversa refugium.

 

Uno de los grandes bienes de los gobiernos libres es la libertad que tiene todo ciudadano para cultivar su entendimiento. El más firme apoyo de las leyes es aquel convencimiento íntimo que tiene todo hombre de los derechos que le son debidos, y de aquel conocimiento claro de sus deberes y obligaciones hacia sus conciudadanos y hacia la patria. En el sistema republicano, más que en los otros, es de necesidad absoluta proteger y fomentar la educación; éste requiere para subsistir mejores y más puras costumbres, y es más perfecto cuando los ciudadanos poseen en alto grado todas las virtudes morales; así el interés general exige que leyes sabias remuevan los obstáculos que impiden la circulación de las luces. La mano protectora de un gobierno benéfico debe extenderse sobre la gran familia que ha puesto en sus manos el bienestar común, debe penetrarse de que para hacer la felicidad de todos es indispensable esparcir hasta la más pequeña choza los rayos de luz que vivifican el espíritu. Para convencer la verdad de estas proposiciones, presentaremos al público nuestro modo de pensar en materia tan importante.

§ 1.

Estado de nulidad en que se halla nuestra educación

Bajo la dominación de un gobierno que contemplaba en sus intereses el mantener a sus vasallos en la más profunda ignorancia de sus derechos, se ponían obstáculos al cultivo de las ciencias sociales. El temor de perder la posesión de un país rico, ofuscó a la España hasta el grado de desconocer su propia utilidad; creyó que la ignorancia era el medio más seguro de impedir la emancipación de la América y que para oprimir sin dejar arbitrio a reclamos, debía poner trabas a la cultura de las facultades mentales y acostumbrar a los americanos a obedecer ciegamente las órdenes de una autoridad lejana, presentándoseles como emanación de una divinidad. El único período en tres siglos en que se comenzó a vislumbrar en América un rayo de razón, duró poco y la Constitución de Cádiz nos llegó cuando ya habíamos levantado el estandarte de la independencia. Los pocos conocimientos que entonces teníamos sobre materias políticas, las preocupaciones en que yacía sumergida la mayoría de la nación y la falta de un plan combinado para llevar adelante la gloriosa empresa de nuestra independencia, nos impidieron el lograr no sólo la separación de la metrópoli, sino aprovechar la pequeña libertad que debiéramos haber gozado. En aquellas circunstancias sólo sirvió la Constitución para inferirnos el agravio de no verla planteada en nuestro país y bajo el especioso pretexto de que de hacerlo se daba margen a que sacudiésemos el yugo que nos agobiaba. En 1814 destruyó Fernando el código que había contribuido a salvar a la península; restableció el funesto sistema que antes existía y una persecución desenfrenada contra los más ilustres españoles y americanos marcaron el período que corrió desde aquella época hasta 1820. En este año inmortal para la historia de México se corrió el velo que cubría los sentimientos de los mexicanos; la nación entera proclamó unísonamente la Independencia; el plan que entonces se presentó conciliaba todos los intereses y garantizaba a los españoles sus vidas y haciendas; no hubo más que una voz, no se oyó más que un grito y todos los habitantes de la República, sin distinción del lugar de su nacimiento, se prestaron gustosos a trabajar para formar una nación de lo que antes fue una colonia. Los ilustres diputados que la opinión pública sentó en el Congreso que era un focus de civilización, se hallaron en posesión muy crítica para dar el impulso que merecía la educación pública. Apenas tuvieron tiempo para salvar a la patria de la ruina en que se intentaba sepultarla; de aquella augusta reunión quedaron leyes que harán honor eterno a sus autores y la posteridad sabrá colocarlos con justicia en la memoria de las generaciones futuras; sensible nos es que no hubieran tenido tiempo para dictar las que imperiosamente reclama una nueva República para el arreglo de la instrucción pública. De ahí es que como antes de la Independencia no la había, cual debía ser, ni después de proclamada ésta se ha dado un paso adelante en la materia y sí muchos retrógrados en nuestro concepto; en el día podemos decir que la educación está reducida a cero.

§ II.

Sin instrucción es difícil lograr en una república todos los bienes que promete este gobierno

Para entender la Constitución y las leyes es indispensable saber leer; para pesar las razones alegadas en la tribuna nacional, sea para la formación o reforma de la una y las otras, se requiere tener algunos conocimientos generales, a lo menos haber adquirido algunas reglas en el arte de pensar, para sujetar el juicio; de lo contrario no es posible que las reglas morales que deben servir de guía al hombre social, tengan todo el buen resultado que desean los filósofos y los legisladores. ¿Cómo puede aguardarse la religiosa aplicación de ellas no entendiéndolas? Un individuo dotado de un regular talento será siempre un déspota, que gobernará a su salvo a un puñado de hombres que no tienen voluntad propia, ni son capaces de juzgar de las cosas por sí mismos.

Los hombres grandes se conocen por sus escritos o por sus acciones, la imprenta es el canal por donde se transmiten sus nombres; siendo entre nosotros tan corto el número de los que saben leer y escribir, ¿será posible que la mayoría de la Nación elija para sus representantes a los que por su saber y virtudes debían ocupar las sillas de legisladores? ¿Los pueblos no sufragarán siempre motivos por un intrigante y no se correrá el riesgo de que depositen sus más preciosos intereses entre las manos de un hombre que sólo aspira a hacer su fortuna? ¿No es tanto más temible este peligro cuanto el ciudadano honrado y virtuoso por lo regular no se mezcla en ambicionar ni pretender empleos? El riesgo es de mayor trascendencia si consideramos que un cuerpo legislativo puede estar formado de miembros inmorales, sin conocimientos, sin virtudes cívicas y que únicamente buscan ocasión en qué hacer un tráfico de sus sufragios.

El Poder Ejecutivo a cambio de un empleo logrará de ellos leyes que le convengan a sus fines particulares; ¿y podrá decirse que las ha dictado la sana razón y el bien de los pueblos? Los infelices que sencillamente dieron su voto, serán las primeras víctimas; sobre ellos gravitará el peso de la opresión; sobre ellos caerá el torrente de todos los males. No es preciso agotar las razones, tenemos en apoyo de nuestra opinión a la experiencia; no necesitamos ocurrir a lo que ha sucedido en otros tiempos y en otros países, basta tender la vista a lo que pasa en el continente americano; los sujetos que reúnen la opinión de los hombres de bien, los sujetos que por su literatura y virtudes debían ser la columna de la República, se han retirado de los negocios públicos, cansados de sufrir groseras injusticias y desmerecidos insultos. No es cosa difícil extraviar a un pueblo que en lo general carece de ilustración y de experiencia; en los momentos en que arde en los pechos el amor sagrado de la patria y de la libertad, es cuando se puede conocer la opinión pública. En Francia la Asamblea Constituyente vio en su seno a los más ilustrados ciudadanos; las Cortes constituyentes de Cádiz presentaron igual ejemplar; y si volvemos la vista a los primeros cuerpos legislativos de toda la América, encontraremos que han estado en ellos los hombres únicos que con desinterés deseaban la felicidad de la patria. Lejos de nosotros querer desacreditar los Congresos posteriores; han tenido y tienen en su seno hombres cuyo nombre honrará nuestra historia y que serán un modelo a las generaciones futuras, libres ya del espíritu de partido y en disposición de poder juzgar sin pasiones. Hablamos únicamente con el objeto de manifestar que cuando la opinión pública se declara libremente, que cuando los habitantes de un país que ha gemido bajo la opresión y que acaba de sacudir el yugo buscan los medios de remediar los males que antes sufrieran, entonces las elecciones son el resultado del deseo de mejorar y de establecer la felicidad sobre bases sólidas.

Para sacudir un yugo no se requiere más que sentir; una carga pesada agobia; pero para establecer el sistema que reemplace al duro despotismo, es indispensable tener conocimientos de la ciencia social; para llevar a cabo la obra de la regeneración es preciso formar un espíritu público, es preciso grabar en el corazón de cada individuo que sus leyes deben respetarse como dogmas; en una palabra, es preciso que las luces se difundan al máximum posible. ¿No debía, pues, llamar muy particularmente la atención de los legisladores la enseñanza pública? ¿No será más duradero el edificio social sentado sobre buenos cimientos? ¿De qué sirven, no decimos ya mil leyes de circunstancias, sino buenas, si no se ha de conocer el bien que han de producir? Desengañémonos; de nada sirve un edificio por majestuoso que aparezca, si no tiene base sobre qué descansar. Por sí mismo vendrá a tierra y sepultará bajo sus ruinas a los desgraciados que lo habitan.

§ III.

El objeto de un gobierno es proporcionar a los gobernados la mayor suma de bienes y ésta no puede obtenerse sin educación

Ninguno llena más este objeto que el republicano; en él son los mismos interesados los que se dan leyes. Como cada individuo tiene su deseo de mejorar su suerte, si es que la disfruta mala, de aumentar su felicidad y de conservarla, debe necesariamente buscar los medios para lograr sus fines. Careciendo de instrucción ¿no será muy difícil que acierte a fijar las reglas que deben sujetar sus acciones y que al mismo tiempo que garantizan derechos también imponen obligaciones? ¿No sería muy difícil que guiado por su interés personal, desconociese el bien de sus conciudadanos? Se requiere algo más que la luz natural para conocer que el bienestar de la comunidad redunda en beneficio propio; y la ignorancia jamás extiende la vista a lo futuro; no calcula sobre las diferentes edades del hombre; cree que es eterna la juventud, o a lo menos los placeres de esta época de la vida. El amor a las ciencias es casi en nosotros la sola pasión duradera, las demás nos abandonan a medida que nuestra máquina comienza a decaer y a medida que sus resortes se relajan. La juventud impaciente vuela de uno en otro placer; en la edad que la sigue los sentidos pueden proporcionar deleites pero no placeres; en esta época es cuando conocemos que nuestra alma es la parte principal de nosotros; entonces es cuando conocemos que la cadena de los sentidos se ha roto, que todos nuestros goces son ya independientes de ellos y que quedan reducidos a la meditación.

En este estado el alma que no apela a sus propios recursos, que no se ocupa de sí misma, experimenta un hastío cruel que le hace amarga la vida. Si intenta buscar placeres que no le son ya propios, tiene el dolor de verlos huir cuando cree acercarse a ellos. La imagen de la juventud nos hace más dura la vida, como que no podemos gozar; el estudio sólo nos cura de este mal y el placer que nos causa nos hace olvidar que caminamos al sepulcro. Es muy útil proporcionarnos goces que nos sigan en todas las edades; es un consuelo tener recursos que nos alivien en la adversidad. Las ciencias solas son las que nos sirven en todas las épocas de la vida, en todas las situaciones en que podemos encontrarnos.

 

La cultura del espíritu suaviza el carácter, reforma las costumbres. La razón ilustrada es la que sirve de freno a las pasiones y hace amar la virtud. ¿Y no es en el sistema que nos rige donde se requiere más moralidad, más desprendimiento del propio interés? Por eso decía y con razón, el profundo filósofo ginebrino, que si los hombres examinasen de cerca todas las virtudes que se necesitan en un gobierno popular, se confundirían del enorme peso que cargaría sobre ellos. Ser soberano y ciudadano, juez y parte al mismo tiempo, requiere una virtud heroica para desprenderse de los sentimientos del hombre y adornarse en algunos momentos de las cualidades propias de la divinidad ¿Cómo será posible que la naturaleza sola baste en estos casos? ¿No será indispensable que la filosofía haya ganado el corazón para que éste obre con arreglo a lo que exige el bien comunal, independiente del propio?

Estas cortas reflexiones nos parecen suficientes para convencer la necesidad que tenemos de educación pública. Legisladores: a vosotros toca dictar las leyes que la conveniencia nacional exige a fin de proteger la enseñanza. En vuestras manos está remover los obstáculos que contienen en su marcha los adelantos del entendimiento. Nada haréis si vuestro edificio queda sentado sobre cimientos movedizos; vuestra obra caerá por sí misma y todos seremos sepultados bajo sus ruinas.

 

Tomado de Mora José María Luís. Obras sueltas. Segunda edición. México: Editorial Porrúa, 1963.